La mierda y las rosas

 

 

 

 

—Pensaba que te habías marchado ya —le dije a Sergio en cuanto conseguí dar con el botón que bajaba la ventanilla.

—Ya ves que no —respondió, tan serio que daba un poco de miedo.

—¿Quieres subir?

—Preferiría que bajara él. —Señaló con la mirada a Isma. En sus ojos brillaba un odio que yo no conocía.

—No te enfades, tío —intervino Isma, jovial, como si pretendiera quitarle hierro al asunto—. En realidad, ya me iba.

—¿Por qué? Quédate —le pedí.

—Me gustaría mucho, pero no puedo. —Una mirada esquiva a Sergio el furioso—. Ni debo. Vosotros tenéis que hablar, me parece.

—¿De qué? —Bajé la voz para que Sergio no oyera—. Si ya te he dicho que Sergio y yo no…

—Mira, eso no es asunto mío. —Isma me tomó la mano con suavidad y depositó un beso en el dorso que me dejó sin palabras. Susurró—: Si me necesitas para buscar algo por algún aparcamiento, llámame. Gracias por dejarme saber cómo eres, princesa. El coche es casi tan bonito como tú.

—¿De verdad no puedes quedarte un poco más? —insistí, porque no podía soportar la idea de que se fuera.

—No puedo. Me estoy jugando el trabajo.

Abrió la portezuela, la cerró con cuidado y echó a andar hacia la oscuridad del camino. Le observé hasta que le perdí de vista, mientras Sergio me observaba a mí con una expresión de impotencia, o tal vez de rabia.

—¿Puedo subir? —preguntó.

—Mejor no —contesté con el tono más cortante que pude impostar—. Es muy tarde y quiero irme a dormir.

—Ese era el camarero, ¿verdad? —preguntó, señalando el camino por el que Isma acababa de irse.

—Sí.

—¿Te has enrollado con él? —lo dijo con una incredulidad que en realidad era rechazo, aversión. Como si negara que yo pudiera hacer una cosa realmente horrible.

Me molestó aquella pregunta a bocajarro, pero lo hizo más aún el tono en que fue pronunciada.

—No tengo por qué darte explicaciones.

Subió la voz.

—¿Te has enrollado con el camarero? —En su boca había una mueca de asco, como si me hubiera enrollado con una babosa.

—No es asunto tuyo, Sergio.

—Pero… Pero… ¿Es que tú no tienes ojos en la cara? ¡Es un moro!

No podía creer lo que estaba escuchando. La rabia me disparó los latidos del corazón.

—A mí me da igual de dónde sea. Las personas somos todas iguales —contesté, haciendo un esfuerzo por contenerme.

Sus labios se fruncieron en una horrible sonrisa de superioridad.

—¿Lo dices en serio?

—Por supuesto que sí.

—Yo no soy como ese —espetó, con desprecio.

—Ya me doy cuenta.

Eché a andar en dirección a mi casa. Él me siguió, resoplando como un animal, mientras trataba de encontrar algo que decir. Creo que él también intentaba contenerse. Aunque debería haberse esforzado más.

—¿Sabes dónde te metes, Mara? —preguntó—. Esa gente tienen unas costumbres muy diferentes a las nuestras. ¿Sabías que para ellos las mujeres no valen nada? ¿Es eso lo que quieres? ¿Liarte con un tío que no te respete?

—Te estás pasando, Sergio.

—¿Miento, acaso?

—No dices más que tonterías. Hablan tus prejuicios.

—¡No puedo creer que hayas caído tan bajo! —Y se detuvo, dándome por perdida.

«Mejor para mí», me dije. Pero no había tenido en cuenta el orgullo de Sergio. Él no podía dejarme marchar sin soltar alguna de sus frases terribles, en plan final de escena apoteósico.

—¡Nunca lo hubiera imaginado de ti, Mara! ¡Prefieres la mierda a las rosas!

Le hubiera pegado de buena gana, pero eso habría significado ponerme a su altura. Así que me comporté del modo menos esperable. Respiré hondo, traté de calmarme y ni siquiera levanté la voz cuando dije:

—Para insultar a mis amigos, y también a mí, no hacía falta que volvieras.

Me marché para no seguir escuchándole. No quería discutir, solo quería irme a la cama. Era mejor, además, tratar de hablar con él otro día, cuando no estuviera tan enfadado.

Sergio no es de esos que te permite pronunciar la última palabra. Al menos no cuando está tan cabreado. Antes de llegar a la escalera le oí pronunciar una última frase, con la rotundidad y el dramatismo de un personaje de Shakespeare:

—Te vas a arrepentir de esto, Amaranta.

Ni siquiera me di la vuelta para mirarle. No merecía la pena.

Hasta ese día, nadie de mi edad me había llamado Amaranta.