4
Rollo fue hasta el cuarto del fondo y dijo:
—El del whisky al teléfono. Quiere hablar con usted.
—Me lo imaginaba —comentó Greenwood—. Algo ha salido mal.
—Quizá no —contestó Dortmunder, pero su cara demostraba que tenía serias dudas. Se levantó y, precedido por Rollo, fue rápidamente hacia la cabina telefónica. Se metió dentro, cerró la puerta, cogió el auricular y preguntó—: ¿Sí?
—Traición —respondió la voz de Kelp—. Ven enseguida.
—Hecho —dijo Dortmunder, y colgó. Salió de la cabina y volvió al cuarto del fondo, llamando a Rollo en el camino—. Volveremos pronto.
—Seguro —asintió Rollo—. En cualquier momento.
Dortmunder abrió la puerta del cuarto del fondo, asomó la cabeza y dijo:
—Vamos.
—Es muy irritante —dijo Chefwick.
Depositó con energía su refresco de cola sin calorías sobre la mesa y siguió a Dortmunder y a Greenwood fuera del bar.
Consiguieron un taxi enseguida, pero les costó una eternidad cruzar el parque. En todo caso, les pareció una eternidad. Cuando la eternidad pasó, Dortmunder y los demás se bajaron del taxi en la esquina, a media manzana de la embajada de Talabwo. Murch se acercó corriendo cuando el taxi se fue.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Dortmunder.
—Traición —contestó Murch—. Prosker y el mayor trabajan juntos.
—Debimos enterrarlo en el bosque. Ya lo suponía, fui demasiado bueno —dijo Greenwood.
—Cállate —ordenó Dortmunder. Y, dirigiéndose a Murch—: ¿Dónde está Kelp?
—Siguiéndolos —respondió Murch—. Hace unos cinco minutos, el mayor, Prosker y otros tres salieron y cogieron un taxi. Iban con equipaje, y Kelp va tras ellos en otro taxi.
—Mierda —dijo Dortmunder—. Hemos perdido demasiado tiempo cruzando el parque.
—¿Se supone que tenemos que esperar aquí a Kelp? —preguntó Greenwood.
Murch señaló la cabina de teléfonos de la esquina opuesta:
—Apuntó ese número de teléfono. Nos llamará en cuanto pueda.
—Buena idea —convino Dortmunder—. Muy bien, Murch, tú te quedas en la cabina. Chefwick, tú y yo nos vamos a la embajada. ¿Llevas tu revólver encima, Greenwood?
—Claro.
—Pásamelo.
Greenwood le entregó su Terrier. Dortmunder lo metió en el bolsillo de la chaqueta y le dijo a Greenwood:
—Quédate ahí fuera y vigila. Vamos.
Murch regresó a la cabina, y Dortmunder, Chefwick y Greenwood se dirigieron a la calle de la embajada. Greenwood se detuvo y, recostándose contra la ornamentada barandilla de hierro, encendió negligentemente un cigarrillo mientras Dortmunder y Chefwick subían por la escalinata de piedra. Chefwick iba sacando variadas herramientas de precisión de sus bolsillos.
Eran ya casi las cuatro de esa tarde del viernes, y la Quinta Avenida rebosaba de tráfico; taxis, autobuses, de cuando en cuando algunos coches particulares y, por aquí y por allá, alguna limusina negra deslizándose en dirección al sur: una perezosa corriente fluía por la Quinta Avenida, con el parque a la derecha y los impresionantes edificios de piedra vieja a la izquierda. Las aceras estaban también muy concurridas, con niñeras que empujaban cochecitos de bebés, ascensoristas que paseaban perros salchicha y enfermeras de color que acompañaban a encorvados ancianos. Dortmunder y Chefwick daban la espalda a todo eso, cubriendo las atareadas manos de Chefwick cuando éste atravesó la puerta como un coche acrobático atravesando un aro de papel. La puerta se abrió con mansedumbre, y Dortmunder y Chefwick entraron. Dortmunder sacó el revólver mientras Chefwick cerraba la puerta tras ellos.
Las dos primeras salas por las que pasaron, haciendo rápidas exploraciones, estaban vacías, pero en la tercera había dos máquinas de escribir y dos mecanógrafas negras. Las encerraron con llave en un cuarto y Dortmunder y Chefwick siguieron a lo suyo.
En el despacho del mayor Iko encontraron un bloc de notas donde se leía escrito a lápiz en el encabezamiento de la página: «Kennedy —Vuelo 301— 7 y 15». Chefwick dijo:
—Deben de haber ido ahí.
—¿Pero a qué compañía?
Chefwick miró sorprendido. Volvió a leer la nota.
—No lo dice.
—La guía de teléfonos —dijo Dortmunder—. Las páginas amarillas.
Los dos se pusieron a abrir cajones. El tomo de páginas amarillas de Manhattan estaba en el último cajón de la izquierda del escritorio. Chefwick preguntó:
—¿Vas a llamar a todas las compañías?
—Espero que no. Probemos con PanAm. —Buscó el número, marcó y, después de catorce señales de llamada, una amable voz femenina, aunque algo metálica, contestó—. Tengo que hacerle una pregunta que le parecerá estúpida, pero trato de impedir una fuga.
—¿Una fuga, señor?
