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—Billetes —dijo el revisor.

—Aire —contestó Dortmunder.

El revisor estaba parado en el pasillo, balanceando su tenacilla de perforar, y preguntó:

—¿Qué?

—No hay aire en este vagón —le respondió Dortmunder—. Las ventanas no se pueden abrir y aquí no hay nada de aire.

—Tiene razón —convino el revisor—. ¿Me permiten los billetes?

—¿Me permite un poco de aire?

—No me lo pida a mí —dijo el revisor—. Los ferrocarriles garantizan el transporte, lo recogen a usted en un sitio y lo llevan a otro. El ferrocarril no anda metido en el negocio del aire. Necesito sus billetes.

—Y yo necesito aire —insistió Dortmunder.

—Puede bajarse en la próxima parada —sugirió el revisor—. Hay aire a montones en el andén.

Kelp, sentado al lado de Dortmunder, le tiró de la manga:

—No insistas. No conseguirás nada.

Dortmunder miró a la cara al revisor y dedujo que Kelp tenía razón. Se encogió de hombros y le tendió el billete; Kelp hizo lo mismo. Y el revisor picó ambos billetes antes de devolvérselos. Luego hizo lo mismo con el de Murch, al otro lado del pasillo, y el de Greenwood y el de Chefwick, en el asiento de atrás. Como los cinco eran los únicos ocupantes de ese vagón, el revisor se fue caminando tranquilamente por el pasillo, dejándolos otra vez solos. Kelp dijo:

—Nunca se consigue nada de estos tipos.

—Claro —asintió Dortmunder. Miró a su alrededor y preguntó—: ¿Alguien trae algo?

Kelp lo miró asustado.

—¡Dortmunder! ¡No vas a despachar a un tipo porque no hay aire!

—¿Quién habla de despacharlo? ¿Alguno de vosotros está armado?

—Yo —respondió Greenwood. Sacó de su chaqueta de Norfolk (era el que vestía más elegantemente del grupo) un revólver calibre 32 de cinco balas, con cañón de dos pulgadas; se lo entregó a Dortmunder por la culata, y Dortmunder dijo:

—Gracias. —Cogió el arma, la invirtió cogiéndola por el cañón y la recámara y se dirigió a Kelp—: Permiso. —Pasó por delante de Kelp e hizo un agujero en la ventana.

—¡Eh! —exclamó Kelp.

—Aire —dijo Dortmunder. Volvió y le dio el arma a Greenwood diciendo—: Gracias otra vez.

Greenwood parecía un poco ofuscado.

—De nada —contestó, mirando la culata por si había alguna raspadura. No había ninguna, y volvió a guardársela.

Todo esto sucedía un domingo, 10 de septiembre. Viajaban en el único tren de pasajeros que iba los domingos en esa dirección. La estación en la que se detuvieron estaba desierta, a excepción de tres viejos con monos de trabajo recostados contra la pared, como en todos los andenes de las ciudades pequeñas de Estados Unidos. Afuera brillaba el sol, y el aire fresco que el agujero hecho por Dortmunder dejaba entrar olía agradablemente, con el aroma de fines de verano. El tren traqueteaba a una moderada velocidad de ciento quince kilómetros por hora y brindaba a los pasajeros la posibilidad de disfrutar de verdad el paisaje. En general, era un agradable paseo, con esa suerte de sosiego tan difícil de conseguir en el siglo XX.

—¿Falta mucho? —preguntó Dortmunder.

Kelp miró su reloj.

—Diez o quince minutos más —contestó—. Puedes observar el lugar desde el tren. De este lado.

Dortmunder asintió con la cabeza.

—Es un edificio de ladrillos viejo y grande —explicó Kelp—. Se utilizó como fábrica. Hacían refugios atómicos prefabricados.

Dortmunder lo miró.

—Cada vez que te pones a hablar conmigo —dijo—, me dices más cosas de las que quiero saber. Refugios atómicos prefabricados. No quiero saber por qué la fábrica se arruinó.

—Es una historia muy interesante —aseguró Kelp.

—Supongo que lo sería.

El tren se detuvo justo en ese momento; Dortmunder y Kelp miraron afuera y vieron a los tres viejos, que les devolvieron la mirada. El tren arrancó de nuevo, y Kelp anunció:

—La próxima estación es la nuestra.

—¿Cómo se llama la ciudad?

—New Mycenae. Es el nombre de una ciudad griega muy antigua.

