Plano general de la película de mi vida

 

 

 

 

Si esto fuera una película, ahora habría que ofrecer una visión general de mi casa, el jardín, el ambiente, los invitados… Luego la cámara iría en busca de mis padres, les mostraría mientras sonríen a todo el mundo, tan encantadores como siempre. De fondo sonaría alguna canción de los años ochenta, ni muy ruidosa ni demasiado melódica, mezclada con el murmullo animado de las conversaciones. Luego veríamos a los camareros, muy ocupados en servir la comida y las copas. Al fondo, tras la barra del bar al aire libre, se vería durante un par de segundos a Isma (aunque todavía no sabríamos su nombre y casi nadie repararía en él).

La última en aparecer sería yo, que para algo soy la protagonista de la fiesta más exagerada que podáis imaginar: casi doscientos invitados, treinta camareros, una docena de vigilantes de seguridad, dos disc-jockey, un catering impresionante, una suntuosa decoración de flores y farolillos... En pocas palabras: lujo al estilo de mis padres.

La cámara haría un recorrido rápido por el salón, la terraza, la piscina, las mesas llenas de cosas ricas para comer, las sonrisas de los presentes, los modelos de las chicas, los camareros de esmoquin, y solo al final repararía en mí.

Yo soy la de blanco, la que parece un poco fuera de lugar. Llevo el pelo recogido en un peinado horrible, y las uñas pintadas de rosa pálido, y me han maquillado como si fuera a salir en la tele. ¡Parezco treinta años mayor! Lo único de mi gusto de todo mi atuendo es el vestido. Aún no sé cómo conseguí convencer a mi madre de que quería este y no el horrible traje de noche de color lavanda y muchos volantes que a ella le gustaba. Me costó lo mío hacerle entender que un vestido sencillo, corto y sin adornos encajaba mucho más con mi estilo. Ella tuvo que hacer uno de esos comentarios suyos tan típicos (y tan molestos), aunque fingí no oírla:

—Tu estilo es horroroso, hija. Por una noche podrías olvidarte de tu mal gusto y hacerme caso.

Los zapatos también tuve que discutirlos, aunque en este caso la argumentación resultó más sencilla: soy demasiado alta para llevar tacones de ocho centímetros. Prefiero los zapatos planos o sobrepaso a todos los invitados a la fiesta, como una giganta. Mamá arrugó la nariz e hizo otro de sus comentarios:

—Está bien. Si prefieres caminar como un pato, allá tú.

Y se dio por vencida. Elegí unas sandalias plateadas y sin tacón, preciosas, que ni siquiera eran muy caras. Todo un logro, tratándose de mi madre.

Igual hace falta contar algo sobre mi familia, que no es nada corriente.

Soy hija única. Mis padres son dos de los banqueros más famosos del país. Eso explica que les guste todo a lo grande. En realidad, no saben hacer las cosas de otra manera o están demasiado acostumbrados a vivir de un modo muy distinto al del resto de la gente. Nuestra casa tiene más de mil metros cuadrados y está en la parte alta de la ciudad. La compraron poco después de mi quinto cumpleaños, cuando papá fue nombrado consejero delegado de Bancomundo y empezó a ganar mucho dinero. Quiero decir, mucho más que antes. Mamá siempre ha sido rica: el abuelo ya se preocupó de ello y trabajó duramente para conseguirlo. Mi abuelo tampoco es como los demás, pero le conoceréis a su debido tiempo.

Alrededor de nuestra casa hay un jardín muy bonito y muy verde que cuidan a diario dos jardineros. En medio del jardín destaca una piscina enorme, rodeada de tumbonas y parasoles. Un poco más allá están el comedor de verano y las pistas de tenis (dos). En cuanto llega el calor a mis padres les gusta recibir a sus amigos en traje de baño, jugar con ellos un partido y luego ofrecerles «un tentempié frío» (que preparan las cocineras y sirven los camareros). Cuando cae la tarde, se bañan en la piscina y juegan al bridge. Los amigos de mis padres son, por regla general, muy aburridos (casi todos son políticos, banqueros o directores de periódicos). A veces vienen con sus hijos, que suelen ser unos presumidos de pelo engominado cuyo único mérito en la vida es ser pijos.

