Sergio y cualquier chica
No tardé en encontrar a mi amiga y a sus dos galanes. Olga reía como si realmente fuera muy feliz. Eran los efectos de la noticia bomba. En cuanto me vio, Sergio se apresuró a decir:
—Estás muy guapa, Amaranta.
Sergio es de ese tipo de chicos tímidos que te ponen nerviosa por la manera en que te miran. Uno de esos que nunca terminan de decidirse. Es muy delgado y muy alto, y creo que por eso camina un poco encorvado (no debe de ser fácil tener que mirar a todo el mundo hacia abajo). Tiene unos ojos azules muy bonitos, y el pelo rubio y ondulado. Es simpático, buen estudiante y todas esas cosas que mi madre dice. Reconozco que cualquier chica podría enamorarse de él. El problema es que yo no soy cualquier chica. No sé por qué, pero tiene algo que no termina de encajar. Peor aún: tiene algo que me genera una especie de rechazo automático. Olga tiene su propia teoría al respecto.
—Te lo ha puesto demasiado fácil. Hace demasiado que sabes que está loco por ti.
Puede ser. O puede que no. ¿Es posible que nuestro corazón sea tan perverso? ¿Es posible que prefiramos lo difícil a lo fácil? ¿Lo incierto a lo seguro? No lo creo, yo no soy así.
Otra vez Olga, la filósofa.
—Tú eres como todas las chicas, cielo. Una mema que siempre quiere lo que no puede tener.
Siempre creí que Olga estaba equivocaba. En primer lugar, porque yo no quería a Sergio, pero no estaba enamorada (ni encaprichada ni nada de nada) de otro. En segundo lugar, porque lo mío con Sergio no tenía nada que ver con sus sentimientos. En el fondo me hacía sentir muy bien que estuviera enamorado de mí. Era solo que yo no podía corresponderle. Lo había intentado, aunque solo fuera por la insistencia de mamá. Y porque siempre he pensado que es un buen chico. Lo intenté.
¿Habéis intentado alguna vez enamoraros de alguien a propósito? Es una de las cosas más absurdas del mundo. Y más inútiles. Jamás funciona.
Al final, lo único que logré fue mirarle con cara de ser culpable de algún crimen y decirle, muy seria:
—Sergio, me caes muy bien y me gustaría que fuéramos buenos amigos, pero no estoy enamorada de ti. Lo siento mucho.
Puso tal cara de decepción que me rompió el alma.
¿Sabéis qué es lo contrario del amor? La lástima.
—Por favor, no te quedes así. Te quiero mucho como amigo. Encontrarás a otra y será mejor que yo, ya verás. Cualquier chica podría volverse loca por ti, estoy convencida.
—Yo no quiero a cualquier chica… —musitó él, pero yo fingí que no lo había oído.
Cualquier chica. Otra vez esa desconocida que no era yo ocupando un lugar en mi vida.
De esto hacía un mes. En esos treinta días, Sergio se había comportado como si no hubiera comprendido mis palabras. Estaba segura de que lo había hecho. Nada me hacía presagiar lo contrario.
Y ahora estábamos allí, en mi fiesta de los dieciocho, dispuestos a comprobarlo.
Pablo y Olga comenzaron a alejarse de nosotros. Hablaban como si no existiera nadie más que ellos en el mundo, como si todos los demás no les importáramos en absoluto. Tenían el tono y la postura de estar haciéndose confidencias. Me alegré por mi amiga, pensé que por fin había llegado el momento que tanto había esperado.
Sergio les señaló con la mirada y sonrió.
—Creo que tenemos nueva parejita —dijo, y me pareció que se ponía rojo como un tomate. Empecé a temer lo peor, que no tardaría en llegar—. Mara… necesito hablar contigo. He estado pensando mucho en aquello que me dijiste y al fin me he decidido.
—¿Te has decidido? —pregunté—. ¿A qué?
—A volver a intentarlo. Sí, sí, sí, ya sé que me dijiste que solo podríamos ser amigos y que me buscara a otra, pero hay un problema, ¿sabes? Yo nunca he tenido nada tan claro en mi vida. No puedo rendirme así como así, sin presentar batalla. La suerte solo sonríe a quienes luchan por lo que quieren, ¿no crees? Por eso me gustaría pedirte que fueras mi novia. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro, Mara, ¿no te das cuenta? ¡A mí me parece obvio! En fin, para ir terminando, la pregunta es: ¿quieres ser mi novia? Te aseguro que no te vas a arrepentir.
Los latidos de mi corazón se habían disparado. De la rabia, de la estupefacción. ¿Cómo era posible que Sergio continuara intentándolo? Allí estábamos, repitiendo las mismas palabras que hacía un mes, como si el tiempo se negara a avanzar. ¿Es que la otra vez no había hablado lo bastante claro? ¿O acaso él no quería entenderlo? ¿Era necesario que dijera aquella cursilada de «hechos el uno para el otro»? ¿No podía inventar algo un poco más original?
Iba a contestarle, preparaba las mismas palabras que había pronunciado hacía un mes, aliñadas con una respuesta tajante, para que esta vez me comprendiera bien, cuando de pronto apareció mi madre de la nada y anunció:
—Amaranta, por favor, necesito que vengas un momento. Tu abuelo quiere hablar contigo. Está en la biblioteca, esperándote.
Sonreí como una boba a Sergio antes de decirle:
—Hablamos luego.
Seguí a mi madre, muy agradecida de que hubiera aparecido en el mejor momento para salvarme.
Entonces ella me miró, bajó la voz y me susurró al oído:
—Os he visto muy acaramelados. ¿Qué? ¿Ya le has dicho que sí?
—¡Claro que no! —repuse, enfadada—. ¡Y no estábamos acaramelados!
Pero mamá tampoco me escuchó, porque es de ese tipo de personas impermeables a lo que ocurre en el mundo. Gente a quien la realidad les trae sin cuidado, porque ellos saben muy bien en qué tipo de ficción prefieren que se convierta su vida. Y no paran hasta que lo logran.