El abuelo y el
coleóptero
luminiscente
Mi abuelo sufre desde hace años una enfermedad que le debilita las piernas. Por eso va en silla de ruedas. No puede caminar, pero su cabeza funciona mucho mejor que la mía («para compensar», suele decir). En teoría, está jubilado desde hace años, aunque sigue controlando todo lo que ocurre en Bancomundo como el primer día. También sigue ejerciendo su influencia sobre mi madre, que acata sus órdenes como si el tiempo no hubiera pasado. La verdad es que el abuelo es muy bueno en lo suyo y todo el mundo lo reconoce. Es el último baluarte de una estirpe de banqueros capaces de convertir en oro todo lo que tocan. Un hombre con las ideas claras, autoridad moral, acostumbrado a mandar y a que todo el mundo le obedezca. Quizá por eso también tiene la costumbre de dirigir las vidas de cuantos le rodean.
A pesar de todo, es un abuelo genial. Divertido, cariñoso, sabio, a veces un poco estrafalario. Con él he pasado los mejores momentos de mi vida, paseando, charlando o jugando una partida a nuestros dos juegos de mesa favoritos: el parchís y la oca. Su lema siempre ha sido: «Lo importante no es ganar, sino saber ganar».
Aquella noche entré en la biblioteca y busqué al abuelo Emiliano en su lugar de siempre. Allí estaba, junto a la chimenea apagada, haciendo repiquetear los dedos contra el brazo de la silla de ruedas, esperándome. A su lado, su enfermera aguardaba también, de pie como un soldado. En cuanto me vio aparecer, el abuelo hizo un gesto despreocupado con la mano indicándole a la mujer que se marchara. Ella dijo que estaría en la terraza «por si la necesitaba» y salió.
—¡La reina de la fiesta! —exclamó el abuelo, muy contento de verme—. Estás radiante, Amy, esta noche brillas con luz propia. Seguro que te lo han dicho ya otros mucho más jóvenes y guapos que yo.
—No —susurré, mientras depositaba un beso en su mejilla.
—¡Despistados! ¿A qué estarán esperando? Las chicas guapas como tú no están disponibles mucho tiempo… Muy pronto te lloverán los pretendientes, como le ocurrió a tu madre, ya lo verás. Como ella, tendrás que elegir.
Por un momento temí que el abuelo también fuera a hablarme de Sergio, así que me apresuré a bromear para cambiar de tema.
—Si brillo con luz propia, ¿significa que soy una luciérnaga? ¿Me estás llamando insecto?
—¡No! ¡Insecto no! ¡Coleóptero! El coleóptero luminiscente más bonito del jardín. —Sonrió, señalando una silla—: Siéntate aquí, a mi lado.
Siempre me ha gustado ese modo anticuado que tiene el abuelo de decirme cosas bonitas. También me gusta cómo me llama. Jamás ha consentido en utilizar mi verdadero nombre. Por alguna razón que solo él debe de saber, decidió llamarme Amy hace mucho, y es el único que lo hace, y lo pronuncia como en inglés: «Eimi». A mí me encanta.
El abuelo es muy aficionado a los discursos solemnes. Tiene uno para cada ocasión y le gusta que todo el mundo le escuche. Se pone un poco pesado, pero se lo perdonamos porque es encantador y porque en el fondo sabemos que a estas alturas no va a cambiar. Nada más sentarme adiviné que se acercaba el momento de su discurso. Lo único que me extrañó fue que lo pronunciara allí, en la biblioteca, sin testigos, y no en el jardín delante de los dos centenares de invitados importantes.
—¿Te extraña que haya querido verte aquí y sin nadie más? —preguntó, sagaz, como adivinando mis pensamientos.
—Un poco.
—Tus padres saben lo que quiero decirte y les he pedido permiso para hacerlo a solas. Aunque te parezca raro, necesito que nadie nos distraiga. Lo que me traigo entre manos es muy importante para mí. De algún modo, llevo toda la vida esperando este momento.
Me sobresalté un poco ante tanta palabrería. También comencé a sentir una curiosidad enorme. Por suerte, el abuelo la disipó enseguida.
—Durante todos estos años has vivido de espaldas a la ocupación de tus padres, y has hecho muy bien: te has formado, has cultivado amistades, has vivido la vida de una chica de tu edad. —Arrastraba las palabras, como los actores—. Sin embargo, ha llegado el momento de enfocar las cosas de otro modo. Como hacen los príncipes herederos cuando van a dejar de serlo, ¿me comprendes?
