7

A las dos y veinticinco de la madrugada, después de la visita de Prosker a Greenwood, el tramo de Northern State Parkway en los aledaños de la salida de Utopía Park estaba casi desierto. Un solo vehículo avanzaba por la zona, un camión grande y sucio, con una cabina azul, la carrocería gris y las palabras «Alquiler de camiones Parker» pintadas de blanco dentro de un óvalo, en ambas puertas. El mayor Iko lo había alquilado a través de un ilocalizable intermediario, precisamente esa misma tarde, y en ese momento, con Kelp al volante, se dirigía hacia el este, fuera de Nueva York. Cuando aminoró la marcha para salir, Dortmunder, sentado a su lado, se inclinó hacia adelante para mirar el reloj a la luz del salpicadero y dijo:

—Vamos adelantados cinco minutos.

—En las calles llenas de baches iré más despacio —respondió Kelp—, con todo lo que llevamos atrás.

—No conviene llegar antes de tiempo —dijo Dortmunder.

Kelp dirigió el camión hacia fuera de la autopista y tomó la curva de la rampa de salida.

—Ya sé —contestó—, ya sé.

En la cárcel, en ese preciso momento, también Greenwood estaba mirando su reloj en la oscuridad. Las agujas verdes le indicaban que todavía le quedaba media hora de espera. Prosker le había dicho que Dortmunder y compañía no se moverían hasta las tres. No debería hacer nada con demasiada anticipación para no despertar sospechas.

Veinticinco minutos después, el camión alquilado, con las luces apagadas, se detenía en un estacionamiento a tres manzanas de la cárcel. Las farolas de las esquinas eran la única iluminación en esa zona de Utopía Park, y el cielo nuboso hacía aún más oscura la noche. Apenas si podía uno verse la mano frente a la cara.

Kelp y Dortmunder salieron del camión y, moviéndose con cautela, dieron la vuelta para abrir las puertas de atrás. El interior estaba oscuro como la boca de un lobo. Mientras Dortmunder ayudaba a Chefwick a saltar al asfalto, Murch le alcanzó a Kelp una escalera de tres metros. Kelp y Dortmunder apoyaron la escalera a un lado del camión, mientras Murch le daba a Chefwick un rollo de cuerda gris y su maletín negro. Iban vestidos con ropa oscura y hablaban en susurros.

Dortmunder tomó el rollo de cuerda y subió el primero por la escalera; Chefwick lo siguió. Kelp, al pie de la misma, la sujetó hasta que ambos llegaron al techo del camión, y entonces la izaron. Dortmunder colocó la escalera a lo largo del techo del camión, y luego, él y Chefwick se tumbaron, uno a cada lado, como personajes de Boccaccio flanqueando una espada. Kelp, una vez subida la escalera, rodeó de nuevo el camión y cerró las puertas, luego entró en la cabina, puso el motor en marcha, dirigió lentamente el camión por el estacionamiento y salió a la calle. No encendió las luces delanteras.

En la cárcel, Greenwood miró su reloj y, viendo que eran las tres menos cinco, decidió que había llegado el momento. Se incorporó, se deshizo de las mantas y apareció completamente vestido, aunque sin zapatos. Se los puso y miró unos pocos segundos al hombre que dormía en la litera (el viejo roncaba, con la boca abierta). Greenwood le dio un golpe en la nariz.

Los ojos del viejo se abrieron de repente, redondos y blancos, y durante dos o tres segundos él y Greenwood se miraron fijamente, con las caras a no más de treinta centímetros. Entonces el viejo parpadeó, deslizó la mano por debajo de las mantas para tocarse la nariz y dijo con sorpresa y dolor:

—¡Ay!

Greenwood, gritando a toda voz, rugió:

—¡Basta de hurgarse los pies!

El viejo se incorporó. Los ojos se le iban poniendo cada vez más redondos. La nariz le empezaba a sangrar. Dijo:

—¿Qué? ¿Qué?

Greenwood rugió:

—¡Y deja de olerte los dedos!

Los dedos del viejo seguían en la nariz, pero los apartó y se los miró: tenían sangre en las yemas.

—Socorro —dijo en voz muy baja, vacilando, como si quisiera asegurarse de que era ésa la palabra que buscaba. Después, aparentemente seguro, soltó una ronca serie de socorros, echando la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos con fuerza y aullando como un terrier—: ¡Socorrosocorrosocorro…! —Etcétera.

