Cómo ganan dinero los ricos

 

 

 

 

Arturo se había referido a la televisión. Yo apenas la miro, si no es para ver series, y casi siempre por internet. Mis padres suelen llegar tarde a casa y no ven nunca las noticias. Papá dice que prefiere estar informado por los periódicos. No es de extrañar que en mi casa sea difícil estar al día de los asuntos de actualidad.

Tuve que buscar la noticia en internet, y la verdad es que fue mucho más fácil de lo que pensaba. Encontré centenares de referencias a Bancomundo, a mi padre, a mi madre y al abuelo. Casi todas las noticias hablaban de ellos como unos «estafadores», «mentirosos» o «ladrones», tres palabras que no hacían más que herirme. Empecé a leer algunas de las noticias, todavía sorprendida. Mi confusión aumentó a medida que fui conociendo detalles de lo que los periodistas llamaban «La estafa de las acciones preferentes». Yo no tenía ni idea de lo que eran acciones preferentes, pero enseguida adiviné que se trataba de algo relacionado con el banco. Algo difícil de entender rápidamente, como muchas de las cosas que afectan a la economía.

También vi algunos vídeos. En casi todos salían personas a quienes reconocí de haber visto acampadas frente a mi casa. Una de ellas era el hombre que había tratado de impedirme la entrada. Hablaba ante un micrófono y parecía muy enfadado. Le escuché con mucha atención.

—No pensamos marcharnos de aquí hasta que Islas salga a negociar con nosotros. No nos han dejado otra solución. Sentimos que durante años nos han tomado el pelo. Así que no pensamos marcharnos. No tenemos nada que perder.

Escuché con mucho interés. La noticia hablaba de aquellos productos financieros de nombre extraño. La terminología era complicada (por lo menos para alguien a quien nunca han interesado estos asuntos, como yo). Entendí que Bancomundo no les había contado la verdad sobre ciertos riesgos que corrían al invertir su dinero y que algunas personas lo habían perdido todo. Algunos de los arruinados eran personas mayores o humildes que habían confiado todos sus ahorros a su banco de toda la vida. Y encima ninguno de los responsables de la entidad había dado la cara ni les había pedido disculpas.

Tomé una de mis decisiones locas: aquella noche, yo también acamparía delante de mi propia casa. Quería escuchar lo que tenía que decir aquella gente. Quería conocer sus quejas.

Una vez tuve mi plan, llamé a mi mejor amiga. Necesitaba su ayuda.

—Tienes que cubrirme, Olga —le dije.

Al otro lado oí su silencio desconcertado. Por eso hablé de nuevo.

—¿Cómo vas, marmota? ¿Aún estamos enfadadas? —pregunté.

—Eres una cabezota —dijo, todavía enfurruñada.

—Y tú más —repliqué—, y te comportas como si fueras mi madre. ¿Qué hay de todo aquello de que las amigas deben apoyarse y bla bla bla?

Emitió una especie de gruñido, que interpreté como una invitación a reconciliarnos.

—No me gusta estar enfadada contigo —dije.

—A mí tampoco —reconoció ella.

—Oye, marmota, tienes que cubrirme esta noche. Voy a decirle a mi madre que duermo en tu casa. ¿De acuerdo?

Al otro lado de la conversación, mi amiga puso voz de admiración.

—¿Has quedado con el camarero? Digo, con Isma.

—No. Ya me gustaría.

—¿No habrás quedado con Sergio? —Ahora el tono era de incredulidad.

—¡Claro que no! No se trata de ningún chico. Esto es mucho más serio.

—Ah, ¿sí? —Su tono era de absoluto desconcierto.

—Prefiero no decírtelo, por ahora.

—¿No será algo peligroso?

—Nooo. Ya te lo contaré. ¿Me cubrirás?

—Pues claro.

Lo siguiente fue fácil. Me puse unos vaqueros, una gorra, una camiseta y unas deportivas. Metí en una mochila algunas cosas imprescindibles: papel higiénico, una botella de agua, el cepillo de dientes, mi tienda de campaña para dos personas, el saco de dormir, un paquete de magdalenas y otro de mi regaliz favorito.

Bueno, lo del regaliz reconozco que no era imprescindible. Más bien es algo así como un vicio (el único que tengo). Cogí un paquete grande pensando que podría gustarle a alguien más. Me pregunté si debía llevarme algo más. Metí una linterna, un cuaderno y un bolígrafo. No se me ocurría gran cosa más. Decidí que estaba bien. Salí de casa por la puerta de servicio. Bordeé nuestra propiedad hasta llegar a la rotonda de detrás. Caminé un buen trecho, para que nadie notara de dónde venía y, al llegar a la explanada frente a mi propia casa, me adentré en el terreno de los acampados y les saludé:

—Os he visto en las noticias y me han entrado ganas de unirme a vosotros. ¿Puedo?