—No mucho.
El abuelo carraspeó, sonrió y volvió a carraspear.
—Esta es una noche muy importante para ti, querida Amy. Hoy cumples dieciocho años. La mayoría de edad. ¿Cómo te sientes?
—La verdad es que igual que ayer… —repuse.
—¡No, no, no! Eso no es posible… Hoy eres otra persona.
—¿En serio? —bromeé—. ¿Es muy grave? ¿Tienes un espejo?
Las bromas entre mi abuelo y yo suelen sacar de quicio a mi madre, que nunca sabe si hablamos en serio o no, y no lo soporta. Al abuelo y a mí nos cuesta mucho hablar en serio. Aunque aquella noche él no parecía estar bromeando ni tenía ganas de que lo hiciera yo.
—Has llegado al principio de tu verdadera vida. Tus mejores años, Amy —añadió él, circunspecto como un mafioso de película—. Debes pensar en construir los cimientos de tu existencia y de tu personalidad. Yo voy a ayudarte a hacerlo para que sea sólida como una roca.
—¡Huy, qué miedo!, hablas como un constructor de catedrales.
—Bueno, no es tan descabellada la comparación… La vida de todos nosotros se parece a un gran edificio. Hay que empezar por abajo para que las cúpulas resistan.
—Ya. ¿Y se supone que mis cimientos son…?
—Los estudios, naturalmente. Debes pensar en tu formación y en tu futuro.
¡Haber empezado por ahí! ¡Era un discursito sobre la importancia de los estudios! ¡Y yo que comenzaba a asustarme! Seguro que el abuelo temía que como había sacado tan buenas notas en Selectividad, me dormiría en los laureles. Nada más lejos de mi intención, claro, y me apresuré a explicárselo, convencida de que le iba a encantar escucharme, como de costumbre.
—No te preocupes, abuelo, tengo muy claro lo que quiero hacer en el futuro. ¿No te lo ha contado mamá? ¡Voy a ser directora teatral! Quiero estudiar Arte Dramático en el Instituto del Teatro, pero primero tengo que superar las pruebas de acceso, que son muy difíciles porque se presenta mucha gente y hay pocas plazas. Estoy contenta, ya he superado la primera fase, y eso que estaba complicado. Era un examen de historia del teatro y un comentario de texto. Tuve suerte, porque me cayó Samuel Beckett, que es de mis dramaturgos favoritos, ¿le conoces? Bueno, da igual. Es un irlandés genial con la cabeza un poco complicada. Tendrás que venir a ver mis montajes de fin de curso. Vendrás, ¿verdad? Por cierto, nunca me has dicho si te gusta el teatro…
—No me disgusta. Sobre todo el de toda la vida: Lope de Vega, Zorrilla, Calderón, Tirso... Pero no es de eso de lo que yo quería hablarte.
Me agarró la mano y bajó un poco la voz, para hablarme con aquel tono de cariño de cuando era muy pequeña.
—Todo eso es muy bonito, Amy, pero ya tendrás tiempo. No es teatro lo que debes estudiar. Sería una estupidez, además de una pérdida de tiempo. Tus cimientos no tienen nada que ver con eso. Y lo sabes, aunque nunca hayamos hablado de esto.
—¿Qué quieres decir?
—Que tú formas parte de una familia que tiene su tradición, y su fortuna. Es como quien nace en una familia de tenderos y hereda un negocio muy próspero, con mucha clientela fija. No se le ocurriría dejarlo perder ni entregarlo a otras manos, ¿verdad que no? —No contesté, no tenía ni idea de qué iba a decirme. Metió la mano en un lateral de la silla de ruedas y extrajo un sobre blanco, grande—. Pues Bancomundo es nuestro negocio, nuestra obra, aquello que ha dado valor añadido a nuestra familia. Y tú eres la heredera de todo y debes comportarte como tal.
«¿Y qué pasa si al príncipe heredero le da una pereza horrible ocupar el trono y prefiere dedicarse a sus cosas?», pensé, mientras mi abuelo sacaba unos papeles del sobre.
—Aquí tienes mi regalo de cumpleaños —anunció, agitando los papeles donde destacaba el escudo de una universidad extranjera—. Léelo. Es una oportunidad al alcance de muy pocos. Sé que tú sabrás aprovecharla al máximo.
