Gente que no escucha

 

 

 

 

—Anímate, por Dios… —me susurró Olga al oído, sonriendo como si no pasara nada y saliendo al jardín.

Ya casi había anochecido del todo. Los encargados del catering encendían las velas que habían diseminado por todo el jardín. Eran blancas, conjuntaban con los centros de gardenias, también blancas, que adornaban todas las mesas. Los toldos de las pérgolas, los lazos de los setos, los vestidos de las camareras, los adornos de las bandejas… todo era blanco. La decoración, exquisita, elegante, había sido supervisada con mucho cuidado por mi madre, y llevaba su sello de sobriedad y elegancia. La temperatura era muy agradable. Todo acompañaba para que la fiesta fuera un éxito.

Olga estaba nerviosa porque su querido Pablo no había llegado aún. Yo me preguntaba qué ocurriría cuando supiera que su amor imposible estaba libre de nuevo.

—¡Todo esto es alucinante! —dijo Olga, mirando a su alrededor con incredulidad—. ¡Mira lo que han organizado para ti! Si a mí me pasara algo parecido, me moriría de la emoción y la fiesta se convertiría en una tragedia griega. ¿No te sientes la más feliz del mundo?

El padre de Olga es cirujano cardiólogo. Da clases en la universidad y dirige proyectos de investigación. Sus pacientes son todos de alto poder adquisitivo. Su madre es arquitecta, socia de un estudio de arquitectura buenísimo que con la crisis ha visto como se esfumaban todos sus clientes y ha tenido que cerrar durante una temporada. A pesar de todo, viven holgadamente en un piso del barrio de la Bonanova, en la zona alta de la ciudad, y pasan el verano en un pueblo de la Costa Brava, donde su padre se aísla para leer y estudiar, y su madre toma el sol todos los días. A mí su vida me parece envidiable.

—¡Amaranta! ¿Me estás escuchando? ¿Eres feliz o no eres feliz?

«Feliz.» Es difícil encontrar una palabra exacta para los sentimientos, a veces. «Felicidad» no era la palabra que definía lo que me estaba ocurriendo. Más apropiadas hubieran resultado «estupefacción», «extrañeza» o «incomodidad». Era todo demasiado exagerado. Me sentía fuera de lugar con aquellas pintas de princesa Disney. Habría dado cualquier cosa por irme a dormir en aquel mismo momento.

Para entretenerse, Olga buscaba con los ojos al camarero guapo al que había espiado desde mi cuarto. Le encontró atendiendo una de las barras de bebidas.

—¡Vamos! —ordenó, caminando hacia allí con mucha seguridad—. Tenemos que comprobar si visto de cerca continúa siendo un doce sobre diez.

Me arrastró entre los invitados que iban llegando, se detuvo ante él y, con su descaro habitual, saludó:

—Hola. Me llamo Olga, ¿y tú?

El camarero —que no estaba nada mal, lo reconozco, aunque no suela coincidir con mi amiga en gustos—, la miró con incomodidad antes de preguntar:

—¿Desea tomar algo, señorita?

—Una cocacola light, gracias —repuso Olga. Se volvió hacia mí y preguntó—: ¿Y tú qué quieres?

Hice un gesto con la mano. No me apetecía beber nada. Estaba demasiado nerviosa.

Cuando el camarero le entregó el vaso, Olga atacó de nuevo:

—No has contestado a mi pregunta.

—Disculpe, no la he oído bien —se excusó, bajando la mirada. Me pareció que también él estaba incómodo y no me extrañó en absoluto.

—Te he preguntado tu nombre —insistió Olga, con una impertinencia que comenzó a hacerme sentir incómoda a mí también.

—Lo siento, estoy trabajando —respondió él, de nuevo sin mirarla.

Aquella respuesta le sentó fatal a Olga, como era de esperar.

—¡Oye! ¡Eres un maleducado! —le increpó—. No te voy a comer. ¡Solo te he hecho una pregunta!

