Arturo
Después de aquella tarde cargada de emociones —la prueba de interpretación, el helado con Olga, el encontronazo casual con Isma—, llamé a Arturo para preguntarle si podía recogerme y llevarme a casa. Le encontré tan dispuesto como siempre.
—Por supuesto, Amaranta. Dime dónde estás y me tendrás ahí en diez minutos.
Arturo debe de tener unos cuarenta y cinco años. Desde que mi abuelo le contrató, hace más de veinte años, se ha vuelto una persona de absoluta confianza. Es trabajador, inteligente y muy discreto, tres cualidades indispensables para encargarse de los desplazamientos privados de los miembros de mi familia.
Aquel día, llevamos a Olga a su casa. Por el camino, mi amiga me soltó una perorata digna de mi madre.
—Mara, por favor, no te precipites. No puedes olvidar quién eres, lo que tienes, a qué familia perteneces. Las cosas no son tan fáciles como tú te empeñas en creer. El mundo está lleno de aprovechados que solo buscan su oportunidad a través de inocentes como tú. Cualquiera puede emocionarse al conocer a un chico guapo, pero luego debes utilizar la cabeza y pensar quién es la persona que te conviene. Ese chico necesita mandar dinero a su familia, que está en su país y debe de vivir en la más absoluta miseria. Acaba de quedarse sin trabajo. Piénsalo: para él eres una lotería, va a intentar aprovecharlo al máximo, ¿es que no te das cuenta? Ni siquiera le culpo: la necesidad a veces nos obliga a saltarnos los principios más elementales y nos fuerza a hacer cosas que no haríamos en otras circunstancias. Yo no te estoy diciendo que sea malo. Es pobre. A veces los pobres pierden la cabeza. ¿Entiendes lo que te digo, Mara? ¿Por qué no dices nada? ¿Me estás escuchando? ¿Te molesta que sea tan sincera contigo?
¡Por supuesto que me molestaba! Pero no que fuera tan sincera, sino que pensara todo lo que acababa de pronunciar. Haciendo esfuerzos por no subir el tono más de la cuenta, repliqué:
—Te estoy escuchando. Lo que ocurre es que no te entiendo. No sé si me estás llamando tonta, si llamas ladrón al chico que me gusta o si simplemente intentas convencerme de que quien me conviene es Sergio.
—¡Ya imaginaba que no ibas a querer escuchar! ¡Las verdades ofenden!
—¡Te equivocas! Lo que me ofende es que no respetes mis decisiones.
—¡No puedo respetarte si creo que te equivocas!
—¡Puede que la equivocada seas tú! ¡Isma nunca me ha pedido nada!
—¡Aún no! ¡Pero lo hará!
—¿Y tú qué sabes?
—¿Cómo puedes ser tan tonta?
—¡Y tú tan… tan…! —Lo dejé por imposible. Iba a decir «racista», pero la palabra me dolió antes de existir.
Genial. Recorrimos más de la mitad del camino de morros. Cuando la dejamos en su portal, Olga se apeó del coche sin darme dos besos, como siempre. Su despedida fue un cortísimo y gélido:
—Chao.
Por supuesto, Arturo no hizo ningún comentario sobre todo lo que había oído. Se limitó a conducir, en silencio, como siempre.
Como si no estuviera allí.