5
El mayor Iko, parado al fondo del camión y con la frente arrugada por la preocupación, dijo:
—Tengo que devolver esta locomotora. No la pierdan, no la estropeen. Tengo que devolverla, me la prestaron.
—Se la devolveremos —le aseguró Dortmunder. Consultó su reloj y dijo—: Debemos irnos.
—Tengan cuidado con la locomotora —suplicó el mayor—. Es todo lo que les pido.
—Mayor, le doy mi palabra de honor de que no le pasará nada a la locomotora —aseguró Chefwick—. Creo que usted sabe lo que siento respecto a las locomotoras.
El mayor asintió con la cabeza, un poco más tranquilo, pero todavía preocupado. Tenía un rictus en la mejilla.
—Es hora de irse —dijo Dortmunder—. Hasta la vista, mayor.
Por supuesto, sería Murch el encargado de conducir; Dortmunder se sentó en la cabina, a su lado, mientras que los otros tres se instalaron atrás. El mayor siguió mirándolos; Murch lo saludó con la mano y condujo el camión por el camino de tierra de la granja desierta. Salió a la autopista, donde giró hacia el norte, y se alejó de Nueva York rumbo a New Mycenae.
Era un camión corriente, con una cabina roja común y un remolque cubierto por completo por un toldo color aceituna parduzco; cuando adelantaban a alguien pasaban desapercibidos. Pero debajo del toldo estaba escondida una máquina de tren increíblemente brillante, en cuyos costados se combinaban escenas de transportes ferroviarios pintadas en luminosos colores con unas letras rojas, de treinta centímetros de alto, en las que podía leerse: LA ISLA DE LA ALEGRÍA - PARQUE DE ATRACCIONES - PULGARCITO. Y debajo, en letras negras un poco más pequeñas, «La Famosa Locomotora».
Qué hilos había movido el mayor, qué historia tuvo que contar, qué sobornos pagó, qué presiones hizo para conseguir esa locomotora eran cosas que Dortmunder no sabía ni le importaban. La había conseguido a las dos semanas de habérsela pedido, eso era todo, y ahora Dortmunder se disponía a borrarle la risa de la cara al señor Prosker. Ah, sí, lo haría, estaba seguro.
Era el segundo domingo de octubre, un día soleado pero fresco, con poco tránsito en las carreteras secundarias por donde circulaban, a un buen promedio, hasta New Mycenae. Murch los condujo a través de la ciudad y salieron a la carretera en dirección al Sanatorio Claro de Luna. Pasaron frente a él y Dortmunder le echó un vistazo cuando lo dejaron atrás. Tranquilo. Los mismos dos guardias charlando en la puerta principal. Todo igual.
Viajaron otros cinco kilómetros por la misma carretera, y al fin Murch giró a la derecha. Unos doscientos metros más adelante se desvió a un lado de la carretera y se detuvo; echó el freno de mano, pero dejó el motor en marcha. Era un lugar arbolado, en pendiente, sin casas ni otras edificaciones. Unos cien metros más adelante, dos barras blancas cruzadas señalizaban un paso a nivel.
Dortmunder miró su reloj.
—Llegará dentro de cuatro minutos —dijo.
En las dos últimas semanas habían estado dando vueltas por el lugar, hasta que lo conocieron tan bien como sus propias casas. Sabían cuáles eran las vías más transitadas y cuáles eran las vías muertas. Sabían adónde iban todos los caminos vecinos, conocían todos los coches de policía del lugar y adónde solían ir los agentes a pasar la tarde del domingo, sabían de cuatro o cinco lugares donde podían esconder un camión y sabían los horarios del ferrocarril.
Lo sabían mejor que los mismos ferrocarriles, evidentemente, puesto que el tren que Dortmunder esperaba venía ya con cinco minutos de retraso. Pero al fin lo oyeron pitar en la distancia, acercarse lentamente y pasar junto a ellos. Era el mismo tren de viajeros que había transportado a Dortmunder y a los demás dos semanas atrás.
