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—¿En la comisaría? —inquirió el mayor Iko, y se quedó mirándolos fijamente con inexpresiva incredulidad.

Estaban todos allí, los cinco. Dortmunder y Kelp en sus sitios de costumbre, frente al escritorio. Greenwood, a quien habían sacado de la cárcel la noche anterior, se sentaba entre ellos, en una silla que había acercado de la pared. Y otros dos desconocidos, que se presentaron como Roger Chefwick y Stan Murch. Estos dos nuevos nombres concentraban la atención del mayor Iko, impaciente por acabar la reunión y ordenar la elaboración de dos nuevos expedientes.

Pero el resto de sus pensamientos, la mayor parte de los pensamientos del mayor, estaban sumidos en la incredulidad. Miraba fijamente a cada uno, y en especial a Greenwood.

—¿En la comisaría? —volvió a decir, y su voz se quebró.

—Es ahí donde yo estaba —respondió Greenwood, razonablemente.

—Pero con seguridad…, en el Coliseo hubiera podido…, en alguna parte…

—Se lo tragó —dijo Dortmunder.

El mayor miró a Dortmunder, tratando de comprender qué quería decir ese hombre.

—¿Cómo…?

Fue Greenwood quien contestó:

—Cuando vi que me atrapaban estaba en el vestíbulo. No había ningún sitio para esconder nada. Ni siquiera podía tirarlo a algún lado. No quería que me lo encontraran encima, así que me lo tragué.

—Ya veo —repuso el mayor, vacilante. Esbozó una sonrisa lastimera y añadió—: Es una ventaja para usted que yo sea ateo, señor Greenwood.

Con amable desconcierto, Greenwood preguntó:

—¿Por qué?

—En mi tribu el significado primitivo del Diamante Balabomo era de carácter religioso —explicó el mayor—. Siga con su historia. ¿Cuándo vio por última vez el diamante?

—No fue hasta el día siguiente —dijo Greenwood—. Quisiera pasar por alto esa parte, si no le importa.

—Más vale así.

—Bien. Cuando recuperé el diamante estaba en una celda. Supongo que tenían miedo de que mis compañeros intentaran rescatarme, porque me tuvieron escondido y a buen recaudo en un local del Upper West Side durante los dos primeros días. Estaba en una de las celdas del último piso.

—¿Y fue allí donde lo escondió? —preguntó el mayor lánguidamente.

—No podía hacer otra cosa, mayor. No podía tenerlo conmigo, no en la cárcel.

—¿Por qué no siguió conservándolo y volvió a tragárselo?

Greenwood le dirigió una sonrisa forzada.

—No después de expulsarlo.

—Mmm —admitió el mayor con reticencia. Miró a Dortmunder.

—Bueno. ¿Y ahora qué?

Dortmunder dijo:

—Estamos divididos. Dos a favor, dos en contra y uno indeciso.

—¿Quiere decir en cuanto a la posibilidad de seguir tras el diamante?

—Correcto.

—Pero… —El mayor extendió las manos—. ¿Por qué no habrían de seguir? Si lograron entrar en la cárcel con éxito, en una comisaría cualquiera…

—Justamente por eso —contestó Dortmunder—. Tengo la sensación de que estamos tentando a la suerte. Ya le hemos hecho dos trabajos por el precio de uno. No podemos pasarnos la vida metiéndonos en todos lados. Tarde o temprano, se nos acabarán las posibilidades.

El mayor dijo:

—¿Posibilidades? ¿Suerte? Pero, señor Dortmunder, ni las posibilidades ni la suerte le han ayudado. No, ha sido su habilidad, su preparación, su experiencia. Aún tiene la misma habilidad y es capaz de organizar un golpe como el de anoche. Además, ahora posee más experiencia.

—Es sólo un presentimiento —repuso Dortmunder—. Esto se está convirtiendo en uno de, esos sueños en que uno corre y corre hasta agotarse por un mismo pasillo y nunca llega a ninguna parte.

—Pero si él señor Greenwood escondió el diamante, y sabe dónde lo escondió… —El mayor miró a Greenwood—. Está bien escondido, ¿no es cierto?

—Está bien escondido —aseguró Greenwood—. Tiene que estar donde lo dejé.

El mayor extendió las manos.

—Entonces no veo el problema, señor Dortmunder. Me doy cuenta de que usted es uno de los dos que se opone.