—No quiero saber por qué —dijo Dortmunder.

—Pero ¿qué te pasa?

—Nada —contestó Dortmunder. El revisor volvió a entrar y se detuvo junto a ellos. Miró, ceñudo, el agujero de la ventana, y preguntó:

—¿Quién ha hecho eso?

—Un viejo, en la última estación —contestó Dortmunder.

El revisor lo miró furioso.

—Lo ha hecho usted —dijo.

—No, no lo ha hecho él; ha sido un viejo, en la última estación —aseguró Kelp.

Greenwood, sentado en el asiento de atrás, afirmó:

—Así es. Yo lo vi. Ha sido un viejo, en la última estación.

El revisor los miró uno a uno con ojos llameantes.

—¿Y piensan que me voy a creer eso?

Nadie le contestó.

Observó una vez más el agujero de la ventana, después se volvió hacia Murch, sentado al otro lado del pasillo:

—¿Usted lo ha visto?

—Claro —dijo Murch.

—¿Qué ha pasado?

—Ha sido un viejo, en la última estación.

El revisor levantó una ceja.

—¿Usted va con estos tipos?

—Nunca los he visto en mi vida —aseguró Murch.

El revisor repartió miradas de sospecha, luego masculló algo que nadie pudo entender, se dio la vuelta y se dirigió al final del vagón. Franqueó la puerta y volvió un instante después para gritar:

—¡Próxima parada, New McKinney! —anunció, como si desafiara a alguien a que le encontrara sentido a eso. Les echó una mirada penetrante, esperó y desapareció otra vez, dando un portazo.

Dortmunder se dirigió a Kelp:

—Pensé que habías dicho que la próxima estación era la nuestra.

—Se supone que sí —dijo Kelp. Miró por la ventana y añadió—: Claro que sí. Es ésta.

Dortmunder miró hacia donde señalaba Kelp y vio un edificio de ladrillos rojos, grande y apartado, a la derecha de las vías. Una alta empalizada reforzada con una cadena rodeaba el recinto, y unos letreros metálicos colgaban a intervalos. Dortmunder entornó los ojos, pero no pudo leer lo que decían.

—¿Qué dicen esos letreros? —preguntó.

—Peligro. Alto voltaje —contestó Kelp.

Dortmunder lo miró, pero Kelp seguía contemplando por la ventana sin inmutarse. Dortmunder meneó la cabeza y volvió a mirar el manicomio. Un tramo de vías se apartaba de las del tren en el que viajaban, describía una curva, pasaba bajo la cerca electrificada y atravesaba los espacios libres del manicomio. Eran vías amarillentas por la herrumbre, y dentro de los jardines se habían integrado en la disposición de los macizos de flores. Unas dos docenas de personas en pijama y bata blanca paseaban por el césped, vigiladas por otras que parecían guardias armados y con uniforme azul.

—Hasta ahora no parece demasiado fácil —dijo Dortmunder.

—Espera un poco antes de decirlo —contestó Kelp.

El tren aminoró un poco la marcha a medida que dejaba atrás el manicomio. La puerta en el extremo del vagón volvió a abrirse y el revisor asomó la cabeza para gritar:

—¡New McKinney! ¡Newwwww McKinney!

Kelp y Dortmunder se miraron, frunciendo el ceño. Cuando el andén entró en su campo visual, observaron un cartel que decía: NEW MYCENAE.

—¡New McKinney! —aulló el revisor.

—Creo que lo odio —dijo Dortmunder. Se puso de pie, seguido por los otros cuatro. Todos caminaron por el pasillo, mientras el tren rechinaba hasta detenerse. El revisor los miró con furia mientras se bajaban y le dijo a Murch:

—Me pareció que dijo usted que no iba con esos tipos.

—¿Con quién? —le preguntó Murch, y bajó al andén.

El tren arrancó y, con lentas sacudidas, se alejó de la estación. El revisor se asomó durante un buen rato para observar a sus cinco pasajeros. También los observaban los tres viejos del andén; uno de ellos largó un escupitajo de jugo de tabaco para subrayar la ocasión.

Dortmunder y los demás cruzaron la estación y salieron por el otro lado, donde se encontraron con un hombre gordo y bigotudo que clamaba que su Fraser 1949 era un taxi.

—Podemos ir andando —sugirió Kelp a Dortmunder—. No está lejos.

