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Dortmunder caminaba con una hogaza de pan blanco y dos litros de leche homogeneizada hacia la caja. Como era un viernes por la tarde el supermercado estaba bastante lleno, pero no había mucha gente delante de él en la caja rápida y pronto le llegó su turno. La cajera le metió el pan y la leche en una amplia bolsa y él se encaminó hacia la acera con los codos bien pegados a ambos lados del cuerpo, lo cual resultaba un poco extraño pero no demasiado.

Era el uno de julio, nueve días después del frustrado intento del Coliseo en Nueva York; y el lugar era Trenton, New Jersey. El sol brillaba y el aire húmedo era agradablemente tibio, pero Dortmunder llevaba una chaqueta deportiva de color claro sobre la camisa blanca, casi completamente abotonada. Tal vez por eso daba la impresión de estar tan irritable y triste.

Caminó una manzana desde el supermercado, llevando en todo momento la bolsa con los codos pegados al cuerpo, y entonces se detuvo y la puso sobre el capó del primer automóvil que encontró a mano. Buscó en el bolsillo derecho de su chaqueta y sacó una lata de atún que arrojó dentro de la bolsa. Buscó en el bolsillo izquierdo, sacó un paquete de cubitos de caldo de carne y lo metió dentro de la bolsa. Buscó en el bolsillo izquierdo del pantalón, sacó un tubo de pasta dentífrica y lo tiró en la bolsa. Luego se desabotonó la chaqueta, buscó bajo la axila izquierda, sacó un paquete de queso americano en lonchas y lo arrojó dentro de la bolsa. Y ya por último, buscó bajo la axila derecha, sacó un paquete de cualquier otra tontería en lonchas y lo metió en la bolsa. La bolsa estaba ahora mucho más llena que antes; la cogió y se fue caminando hacia su casa.

Su casa era un hotelucho cutre en el centro. Pagaba dos dólares extra por semana por un cuarto con un fregadero y un calentador, pero el dinero ahorrado comiendo en casa le compensaba unas doce veces el gasto.

Su casa. Dortmunder entró en su cuarto dirigiéndole una mirada de desprecio y depositó sus comestibles.

A pesar de todo, el lugar estaba limpio. Dortmunder había aprendido a ser limpio durante su primera condena y nunca había perdido tal costumbre. Era más fácil vivir en un sitio pulcro, con las cosas en orden y limpias. Eso hacía soportable incluso un establo gris como aquél.

Durante un tiempo, claro; durante un tiempo.

Dortmunder puso agua a calentar para hacer un café instantáneo y luego se sentó a leer el periódico que esa mañana había encontrado tirado por ahí. Nada en él; nada interesante. Greenwood no aparecía en los diarios desde hacía ya casi una semana, y ninguna otra cosa en el mundo entero suscitaba la atención de Dortmunder.

Andaba buscando algún asunto. Los trescientos dólares recibidos del mayor Iko hacía tiempo que se habían esfumado y desde entonces andaba escaso. Se había presentado en la oficina de personas en libertad condicional en cuanto llegó a la ciudad —no valía la pena buscarse problemas innecesarios— y le consiguieron una especie de trabajito insignificante en un campo de golf municipal. Trabajó allí una tarde, recortando el césped, y acabó con una linda quemadura del sol en el cogote. Ya había tenido suficiente con eso. Desde entonces sólo había obtenido débiles cosechas.

Como la noche anterior, por ejemplo. Salió a dar una vuelta a pie, en busca de cualquier cosa que le apareciera por el camino, y se encontró con una lavandería de esas que permanecen abiertas las veinticuatro horas. La dependienta, una anciana gruesa, con un desteñido vestido floreado, estaba sentada en una silla de plástico azul profundamente dormida. Entró y fue golpeando suavemente las máquinas una por una; de este modo, consiguió veintitrés dólares y setenta y cinco centavos en monedas, que se guardó en los bolsillos; ¡coño!, lo suficiente para llenarle el pantalón. Si en ese momento hubiera tenido que darse a la fuga ante la aparición de un policía, no habría tenido escapatoria.

Estaba bebiendo a sorbos su café y leyendo las páginas de humor cuando oyó que llamaban a la puerta. Se sobresaltó y miró instintivamente hacia la ventana, tratando de recordar si afuera había una escalera de incendios. Entonces recordó que por ahora nadie lo buscaba y sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo. Se levantó y fue a abrir la puerta. Era Kelp.

—Eres un hombre difícil de encontrar —dijo Kelp.

—No lo suficiente —respondió Dortmunder. Hizo un gesto brusco con el pulgar sobre su hombro y añadió—: Entra.

Kelp entró. Dortmunder cerró la puerta tras él y dijo:

—¿Y ahora de qué se trata? ¿Otro asunto peligroso?

—No exactamente —contestó Kelp, mirando a su alrededor—. Vives a lo grande.