University of Chicago. Estudios superiores en Economía y Empresa, los más prestigiosos del mundo. Matrícula a mi nombre, incluyendo un piso de estudiante para mí sola y una libreta de ahorros de Bancomundo.
—Esto es para tus gastos —añadió el abuelo, señalando la libreta—. No me ha dado tiempo a actualizarla, así que no podrás saber qué saldo tiene en realidad hasta que pases por el banco.
Abrí la libreta de ahorros por la primera página y leí: «Saldo actual: 1,37 euros». Sonreí.
—Soy rica —susurré.
—Inmensamente —bromeó también el abuelo.
—Pero yo no pensaba… —balbuceé, volviendo a la seriedad que el tema requería—. Es que a mí la economía no me gusta. No se me da nada bien.
—¡Tonterías! Lo llevas en la sangre, solo tienes que aplicarte un poco. Eres hija de dos de los banqueros mejores de su tiempo, y nieta del más visionario y lúcido financiero que se ha visto en este país, aunque esté mal que lo diga yo. Aprenderás en cuanto te quites de la cabeza todo eso del teatro y te concentres en lo realmente importante.
—¿Cuándo empieza el curso?
—En octubre. ¡Tienes por delante casi cuatro meses de vacaciones para hacerte a la idea! ¡Es una de las mejores y más caras universidades del mundo! ¡Lo mejor para la mejor!
—Pero yo tenía otros planes, abuelo —protesté, y creo que mi voz sonó un poco desesperada.
—Ya lo sé, Amy, mi niña, ya lo sé. No me detestes por lo que voy a decirte, pero ya va siendo hora de que aterrices en el mundo real. A tu edad se piensan muchas cosas, se deja volar la imaginación, se tienen sueños extraños, que no encajan con nuestra verdadera personalidad. Lo cierto es que tú tienes un destino ineludible. No es un destino cualquiera. Serás la capitana de Bancomundo el día en que tus padres se jubilen. Ya sé que ahora crees que ese momento es muy lejano, pero te equivocas. Los años vuelan, y no pueden encontrarnos desprevenidos. Vas a ser la presidenta mejor preparada que haya tenido nunca nuestra entidad. Serás el orgullo de la familia y, por supuesto, el de tu abuelo. Aunque tal vez yo no viva para verlo. —Se le llenaron los ojos de lágrimas y se le quebró un poco la voz, pero continuó hablando—: Sé que lo harás muy bien, Amy. ¡Has nacido para ello! Y he aquí mi tercera sorpresa, la razón por la que quería que estuviéramos solos… En realidad es un secreto que quiero confesarte. Un secreto entre tú y yo: ¡hoy he hecho testamento!
—¡Abuelo! ¿Por qué?
—¡No te asustes! No pienso morirme todavía. Pero ahora que eres mayor de edad y que ya he encarrilado tu formación, quiero dejarlo todo atado y bien atado. Te he nombrado heredera de casi todas mis acciones. Tu madre tiene una pequeña parte, las que legítimamente le pertenecen, pero el resto será para ti. Te convertirás en accionista mayoritaria, ¿sabes lo que eso significa?
—Más o menos.
—Tendrás capacidad de decisión y poder para ejecutar tus propias decisiones. Sé que lo harás muy bien, eres inteligente y sensible.
—¿Y por qué es un secreto?
—De momento. Quiero que así sea. Las cosas cambian con mucha rapidez, Amy. El mundo de las finanzas no se parece mucho al que yo conocí en mis inicios. Es verdad que yo siempre fui ambicioso, siempre soñé con hacerme rico, sería absurdo negar algo tan evidente. Sin embargo, no quería conseguirlo de cualquier forma. Había ciertas reglas, leyes inviolables, pactos que se respetaban a cualquier precio, había moral y honor y principios y palabra, y un montón de cosas que ahora parecen tan extinguidas como los dinosaurios. Hace tiempo que dejé de entender el mundo y las leyes que lo gobiernan, especialmente cuando las leyes las dictan los banqueros y los grandes economistas. ¿Sorprendida? No me extraña, nunca le he contado esto a nadie. Supongo que necesitaba encontrar a la persona adecuada. Y tú… tú eres esa persona, Amy, niña mía, tú eres mi gran esperanza en el futuro de la banca. Si aún se pueden arreglar las cosas deberá hacerlo alguien como tú. No me mires con esa cara, por favor. Sé que ahora no entiendes nada de lo que te digo y que te decepciono por pedirte que te apartes de tu camino, pero algún día comprenderás que esto era más importante y te alegrarás de lo que hice por ti. Sé que vas a hacerlo muy bien, vas a ser la mejor sucesora que podría tener.