Él sirvió un par de cubatas y se los entregó a uno de los invitados, que esperaba. Antes de pasar al siguiente, dirigió a Olga una mirada muy seria y le dijo:

—Son las normas. No podemos entablar conversación con los invitados, perdone.

—¡No me hables de usted! —continuó Olga, que no es de las que comprenden las cosas a la primera.

Tuve que tirar de ella agarrándola de la manga del vestido.

—Vamos, Olga. Estamos molestando.

Por suerte, en ese momento entraban Pablo y Sergio, y Olga se olvidó del camarero y fijó toda su atención en el mayor de los dos, un moreno de ojos claros y un metro noventa por el que estaba colada desde hacía meses.

—¡Vamos! —repitió Olga, arrastrándome hacia los dos hermanos.

No conseguí alcanzarles. Por el camino fui interceptada por mi madre, que tenía otros planes para mí. Me separé de Olga a regañadientes y seguí a mi madre sin ganas.

Mamá hablaba en imperativo.

—Ven a saludar, Amaranta. Hay mucha gente que quiere verte —dijo, antes de pronunciar los nombres y los cargos de algunos recién llegados, que yo olvidé de inmediato.

Mamá estaba radiante, con su vestido negro, su melena rubia ondulada, su maquillaje perfecto y su sonrisa encantadora. Yo miraba con el rabillo del ojo a mi amiga, que hablaba con Pablo y Sergio. Pablo parecía encantado de verla. Sergio no me quitaba el ojo de encima. Esquivé su mirada.

—¿Estás bien? —me preguntó mamá—. Te veo un poco seria.

—No te preocupes. Estoy bien —mentí.

—Bien, porque acaba de llegar el dueño de Construcsa. Quiero que seas muy simpática, ¿de acuerdo? Esfuérzate. Esto es muy importante para tu padre.

El dueño de Construcsa era el socio del padre de Pablo y Sergio. Un hombre a punto de jubilarse que odiaba dejarse ver en público. Uno de esos multimillonarios presumidos que se consideraba por encima del bien y el mal, y siempre hacía lo que le venía en gana. Se llamaba Teodomiro Farullas (otro de esos nombres que no se olvidan), pero todo el mundo le llamaba don Teo. Era un viejo gordo de aspecto desagradable, que comía sin parar y apenas me dirigió una mirada turbia y apática. Mi madre me obligó a permanecer junto a él, sonriendo y fingiendo un interés que no sentía (a eso mi madre le llama «ser educada»), mientras ella lanzaba discursos exaltados y buscaba con la mirada a mi padre, que no acababa de llegar.

—Y esta es nuestra hija, don Teo. ¡La cumpleañera! Discúlpenla, está un poco nerviosa, ¡normal! ¡Cualquiera no lo estaría, a su edad, si fuera el centro de una gran celebración! No esperaba que le montáramos una fiesta como esta, ¿verdad, cielo? Pero la ocasión lo merece, ¿no cree? ¿Ustedes tienen hijos?

El tal don Teo contestaba con meneos de cabeza mientras engullía una brocheta de marisco. Había ido acompañado de una mujer igual de gorda y fea que él, que hablaba aún menos y comía mucho más que su marido. Por alguna extraña razón, mi madre también le hacía la pelota.

—Siéntese, por favor, señora Farullas. No se quede de pie. ¿Le apetece probar una de nuestras minitostadas? ¡A la cocinera le han salido riquísimas! —Y volviéndose hacia mí, sin mustiar su sonrisa artificial mamá añadió—: Por favor, Amaranta, ve a decirle a tu padre que don Teo y su señora están aquí. No sé dónde andará, pero no se perdonaría no venir a saludarles. —Otra sonrisa encantadora, ligeramente petrificada, mientras con la mano hacía parar en seco a una camarera—. ¿Les apetece una copa de Burdeos?

Y el señor Farullas asintió con la cabeza, su señora le imitó y yo pensé: «Esto va para largo», mientras sonreía como una mema.