—¡No lo aguanto más! —bramaba Greenwood, con voz de barítono—. ¡Le voy a retorcer el pescuezo!

—¡Socorrosocorrosocorrosocorro…!

Se encendieron las luces. Los guardas gritaban. Greenwood empezó a lanzar maldiciones y a andar con paso pesado de un lado a otro, blandiendo los puños en el aire. Le arrancó las mantas al viejo, lo envolvió en ellas, se las volvió a quitar. Lo cogió del tobillo y lo empezó a apretar como si fuera el cuello del viejo.

Se oyó un fuerte chirrido metálico, lo cual significaba que el largo barrote de hierro que cruzaba todas las puertas de las celdas de ese lado del pasillo había sido levantado. Greenwood arrancó al viejo de la cama por el tobillo. Procurando no hacerle daño, lo cogió por la garganta con una mano, levantó en alto el otro puño y se quedó en esa postura, gritando como un loco, hasta que se abrió la puerta de la celda y tres guardias se precipitaron dentro de ella.

Greenwood no les facilitó las cosas. No les pegó a ninguno de ellos, porque no quería que le devolvieran el golpe con una porra y lo dejaran inconsciente, pero empujaba al viejo contra los guardias, para impedirles que lo alcanzaran en la estrecha celda y le pusieran las manos encima.

Entonces, de repente, se apaciguó. Soltó al viejo, que rápidamente se sentó en el suelo y empezó a frotarse el cuello, y se quedó allí plantado, con los hombros hundidos y la mirada perdida.

—No sé —decía con voz confusa, meneando la cabeza—. No sé…

Los dos guardias lo agarraron de los brazos.

—Nosotros sí sabemos —dijo uno de ellos. El segundo le dijo, con calma, al tercero—: Se ha vuelto loco. Nunca lo hubiera pensado de él.

No muchas paredes más allá, el camión alquilado rodaba silenciosa y oscuramente para detenerse junto al muro exterior de la cárcel. Había unas torres en ambas esquinas del muro y mucha luz en otras partes, como, por ejemplo, alrededor de la entrada principal y junto al patio de recreo, pero en aquella zona todo era silencio y oscuridad —esta última interrumpida intermitentemente por un reflector que desde el interior del recinto recorría con su haz de luz la superficie del muro—, por la sencilla razón de que no había ni celdas ni entradas en esa parte del muro. Al otro lado del muro, según los mapas de Greenwood, se hallaban los edificios que albergaban la planta de la calefacción, la lavandería, las cocinas y los comedores, la capilla, varios cobertizos de almacén y cosas así. Ninguna parte del muro estaba totalmente desprotegida, pero la vigilancia en aquella zona era más superficial. Además, con una población de reclusos tan transitoria como la de Utopía Park, las tentativas de fuga eran escasas.

Tan pronto como el camión se detuvo, Dortmunder se levantó y apoyó la escalera contra la pared. Llegaba casi hasta arriba. Subió rápidamente, mientras Chefwick la mantenía firme, y una vez arriba se puso a atisbar, esperando el haz de luz del reflector. La luz se aproximaba, mostrándole la disposición de los techos de los edificios, que coincidía con los planos de Greenwood. Dortmunder se apartó, antes de que la trayectoria del haz de luz pasara por donde había estado su cabeza. Bajó la escalera y susurró:

—Todo en orden.

—Bien —susurró Chefwick.

Dortmunder dio una ligera sacudida a la escalera para asegurarse de que se mantendría firme aunque nadie la sujetara en la base, y luego volvió a subir, esta vez con Chefwick siguiéndole de cerca. Dortmunder llevaba el rollo de cuerda al hombro y Chefwick portaba su maletín negro. Chefwick se movía con una agilidad sorprendente para un hombre de su apariencia.

Una vez arriba, Dortmunder desplegó la cuerda y la fijó por un extremo en un gancho de metal. La cuerda tenía nudos y colgaba hasta unos dos metros del suelo. Dortmunder la sujetó a la parte superior de la pared con el gancho y tiró con fuerza para asegurarse de que la trabazón fuera sólida. Y lo era.