—Siempre he hecho así mis cosas —dijo Dortmunder—. Para mí, sólo lo mejor. ¿Qué quieres decir con eso de «no exactamente»?

—No exactamente otro asunto —explicó Kelp.

—¿Qué quieres decir con «no exactamente otro asunto»?

—El mismo asunto —respondió Kelp.

Dortmunder lo miró.

—¿Seguimos con el diamante?

—Greenwood lo tiene escondido en algún lado.

—Maldito sea —dijo Dortmunder.

—Te digo sólo lo que me contó Iko. Greenwood le dijo a su abogado que tenía escondido el diamante y le pidió que se lo comunicara a Iko. Iko me lo dijo a mí y yo te lo digo a ti.

—¿Por qué? —preguntó Dortmunder.

—Todavía podemos conseguir los treinta mil —contestó Kelp—. Y los ciento cincuenta semanales otra vez, mientras nos organizamos.

—¿Nos organizamos para qué?

—Para sacar a Greenwood de la cárcel.

En el rostro de Dortmunder se dibujó una expresión extraña.

—En este cuarto hay alguien que oye campanas —dijo. Tomó la taza y bebió el café.

—Greenwood está perdido y lo sabe. Su abogado dice lo mismo: no tiene esperanza de salvar el pellejo. Y le darán duro, porque están furiosos por la desaparición del pedrusco. Así que, o les entrega el diamante para que le rebajen la sentencia, o nos lo entrega a nosotros para que le saquemos de la cárcel. Todo lo que tenemos que hacer es sacarlo y el diamante será nuestro. Treinta mil, así de sencillo… —dijo Kelp.

Dortmunder frunció el ceño.

—¿Dónde está Greenwood?

—En la cárcel.

—Eso ya lo sé. Pregunto en qué cárcel. ¿Las Tumbas?

—No. Hubo un problema y lo llevaron fuera de Manhattan.

—¿Problema? ¿Qué problema?

—Bueno, nosotros somos los blancos que robamos el diamante de los negros. Unos tipos furiosos de Harlem tomaron el metro que va al centro y armaron un gran alboroto. Querían lincharlo.

—¿Linchar a Greenwood?

Kelp se encogió de hombros.

—No sé dónde aprenden esas cosas.

—Lo estábamos robando para Iko —dijo Dortmunder—. Él es negro.

—Sí, pero nadie lo sabe.

—Pues basta con mirarlo —dijo Dortmunder.

Kelp sacudió la cabeza.

—Quiero decir que nadie sabe que él está detrás de esto.

—Ah. —Dortmunder se puso a caminar por el cuarto, mordiéndose el nudillo del pulgar derecho. Eso era lo que hacía cuando pensaba—. ¿Entonces dónde está? ¿En qué cárcel?

—¿Estás hablando de Greenwood?

Dortmunder se detuvo y lo miró.

—No —dijo lentamente—. Del rey Faruk.

Kelp lo miró desconcertado.

—¿Del rey Faruk? Hace años que no oigo hablar de él. ¿También está metido en el asunto?

Dortmunder suspiró.

—Quiero decir Greenwood…

—Pero qué es esto…

—Puro sarcasmo. No lo repetiré. ¿En qué cárcel está Greenwood?

—Ah, en algún cuchitril de Long Island.

Dortmunder lo observó con suspicacia. Kelp había dicho eso sin pensar, lo había soltado un poco demasiado casualmente.

—¿En algún cuchitril?

—Una chirona de distrito o algo así —respondió Kelp—. Lo metieron ahí hasta el juicio.

—Lástima que no pueda salir bajo fianza —dijo Dortmunder.

—Tal vez el juez le leyó el pensamiento —respondió Kelp.

—O su expediente —dijo Dortmunder, dando unas cuantas vueltas más por el cuarto, mordiéndose el pulgar y pensando.

—Daremos un segundo golpe, y nada más. ¿Por qué preocuparse tanto?

—No sé —respondió Dortmunder—, pero cuando un trabajo sale mal prefiero abandonarlo. ¿Por qué esperar que salga bien, si antes salió mal?

—¿No estás tramando alguna cosa? —preguntó Kelp.

—No.

Kelp hizo un ademán señalando el cuarto.

—Y según parece —dijo—, no andas muy bien de dinero. En el peor de los casos volvemos a la paga de Iko otra vez.

—Supongo que sí —dijo Dortmunder. La duda todavía lo incomodaba, pero se encogió de hombros y añadió—: ¿Qué tengo que perder? ¿Tienes coche?

—Naturalmente.

—¿Y lo sabes conducir?

Kelp se ofendió.

—Sabía conducir el Caddy —respondió indignado—. El maldito quería conducirse solo, ése era el problema.

—Claro —dijo Dortmunder—. Ayúdame a hacer el equipaje.