El abuelo tenía razón: no comprendía nada de lo que me estaba diciendo. A pesar de todo, le vi tan compungido, tan emocionado, que le di un abrazo. Uno de esos «de osa», como él los llamaba cuando era pequeña. Muy fuerte, muy largo. Un abrazo con todo el corazón. Creo que derramó una lagrimita.
—Lo harás muy bien, coleóptera. Sé que no me decepcionarás —repitió.
No encontré nada más que decir. Si me hubiera atrevido, podría haber contestado: «Tú sí que acabas de decepcionarme, abuelo». Así me sentía: decepcionada porque mi abuelo no daba importancia a mi vocación, porque también conmigo intentaba imponer su criterio y su voluntad, sin importarle lo que yo quería o deseaba. Él había fundado un banco y yo no tenía más elección que seguir sus pasos.
Mi decepción era tan grande como mi sorpresa. ¿Por qué mis padres no me habían dicho nada? ¿Por qué hasta ese momento nadie me había hecho saber que no era libre para elegir mi futuro?
Mi abuelo, ya más repuesto, seguía hablando.
—Este verano me gustaría que comenzaras a desempeñar pequeños trabajitos en el banco. Para que te vayas familiarizando y para que conozcas los distintos departamentos desde abajo. Ya lo tengo todo preparado, el lunes te espera el jefe de personal para explicártelo todo. Se llama Hugo y es un hombre de mi total confianza, aunque un poco viejo, como yo. Pídele que te actualice la cartilla antes de nada, y por favor, no me regañes cuando sepas con qué saldo cuentas. Tienes que aprender a administrarte, mi niña, ese es el principio fundamental de nuestro trabajo. Mientras me sea posible, con el consentimiento de tus padres, supervisaré tu formación. Ese banco es lo mejor que puedo dejarte, Amy, y sé que cuando ocupes mi lugar tomarás decisiones que harán historia.
El abuelo me entregó una tarjeta de visita.
—Aquí tienes los datos del notario ante el que he otorgado testamento esta misma semana. En cuanto me muera, ve a visitarle. No pongas esa cara, ya te he dicho que tardaré en hacerlo todo lo posible. El notario te estará esperando y te dará instrucciones precisas sobre cómo debes obrar a partir de ese momento. Pero es importante que tomes tus propias decisiones, con valentía, aunque no sean fáciles, como yo he hecho siempre. Prométeme que no te asustarás ni dejarás de actuar según tu propio criterio. Ah, y lo más importante: esta es una información confidencial, entre tú y yo, Amy. Si hubiera querido que otras personas lo supieran, se lo habría dicho. Es importante que lo mantengas en secreto, ¿lo comprendes?
—Sí.
—Bien. ¡Y ahora ven aquí, luciérnaga! ¡Dame un beso! ¡Estoy muy orgulloso de ti! Promete que nunca vas a olvidarte de todo lo que te he dicho.
—Vale. Lo prometo.
Todo aquello me ablandó, lo reconozco. No soportaba que mi abuelo hablara de que se iba a morir, por mucho que dijera que faltaba mucho. No quería ni pensar en quedarme sin él, sin sus bromas, sin sus consejos, sin sus halagos anticuados, sin las partidas de las sobremesas. Creo que el abuelo es la persona con quien más tiempo he pasado durante toda mi vida, una de las que mejor me han entendido y a las que más he querido en el mundo.
—Y, por favor —añadió—, quita esa cara de odiar a tu abuelo, que hoy es tu gran noche y estás demasiado guapa. Además, te están esperando. Sal al jardín, anda, ya es hora de que este vejestorio deje de monopolizar a la reina de la fiesta. Ahí fuera hay gente que quiere verte.
No habría podido odiar a mi abuelo ni queriendo. Estaba muy confundida, eso era todo. Pensé que salir me vendría bien. Busqué mi móvil en los bolsillos del vestido, igual que el náufrago busca una tabla a la que aferrarse.
El abuelo tenía razón: de pronto me sentía como si fuera otra persona.