—Ésa es tu ventana —dijo Murch, señalando la ventana agujereada que pasaba lentamente.
—Ya me imaginaba que no la arreglarían.
Un tren tarda un rato en pasar por completo por un punto dado, sobre todo si avanza a unos treinta kilómetros por hora; pero el último vagón pasó por fin y la vía quedó libre de nuevo. Murch miró a Dortmunder y preguntó:
—¿Cuánto tiempo más?
—Dejémosle un par de minutos.
Sabían que, según el horario, el siguiente ocupante de la vía pasaría a las nueve y media de la noche y sería un tren de mercancías en dirección al sur. Durante la semana pasaban muchos trenes que iban de aquí para allá, de pasajeros y de mercancías, pero los domingos la mayoría de los trenes se quedan en casa.
Después de un minuto o dos de silencio, Dortmunder tiró la colilla del Camel al suelo del camión y la aplastó.
—Ya podemos ir —dijo.
—Bien. —Murch quitó el freno de mano y a marcha moderada se acercó hasta las vías. Maniobró hacia atrás y hacia adelante hasta que se puso de través, bloqueándolas, y entonces Dortmunder salió, rodeó el camión y abrió las puertas traseras. Enseguida Dortmunder y Kelp empezaron a empujar hacia adelante un objeto largo y complicado, parecido a un tablero. Era una ancha rampa de metal con un juego de raíles. El extremo final cayó resonando sobre las vías. Greenwood se bajó para ayudar a Dortmunder, y a fuerza de empujones la llevaron hasta la rampa de las vías paralelas a la línea del ferrocarril. Después Greenwood le hizo señas a Kelp, que estaba en la puerta trasera y se giró para hacer señas al interior. A los pocos segundos salió una locomotora.
¡Y qué locomotora! Era la Pulgarcito, la famosa locomotora, o, por lo menos, una réplica de la famosa Pulgarcito, cuyo original, construido para la Baltimore & Ohio, allá por 1830, fue la primera locomotora de vapor fabricada en Estados Unidos que se utilizó en una línea regular. Se parecía, claro está, a la viejísima locomotora de las películas de Walt Disney; y ésta era su réplica, una copia exacta de la original. Bueno, tal vez no tan exacta, dado que había una o dos pequeñas diferencias: por ejemplo, la Pulgarcito original funcionaba por el vapor generado por una caldera de carbón, mientras que su réplica funcionaba con gasolina, con un motor Ford de 1962. Pero se parecía a la auténtica, y eso era lo más importante. ¿Y quién osaría criticar las etéreas nubecillas de humo que emanaban discretamente por el escape, en vez del denso eructo de humo que, era de suponer, saldría por la antigua chimenea?
Aparentemente, esta réplica no pasaba todo el tiempo en el parque de atracciones, sino que viajaba de vez en cuando para exhibirse en ferias e inauguraciones de supermercados y otros eventos festivos. El camión especialmente equipado para transportarla era una clara prueba de ello, así como el hecho de que sus ruedas se acomodaran al ancho de las vías actuales.
La locomotora se completaba con su propio ténder, una especie de caja de madera parecida a una mesa de té con ruedas. En la original, el ténder solía estar lleno de carbón, pero en la copia estaba vacío, con la excepción de una escoba de mango verde apoyada en un rincón.
Chefwick estaba a los mandos cuando Pulgarcito bajó lentamente la rampa y efectuó el cambio de un juego de vías a otro; parecía estar en el séptimo cielo y sonreía de oreja a oreja, radiante de pura felicidad. En su imaginación no le habían proporcionado una locomotora de tamaño natural: su propio cuerpo se había reducido, y estaba conduciendo, él en persona, un tren de juguete. Sonriendo, miró hacia afuera, a Dortmunder, y dijo:
—Tuuu-tuuu.
—Ya —contestó Dortmunder—. Adelanta un poco más.