Me recibieron con agrado. Saqué las magdalenas y el regaliz y les ofrecí. Las magdalenas volaron casi al instante. El regaliz despertó varios comentarios de entusiasmo.

—¡Llevaba años sin probar el regaliz! —dijo el señor que había salido en la tele.

—¡Qué rico está! —añadió la chica joven a la que había visto sosteniendo la pancarta contra mi padre.

Fue ella, precisamente, quien me ayudó a montar mi tienda de campaña junto a las demás.

—Me llamo Melisa —se presentó—, ¿y tú?

Primera decisión importante. No podía decirles mi verdadero nombre. Mis padres siempre se han preocupado de que mi cara no aparezca en las revistas ni los periódicos. Hasta la sesión de fotos del día de mi fiesta de cumpleaños, había sido una completa desconocida para los periodistas. Sin embargo, mi nombre hace años que suena en todas partes. Incluso una revista norteamericana me incluyó en la lista de las herederas más ricas del planeta. Qué vergüenza.

—Yo soy Marta —respondí, utilizando el primer nombre que me vino a la cabeza.

—¿A ti también te han estafado?

—No. Pero me duele que a vosotros sí.

—Gracias, entonces, por venir. Cuantos más seamos, más fuerza podremos ejercer.

Melisa y yo nos sentamos delante de mi tienda de campaña. Ella llevaba un pequeño termo con café, que compartió conmigo. Fue allí donde me contó su historia, sus motivos para odiar a mi padre hasta el punto de llevar una pancarta contra él las veinticuatro horas del día. Su abuelo, me dijo, había trabajado duramente toda la vida, desde que llegó en los años sesenta, en una de las grandes olas de inmigración. Pasó muchos apuros, pero consiguió salir adelante, ahorrar un poco, criar a sus cuatro hijos y construirse una casa. Cuando se jubiló, una empleada de Bancomundo le convenció para que invirtiera todos sus ahorros y el dinero que había recibido como finiquito en unas acciones muy ventajosas. Su abuelo no sabía nada de invertir en bolsa, nadie le había hablado de operaciones de riesgo, y si alguien lo hubiera hecho seguro que habría decidido no arriesgarse. El abuelo de Melisa apenas sabía leer: no repasó la letra pequeña del contrato, donde se especificaban una serie de cláusulas abusivas a favor del banco que serían su ruina. Confió en la empleada de su oficina de toda la vida, que sonreía y continuaba diciéndole que aquella operación le iba a reportar importantes sorpresas.

En eso no se equivocó. Las sorpresas fueron muchas y muy grandes, pero sumamente desagradables. El abuelo de Melisa perdió todos sus ahorros. Cuando reclamó a Bancomundo, le enseñaron el contrato que había firmado y le recordaron todas aquellas cláusulas de la letra pequeña, de las que nadie le había hablado jamás. Le dijeron que cuando firmó ya sabía a qué se arriesgaba. Dijo que no sabía nada, que él no había leído la letra pequeña, que apenas sabía leer, que le habían engañado. Se encogieron de hombros y volvieron a enseñarle el contrato. Dijo que quería ver a la empleada. Le informaron de que la empleada estaba de baja por depresión, era imposible hablar con ella o pedirle explicaciones. Había que seguir algunos procedimientos. Él les dijo que quería recuperar su dinero, sus ahorros, lo que había tardado tantos años en conseguir. Quería que se lo devolvieran, estaba en su derecho. Otra vez se encogieron de hombros. El abuelo de Melisa lo pasó muy mal, no se atrevió a pedirles dinero a sus hijos, perdió su casa, se quedó prácticamente en la ruina. No pudo soportarlo y, un mal día, se suicidó. Nadie de Bancomundo acudió a su entierro ni mandó un mensaje de pésame.

—Lo siento mucho, Melisa —dije, tras escuchar su historia, muy impresionada.

—Pero lo peor no es eso —continuó ella—. Lo peor es lo que hizo Islas mientras tanto.

—¿Qué hizo? —Mi corazón se había desbocado.

—Él también había comprado acciones preferentes. Para él y para su familia. Una semana antes de que perdieran todo su valor en los mercados, ordenó a sus trabajadores que las vendieran a la mayor velocidad posible. Dio órdenes precisas y ocupó en ello a varios empleados. Por supuesto, las vendió. Quienes las compraron lo hicieron sin saber que perderían todo el dinero que estaban invirtiendo. De modo que Islas recuperó su dinero. Y el de su familia, porque también vendió las acciones de su mujer y su hija.

—¿«Su hija»? —pregunté, muy sorprendida.

