La señora Alcántara

 

 

 

 

En su último mensaje, el abuelo me advirtió de que para mis padres no sería fácil admitir que yo era la heredera universal.

—¡Imposible! ¡Mi padre había redactado su testamento hace mucho tiempo! ¡Y la heredera universal era yo, por supuesto! Eso que estáis diciendo tiene que ser un error o un malentendido —decía mamá, más descompuesta que nunca, ante uno de sus abogados más experimentados.

—No es un error, señora Alcántara, las personas pueden cambiar de opinión. El testamento válido siempre es el último. Su padre decidió cambiar las cosas, eso es todo.

—¿Y no puede revocarse?

—Me temo que no, señora.

—¿Ni siquiera si lo que dice es una locura? ¿A quién se le ocurre? ¡Mi hija es demasiado joven para ser accionista mayoritaria! ¡Está claro que cuando mi padre redactó ese nuevo testamento no estaba en sus cabales!

—Con todos los respetos, señora: su hija es mayor de edad. Y su padre estaba en plenas facultades, según certificó el notario.

—¡Que era íntimo amigo suyo!

—Ese detalle no es importante.

—Le exigiré a mi hija que renuncie.

—Puede pedírselo, pero en ningún caso exigirle nada. Todo esto no está en su mano, por desgracia. Estamos hablando de la voluntad de don Emiliano, que ha quedado reflejada con toda claridad en…

—¡La voluntad de don Emiliano es un disparate!

Yo escuchaba detrás de la puerta, porque por supuesto no había sido invitada a la reunión. Mamá se levantó y comenzó a taconear por la habitación. Muy mala señal, ella que está acostumbrada a soportar los consejos de administración más difíciles sin ni siquiera cambiar de postura. Estaba realmente desesperada.

—Mire, haga lo que sea, pero esto no puede quedar así. Para eso le pago, y no poco. Busque una solución. Le quiero en mi despacho del banco a las dos en punto, y no me vuelva a decir lo mismo.

—Señora Alcántara, le recomiendo que acepte la última voluntad de su padre, aunque no sea de su agrado. Solo así logrará…

—¡No quiero recomendaciones, sino soluciones! ¡Dentro de tres días tenemos que informar a la junta directiva de las novedades y quiero poder decirles algo más que «Vuestro destino y el de Bancomundo están en manos de una niña de dieciocho años»! Ya le he dicho lo que espero de usted: soluciones. ¡Búsquelas!

La puerta se abrió y salió mi madre, taconeando a toda velocidad por el pasillo, con la cabeza alta. Al cabo de unos segundos salió el abogado, resoplando, componiéndose el nudo de la corbata.

«Pobrecillo, no quisiera estar en su lugar», me dije.