6

El jueves 19 de octubre fue uno de esos días inestables. Empezó con un diluvio por la mañana, luego se puso ventoso y frío, después las nubes desaparecieron a mitad de la tarde y salió el sol, y a eso de las cinco y media hacía tanto calor como en una tarde de verano. Albert Cromwell, guardia de las cajas de caudales de la sucursal del C & I National Bank situada en el cruce de la Calle 46 con la Quinta Avenida, que por la mañana había salido con impermeable y zuecos de madera, y hasta con paraguas, volvía a su casa acarreando las tres cosas. No sabía si sentirse disgustado por la volubilidad del tiempo o contento por el calor, y decidió sentirse de ambas maneras.

La casa de Albert Cromwell era el apartamento número veintisiete en un inmueble de treinta y cinco pisos en el Upper West Side, hacia donde se desplazaba en metro y ascensor. Esa tarde, cuando Albert cogió el ascensor en la última etapa del regreso a casa, un hombre alto e imponente, de penetrantes ojos negros, frente ancha y abundante cabellera negra, aunque algo canosa en las sienes, subió con él. Albert Cromwell no se dio cuenta, pero ese mismo hombre había entrado con él en el ascensor todas las tardes durante esa semana; la única diferencia era que por primera vez estaban solos.

Estaban uno junto al otro, Albert Cromwell y el imponente hombre, ambos mirando al frente. Las puertas se cerraron deslizándose y el ascensor empezó a subir.

—¿Se ha fijado alguna vez en esos números? —dijo el imponente hombre. Tenía una voz profunda y resonante.

Albert Cromwell lo miró sorprendido. Los desconocidos no suelen dirigirse la palabra en un ascensor.

—Perdón, ¿me hablaba? —preguntó.

El imponente hombre señaló con la cabeza la hilera de números sobre la puerta.

—Digo esos números. Écheles un vistazo —sugirió.

Perplejo, Albert Cromwell les echó un vistazo. Eran unos números de cristal que corrían de izquierda a derecha a largo de un listón cromado sobre la puerta. Empezaban con la letra S para el sótano, luego PB para el portal y la planta baja, y seguían con el 1, el 2 y así hasta el 35. Los números se encendían de uno en uno para indicar en qué piso estaba el ascensor. En ese momento, por ejemplo, se iluminaba el número 4. Cuando Albert Cromwell miró, se apagaba el número 4 y el número 5 se encendía en su lugar.

—Advierta qué agradable es el movimiento —dijo el imponente hombre con su voz resonante—. Qué agradable es ver algo tan tranquilo y regular, contar los números, saber que cada número sigue al precedente. Tan tranquilo. Tan regular. Tan relajante. Mire los números. Vaya contándolos, si quiere, es muy relajante después de una dura jornada de trabajo. Es bueno ser capaz de descansar, ser capaz de mirar los números y contarlos, y sentir el cuerpo relajado, saber que uno se relaja, saber que se está bien protegido en su propio edificio, protegido, relajado y tranquilo, mirando los números, contando los números, sintiendo relajarse cada músculo, cada nervio, sabiendo que uno puede dejarse llevar, que uno puede recostarse contra la pared y relajarse, relajarse, relajarse… Ahora sólo existen los números, sólo los números y mi voz. Nada más que los números y mi voz. Los números y mi voz…

El imponente hombre dejó de hablar y miró a Albert Cromwell, que estaba recostado contra la pared del ascensor, contemplando con mirada bovina los números sobre la puerta. El número 12 se apagó y el número 14 se iluminó. Albert Cromwell observaba los números.

El imponente hombre preguntó:

—¿Puede oír mi voz?

—Sí —contestó Albert Cromwell.

—Uno de estos días —dijo el imponente hombre—, un hombre irá a verlo a su trabajo. En el banco donde usted está empleado. ¿Me comprende?

—Sí —respondió Albert Cromwell.

—El hombre le dirá: «El puesto de bananas de Afganistán». ¿Me comprende?

—Sí —afirmó Albert Cromwell.

—¿Qué le dirá el hombre?

—El puesto de bananas de Afganistán —repitió Albert Cromwell.

—Muy bien —dijo el imponente hombre. El número 17 se iluminó brevemente sobre la puerta—. Sigue estando usted muy relajado. Cuando el hombre le diga: «El puesto de bananas de Afganistán», usted hará lo que él le diga. ¿Me comprende?

—Sí —volvió a decir Albert Cromwell.

—¿Qué hará usted cuando el hombre diga: «El puesto de bananas de Afganistán»?

—Haré lo que él me diga —contestó Albert Cromwell.

—Muy bien —dijo el imponente hombre—. Eso está muy bien, lo está haciendo muy bien. Cuando el hombre se vaya, usted se olvidará de que ha estado allí. ¿Me comprende?

—Sí —respondió Albert Cromwell.

—¿Qué hará cuando él se vaya?

—Me olvidaré de que él ha estado allí.

—Excelente —dijo el imponente hombre. El número 22 se iluminaba sobre la puerta—. Lo está haciendo muy bien. —Tendió la mano y apretó el botón del piso veintiséis—. Cuando yo le deje, se olvidará de nuestra conversación. Cuando llegue a su piso se sentirá descansado y muy, muy bien. No recordará nuestra conversación hasta que el hombre le diga: «El puesto de bananas de Afganistán». Entonces, usted hará lo que él diga, y después que él se haya ido, volverá a olvidarse de esta conversación y también olvidará que el hombre estuvo allí. ¿Hará todo eso?

—Sí —aseguró Albert Cromwell.

Sobre la puerta se iluminó el número 26, y el ascensor se paró.

La puerta se abrió deslizándose.

—Lo ha hecho usted muy bien —dijo el imponente hombre, saliendo al pasillo—. Muy bien —repitió.

La puerta se cerró deslizándose de nuevo, y el ascensor subió un piso más, hasta el veintisiete, donde Albert Cromwell vivía. Allí se detuvo, la puerta se abrió, y Albert Cromwell se estremeció y salió al pasillo. Sonrió. Se sentía bien, muy relajado y descansado. Caminó a lo largo del pasillo con paso animado, sintiéndose magníficamente bien, y pensaba que tal vez fuera por ese intempestivo calorcito de esa tarde. Fuera por lo que fuere, se sentía fenomenal.