—¡Claro! Ella sola tenía más de diez millones en preferentes. ¡Diez millones! ¿Tú los has visto juntos alguna vez? ¿O aspiras a verlos? Esa gente no dan ningún valor al dinero, no saben lo que nos provoca a la gente normal conocer las cifras de sus operaciones. Es inmoral. De modo que así ganan dinero los ricos: utilizan información confidencial en su propio beneficio mientras perjudican a los más pobres, negándoles esa información. Mi abuelo murió, pero esa hija de puta de Amaranta Islas se irá a estudiar a una de las universidades más caras de Estados Unidos el próximo curso, y como si nunca hubiera roto un plato.

—¿Cómo sabes que se irá a estudiar a Estados Unidos?

—Lo he leído en una revista.

De nuevo se me disparó el corazón. Me acordé de los periodistas del día de mi fiesta. Y de todas las fotos que me hicieron, con aquel peinado horroroso de señora de cuarenta años y el maquillaje de guacamayo.

—¿Y venía alguna foto?

—Creo que sí —respondió Melisa—. Pero no la miré. No quiero mirar la cara de esa imbécil aprovechada.

Respiré, aliviada, y por primera vez me alegré del aspecto que me había tocado llevar el día de mi fiesta de cumpleaños. Aunque Melisa se hubiera fijado en la foto, no habría podido reconocerme ahora, con el pelo suelto y sin una gota de maquillaje, como suelo ir siempre que mi madre no se entromete.

Me quedé pensativa un momento, tratando de entender algo de lo que estaba ocurriendo.

—Podría ser que Amaranta no supiera nada de todo eso de las acciones que me acabas de contar… —musité.

—¡Anda, por favor! ¡Por supuesto que lo sabe! —Melisa me miró como si hubiera dicho la mayor estupidez del mundo—. ¿Cómo no va a saberlo?

—¿Y si sus padres lo han hecho sin decirle nada? ¿Y si ella no está de acuerdo?

—Mira, no tengo ni idea. Igualmente, esa imbécil es culpable, o lo será en un futuro, cuando pueda tomar sus propias decisiones y se convierta en otro monstruo, como sus padres. O tal vez peor.

Otra vez me dio un vuelco el corazón. A lo lejos, por la calle, se acercaba nuestro coche. Arturo iba al volante. Era un poco pronto para que mi madre regresara a casa, pero aún era más improbable que se tratara de mi padre. Me calé la gorra hasta las orejas, para que no me reconociera, y me escondí un poco detrás de Melisa.

Aunque parezca increíble, en ese mismo instante recibí un mensaje instantáneo de mamá. Cuando el coche pasó por delante de mí me di cuenta de que mi madre fingía no ver a los manifestantes con el viejo truco de mirar muy atenta la pantalla de su móvil. Me apresuré a quitarle el sonido a mi teléfono, por si alguien podía (muy improbablemente) darse cuenta.

Leí el mensaje.

«Esta noche tenemos invitados. La cena es a las nueve en el comedor de arriba. Ponte guapa (a mi manera).»

Resoplé. Aquello trastocaba por completo mis planes. Intenté zafarme.

«Estoy en casa de Olga, mamá. Pensaba quedarme a dormir. Discúlpame, por favor.»

«¡Ni lo sueñes! A las nueve EN PUNTO.»

Me quedé pensando en lo que cuesta escribir una palabra entera en mayúsculas en estos programas de mensajería gratuita y pensé que mamá tenía verdadero interés en que fuera. ¿Quiénes serían los invitados? ¿Un inversor importante y sus socios, un multimillonario ruso y su esposa, el director del Banco de España y su yerno, los nuevos socios capitalistas de una empresa enorme?

El coche permaneció un momento delante de la puerta blindada de nuestro jardín, mientras los acampados golpeaban la carrocería y agitaban las pancartas ante las ventanillas. Sabía que mamá no iba a inmutarse por nada de todo aquello. Todo lo contrario. Sabía que daría a Arturo la orden de avanzar lentamente, para que nadie sufriera daños mientras ella entraba de todos modos en casa. También sabía lo que seguía: Arturo tenía el teléfono en la mano. Sabía a quién iba a llamar y qué iba a pasar a continuación. Y no era la única.

—Yo de ti me marcharía ahora —me aconsejó Melisa—. A menos que quieras pasar la noche en comisaría. ¿Te han arrestado alguna vez?

—Nunca.

—Entonces, haz como algunos de nosotros y lárgate ahora mismo.

Dejamos allí las tiendas de campaña, el termo con el café, la bolsa del regaliz y hasta algunas pancartas. Cuando llegó la policía, no quedaba ni rastro de nosotros.

Creo que fui la manifestante más efímera de la historia de la humanidad.