David y Amaranta

 

 

 

 

David y Amaranta se conocieron en la Universidad. Él cursaba tercero de Económicas y era el estudiante más brillante de su promoción. Ella, una jovencita cargada de ilusiones que acababa de aprobar la Selectividad. Tropezaron el uno con el otro en un lugar nada romántico: la ventanilla de secretaría. Ella trataba de entender cómo debía rellenar los formularios de la matrícula. David se ofreció a ayudarla. Desbordaba simpatía y amabilidad. Además, era guapo. Todo el mundo, de un modo u otro, se rendía ante su encanto personal sin que él hiciera nada especial. Amaranta le pareció guapísima, con su melena pelirroja y sus ojos negros como el azabache. Era tímida, a veces le costaba que le salieran las palabras, pero tenía una sonrisa dulce y preciosa, en la que era imposible no reparar. Hasta ese día, ninguno de los dos creía en el amor a primera vista. Sin embargo, el suyo fue un flechazo instantáneo. Después de rellenar los papeles, David la invitó a tomar algo en el bar de la facultad. Al día siguiente fueron al cine. El primer beso llegó antes de que terminara la película, que ninguno de los dos olvidó nunca. Era La lista de Schindler. Al salir, Amaranta lloraba con tanto desconsuelo que David la abrazó para consolarla. Ella deseó pasar todo el tiempo posible entre sus brazos.

Amaranta vivió durante un año y medio en una nube. Estaba ciega de amor por David. Le admiraba, le consideraba su modelo en todos los sentidos. Quería ser una buena estudiante para estar a su altura. David tenía grandes planes para el futuro, y en todos tenía cabida su novia. Por lo pronto, quería cursar el doctorado en alguna universidad privada de prestigio. Durante mucho tiempo trabajó y ahorró para pagar la matrícula, que era muy cara. Quería abrir una consultoría, especializarse en el sector bancario, que era su especialidad y también uno de los campos con más posibilidades profesionales (es decir, donde más dinero podía ganar). Amaranta sería su socia en la empresa en cuanto terminara la carrera. Juntos formarían el tándem perfecto. El maestro más ambicioso y la alumna más aplicada.

David siempre fue muy ambicioso. Siempre supo qué debía hacer para lograr sus sueños. Y tuvo suerte y valor para intentarlo.

Conoció a Diana Alcántara en una conferencia que don Emiliano ofreció a los alumnos del curso de doctorado de la universidad privada. Él estaba allí en calidad de alumno casi superdotado: sus calificaciones le hacían destacar por encima de todos sus compañeros, sus profesores se enorgullecían de él y era el alumno con más proyección de toda la facultad (ayudaba mucho, como siempre, su encanto personal). Diana se sentó en primera fila para escuchar a su padre. Acababa de llegar de La Sorbona, hablaba cuatro idiomas, tenía un porte de gélida elegancia que hipnotizaba. Después de la conferencia, David llamó su atención formulando algunas preguntas muy inteligentes al conferenciante. A don Emiliano Alcántara, que siempre fue admirador del talento joven, le cayó en gracia aquel brillante inquisidor que se sentaba en primera fila junto a su hija. Al terminar el acto, cruzó con él tres palabras. Diana se unió a la conversación, aunque con aquella frialdad que la mantenía a años luz de cualquier forma de vida humana.

Antes de separarse, el padre le preguntó a la hija si aquella tarde pasaría por el club de tenis. Fue una pregunta inocente, que sin embargo cambió el destino de todos los presentes. El muy ambicioso David Islas ya sabía dónde encontrar a la rica heredera de don Emiliano Alcántara, a quien admiraba por encima de todo y cuya obra consideraba irrepetible.

Cuando Amaranta conoció la noticia, ya hacía un par de meses que todo el mundo lo sabía. Todo el mundo de otra clase social muy distinta a la suya, claro: los socios del club de tenis, los habituales de las fiestas de don Emiliano, incluso ciertos empleados de Bancomundo, que habían visto entrar o salir a la pareja en varias ocasiones. David Islas y Diana Alcántara iban a prometerse, después de algunas semanas de noviazgo. Su relación comenzó en el club de tenis, del que ambos eran socios. Se rumoreaba que David era un tenista pésimo, todo lo contrario que su novia, pero que estaba progresando mucho gracias a las clases que recibía de un entrenador personal. También se rumoreaba que el entrenador personal fue solo una estrategia para conquistar a la rica heredera, porque en realidad el tenis no le interesaba lo más mínimo.

Por expresa voluntad de don Emiliano Alcántara, la pedida de mano de su única hija se celebró en la más estricta intimidad. Una comida familiar a la que asistieron su esposa, que ya estaba muy enferma, su madre anciana, una tía aún mayor y algunos empleados de mucha confianza. La familia era muy pequeña, pues don Emiliano también fue hijo único. «Una de las mejores maneras de conservar la riqueza es no disgregarla», fue una de las enseñanzas que había recibido de su abuelo y que tuvo en cuenta en los momentos más importantes de su vida.