Tan pronto como la luz del reflector pasó por segunda vez, Dortmunder subió rápidamente hasta arriba de la escalera y se sentó a horcajadas sobre la pared, un poco a la derecha. Chefwick se apresuró tras él, algo incómodo por su maletín negro, y se sentó también a horcajadas sobre la pared, un poco a la izquierda, frente a Dortmunder. Ambos tendieron las manos hacia abajo, cogieron la escalera por el último travesaño y la izaron hasta apoyarla contra la pared, para luego deslizarse del otro lado. Unos dos metros y medio más abajo había una azotea alquitranada, sobre la lavandería de la cárcel. Apoyaron la escalera en la azotea y Dortmunder pasó gateando. Cogió el maletín negro de manos de Chefwick y se apresuró a bajar a la escalera. Chefwick se arrastró tras él. Pusieron la escalera junto a una pared baja que limitaba el techo y luego se recostaron sobre ella para ocultarse en la sombra de la pared la próxima vez que pasara la luz del reflector.

Afuera, Kelp se había quedado junto al camión. Entrecerrando los ojos podía ver a Dortmunder y a Chefwick. Los divisó vagamente, acurrucados en la escalera, cuando el haz del reflector pasó a lo largo de la pared, pero a la vez siguiente ya habían desaparecido. Inclinó la cabeza, satisfecho, subió al camión y se fue de allí, siempre con las luces apagadas.

Dortmunder y Chefwick, entretanto, usaban la escalera para bajar del techo de la lavandería al suelo. La dejaron a un lado, en el suelo, y corrieron hacia el edificio central de la penitenciaría, que se erigía frente a ellos en la oscuridad. En una ocasión tuvieron que ocultarse detrás de una pared, para dejar que la luz del reflector pasara, pero después corrieron hasta el edificio, encontraron la puerta en donde se suponía que debía estar y Chefwick se sacó del bolsillo las dos herramientas que iba a necesitar para abrirla. Se puso a trabajar mientras Dortmunder vigilaba.

Dortmunder vio que la luz del reflector volvía de nuevo, en su recorrido por la fachada del edificio.

—Date prisa —susurró; oyó un clic, se volvió y vio la puerta abierta.

Se colaron dentro y cerraron la puerta, antes de que la luz del reflector volviera a pasar.

—Cierra —susurró Dortmunder.

—Ahora llevaré mi maletín —susurró Chefwick. Estaba muy tranquilo.

El cuarto donde habían entrado estaba totalmente a oscuras, pero Chefwick conocía tan bien el contenido de su maletín que no necesitaba luz. Se agachó, lo abrió, metió las dos herramientas en sus correspondientes fundas, sacó otras dos, cerró el maletín, se levantó y dijo:

—Muy bien.

Unas cuantas puertas más allá, Greenwood decía:

—Me estoy tranquilizando, no se preocupen. Me estoy tranquilizando.

—No estamos preocupados —respondió uno de los guardias. Habían necesitado un buen rato para aclarar algo de lo sucedido. Después de que Greenwood se calmara repentinamente, los guardias intentaron averiguar qué había pasado, qué había sido todo aquello, pero todo lo que el viejo pudo hacer fue farfullar y señalar a Greenwood, y todo lo que éste quiso hacer fue quedarse quieto con la mirada vaga, sacudir la cabeza y decir: «Realmente, no sé nada más».

Entonces, el viejo dijo la palabra mágica, pies, y Greenwood estalló de nuevo.

Tuvo mucho cuidado en su forma de hacerlo. No hizo ningún derroche físico, se limitó a chillar, aullar y agitarse un poco. Siguió así mientras los guardas lo sujetaban de los brazos, pero cuando oyó que hablaban de aplicarle anestesia en la cabeza, empezó a calmarse y a mostrarse muy razonable. Explicó lo de los pies del viejo de forma muy lúcida, como si pensara que si conocieran la situación estarían de acuerdo con él.

Lo que hicieron fue darle cuerda: justo lo que él quería. Y cuando uno de ellos dijo: «Bueno, amigo, ¿por qué no te buscas otro lugar para dormir?», Greenwood sonrió con verdadero placer. Sabía dónde le llevarían ahora, a una de las celdas de arriba, en un ala del hospital. Allí podría calmarse hasta mañana, para que después lo viera el médico.

Eso fue lo que pensaron.

Greenwood le dirigió un sonriente adiós al viejo, mientras éste se llevaba un calcetín a la nariz, que seguía sangrando, y salió caminando entre los guardias. Les aseguró que iría con ellos tranquilamente, y ellos le aseguraron que eso no les preocupaba.

