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Murch, parado junto a las vías, fumaba un Marlboro y pensaba en los trenes. ¿Qué se sentiría al conducir un tren, uno de verdad, un diésel moderno? Claro que uno no podía cambiar de ruta cuando quisiera, pero, de todos modos, podía resultar interesante, muy interesante.

En los últimos quince minutos sólo había pasado un vehículo, rumbo al oeste, una vieja camioneta verde con un canoso granjero al volante y una gran cantidad de cosas metálicas atrás que hicieron clanc cuando la furgoneta cruzó las vías. El granjero dirigió a Murch una torva mirada, como si sospechara que Murch fuese el responsable del ruido.

Al cabo de un minuto o dos se oyó otro ruido, apagado y muy lejano: era el breve tartamudeo de una ráfaga de metralleta. Murch escuchaba con atención, pero el ruido no se repitió. Quizá sólo fuera una advertencia, y no una señal de dificultades.

Ahora algo bajaba por las vías. Murch se inclinó hacia adelante y miró con atención. Era la buena y vieja Pulgarcito, deslizándose por las vías y gimiendo, marcha atrás, con su viejo motor Ford.

Bien. Murch tiró el Marlboro y corrió hacia el camión. Retrocedió y lo puso en la posición debida, a punto para cuando llegara Pulgarcito.

Chefwick, con facilidad, detuvo la locomotora a unos pocos metros de la parte trasera del camión. Parecía un poco triste ante la perspectiva de recuperar su tamaño normal, pero no tenía alternativa. Su poción mágica se había agotado.

Mientras Greenwood seguía vigilando a Prosker en el ténder, Dortmunder y Kelp se quitaron el traje de goma y salieron para colocar la rampa en su lugar. Cuidadosamente, Chefwick metió la locomotora marcha atrás en el camión, y después Dortmunder y Kelp introdujeron la rampa. Kelp subió al camión, y Dortmunder cerró la puerta y dio la vuelta para subir a la cabina junto a Murch.

—¿Todo bien? —preguntó Murch.

—Ningún problema.

—¿Al lugar más cercano?

—Donde te parezca mejor —contestó Dortmunder.

Murch puso el camión en marcha y arrancó, y tres kilómetros después tomó una curva hacia la izquierda para coger un camino, uno de los que habían señalado durante las dos últimas semanas. Éste, ellos lo sabían, se perdía en los bosques sin llevar a ninguna parte. Había ciertos indicios, en el primer kilómetro, de que alguna vez había sido utilizado como paseo de enamorados, pero más adelante se volvía más estrecho y cubierto de hierba hasta desaparecer por completo en medio de una hoya seca, sin vestigios humanos, excepto un par de hileras de piedras serpenteantes que alguna vez fueron cercados y que ahora se desmoronaban en su mayor parte. Tal vez hubo allí una granja, o tal vez una ciudad entera. Las landas boscosas en los estados del noroeste están llenas de granjas abandonadas desde hace mucho tiempo y de pueblos rurales desiertos, algunos de ellos ya desaparecidos sin dejar rastro y otros de los que aún pervive un fortuito muro de piedra o una lápida semienterrada que indica dónde estaba el cementerio.

Murch llevó el camión tan lejos como se atrevió y lo detuvo.

—Escuchad el silencio —dijo.

La tarde moría y en los bosques no se oía ni un ruido. Era un silencio más calmo, más tenue que el del sanatorio después de la ráfaga de metralleta de Dortmunder, pero tan absoluto como aquél.

Dortmunder salió de la cabina, y cuando la cerró, el portazo resonó como un fragor de guerra entre los árboles. Murch había salido por el otro lado. Caminaron por separado a ambos lados del remolque y se encontraron de nuevo al final. Alrededor se erguían tres troncos, y bajo sus pies, se extendían las rojas y anaranjadas hojas muertas. Otras hojas cubrían aún las ramas y revoloteaban sin cesar en una aleteante caída, movimiento que mantenía a Dortmunder mirando de derecha a izquierda sin parar.