El día antes de esta encopetada reunión familiar, Amaranta y su novio fueron a comer a su hamburguesería de siempre. Pidieron dos maxis con extra de queso y una fuente de patatas fritas, como siempre. Amaranta hablaba y hablaba, y le besaba cada tres minutos, como siempre. Tardó un rato en darse cuenta de que él no era el mismo de otras veces. Le preguntó si le pasaba algo. Entonces él le dijo lo último que hubiera esperado oír, algo que ella no entendió y que le destrozó la vida: había pensado que lo mejor era que no se vieran más.

—Pero si tú me quieres… —replicó ella.

David no lo negó.

—Han pasado cosas —contestó—, y es preferible que terminemos con nuestra relación.

—¿Cómo? ¿Qué cosas? ¿Qué pasa? ¿Por qué me dices esto?

David no le contó la verdad. Se limitó a decirle:

—Ya lo sabrás, ahora no puedo contarte nada. Solo pedirte perdón y decirte que te querré siempre, Amaranta.

—Si me querrás siempre, ¿por qué me dejas?

No obtuvo respuesta. David Islas se levantó y salió del local. Su hamburguesa quedó sin tocar. La de ella, también. Aquella comida de pronto se parecía a su futuro juntos. Perfecto, delicioso… e intacto.

Siguieron días de desesperación, los más tristes de la vida de Amaranta. Sin David nada tenía sentido para ella, ni siquiera era capaz de plantearse afrontar un nuevo día. Se enteró por una revista de que él iba a casarse con la hija de Emiliano Alcántara, el banquero. Entonces la tristeza dio paso a la desesperación. Dejó el piso compartido en que vivía con dos compañeras de facultad y regresó a casa, con nosotras. Se encerró en un silencio del que nadie la podíamos rescatar. Dormía hasta tarde, se pasaba los días encerrada en su habitación, a veces ni siquiera salía de la cama, no quería comer. Miraba fotos, lloraba. Decidimos llevarla al psicólogo, con la esperanza de que un profesional pudiera ayudarla. Fue inútil.

Hasta que, de pronto, David reapareció. Ya se había celebrado la boda. Él trabajaba en el banco de su suegro y salía constantemente en las revistas. Estaba aún más guapo. Tenía ese aire irresistible que proporciona el dinero. Cuando le vi en la puerta de mi casa, por poco me muero del susto. Me entraron ganas de abofetearle. Sin embargo, Amaranta no lo hubiera permitido. Se lanzó a sus brazos, comenzó a besarle. No hacía más que repetir:

—Sabía que volverías, mi amor. Sabía que volverías, sabía que volverías…

Y como si padeciera la misma locura, él también empezó a decir cosas disparatadas:

—La vida sin ti es un infierno, Amaranta. No podía estar alejado de ti ni un momento más, necesitaba verte como fuera.

Desde ese día, Amaranta volvió a ser la de siempre. Recuperó su aspecto de antes y también su buen humor. Comenzó a arreglarse de nuevo, volvió a estudiar. Un día me anunció:

—David me ha dicho que cuando termine la carrera me conseguirá un trabajo en el banco.

Otro día soltó:

—David dice que va a tener una hija y le va a poner mi nombre.

¡Aquello era una locura! Soy una madre tolerante, permisiva. ¡Pero aquello ya había ido demasiado lejos! Decidí que tenía que hablar en serio con mi hija, hacerle ver que todo aquello no estaba nada bien. Elegí un domingo a última hora. Ella acababa de regresar de dar un paseo en el cochazo de David. Le pregunté qué opinaba el chófer de las escapadas de su jefe. Ella respondió:

—David ha renunciado al chófer. Así puede venir a verme sin comprometerse, cada vez que quiera.

No sé cómo reuní el coraje suficiente para decirle lo que pensaba. Creí que debía hacerlo, eso es todo.

—Hija, tenemos que hablar de todo esto —anuncié—. Creo que lo que estás haciendo está muy mal. Ese hombre con el que sales todos los días está casado. Y va a ser padre.

—No pasa nada, mamá —respondió, con un tono de absoluta tranquilidad—. Da lo mismo que esté casado, porque me quiere a mí.

Negué con la cabeza.

—No puedes conformarte con eso, Amaranta. Si te quiere, debería dejar a su mujer y vivir contigo.

—No puede dejar a su mujer, mamá, ¿no lo entiendes? —Hablaba como si lo que dijera fuera lo más normal del mundo—. Su mujer es Diana Islas, si la dejase se armaría un gran escándalo. Es mejor así.

¡No podía creer lo que oía! David Islas no tenía vergüenza, pero mi hija era una idiota.

—¿Tú te conformas con un hombre que te comparte con otra? —pregunté, anonadada, temiendo la respuesta.

—Yo le quiero, mamá. Y él me quiere a mí más que a nadie.

—No es cierto. Más que a nadie solo quiere al dinero. —Se enfurruñó. La verdad no le resultaba agradable—. ¿Has pensado lo que vas a hacer el día que su mujer descubra la verdad?

—Su mujer es fría como el hielo. No se entera de nada. Nunca lo descubrirá.