Chefwick movió la Pulgarcito unos cuantos centímetros más.
—Así está bien —indicó Dortmunder, y fue a ayudar a Greenwood y a Kelp para deslizar la rampa dentro del camión. Cerraron las puertas y le gritaron algo a Murch, que les devolvió el grito y maniobró el camión haciendo un giro muy pronunciado para estacionarlo de nuevo en la carretera. Hasta el momento no había nada de tráfico.
Chefwick, Greenwood y Kelp se habían enfundado ya sendos trajes isotérmicos, cuya goma negra relucía bajo el sol. Todavía no se habían puesto los guantes, ni las máscaras ni el casco, pero por lo demás estaban completamente embutidos en goma. Todo eso era para la valla electrificada.
Dortmunder, Greenwood y Kelp subieron de un salto a bordo del ténder, y Dortmunder gritó a Chefwick:
—¡Adelante!
—Bien —dijo Chefwick—. ¡Tuuu-tuuu! —gritó, y Pulgarcito empezó a deslizarse por la vía.
El otro traje isotérmico esperaba a Dortmunder en el ténder, en el cajón de las armas. Se lo puso y dijo:
—Acordaos bien. Cuando crucemos, mantened las manos sobre la cara.
—Bien —respondió Kelp.
Pulgarcito viajaba a más de veinticinco kilómetros por hora. Llegaron al Sanatorio Claro de Luna enseguida. Chefwick detuvo la locomotora justo antes del desvío, donde las antiguas vías se dirigían hacia los terrenos del sanatorio. Greenwood bajó de un salto, examinó el cambiavías y lo hizo girar hasta la posición del ramal. Luego, de un salto, subió de nuevo a bordo. (Les había llevado dos noches lubricar y tensar el viejo cambiavías para ponerlo otra vez en uso. Es demasiado caro para las compañías de ferrocarril retirar los viejos equipos en desuso y no molestan a nadie si los abandonan por ahí. Ésa es la razón de que haya tantos tramos de vía en desuso en Estados Unidos. Pero la mayoría de ellos no están inservibles, sólo herrumbrosos; ése fue el único problema. Ahora el cambiavías giraba de maravilla).
Se pusieron los cascos, guantes y máscaras, y Chefwick aceleró sobre las traqueteadas vías de color naranja, camino de las vallas del sanatorio. Pulgarcito, con su ténder y todo, se mostraba ahora más ágil que el Ford cuyo motor empleaba, y aceleró como si fuera un vehículo ligero. Alcanzó los setenta por hora antes de embestir la valla.
¡Zas! Centellas, chisporroteos, humo. Los cables eléctricos dieron bandazos de aquí para allá. Las ruedas de Pulgarcito chillaron y chirriaron sobre las viejas vías, y chirriaron aún más fuerte cuando Chefwick pisó los frenos. Habían abierto un boquete en la valla como un corredor que corta con el pecho la cinta de llegada, y luego, entre voces y chirridos, se detuvieron, rodeados de crisantemos y gardenias.
En su despacho del lado opuesto del edificio, el administrador jefe, doctor Panchard L. Whiskum, sentado en su despacho, releía el artículo que acababa de escribir para la Revista Norteamericana de Pan-sicoterapia Aplicada, titulado «Casos de alucinación inducida entre los miembros del personal de hospitales mentales», cuando un enfermero con bata blanca entró gritando:
—¡Doctor! ¡Hay una locomotora en el jardín!
El doctor Whiskum miró al enfermero. Miró su manuscrito. Miró al enfermero y dijo:
—Siéntese, Foster. Hablemos de esto.
En el jardín, Dortmunder, Greenwood y Kelp emergieron del ténder con sus trajes de goma y sus variadas máscaras, empuñando sus metralletas. Por el césped, pacientes vestidos de blanco, guardias vestidos de azul y ayudantes vestidos de blanco corrían de un lado a otro, de arriba abajo, gritándose entre sí, agarrándose entre sí y chocando entre sí. Ahora, el manicomio parecía un manicomio.
