Para qué sirven las normas

 

 

 

 

Regresé a la barra en busca de Olga. Necesitaba contarle lo que había ocurrido. Mi amiga no estaba allí. Eché un vistazo por los alrededores. No logré distinguirla entre los numerosos invitados. Tampoco a Pablo ni a Sergio. Ni a mis padres, aunque a mi madre prefería no verla por el momento. Me sentía un poco mareada.

—¿Se encuentra bien? —preguntó una voz cálida a mi espalda.

Cuando me volví descubrí al camarero guapo que no había querido hablar con Olga.

—Creo que no mucho —repuse.

—Un poco de agua fresca igual le sienta bien —dijo, apresurándose a llenar un vaso y entregármelo.

Me fijé en que tenía un acento un poco distinto, algo más suave. Tenía el cabello moreno, casi negro, la piel ligeramente bronceada, las espaldas anchas, las manos huesudas. Joven, alto, bien proporcionado. Se movía con mucha agilidad detrás de la barra. Se notaba que tenía mucha práctica y que se concentraba en hacer bien su trabajo. Su único defecto era que servía bebidas con una seriedad como de estatua clásica.

Me fijé en la plaquita con su nombre que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta: Isma.

—Muchas gracias, Isma —dije.

Tuvo una pequeña reacción de sorpresa al oírme pronunciar su nombre, pero no dijo nada. Solo un muy educado:

—No hay por qué darlas.

Me bebí el agua de un trago y comencé a sentirme un poco mejor.

—¿Le sirvo un poco más? —preguntó él.

—Por favor, tutéame. Me suena rarísimo que me llames de usted. Debemos de tener más o menos la misma edad, ¿no?

—Me temo que no es posible, señorita —contestó él—. Son las normas de la empresa para la que trabajo. Si las incumplo podrían despedirme. No tenemos permitido tutear a los clientes. —Bajó la voz—. Y menos conversar.

—¿Y yo soy una clienta?

—Sí, señorita.

—¿Por qué? ¿Por beberme el agua que me has ofrecido?

—Por el simple hecho de haber sido invitada a esta fiesta. —Sonrió, y al hacerlo mostró dos hileras perfectas de dientes blanquísimos.

Me di cuenta de que no sabía quién era yo. Por si acaso, decidí asegurarme.

—Es una fiesta de cumpleaños.

—Lo sé.

—La anfitriona cumple dieciocho. Es la hija del director de Bancomundo.

—También lo sé.

—¿No te gustaría conocerla?

—Ni sí ni no.

Aquella conversación me divertía, me estaba devolviendo el buen humor. Además, el camarero era realmente guapo. Por una vez, Olga y yo estábamos de acuerdo. Creo que él disimulaba, pero también se estaba divirtiendo. No había nadie frente a la barra de bebidas. La atención parecía haberse desviado hacia la zona del escenario, donde un animador hacía reír al público.

—Muy bien —resolví—, si no piensa tutearme, entonces yo también le hablaré de usted. Es lo correcto: devolver el trato que recibes. ¿Me serviría un poco más de agua, por favor, caballero?

—Faltaría más, señorita —se apresuró a decir, mientras disimulaba las ganas de reír y me servía otro vaso.

—¿Tampoco tiene permitido reírse?

—Tampoco, señorita.

—Pero ¿quién es su jefe? ¿La madrastra de Blancanieves?

Casi conseguí una carcajada, pero aguantó como un valiente. Creo que estaba haciendo grandes esfuerzos, aunque se comportaba con la máxima profesionalidad. Yo estaba disfrutando de lo lindo.

—Aquí tiene, señorita —me entregó otro vaso con agua y hielo.

—¿Le importaría dejar de llamarme «señorita»? Me pone usted muy nerviosa.

—No era mi intención. Lo tendré en cuenta a partir de ahora.

—No ha respondido a mi pregunta más importante.

—Lo siento. ¿De qué pregunta se trataba?

—Su edad.

—¿Cuántos años cree que tengo?

Fingí pensar un poco.

—Hummm… Veinte. Como mucho.

—Casi. Dieciocho.

—¿Lo ve? ¡Lo sabía! Tenemos la misma edad.

—Esta noche todo el mundo tiene dieciocho años.

—¿Todo el mundo?

—Usted, yo, la anfitriona…

—Ah, sí, la hija del banquero. Esa mema.

—¿La conoce?

—Un poco.

—¿Y es una mema?

—Una mema como una catedral.

De pronto Isma dejó de sonreír y se apartó un poco. Fue un movimiento reflejo, como el de un animal que se sabe en peligro. Bajó la mirada, como disimulando. Cruzó las manos.

—¿Pasa algo? —pregunté.

Bajó la voz para contestar, en un susurro:

—Mi jefe. Está ahí y me está mirando. Perdone, pero tengo que dejar esta conversación.

—¿Y tampoco puede contestar si le preguntan?

—Lo más corto posible.

—Qué aburrimiento.

—Lo siento, de verdad.

Yo también lo sentía mucho. Me habría gustado hablar con su jefe y decirle cuatro cosas. También me habría gustado prolongar la conversación sobre «la mema de la hija del banquero». Era muy divertido, aunque justo en ese instante vi a mi madre, que me hacía señas desde el otro lado del jardín. No tenía precisamente buena cara.

—A mí también van a regañarme, Isma. Buena suerte con su jefe.

—Igualmente…

—Por cierto, me llamo Mara —anuncié, antes de salir en dirección a donde estaba mamá, con su aspecto perfecto y un gesto enfurruñado que afeaba mucho su maquillaje.