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Esta vez el hombre de ébano, de dedos largos y delgados, condujo a Kelp directamente a la sala de billar, sin rodeos ni paradas adicionales. Inclinó un poco la cabeza en dirección a Kelp y se fue, cerrando la puerta tras de sí.
Afuera la noche era tórrida, con una humedad de cerca del cien por cien. Kelp vestía pantalones de tela fina y camisa blanca de manga corta; el aire acondicionado de la sala le daba escalofríos. Se secó el sudor de la frente, levantó los brazos para que se le airearan las axilas, caminó hacia la mesa de billar y extrajo las bolas.
No estaba muy animado esa noche, así que se puso a practicar con el taco. Le daba a las bolas, las hacía deslizar hacia tal o cual sitio, golpeaba aquí o allí con o sin efecto, apuntaba en alguna otra dirección a ver qué pasaba. Luego colocaba las bolas de cualquier otra manera y comenzaba de nuevo.
Cuando el mayor entró, le dijo:
—No ha avanzado mucho esta noche.
—Sólo estaba entreteniéndome un poco —contestó Kelp. Dejó el taco y sacó del bolsillo del pantalón una hoja húmeda y arrugada. La desdobló y se la tendió a Iko, que la tomó con cierta aversión. Kelp volvió a la mesa, donde acababa de dar un golpe con el que metió dos bolas, y empezó a meter las demás con rapidez pero metódicamente.
Ya había metido tres cuando Iko dio un chillido.
—¿Un helicóptero?
Kelp dejó el taco y se volvió, diciendo:
—No estábamos muy seguros de que usted pudiera conseguir uno, pero si no puede, no hay trabajo. Dortmunder me dijo que le trajera la lista, como siempre, y que lo dejara decidir a usted mismo.
Iko tenía una expresión un poco extraña:
—Un helicóptero —dijo—. ¿Cómo quieren que consiga un helicóptero?
Kelp se encogió de hombros.
—No lo sé, pero según tenemos entendido tiene todo un país detrás de usted.
—Es verdad —repuso Iko—, pero el país que tengo detrás de mí es Talabwo, no Estados Unidos.
—¿En Talabwo no hay helicópteros? —preguntó Kelp.
—Por supuesto que en Talabwo hay helicópteros —contestó Iko irritado. Parecía como si le hubieran herido en su orgullo nacional—. Tenemos siete helicópteros. Pero están en Talabwo, naturalmente, y Talabwo está en África. Las autoridades norteamericanas podrían hacer preguntas, si intentamos importar un helicóptero norteamericano desde Talabwo.
—Es cierto —convino Kelp—. Déjeme pensar.
—No hay ninguna otra cosa en la lista que suponga un problema —dijo Iko—. ¿Están seguros de que necesitan un helicóptero?
—Las celdas de los presos están en el último piso, el quinto —respondió Kelp—. Si se entra por la puerta hay que pasar cinco pisos llenos de policías armados antes de llegar a las celdas, y luego hay que volver a pasar por los mismos cinco pisos antes de llegar a la calle de nuevo. ¿Y sabe qué hay en la calle?
Iko negó con la cabeza.
—Policías —le dijo Kelp—. Generalmente, tres o cuatro coches patrulla, y más policías merodeando por allí, entrando, saliendo, parados en la acera, hablando entre ellos.
—Ya veo —murmuró Iko.
—Así que nuestra única posibilidad —continuó Kelp— es acceder por arriba. Llegar al techo y desde allí entrar al edificio. De este modo, las celdas quedan allí, justo al alcance de la mano, y nosotros ni siquiera habremos visto a los policías. Y después de recuperar el diamante, nada de peleas con nadie en el camino de vuelta; lo único que tenemos que hacer es subir al techo y alzar el vuelo.
—Ya veo —volvió a murmurar Iko.
Kelp cogió el taco, metió la siete, dio una vuelta a la mesa.
—Pero un helicóptero es muy ruidoso. Todos lo oirán llegar —repuso Iko.
—No lo oirán —dijo Kelp, e inclinándose sobre la mesa, metió la cuatro y se incorporó—. Los aviones sobrevuelan ese barrio durante todo el día. Los grandes reactores que aterrizan en La Guardia vuelan por allí mucho más bajo de lo que usted se imagina.
—¿Ese ruido les resultará útil?
—Llevamos la cuenta de los aviones que pasan —dijo Kelp—. Sabemos cuáles son los regulares, y entraríamos en la comisaría mientras pasa uno de ellos. —Metió la doce.
—¿Y qué pasa si les ve alguien desde otro edificio? ¿No hay edificios más altos por allí?
—Verían un helicóptero aterrizando en la azotea de una comisaría —contestó Kelp—. ¿Y eso qué? —Metió la seis.
—Muy bien —dijo Iko—. Veo que puede resultar.
—Es lo único que puede resultar, por el momento —le aseguró Kelp. Y metió la quince.
—Tal vez —dijo Iko. Frunció el ceño, muy perturbado—. Puede que tenga razón. Pero el problema es de dónde voy a sacar yo un helicóptero.
—No sé —respondió Kelp, introduciendo la dos—. ¿De dónde sacaba los helicópteros antes?
—Bueno, los comprábamos, naturalmente, en… —Iko se detuvo y abrió mucho los ojos. Una nube blanca se le formó en lo alto de la cabeza, y en la nube apareció una lamparita. La lamparita estaba encendida—. ¡Lo puedo hacer! —gritó.
Kelp metió la once, y, de carambola, la ocho. Aún le faltaban la tres y la catorce.
—Bien —dijo, dejando el taco—, ¿cómo se las va a arreglar?
—Sencillamente, encargaremos un helicóptero a través de los cauces habituales —respondió Iko—. Cuando llegue a Newark para ser transbordado a un barco para Talabwo, pasará unos días en nuestro hangar. Puedo arreglarlo para que ustedes se lo lleven prestado, pero no durante la jornada normal de trabajo.
—No lo queremos durante las horas normales de trabajo. Pensamos estar allí alrededor de las siete y media de la tarde.
—Sería perfecto —dijo el mayor. Se sentía manifiestamente encantado consigo mismo—. Ordenaré que le llenen el depósito para que esté a punto.
—Perfecto.
—El único problema —añadió el mayor, mientras su encantamiento se desvanecía— es que podrían tardar un poco en aprobar la orden. Tres semanas, o tal vez más.
—Está bien —dijo Kelp—. El diamante puede esperar. Siempre que recibamos nuestro salario cada semana.
—Se lo daré lo más pronto posible —afirmó Iko.
Kelp señaló la mesa.
—¿Le importa?
—Continúe —contestó Iko. Observó a Kelp encajar las dos últimas y luego prosiguió—: Tal vez yo debería tomar clases de billar. Parece bueno para relajar los nervios.
—No necesita lecciones —le aseguró Kelp—. Sencillamente, coja un taco y empiece a jugar. Lo demás llega solo. ¿Quiere que le muestre cómo?
El mayor miró su reloj, visiblemente dubitativo.
—Bueno —dijo—, sólo unos minutos.