La primera parte del itinerario fue la misma que cuando fue a ver a Prosker. Caminaron por el corredor metálico, bajaron por la escalera metálica de caracol, recorrieron otro corredor metálico, cruzaron dos puertas que abrió alguien desde afuera y que se cerraron de nuevo tras ellos. Después la ruta cambió: bajaron por un largo corredor marrón, doblaron una esquina y llegaron a un lugar agradable y tranquilo, donde dos hombres, vestidos de negro, con capuchas negras sobre la cabeza y revólveres negros en la mano, salieron de un portal y dijeron:

—Que nadie haga el menor ruido.

Los guardias miraron a los encapuchados y parpadearon de asombro. Uno de ellos dijo:

—Están locos.

—No lo crea —respondió Chefwick. Dio un paso hacia un lado del portal y agregó—: Por aquí, caballeros.

—No disparen —suplicó el segundo guardia—. El ruido los delataría.

—Para eso tenemos silenciadores —contestó Dortmunder—. Es esta cosa que parece una granada de mano, aquí, en el cañón del revólver. ¿Quiere oírlo?

—No —dijo el guarda.

Entraron todos en el cuarto y Greenwood cerró la puerta. Utilizaron los cinturones de los guardas para atarles las manos, y los faldones de las camisas para amordazarlos. El cuarto en el que se encontraban era pequeño y cuadrado, era una oficina con un escritorio metálico. Había un teléfono sobre el escritorio, pero Dortmunder cortó el cable.

Cuando salieron de la oficina, Chefwick cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. Dortmunder preguntó a Greenwood:

—¿Por aquí? —Los tres bajaron a paso ligero por el corredor y cruzaron una pesada puerta metálica que había estado cerrada durante muchos años antes de que Chefwick llegara. Chefwick había dicho en cierta ocasión: «Las cerraduras de las cárceles están pensadas para mantener a la gente dentro, no fuera. La parte externa de esas puertas es mucho más fácil de abrir, es donde están todos los cerrojos, las cadenas y todos los engranajes».

Desandaron el camino que Dortmunder y Chefwick habían hecho para entrar. Encontraron cuatro puertas más en el trayecto; Chefwick las había abierto todas durante el trayecto de entrada y las cerró durante el trayecto de vuelta. Por fin salieron del edificio y esperaron allí, apiñados alrededor del portal, mirando hacia el cubo negro de la lavandería, al otro lado del camino. Dortmunder comprobó su reloj; eran las tres y veinte.

—Cinco minutos —murmuró.

A cuatro calles de allí, Kelp miró su reloj, vio que eran las tres y veinte y salió de la cabina del camión otra vez. Ya se había acostumbrado al hecho de que la luz interior no se encendiera cuando él abría la puerta; él mismo había aflojado la bombilla antes de salir de la ciudad. Cerró la puerta despacio, rodeó el camión y abrió las puertas traseras.

—Colócalo —le susurró a Murch.

—Bien —susurró Murch, y empezó a empujar fuera del camión una larga tabla. Kelp la agarró por un extremo y la bajó al suelo, con lo que quedó apoyada en el ángulo trasero de la carrocería, como un plano inclinado. Murch empujó fuera otra tabla y Kelp la alineó junto a la otra, dejando un espacio de un metro y medio entre ambas.

Habían elegido la zona más industrial de Utopía Park para esa etapa del plan. Las calles directamente contiguas a la cárcel albergaban casas ruinosas, pero a partir de dos o tres manzanas más el vecindario empezaba a cambiar. Hacia el norte y el este se extendían barrios residenciales, cuyo aspecto mejoraba con la distancia, y hacia el oeste había un barrio pobre que empeoraba progresivamente hasta convertirse en un suburbio miserable que acababa en unos cementerios de coches. Pero al sur estaba el Utopía Park industrial. Manzana tras manzana, allí sólo había edificios bajos de ladrillo donde se fabricaban gafas de sol, se embotellaban bebidas sin alcohol, se cambiaban neumáticos, se imprimían periódicos, se confeccionaban vestidos, se rotulaban letreros, se tapizaba. No había tránsito nocturno ni transeúntes, y el coche de la policía hacía su ronda una vez cada hora. Durante la noche lo único que había por allí, aparte de las fábricas, eran cientos de camiones estacionados frente a ellas. Calle arriba y calle abajo, nada más que camiones: con los parachoques abollados, y sus grandes morros; pesados, oscuros, vacíos y mudos. Camiones.