Todo este paraíso, nuestra casa, está rodeado por un muro de hormigón de más de tres metros. Desde fuera, nadie puede ver lo que ocurre dentro. Sobre el muro hay cámaras de seguridad y uno de esos alambres retorcidos con pinchos, especialmente diseñados para que a nadie se le ocurra saltar. En el jardín hay una garita donde a todas horas, de día y de noche, monta guardia un vigilante de seguridad que mira las pantallas del circuito cerrado de televisión. Nadie en su sano juicio tendría la ocurrencia de colarse en mi casa. Sin embargo, últimamente hay algunas personas que tienen la ocurrencia de acampar delante. Traen sus tiendas de campaña, sus fogoncillos y sus sacos de dormir, y se instalan en el solar que queda justo enfrente del portón por donde se entra al patio y la zona de aparcamiento. También traen pancartas y gritan consignas cada vez que papá y mamá entran o salen de casa. Papá siempre sale a eso de las ocho de la mañana conduciendo su propio coche. Mamá suele ir con Arturo, nuestro chófer, que también me lleva a mí a todas partes. Arturo trata con mucho desprecio a los acampados ante nuestra puerta y tanto papá como mamá le dan la razón.

Aunque resulte un poco raro, tardé mucho en reparar en ellos, en los acampados. Pasaba por delante de su campamento sin saber quiénes eran en realidad o qué pretendían, como si sus quejas no fueran conmigo, o como si fueran invisibles. De pronto, un día, abrí los ojos (en el sentido figurado, claro) y me dije: «Si están ahí será por algo. Nadie hace algo tan incómodo si no tiene motivos». Pregunté a Arturo por ellos, pero no recibí explicaciones. Solo las habituales, demasiado fáciles: que eran unas personas muy molestas y que lo mejor era ignorarlas.

El día de mi fiesta de cumpleaños volvió a ocurrir. Los acampados estaban allí y me pareció que eran más esa vez. Unos setenta o así, según me contó Olga. Llevaban pancartas donde decían lo de siempre. «Islas y Alcántara ladrones» o «Devolved el dinero que nos habéis robado». Esa vez le pregunté a mamá qué es lo que querían, qué hacían ahí. Mamá me contó que eran clientes descontentos del banco que no entendían cómo funciona el sistema financiero y creían que los banqueros tienen la culpa de todos sus males, como si no fuéramos todos seres humanos.

—Entonces —dije yo— ¿no tienen razón?

—Claro que no —resolvió ella, con mucha seguridad—. Y aunque la tuvieran, esas no son maneras de demostrarlo.

Yo no sé nada del sistema financiero. Lo único que me quedó claro fue que esa gente que acampaba a la puerta de mi casa y que gritaba consignas y parecía tan enfadada me daba un poco de miedo. Además, a nadie le gusta que llamen ladrón a sus padres. No podía imaginar por qué lo hacían si no tenían razón.

Mamá le quitaba importancia con palabras tranquilizadoras.

—Hay mucha gente descontenta en tiempos de crisis, hija —dijo—, pero eso no quiere decir que nosotros seamos unos criminales. Tranquilízate, ni a papá ni a mí va a pasarnos nada. Todo este asunto está en manos de los abogados del banco. Tenemos las espaldas bien cubiertas.

También añadió:

—Han venido hoy porque saben que nos molestan más que cualquier otra noche. Si les haces caso, se habrán salido con la suya. Olvídate de que están ahí. No merecen ni un segundo de nuestro tiempo.

Mamá habla con tal seguridad que siempre convence a todo el mundo. Por supuesto, yo no soy una excepción. La noche de la fiesta le hice caso y procuré olvidarme de los manifestantes.

Aunque, la verdad, solo lo conseguí a medias.