—Así es —respondió Dortmunder—. Y Chefwick está conmigo. Greenwood quiere seguir en el asunto, y Kelp está de su lado. Murch no sabe qué hacer.

—Acepto lo que decida la mayoría —contestó Murch—. No opino.

—Mi posición se basa en algo similar a la de Dortmunder —dijo Chefwick—. Creo que se puede llegar a un punto medio entre la habilidad y la torpeza, y tengo miedo de que hayamos llegado a ese punto.

Greenwood dijo a Chefwick:

—Es algo seguro. Te lo digo yo; es una comisaría. Ya sabes lo que eso significa, está lleno de tipos tecleando máquinas. Lo último que pueden esperar es que alguien irrumpa violentamente allí. Será más fácil que el golpe de la cárcel de donde me acabáis de sacar.

—Además —intervino Kelp, dirigiéndose también a Chefwick—, hemos trabajado tanto en este maldito asunto que me da rabia abandonarlo.

—Comprendo —dijo Chefwick—, y en algunos aspectos comparto tu opinión. Pero, al mismo tiempo, siento el matemático apremio de las probabilidades en contra. Hemos realizado ya dos operaciones, y ninguno de nosotros ha muerto, ninguno de nosotros está preso, ninguno de nosotros está ni siquiera herido. Sólo Greenwood tuvo mala suerte, pero como es un hombre soltero, sin nadie que dependa de él, no le será difícil reconstruir su vida. Creo que debemos considerarnos afortunados de haberlo hecho tan bien como lo hicimos, y creo también que tenemos que retirarnos y planear otro trabajo en cualquier otra parte.

—Oye —replicó Kelp—, ése es exactamente el problema. Estamos todos con la soga al cuello; debemos encontrar un trabajo, donde quiera que sea, que nos saque del pozo. Y ya que conocemos el asunto del diamante, ¿por qué no seguir con él?

—¿Tres trabajos por el precio de uno?

—Usted tiene razón, señor Dortmunder —dijo el mayor—. Están haciendo más trabajo del convenido y deberíamos pagar más. Además de los treinta mil dólares por cabeza que convinimos al principio, podremos pagar… —El mayor hizo una pausa, pensó, y luego continuó—: Treinta y dos mil. Y un extra de diez mil para que usted lo reparta.

Dortmunder se rió con desprecio:

—¿Dos mil dólares por asaltar una comisaría? No asalto ni una cabina de teléfono por ese precio.

Kelp miró al mayor con la expresión de quien se siente desilusionado por un viejo amigo o protegido.

—Es una miseria, mayor —dijo—. Si ése es el tipo de oferta que va a hacernos, no hablemos más del asunto.

El mayor frunció el ceño, mirándolo a la cara:

—No sé qué decir —admitió.

—Diga diez mil —sugirió Kelp.

—¿Por cabeza?

—Eso es. Y la suma semanal subiría a doscientos.

El mayor reflexionó. Pero si aceptaba demasiado rápido les haría sospechar, así que dijo:

—No puedo llegar a tanto. Mi país no puede permitirse ese lujo; con todo esto estamos forzando nuestro presupuesto nacional.

—¿Cuánto, entonces? —Kelp se lo preguntaba amablemente, ayudándolo, en cierta forma.

El mayor hacía tamborilear los dedos sobre el escritorio. Entornó los ojos, cerró uno, se rascó la cabeza sobre la oreja izquierda. Al fin dijo:

—Cinco mil.

—Y los doscientos por semana.

El mayor asintió.

—Sí.

Kelp miró a Dortmunder.

—¿Te parece potable?

Dortmunder se mordió un nudillo, y el mayor se preguntó si también estaría hinchando su parte. Pero entonces, Dortmunder dijo:

—Lo pensaré. Si me parece bien, y le parece bien a Chefwick, de acuerdo.

—Y, desde luego —dijo el mayor—, seguirá recibiendo la paga mientras se lo piensa.

—Desde luego —convino Dortmunder.

Todos se levantaron. El mayor le dijo a Greenwood:

—A propósito, ¿puedo felicitarle por su libertad?

—Gracias —respondió Greenwood—. ¿Usted no sabría dónde podría encontrar un apartamento, no demasiado grande, a un precio moderado, en un buen barrio?

—Lo siento, no —contestó el mayor.

—Si se entera de algo… —dijo Greenwood—, hágamelo saber.

—Así lo haré —aseguró el mayor.