Kelp había estacionado el suyo entre los demás camiones, para hacerlo pasar desapercibido. Lo había aparcado justo al lado de una boca de riego. Así dispondrían de más espacio por detrás del camión, porque aparte de ese hueco libre, el resto de la manzana estaba abarrotado. Kelp tuvo que dar vueltas por una media docena de calles antes de encontrar este sitio, y le gustó.

Ahora, con esas dos tablas dispuestas en plano inclinado desde el camión hasta el pavimento, Kelp subió a la acera y esperó. Murch había desaparecido otra vez en la oscuridad del camión y un minuto después surgió de dentro del camión la repentina vibración de un motor que se ponía en marcha. Roncó durante breves segundos, luego empezó a ronronear suavemente y por fin asomó fuera del camión el capó de un Mercedes-Benz 250SE descapotable casi nuevo, color verde oscuro. Kelp se había hecho con él esa misma tarde en Park Avenue, cerca de la Calle 60. Como no iban a usarlo mucho tiempo, aún llevaba las credenciales del médico. Kelp había decidido perdonar a los médicos.

Las tablas se curvaron bajo el peso del coche. Murch, tras el volante, recordaba a Gary Cooper maniobrando su Grumman para posarlo en el portaaviones. Moviendo la cabeza como Cooper acostumbraba a hacerlo ante la tripulación, apretó el acelerador y el Mercedes-Benz salió con las luces encendidas.

Murch se había pasado un buen rato inactivo en la parte trasera del camión, leyendo el manual que había encontrado en la guantera, y quería comprobar si era cierto que el coche podía alcanzar una velocidad de doscientos kilómetros por hora. Ahora no podría hacerlo, pero a la vuelta quizá encontrase una buena recta para averiguarlo.

En la cárcel, Dortmunder consultó su reloj otra vez, comprobó que habían pasado cinco minutos y dijo:

—Ahora.

Los tres cruzaron a la carrera el espacio abierto en dirección a la lavandería; la luz del reflector había pasado justo antes de que se pusieran en marcha.

Dortmunder y Chefwick levantaron la escalera y Greenwood subió primero. Cuando llegaron al techo, izaron la escalera tras ellos, se pusieron a cubierto junto a la pared baja y contuvieron la respiración mientras pasaba la luz del reflector. Después se levantaron y llevaron la escalera hasta el muro exterior. Esta vez fue Chefwick quien subió primero. Cargando su maletín negro, llegó hasta arriba y bajó por la cuerda, ayudándose con las dos manos y llevando el maletín negro sujeto con los dientes. Greenwood y Dortmunder lo seguían. Dortmunder se puso a horcajadas sobre la pared y empezó a izar la escalera. La luz del reflector volvía.

Chefwick se dejó caer al suelo en el preciso instante en que Murch llegaba en el descapotable. Chefwick cogió el maletín (los dientes le dolían por el excesivo esfuerzo) y saltó a su asiento. Las luces interiores del coche no habían sido preparadas, así que debían evitar abrir las puertas.

Greenwood ya bajaba por la cuerda y Dortmunder aún estaba izando la escalera. La luz del reflector llegó hasta él, lo bañó en un halo mágico, pasó, paró de súbito y vibró. Dortmunder se esfumó, pero la escalera empezó a caer y se estrelló contra el techo de la lavandería con gran estrépito.

Entretanto, Greenwood había alcanzado el suelo y saltó al asiento delantero del descapotable. Chefwick ya se había instalado en el de atrás. Dortmunder descendía por la cuerda a toda velocidad.

El aullido de una sirena empezó a sonar, cada vez más fuerte.

Dortmunder saltó desde la pared, dejó caer la cuerda, trepó al otro asiento trasero del descapotable y gritó:

—¡Vamos!

Murch apretó el acelerador.

Comenzaban a sonar sirenas por todos lados. Kelp, de pie junto al camión con una linterna apagada en las manos, empezó a morderse el labio inferior.

Murch había encendido las luces delanteras, porque ahora iba demasiado rápido como para depender de las ocasionales farolas de la calle. Tras ellos, la cárcel estaba empezando a despertar, como si fuera un volcán en erupción. En cualquier momento se pondría a vomitar coches de policía.

Murch tomó una curva sobre dos ruedas. Sabía que tenía por delante una recta durante tres manzanas y pisó el acelerador a fondo.