—Aborrezco cruzarme en el camino de unos jóvenes enamorados —dijo Dortmunder—, pero acabamos de enterarnos de que el hombre está casado. Sabemos que viajará esta noche desde el aeropuerto Kennedy a las siete quince. El vuelo es el tres-cero-uno.
—¿Es un vuelo PanAm, señor?
—No lo sabemos. No sabemos con qué compañía volarán y no sabemos adónde van.
Se abrió la puerta del despacho y el hombre de ébano entró. Una luz blanca se reflejaba en sus gafas. Dortmunder siguió hablando por el teléfono:
—Espere un segundo. —Apoyó el auricular contra su pecho y mostró al hombre de ébano el revólver de Greenwood—. Quédese ahí —conminó, señalando un panel desnudo de pared lejos de la puerta.
El hombre de ébano levantó las manos y se dirigió hacia donde Dortmunder le había indicado.
Dortmunder mantenía los ojos y el revólver apuntando al hombre de ébano, y habló de nuevo por el teléfono.
—Disculpe. La madre de la chica está histérica.
—Señor, ¿todo lo que sabemos es el número de vuelo y la hora de partida?
—Y que sale de Kennedy, sí.
—Esto nos puede llevar un poco de tiempo, señor.
—Estoy dispuesto a esperar.
—Lo haré lo más rápido posible, ¿espera?
—Por supuesto.
Se oyó un clic, y Dortmunder le dijo a Chefwick:
—Cachéalo.
—Por supuesto. —Chefwick registró al hombre de ébano y le encontró una Beretta automática del calibre 25, un arma pequeña y peligrosa que Kelp ya había visto antes, ese mismo día.
—Átalo —dijo Dortmunder.
—Exactamente lo que pensaba hacer —contestó Chefwick. Y, dirigiéndose al hombre de ébano—: Deme su corbata y los cordones de los zapatos.
—Fracasarán —afirmó el hombre de ébano.
—Si prefiere que le disparen, métele la bala en el estómago para que haga menos ruido —dijo Dortmunder.
—Naturalmente —asintió Chefwick.
—Quiero cooperar —dijo el hombre de ébano, empezando a desanudarse la corbata—. Pero no importa, fracasarán.
Dortmunder mantenía el auricular junto al oído y el arma apuntando al hombre de ébano, que le entregó la corbata y los cordones a Chefwick.
—Ahora quítese los zapatos y los calcetines y póngase de cara al suelo —ordenó Chefwick.
—No importa lo que hagan conmigo —respondió el hombre de ébano—. No tengo importancia, y ustedes fracasarán.
—Como no se dé más prisa —dijo Dortmunder—, se convertirá en algo de menor importancia todavía.
El hombre de ébano se sentó en el suelo y se quitó los zapatos y los calcetines; después, se tumbó boca abajo. Chefwick utilizó uno de los cordones para atarle los pulgares a la espalda, el otro para atarle los dedos de los pies, y luego le metió la corbata en la boca.
Justo cuando Chefwick acababa de hacer todo esto, Dortmunder oyó otro clic, y la voz femenina dijo:
—¡Al fin lo encontré, señor!
—Se lo agradezco de veras —respondió Dortmunder.
—Es un vuelo de Air France a París —dijo—. Es el único vuelo con ese número que sale a esa hora.
—Muchísimas gracias.
—Es muy romántico, ¿verdad, señor? —preguntó la voz femenina—. Una fuga a París…
—Me imagino que sí —respondió Dortmunder.
—Es una lástima que el hombre ya esté casado.
—Esas cosas suceden —contestó Dortmunder—. Gracias otra vez.
—Estamos a su disposición, señor.
Dortmunder colgó y le dijo a Chefwick:
—Air France, a París. —Se puso de pie—. Ayúdame a arrastrar a este pájaro aquí, bajo el escritorio. No queremos que nadie lo suelte para que pueda llamar al mayor al aeropuerto Kennedy.
Hicieron rodar al hombre de ébano hasta el escritorio y salieron de la embajada sin ver a nadie más. Greenwood seguía allí enfrente, apoyado en la barandilla de hierro. Dortmunder le contó lo que sabían mientras doblaban la esquina y cruzaban la calle donde Murch aguardaba en la cabina de teléfonos. Una vez allí, Dortmunder dijo:
—Chefwick, tú te quedas aquí. Cuando Kelp llame, dile que vamos de camino y que puede dejar cualquier mensaje para nosotros en Air France. Si han ido a algún otro sitio que no sea el Kennedy, espera aquí, y si no encontramos ningún mensaje en Air France, te llamamos.
Chefwick asintió.
—Nos encontraremos todos en el O. J. cuando acabemos con esto —siguió Dortmunder—. En caso de que nos separemos, nos reuniremos allí.
—Ésta puede ser una noche muy larga —comentó Chefwick—. Mejor llamo a Maude.
—No ocupes la línea.
—Ah, no. Buena suerte.
—Nos vendría bien —respondió Dortmunder—. Vamos, Murch, muéstranos a qué velocidad nos puedes llevar al aeropuerto Kennedy.
—Bueno, desde aquí —contestó Murch, mientras cruzaban la calle hacia el coche—, iré derecho por FDR Drive hasta Triborough…