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Dortmunder estaba ordenando el dinero sobre la mesa: un montón de arrugados billetes de uno, otro más pequeño de billetes menos arrugados de cinco y dos muy pequeños de diez. Sin zapatos ni calcetines, movía los dedos de los pies como si acabara de liberarlos de la cárcel. Estaba anocheciendo, y más allá de la ventana, el largo día de verano llegaba a su fin. La corbata suelta, la camisa arrugada y el pelo enmarañado de Dortmunder demostraban que no había pasado la mayor parte del día allí, en su apartamento con aire acondicionado.

Sonó el timbre de la puerta.

Dortmunder se puso pesadamente en pie, fue hacia la puerta y espió por la mirilla. La cara alegre de Kelp se enmarcó en ella, como un camafeo. Dortmunder abrió la puerta y entró.

—Hola —saludó—. ¿Cómo te va?

Dortmunder cerró la puerta.

—Pareces encantado de la vida —dijo.

—Lo estoy. ¿Por qué no? —Echó una mirada al dinero sobre la mesa—. No parece que a ti te vaya demasiado mal.

Dortmunder fue basta el sofá, cojeando, y se sentó.

—¿Te parece? Todo el día en la calle, caminando de puerta en puerta, acosado por los perros, con los niños burlándose de mí, insultado por las amas de casa… ¿Y qué saco con todo eso? —Hizo un gesto desdeñoso hacia el dinero sobre la mesa—. Setenta dólares.

—Lo que te deprime es el calor. ¿Quieres un trago?

—No, no es el calor, es la humedad. Sí, quiero un trago.

Kelp fue a la cocina y desde allí le dijo:

—¿Qué clase de porquerías estás vendiendo?

—Enciclopedias. Y el problema es que pedimos un anticipo de diez dólares. La gente se resiste a pagarlos, o quiere pagar con cheques. Hoy conseguí un cheque de diez dólares. ¿Y de qué coño me sirve?

—Límpiate la nariz con él —sugirió Kelp. Salió de la cocina con dos vasos de whisky con hielo—. ¿Por qué vendes enciclopedias?

Dortmunder señaló con la cabeza hacia el delgado portafolios, cerca de la puerta.

—No se puede vender nada sin mostrar unas cuantas hojas de papel brillante.

Kelp le tendió el vaso y volvió a sentarse en el sillón.

—Yo tengo más suerte: hago casi todo mi trabajo en bares.

—¿En qué andas metido?

—Greenwood y yo hacemos el timo del tocomocho, el del billete premiado. Por la zona de Pennsylvania Station. Hoy nos hemos repartido casi trescientos entre los dos.

Dortmunder lo miró incrédulo.

—¿Todavía hay quien se trague el anzuelo con el cuento del billete premiado?

—Se tragan el anzuelo con caña y todo. Es infalible. La cosa está entre el imbécil que elegimos, Greenwood y yo. No hay nada que arriesgar. O le saca la pasta Greenwood o se la saco yo.

—Ya lo sé. Conozco bien la jugarreta. Una o dos veces la intenté, pero no tengo cara para eso. Se necesitan tíos descarados como Greenwood y tú. —Bebió un trago de whisky, recostado en el sofá, con los ojos cerrados y respirando por la boca.

—¡Coño! —dijo Kelp—, ¿por qué no te tomas las cosas con calma? Puedes pasarlo bien con los doscientos de Iko.

—Quiero ahorrar una buena cantidad —respondió Dortmunder, manteniendo los ojos cerrados—. No me gusta vivir en un agujero como éste.

—Reunirás un montón, a razón de setenta por día.

—Ayer fueron sesenta —repuso Dortmunder. Abrió los ojos—. Hasta ahora hemos vivido a costa de Iko. Cuatro semanas, desde que Greenwood salió de la cárcel. ¿Cuánto tiempo crees que seguirá manteniéndonos?

—Hasta que consiga el helicóptero.

—Si lo consigue… No parecía muy contento cuando me pagó la semana pasada. —Dortmunder bebió un trago de whisky—. Y te diré algo más: no creo que el golpe que vamos a dar resulte. Por eso mantengo los ojos abiertos, por si sale algo diferente. He hecho correr la voz de que estoy disponible. Si aparece algo, ese maldito diamante puede irse a la mierda.

—Pienso lo mismo —dijo Kelp—. Por eso Greenwood y yo andamos juntando billetes por la Quinta Avenida. Pero creo que Iko seguirá con el asunto hasta el final.

—Yo no lo creo.

Kelp sonrió.

—¿Quieres hacer una apuesta?

Dortmunder lo miró.

—¿Por qué no llamas a Greenwood y así apuesto contra vosotros dos?

Kelp lo miró con inocencia.

—Vamos, bromeaba nada más… No te pongas de mal humor.

Dortmunder apuró su vaso.

—Ya lo sé —dijo—. ¿Me preparas otro?

—Claro. —Kelp se acercó y cogió el vaso de Dortmunder. Sonó el teléfono—. Seguro que es Iko —comentó Kelp muy sonriente, y fue hacia la cocina.

Dortmunder se puso al teléfono y la voz de Iko dijo:

—Lo tengo.

—¡No me diga!… —exclamó Dortmunder.