El lunes del abuelo
El lunes por la mañana, como el abuelo me había dicho, fui a ver a Hugo, el jefe de personal de Bancomundo.
—Su abuelo me anunció que vendría hoy —dijo, saludándome con un apretón de manos—. Lo primero, felicidades, creo que acaba usted de estrenar la mayoría de edad.
—Así es.
Me incomodaba que no me tuteara: era mucho mayor que yo. Me hizo pasar a un despacho presidido por una mesa enorme de madera oscura. Me invitó a sentarme frente a él, cruzó las manos, sonrió.
—¿Tiene la libreta que le ha regalado su abuelo? Tengo entendido que lo primero que quiere hacer es actualizarla.
—Mi abuelo me dijo que lo hiciera. —Saqué la libreta y se la entregué a Hugo.
—Claro, claro, esto es lo primero…
Hugo metió la libreta en una máquina que había sobre una mesa lateral. La máquina emitió varios sonidos metálicos mientras imprimía los datos en las páginas. Hugo esperaba sonriente, repiqueteando con los dedos sobre la mesa. Parecía un hombre simpático, de esa gente que está siempre de buen humor.
La máquina escupió la libreta, Hugo comprobó de un vistazo que todo había salido bien y me la entregó diciendo:
—Aquí la tiene. Ahora sí está todo en orden.
Tomé la libreta. La abrí por la primera página. Estaba exclusivamente a mi nombre. Quiero decir que la titularidad no era compartida con alguien que debía encargarse de supervisar el modo en que yo administraba mis ahorros. Esta vez podía gastar dinero sin pedir permiso a nadie. Toda una novedad en mi vida.
—Y aquí tiene las tarjetas de crédito y débito asociadas a la libreta —continuó, sacando de un cajón un sobre cerrado con el logotipo del banco—. Con ellas podrá operar en los cajeros. Supongo que ya sabe cómo funciona. Si no, no tendré inconveniente en…
—Sí, claro que lo sé —le interrumpí.
«Hasta los niños de cinco años saben hoy en día cómo utilizar un cajero» —pensé—. Sería gracioso que la hija de los dos banqueros más conocidos de su país no sepa hacerlo».
—Tal vez desee consultar el importe que su abuelo le regala. —Hizo un gesto de cortesía, como indicando «Adelante: mira la libreta, por mí no te preocupes».
Lo hice. No negaré que sentía curiosidad. Busqué en la primera página. Cuando encontré lo que estaba buscando, abrí unos ojos de lechuza que hicieron reír al jefe de personal. Creo que hasta me sentí un poco mareada.
—¡Buf! —Resoplé, antes de mirar de nuevo a mi interlocutor.
—¿Esperaba otra cantidad, tal vez? —preguntó él, tan tranquilo.
—Pero… —balbuceé—. Pero… ¡esto es una barbaridad! ¿Para qué necesito tanto dinero?
—Su abuelo me pidió que le llamara llegado este momento. Con su permiso, voy a hacerlo. —El jefe de personal levantó el auricular del teléfono, pulsó una tecla con un número memorizado y me entregó el aparato.
Al instante sonó la voz alegre y despreocupada del abuelo.
—Hola, luciérnaga. ¿Qué te ha parecido tu regalo? ¿Te has desmayado del susto?
—Casi. ¡Eres un exagerado! ¿Un millón de euros? —espeté, y mi voz sonó a regañina más que a agradecimiento. Al otro lado, el abuelo se reía.
—Nunca se sabe cuándo pueden hacer falta, Amy. No quiero que en Chicago pases ninguna necesidad. ¡Ve al teatro, que tanto te gusta! Allí hay muchos y muy buenos. Así, ¿te ha gustado o no? ¿Vas a donarlos a una organización benéfica?
—No es mala idea.
—Hazlo si eso es lo que quieres. El dinero es todo tuyo. Puedes gastarlo como gustes.
—No sabría ni por dónde empezar. ¿Y por qué tanto?
—Es un soborno. O un adelanto, como prefieras.
—¿Un soborno?
—Naturalmente —bromeó mi abuelo—, aunque sé que las almas puras como la tuya no están en venta.
—Exacto.
—Entonces, considéralo un donativo. Quiero que en Estados Unidos lleves la vida que te plazca.
—¡Para llevar la vida que me place no necesito un millón de euros!
—Eso no lo puedes saber, jovencita. La vida cambia de sentido a cada segundo, o amenaza con hacerlo. Fíjate en ti misma: querías estudiar teatro has pasado una prueba dificilísima y de pronto te ves obligada a estudiar Economía en una maldita universidad americana de la que no sabes nada. Y todo por empeño de tu abuelo, un viejo entrometido que no se preocupa de lo que realmente te importa. ¿Es eso lo que piensas?
—Más o menos… —susurré.
—Querida Amy, aunque no lo sepas, tú eres como yo. Fuerte, valiente, decidida, cabezota, encantadora… Si viviera, tu abuela te lo confirmaría, ni siquiera tu madre se me parece tanto (en lo bueno y también en lo malo). Sé que llevo las de perder si no te convenzo y entiendo que estés enfadada conmigo.
No se puede negar que el abuelo sabe ser encantador y convincente. Solo añadí una pregunta más.
—Abuelo, ¿por qué te empeñas en organizar la vida de todo el mundo?
Pero no me contestó. Ya había colgado.
Frente a mí, el simpático jefe de personal sonreía, como si intuyera que aquello entre él y yo era el principio de una gran amistad.