No lo estaba. Caminaron unas siete manzanas y llegaron a la entrada principal, donde un letrero indicaba: «Sanatorio Claro de Luna». Allí, la cerca electrificada estaba más alejada del camino, y frente a ella, a un metro y medio, más o menos, se extendía otra cerca con cadena. Sentados en dos sillas de tijera, dos guardias armados charlaban.

Dortmunder se detuvo y contempló el conjunto.

—¿A quién tendrán ahí? ¿A Rudolf Hess?

—Es lo que ellos llaman un manicomio de alta seguridad —le explicó Kelp—. Para chiflados ricos, únicamente. Muchos de los que están ahí son lo que ellos llaman locos criminales, pero sus familiares tienen suficiente dinero para mantenerlos fuera de un manicomio del estado.

—He perdido todo el día —dijo Dortmunder—. Hoy hubiera podido vender media docena de enciclopedias. Uno encuentra al marido en casa, le dice al marido que puede ofrecerle una biblioteca por módulos que va incluida en el precio y que él mismo puede montar, y él se abre la cartera.

Chefwick preguntó:

—¿Quieres decir que no podremos hacerlo?

—Guardias armados —contestó Dortmunder—. Cercas electrificadas. Sin hablar de los internos. ¿Os apetece mezclaros con ellos?

—Tenía la esperanza de que encontrarías la manera. Tiene que haber una manera de entrar ahí —dijo Greenwood.

—Claro que hay una manera de entrar ahí —respondió Dortmunder—. Te tiras con paracaídas. Después tienes que ver cómo sales.

—¿Por qué no damos una vuelta al lugar? A lo mejor vemos algo —sugirió Murch.

—Parecen cañones antiaéreos. Éste no es un manicomio fácil de asaltar.

—Aún nos queda una hora antes de tomar el tren de regreso —dijo Kelp—. Lo mejor que podemos hacer es caminar un poco.

Dortmunder se encogió de hombros.

—Está bien. Demos una vuelta.

Dieron una vuelta y no vieron nada estimulante. Cuando llegaron a la parte trasera del edificio, tuvieron que abandonar el camino asfaltado y seguir por un campo lleno de malezas y atravesar las oxidadas vías color naranja. Chefwick dijo, con aire severo:

—Yo mantengo mis vías en mejores condiciones que éstas.

—Bueno, éstas están en desuso —dijo Kelp.

—Mirad, uno de los chiflados nos está haciendo señas —señaló Murch.

Miraron, y era verdad. Una de las figuras de blanco, parada cerca de los macizos de flores, les estaba haciendo señas. Con la otra mano se protegía los ojos del sol. Estaba sonriendo y burlándose de la banda.

Ellos empezaron a devolverle las señas; entonces Greenwood dijo:

—¡Eh! ¡Pero si es Prosker!

Se quedaron allí plantados, con las manos en el aire. Chefwick dijo:

—Así es.

Bajó la mano, y todos le imitaron. Pero allá, entre los macizos de flores, Prosker seguía agitando las manos, y de pronto se echó a reír. Se inclinó hacia adelante y cayó de rodillas, doblado por el ataque de risa. Intentó hacer señas y reírse al mismo tiempo, y estuvo a punto de caer sentado.

Dortmunder dijo:

—Greenwood, préstamelo otra vez.

—No, Dortmunder —contestó Kelp—, lo necesitamos para que nos devuelva el diamante.

—Salvo que no podemos llegar hasta él —aclaró Murch—. Así que no merece la pena dejarlo vivo.

—Ya lo veremos —respondió Dortmunder, amenazando a Prosker con el puño, lo que dio como resultado que éste se riera de tal forma que, al fin, se cayó sentado al suelo. Un guardia se le acercó y se quedó mirándolo, pero no hizo nada.

Kelp dijo:

—No soporto que un piojo como ése nos gane la jugada.

—No nos ganará —afirmó Dortmunder implacable.

Todos lo miraron. Kelp preguntó:

—¿Quieres decir que…?

—No se va a reír de mí —aseguró Dortmunder—. Ya estoy harto.

—¿Quieres decir que vendremos a por él?

—Quiero decir que ya estoy harto —respondió Dortmunder. Y mirando a Kelp, agregó—: Irás a decirle a Iko que nos vuelva a asignar la paga. —Miró de nuevo a Prosker, que ahora rodaba por el suelo, agarrándose las costillas y pateando el césped—. Si cree que está a salvo en este lugar —dijo Dortmunder—, está loco.