Irlanda trece
Desde mi casa al barrio de Sant Andreu hay un buen trecho. Es necesario cruzar toda la ciudad. Nada que las Pink Ladies no puedan hacer en un abrir y cerrar de ojos. A las diez menos cuarto ya estábamos allí, en la calle Irlanda, buscando la dirección de mis pesadillas. Yo estaba muy nerviosa.
El número trece era una pequeña casa de una sola planta, situada junto a uno de esos bloques de pisos grises e impersonales. No había buzón junto a la entrada, solo una puerta oscura y una ventana que daba a la calle y que tenía las persianas bajadas. Dudamos un momento antes de decidirnos a llamar al timbre. En cuanto Olga pulsó el botón me di cuenta de que no había preparado nada que decir.
Tardaron un buen rato en abrir. El silencio al otro lado era total, así que pensamos que no había nadie. Ya nos marchábamos cuando oímos el rumor de unos pasos que se acercaban por un pasillo larguísimo y el sonido de varias cerraduras. Luego la puerta se entreabrió un poco y por la rendija apareció una visión que me dejó petrificada del susto.
Era una mujer pelirroja, de larga melena rizada un poco alborotada y ojos saltones. La viva imagen de la mujer de mis sueños.
Olga tuvo que hablar por mí, porque a mí no me salían las palabras.
—Hola, ¿podemos hablar contigo un momento? —preguntó mi amiga.
—¿Qué queréis?
—Solo hablar.
—No me interesa comprar nada, gracias —replicó la mujer, que ya se disponía a cerrar la puerta.
—¡Un momento! —exclamó Olga—. Es importante. No somos vendedoras.
—Entonces ¿qué queréis? —La rendija se abrió otra vez un poco.
—Si nos dejas pasar, te lo explicaremos. Es un poco raro.
La voz de mi amiga sonaba poco convincente, como si ni ella misma se creyera lo que estaba diciendo. No podía reprochárselo, la verdad. Incluso a mí me daba vergüenza explicarle a aquella mujer por qué estábamos allí.
—Os escucho —dijo, aún asomada a la rendija de la puerta.
—¿Te importaría dejarnos pasar? No es un asunto que pueda hablarse así, en la calle.
—Entonces tendréis que marcharos, chicas, porque tengo cosas que hacer.
—Nos envía tu hermana —solté, de pronto, sin saber muy bien ni qué decía. Lo hice solo por probar. Y aplicando la lógica.
Fue como pronunciar una contraseña secreta.
La mujer abrió la puerta. Entonces pudimos verla. Era algo más joven que mi madre, pero estaba mucho más ajada. No llevaba ni gota de maquillaje y vestía una falda larga y una camiseta de tirantes.
—¿Es una broma de mal gusto? —preguntó—. ¿Quién coño sois?
—Yo soy Olga —contestó mi amiga.
Y antes de que yo pudiera pronunciar mi nombre, una mujer apareció al fondo del pasillo, en el otro extremo de la casa, y comenzó a hacernos señas. Era una anciana de pelo blanco, rechoncha, ataviada con un camisón blanco y casi transparente de tan liviano.
—¡Pasad! ¡Pasad, chicas! ¡Bienvenidas! —gritó desde donde estaba—. ¡Sabía que ibais a venir! Lo he visto con los ojos cerrados. Pasad, por favor, sentaos.
La doble de la mujer de mis sueños hizo caso a la anciana, que por edad debía de ser su madre.
Recorrimos el pasillo sin entender qué estaba ocurriendo, y al llegar al final, la anciana nos miró con los ojos llenos de lágrimas y preguntó:
—¿Quién de vosotras dos es Amaranta?