Todavía existen lecheros que se levantan muy temprano por la mañana para hacer el reparto de la leche. Uno de ellos, inmóvil ante el volante, había detenido su furgoneta blanca en pleno cruce. Miró a la izquierda y vio acercarse unas luces demasiado rápido como para poder reaccionar. Dio un grito y se lanzó en medio de sus botellas de leche, causando un inmenso estropicio.

Murch esquivó la inmóvil furgoneta del lechero, como si fuera un esquiador en un eslalon, y siguió con el acelerador apretado hasta el fondo. Muy pronto iba a tener que frenar, y el velocímetro no había llegado a ciento noventa todavía.

Malo. Ahora tendría que frenar o acelerar aún más. Soltó el acelerador y dio unos golpecitos en el freno. Los frenos de disco accionaron sobre las cuatro ruedas.

Con el ruido de las sirenas, Kelp no oyó el motor, pero sí pudo oír el chirrido de los neumáticos. Miró hacia la esquina y vio cómo el descapotable se deslizaba oblicuamente y brincaba hacia adelante como Jim Brown llegando a la meta.

Kelp encendió la linterna y la agitó como un loco. ¿Acaso Murch no lo veía? El descapotable parecía cada vez más grande.

Murch sabía lo que hacía. Mientras sus acompañantes se agarraban a los asientos y entre sí, avanzó como un rayo, dio unos toques al freno y, en un preciso y exacto instante, rozó con el codo el volante, justo lo suficiente, subió por las tablas y, ya en el interior de la caja del camión, volvió a pisar el freno y detuvo el coche, a cinco centímetros del fondo. Apagó el motor y las luces.

Kelp, mientras tanto, había guardado la linterna y metió de nuevo las tablas en el camión. Cerró de golpe una de las puertas. Unas manos lo ayudaron a subir y luego se cerró la otra puerta.

Durante medio minuto no se oyó ni un solo ruido en la oscuridad de la caja del camión, salvo el jadeo de cinco personas. Después, Greenwood dijo:

—Tenemos que volver. Me olvidé el cepillo de dientes.

Al oír la broma todos rieron, pero con una risa nerviosa. No obstante, eso los ayudó a distender los nervios. Murch encendió de nuevo las luces delanteras del coche, puesto que ya habían comprobado que ninguna luz podría verse desde fuera del camión, y entonces se dieron apretones de manos por el trabajo bien hecho.

Se tranquilizaron cuando oyeron a un coche patrulla pasar de largo, con la sirena aullando, y entonces Kelp dijo:

—Caliente, caliente… —Y todos rieron de nuevo, ahora con una risa de oreja a oreja.

Lo habían conseguido. De ahí en adelante todo resultaría más sencillo. Esperarían en el camión hasta las seis más o menos, y entonces Kelp saldría para ir a la cabina y conducirlos lejos de allí. Era improbable que los hicieran parar, pero aun en ese caso llevaban todos los papeles en regla. Tenían el contrato del camión, el permiso de conducir, aparentemente legal, y cualquier tipo de identificación que pudieran precisar, y la razón para estar fuera de casa sonaba convincente. En un lugar tranquilo de Brooklyn sacarían el descapotable del camión y lo dejarían con las llaves puestas, tentador, cerca de una escuela de artes y oficios. El camión sería conducido a Manhattan y dejado en el garaje, donde el asistente del mayor Iko lo retiraría para devolverlo a la agencia de alquiler.

Todos se sentían a gusto, contentos y aliviados en el descapotable. Contaron chistes y al cabo de un rato Kelp sacó un mazo de cartas y se pusieron a jugar al póquer, apostando fuertes sumas.

Alrededor de las cuatro, Kelp dijo:

—Bueno, mañana iremos a buscar el diamante y cobraremos nuestra paga.

Greenwood respondió:

—Podemos empezar a ocuparnos de eso mañana. Dame tres cartas —pidió a Chefwick, que estaba repartiendo cartas muy buenas.

Todos se quedaron callados. Dortmunder preguntó a Greenwood:

—¿Qué quieres decir con que podemos empezar a ocuparnos de eso?

Greenwood se encogió de hombros, nervioso:

—Bueno, no va a ser tan fácil.

—¿Por qué no? —preguntó Dortmunder.

Greenwood se aclaró la garganta. Miró a su alrededor con una turbada sonrisa:

—Porque lo escondí en la comisaría —dijo.