Dortmunder disparó una ráfaga al aire con su metralleta. Después, se produjo un silencio igual que el que se produce en una cafetería cuando a alguien se le ha caído un centenar de bandejas metálicas sobre las baldosas del suelo. Un silencio muy silencioso.
El parque se llenó de ojos desorbitados. Dortmunder los miró a todos y por fin encontró a Prosker. Le apuntó con la metralleta y gritó:
—¡Prosker! ¡Venga aquí!
Prosker intentó hacerle creer que se trataba de otra persona. Seguía allí plantado, haciendo como si Dortmunder no lo estuviera viendo…
Dortmunder gritó:
—¿Le pego un tiro en los tobillos y le pido a alguien que me lo traiga? ¡Venga aquí!
Una doctora que estaba cerca de allí, con pantalones negros y una bata blanca de laboratorio, gritó:
—¡Debería darles vergüenza! ¿No se dan cuenta de que están destruyendo el concepto de realidad que estamos tratando de inculcar a esta gente? ¿Cómo esperan ustedes que puedan diferenciar entre ilusión y realidad, haciendo cosas como esto?
—Cállese —le dijo Dortmunder, y volvió a dirigirse a Prosker—: Estoy perdiendo la paciencia.
Pero Prosker seguía ahí plantado, con apariencia inocente, hasta que, de pronto, un guardia que estaba cerca de él dio un paso con rapidez y le dio un empujón, gritándole:
—¿Quiere apartarse de ahí? Quién sabe si tiene buena puntería. ¿Quiere que maten a gente inocente?
Un coro de aprobación siguió a este comentario. Los internos (cuya distribución recordaba ahora las piezas de un tablero de ajedrez viviente) formaron una especie de hilera de porteadores y empujaron a Prosker, pasándoselo de mano en mano, desde el jardín hasta la locomotora.
Cuando llegó hasta donde estaba Dortmunder, se volvió locuaz:
—¡No soy un hombre sano! —gritó—. ¡Estoy lleno de enfermedades, de trastornos, he perdido la memoria! De lo contrario, no estaría aquí. ¿Por qué habría de estar aquí si no estuviera enfermo? Ya les digo, perdí la memoria, no sé nada de nada.
—Venga aquí —dijo Dortmunder—. Ya se la refrescaremos.
De muy mala gana, empujado por muchas manos, Prosker subió al ténder. Kelp y Greenwood lo sujetaron, mientras Dortmunder les decía a los reclusos que no se movieran hasta que ellos se fueran.
—Además —agregó—, manden a alguien a cambiar las vías después de que nos hayamos ido. No queremos que descarrile ningún tren, ¿verdad?
Un centenar de cabezas asintió.
—Bien —dijo Dortmunder. Llamó a Chefwick—: Retrocede hasta aquí.
—Ah, muy bien —contestó Chefwick, y entre dientes murmuró—: Tuuu-tuuu. —No lo podía decir en voz alta, ahora que le podían oír esos locos; podrían hacerse una idea equivocada acerca de él.
La locomotora retrocedió lentamente hacia los macizos de flores. Dortmunder, Greenwood y Kelp rodeaban a Prosker y lo agarraban por los codos, manteniéndolo levantado unos centímetros en el aire. Y ahí estaba él, colgando y atosigado por todos lados por aquellos tipos de los trajes de goma, con los pies calzados con zapatillas balanceándose a unos cuantos centímetros del suelo.
—¿Qué están haciendo? —exclamó—. ¿Por qué hacen esto?
—Así no se electrocutará —le respondió Greenwood—. Tenemos que pasar por las vallas electrificadas. Coopere, señor Prosker.
—Ah, sí, voy a cooperar —dijo Prosker—. Voy a cooperar.
—Sí, claro que lo hará —aseguró Dortmunder.