La felicidad de Olga
El mensaje era de Olga. Larguísimo: «Mara, ya sé que es tarde y que antes no he contestado a tus mensajes, pero si no te cuento lo que me ha pasado voy a reventar. Pablo es… Pablo es… ¡Mierda! ¿Por qué no hay palabras que sirvan para explicar lo que sientes cuando de verdad las necesitas? ¿Por qué nadie inventa las expresiones adecuadas? Estoy desquiciada, como si me hubiera tomado siete cocacolas. No puedo dormir ni comer ni nada de nada. No sé por qué, pero tengo ganas de llorar. ¡Y esta noche es la más feliz de mi vida! Pablo acaba de dejarme en casa, me ha dado un beso en los labios, me ha dicho que está enamorado de mí… ¡Aún no sé si estoy soñando! No entiendo lo que me pasa. No me conozco. ¿Seguro que soy yo la que ha subido la escalera? Seguro que es verdad lo que me ha pasado? Necesito hablar contigo, Mara. No sé cómo voy a hacer para esperar a que te despiertes. Tengo que contártelo todo. Ojalá estuvieras aquí conmigo. Necesito a mi mejor amiga. Más que nunca».
Marqué su número sin esperar ni un segundo. Descolgó y oí su voz, incrédula.
—¿Aún estás despierta? —preguntó.
—Es una larga historia.
—¿Has leído mi mensaje?
—Claro, boba, por eso te llamo.
—Entonces ya lo sabes.
—Sí. Me alegro mucho por ti.
—Aún no me lo creo. Pablo es tan… tan… perfecto.
Ya imaginaréis cómo pasé los siguientes cincuenta y cuatro minutos: agarrada al teléfono, contestando monosílabos en susurros para no despertar a nadie, mientras mi amiga agotaba todos los adjetivos que sabía para explicarme cómo era en realidad el chico de sus sueños, cómo besaba, qué cosas le había dicho, cómo la miraba y mucho más. Estaba eufórica, todavía no acababa de creerse que su historia de amor imposible había encontrado (por fin) un final feliz. No hacía más que hablar, hablar y hablar, muy alterada, muy deprisa, muy contenta.
Por supuesto, me habría gustado contarle cómo me sentía. Decirle que en solo unas horas todos mis sueños se habían ido al traste. Que no iba a matricularme en el Instituto del Teatro ni iba a estudiar Arte Dramático y, por supuesto, tampoco sería nunca directora, porque otros acababan de decidir por mí un futuro que no me gustaba.
No le dije nada de eso por dos razones. La primera, porque la conozco muy bien e imaginaba su respuesta:
—Mara, cielo, ¡alegra esa cara! Tienes que ver las cosas como son en realidad. Siempre podrás estudiar teatro, ¿no? Ya me gustaría a mí que mis padres me pagaran un viaje, un piso y una carrera en Estados Unidos. ¡Pero si es alucinante! ¡Vas a conocer a un montón de hijos de millonarios! ¡Y puede que entre tanto cerebrito hasta encuentres a uno guapo! ¿Me invitarás a visitarte? Anda, que, por tu cara, cualquiera diría que, en lugar de un regalo, te ha caído una condena.
A veces es muy divertido que Olga nunca esté de acuerdo conmigo. Aquella noche no me veía con ánimo de soportarlo.
La segunda razón era porque me alegraba su felicidad. Llevaba más de dos años colada por Pablo, interpretando el papel de su mejor amiga cuando en realidad estaba loca de amor por él. En ese tiempo, Pablo había tenido otra novia, pero ella había sabido esperar (y a veces había sido muy difícil). Había sufrido, a ratos. Había perdido la esperanza más de una vez. Pero en ese momento la victoria era suya. Se la merecía más que nadie.
Mientras la escuchaba, me olvidé de mis pesadillas y fui feliz por ella.