Dortmunder abrió la puerta trasera, y él y Murch treparon al remolque y cerraron la puerta tras ellos. El interior estaba iluminado por tres lámparas de cristal esmerilado, espaciadas a lo largo del techo. La locomotora ocupaba casi todo el espacio, sin dejar sitio para pasar por el lado derecho y apenas el suficiente para pasar por el izquierdo. Dortmunder y Murch fueron hasta el ténder y subieron a bordo.

Prosker estaba sentado sobre el cajón de las armas; su inocente expresión de amnésico se disipaba por momentos. Kelp, Greenwood y Chefwick estaban de pie, mirándolo. No había armas a la vista.

Dortmunder se acercó a él y le dijo:

—Prosker, más sencillo no puede ser. Si nos quedamos sin diamante, usted se queda sin vida. Desembuche.

Prosker levantó la mirada hacia Dortmunder, con una expresión tan inocente como la del perrito que ha perdido el periódico, y respondió:

—No sé de qué me hablan. Soy un hombre enfermo.

Greenwood, enfadado, sugirió:

—Atémoslo a las vías para que le pase el tren por encima unas cuantas veces. Quizá entonces hable.

—Lo dudo —dijo Chefwick.

—Murch, Kelp, llevadlo atrás y enseñadle dónde estamos —ordenó Dortmunder.

Murch y Kelp, sin ninguna gentileza, agarraron a Prosker de los codos, lo sacaron a empujones del ténder y lo hicieron avanzar por el estrecho pasillo hasta el fondo del camión. Abrieron la puerta y le mostraron el bosque, con la última luz del día formando rayos por entre las hojas. Después volvieron a cerrar la puerta, lo trajeron de vuelta y lo sentaron otra vez en el cajón.

—Estamos en el bosque, ¿no es cierto? —preguntó Dortmunder.

—Sí —dijo Prosker, asintiendo—. Ahora estamos en el bosque.

—Se acuerda del bosque. Eso está bien. Mire allí, junto al conductor de la locomotora. ¿Qué es eso que está apoyado en aquel lado?

—Una pala —respondió Prosker.

—También se acuerda de las palas —dijo Dortmunder—. Me alegra oír eso. ¿Se acuerda algo de las tumbas?

La mirada inocente de Prosker se turbó un poquito más.

—No harán eso con un hombre enfermo —dijo, poniéndose una mano vacilante sobre el corazón.

—No —contestó Dortmunder—. Pero sí lo haré con un hombre muerto. —Dejó que Prosker lo pensara unos instantes y continuó—: Le diré qué va a suceder. Nos quedaremos aquí esta noche, y dejaremos que la policía se la pase dando vueltas y buscando una locomotora por todas partes. Mañana por la mañana nos iremos de aquí. Si para entonces nos ha entregado el diamante, lo dejaremos libre y usted podrá decirle a la policía que se escapó y que no sabe nada de lo que pasó. No deberá hablar de nosotros, naturalmente, o de lo contrario iremos a buscarle otra vez. Ahora ya sabe que podemos atraparle donde sea que se esconda, ¿no es así?

Prosker miró a su alrededor, a la locomotora, al ténder y a sus hoscas caras.

—Oh, sí —respondió—. Sí, ya lo sé.

—Bien —dijo Dortmunder—. ¿Qué tal es usted con la pala?

Prosker parecía alarmado.

—¿Una pala?

—En el caso de que usted no nos dé el diamante —explicó Dortmunder—. Nos iremos de aquí por la mañana sin usted, y no quisiéramos que nadie le encontrara. Usted mismo tendrá que cavar el hoyo.

Prosker se pasó la lengua por los labios.

—Yo… —dijo. Miró a todas las caras de una vez—. Quisiera poder ayudarlos. De veras. Pero soy un hombre enfermo. He tenido reveses comerciales, problemas personales, una amante infiel, problemas con la Asociación de Abogados, he sufrido un colapso nervioso. ¿Por qué piensa que estaba en el sanatorio?

—Para esconderse de nosotros —contestó Dortmunder—. Usted mismo se internó. Si pudo recordar lo suficiente como para internarse usted mismo en ese manicomio tan protegido, podrá recordar lo suficiente como para devolvernos el diamante.

—No sé qué decir —murmuró Prosker.

—Está bien —le dijo Dortmunder—. Tiene toda la noche para pensarlo.