¿Qué debe hacer una madre cuando su hija se equivoca tanto? ¿Debe entrometerse? ¿Debe mantenerse al margen, viendo como su hija comete un error del que se arrepentirá toda su vida?

Lo medité mucho. No fue fácil. Decidí entrometerme. Nunca debí hacerlo.

Escribí a don Emiliano Alcántara y le conté la verdad. Le dije que mi hija era la amante de su querido yerno. Le dije que, si no hacía algo por evitarlo, se lo contaría a Diana. Pensé que él también era padre y velaría por la felicidad de su hija. Pensé que sabría lo que había que hacer.

Al principio, creí que todo había salido bien. David dejó de llamar y de venir. No dio explicaciones, simplemente desapareció. Amaranta no sabía lo que ocurría y yo callaba. Esperaba que las cosas se resolvieran solas, supongo. Esperaba que ella encontrara a otra persona, que se volviera a enamorar, que olvidara, que hiciera planes para el futuro… Solo el amor cura el mal de amor.

Nada ocurrió de ese modo.

Un día se detuvo frente a mi puerta un coche de cristales tintados. Era don Emiliano Alcántara, tu abuelo. Preguntó por mí y dijo que tenía que hacerme una proposición. Le ordenó al chófer que aguardara. Le ofrecí un café, un refresco, un licor, pero lo rechazó todo. Dijo que debía marcharse enseguida. Sacó un talonario de cheques de su bolsillo y una pluma de la otra.

—He venido a compensar los desaciertos de mi yerno —dijo.

Me quedé de piedra. Esa fue la palabra que empleó: «desaciertos», como si solo se tratara de no encontrar la solución correcta a un crucigrama.

—No hace falta —intenté negarme.

—No admito un no por respuesta —prosiguió él, y abrió el talonario—, sé que ha sufrido mucho con todo este asunto, Hortensia, y deseo que se olvide de ello lo antes posible. Dígame usted qué cantidad le parece oportuna.

No supe qué decirle. Ni siquiera le entendí.

—¿Cómo dice…?

—La cantidad. Fíjela usted. Yo me limitaré a escribirla.

Pronuncié una cifra muy exagerada, y él la escribió sin pestañear. Separó el cheque del talonario y me lo entregó. Luego tapó la pluma, lo guardó todo y me miró como si acabáramos de cerrar un negocio importante.

—¿Ha hablado con David? —le pregunté.

—Por supuesto. Le he dicho que si vuelve a poner los pies en esta casa, o vuelve a ver a su hija, yo mismo me encargo de tramitar su divorcio y, por supuesto, su cese de todos los cargos que ocupa en la actualidad. Le he convencido. Me ha dado su palabra de que esta es una historia zanjada. No volverá a molestarlas, ni a Amaranta ni a usted —dijo, circunspecto, como un rey en el día de su coronación.

—Bien —aprobé yo.

—Ahora —añadió— usted también debería prometerme que Amaranta sabrá comportarse. No quiero que este asunto perturbe la felicidad de mi hija.

—Se lo prometo.

Nos estrechamos las manos, se levantó, salió por esa puerta, subió al coche y desapareció.

Amaranta enloqueció al saberlo. Trató de contactar con David, aunque fue en vano. Llegó a esperarle a la puerta del banco, pero él pasó frente a ella sin mirarla siquiera.

Esta vez no se encerró en su cuarto, no dio avisos a nadie de su estado de ánimo. Simplemente tomó una decisión y la ejecutó.

Se arrojó al tren desde el puente de la calle Espronceda. Murió en el acto.

Creo que David se volvió loco al saberlo.

Unos días después recibí una carta de tu abuelo, donde me daba el pésame. Parecía muy sincero. Adjuntaba otro cheque, que nunca cobré. Hay cosas por las que el dinero jamás podrá compensarnos. Ojalá nunca tengas que saberlo, Amaranta.

Me agarró de la mano, sonrió.

—Ahora ya conoces toda la historia —concluyó.

Negué con la cabeza. Estaba tan confusa que me costaba ordenar los pensamientos. Me costaba creer que mi abuelo hubiera actuado de esa forma. La idea del soborno, o lo que fuera, me repugnaba. Por otra parte, no conocía de nada a aquella mujer, y el modo en que había llegado hasta ella era lo más raro del mundo.

—¿Seguro que era mi abuelo quien vino a visitarla?

—Claro que sí. ¿No me crees?

—Ni sí ni no. Mi abuelo no era de ese tipo de personas. No puedo imaginar que hiciera algo así.

—Espera un momento. —Se levantó, abrió un cajón del mueble y extrajo un papel doblado—. Mira, aún conservo la carta.

Desdoblé el papel. Apenas unas cuantas palabras. Algunas, subrayadas, para enfatizar la intención:

 

Lamento de todo corazón lo que le ha ocurrido a Amaranta. Le ruego acepte mis más sentidas condolencias. Un saludo.

 

La nota no tenía firma ni membrete alguno —lógico—, pero reconocí perfectamente la tinta azul, el trazo grueso de la pluma del abuelo y su letra picuda y elegante, de hombre seguro de sí mismo.