EPÍLOGO

 

Chispeado de luces del rumbo futuro
que adviértese en todas las nuevas llamadas,…

 

Lancemos un grito de adioses al viento
por todas las fugas que cortan distancias.
Un místico y suave adiós al ensueño
que engaña las mentes y teje la nada....

Y un loco y salvaje adiós a nosotros
en ritos y normas y gestos y máscaras.

Que sea nuestra vida presente de todo.
Que busque futuro tan solo en el alma.
Que ensaye verdades. Que sienta en idea.
Que siempre se extienda cortando distancias.

Y que sea más íntima que todas las frases,

de todos los tiempos, de todas las razas.

 

Cortando distancias

Julia de Burgos

 

 

EN LA MADRUGADA del 12 de abril de 1861, en la ciudad de Charleston, muy cerca de Fort Sumter, Carolina del Sur, un grupo de hombres se reunían en el despacho privado del Bufete Meredith & Bedford. J. Meredith, adquirió notoriedad profesional en el sur cuando defendió ante la Corte Suprema, por encomienda del Estado de Maryland, al acusado Edward Cooper, encausado por secuestro de una esclava fugitiva en el Estado de Pensilvania. Su socio, fue su asistente durante la vista de argumentación del caso ante el Tribunal Supremo, y ahora acababa de atender su última consulta. Varios oficiales militares de alto rango, encabezados por el Brigadier General Beauregard, el Coronel Marion Charleston y el Capitán Stephen Lee, se asesoraban sobre las consecuencias jurídico-militares de un alzamiento. Bedford contestó con toda candidez y claridad las interrogantes.

—Desde el punto de vista militar, ustedes son los técnicos. Es de conocimiento público que en el Fuerte Sumter hay ciento veintisiete soldados de los cuales trece son músicos, por lo que literalmente pueden hacer una fiesta con ellos. Advierto, desde el punto de vista legal y político, todos deben saber que arriesgan su carrera, su futuro y el país que ustedes conocen. Pero es un precio mínimo a pagar si queremos lo mejor para todos. Estaré listo en mi despacho disponible para defenderles, si es necesario claro —agregó.

Los despidió acompañándolos hasta la puerta de su oficina que daba acceso a la calle principal. La oscuridad de la noche dominaba. Una vez montaron en sus caballos y partieron, exhaló un suspiro de alivio y bienestar. Dio vuelta atrás y se encaminó a su escritorio. Se sentó, miró al plafón sin percatarse de algún defecto particular, tomó una hoja en blanco sobre la cual resumió las propuestas de los alzados y una cita del artículo del Código Militar a cuyo amparo dirigiría sus defensas si por alguna razón impredecible, fueran derrotados en su intento. Abrió la gaveta del mueble para colocar la hoja dentro de la misma. Vio en su interior un sobre ya descolorido por el tiempo. Al abrirlo, recordó la primera vez que lo leyó en el despacho del abogado Meredith. Sintió una fuerte brisa fría estival entrar por la ventana, y creyó ver una sombra de hombre transitar por frente a ella. Miró al techo nuevamente, tal vez haciendo memoria o buscando en sus recuerdos eventos hasta entonces desaparecidos.

—Pero esto es devastador para Maryland en nuestro caso —recordó que le dijo al señor Meredith.

—Sí lo sé. Por eso mismo no lo podemos divulgar. Quiero que nadie más lea ese documento. Usted será el custodio del mismo y no lo quiero con los demás papeles del récord no sea que alguien pueda tener acceso al mismo.

Olvidando las instrucciones, lo colocó en el mismo sobre color crema del cual lo había extraído. Lo puso dentro del expediente judicial apelativo y partió con Meredith y los demás asistentes en el coche en dirección del Capitolio federal cuyo sótano albergaba a la Corte Suprema. El retraso con el que llegaron y su empeño en alcanzar al señor Meredith en las escalinatas de la corte, lo hicieron perder el equilibrio, mirar al piso, tropezar con el señor Meredith y dejar caer el expediente, y con él, el sobre color crema. El mismo sobre que, en su inadvertencia, fue recogido, leído y devuelto por un integrante de la comparsa de la parte apelada en el caso de Cooper contra el Estado de Pensilvania unos veinte años atrás.

Otra vez en su escritorio, colocó el testamento en el sobre guardándolo en el bolsillo de su sobretodo. Escuchó el sonido de los disparos de balas y cañones en la distancia, provenientes del Fuerte Sumter. Buscó su reloj de cebolla en su bolsillo. Marcaba las 4:30 de la madrugada. En ese preciso momento tocaron a la puerta. Una figura masculina hizo su entrada mientras el abogado se levantaba de la silla.

—¿Se encuentra el abogado Meredith? —preguntó el recién llegado.

—No, pero soy su socio el abogado Bedford. ¿En qué puedo serle útil a esta hora?

—Sentémonos, que a los parados se les ve de lejos. ¿No se acuerda usted de mí?

—No —respondió aunque vagamente se le parecía a su recuerdo de uno, de cualquiera o muchos hombres.

—Usted ha envejecido, pero yo sí lo recuerdo. Entrégueme el documento que ha colocado usted en su bolsillo —ordenó tajantemente con un revólver apuntándole a la cabeza adjetivando su voluntad de ser obedecido.

—¿Qué interés puede tener usted en este testamento?

—¿Olvida usted que ese documento ustedes, con pleno conocimiento, lo ocultaron de los foros judiciales?

—No habría hecho ninguna diferencia.

—Para usted. ¿Acaso no fue usted el que le sugirió al Gobernador del Estado de Maryland que “ningún muerto resucitará a liberar un esclavo”?

—Sí. Solo que se dispuso posteriormente, mediante decreto, la nulidad de ese tipo de cláusulas para liberar esclavos por testamento, en la misma orden que dispuso el pago, con fondos del Estado, de la defensa legal de todo acusado en conflictos legales que socavaran la propiedad esclavista. No veo cuál es el problema con eso. Un documento nulo no tiene consecuencias de clase alguna. Mi ética como abogado ha sido ésta: si la ley lo autoriza, es moral.

—Eso es lo que usted cree. ¿Tiene usted algún remordimiento?

—No tengo razón alguna para ello —le dijo mientras buscaba en su bolsillo el documento y miraba a su interlocutor fijamente a los ojos.

En ese momento identificó su rostro mientras su mente rastreaba su memoria buscando un nombre. El ruido de las explosiones y las armas se acercaba e intensificaba segundo a segundo.

—Yo tampoco —le respondió apretando su dedo índice contra el gatillo, cubriendo de azufre y humo su mano derecha.

La bala penetró por el oído incrustándose en el cráneo, provocando que el abogado cayera desplomado al suelo. El hombre detrás del arma dio vuelta al cuerpo todavía con un corazón latiente. Arrebató de su bolsillo el sobre color crema conteniendo el manuscrito. Era el testamento que la sucesión y el abogado de Edward Cooper habían ocultado: la última voluntad del amo Ratcliff, validada tras su muerte en abril de 1838. El documento otorgaba la libertad inmediata de esclavitud, trabajo y servidumbre involuntaria a la esclava Margaret Reilly. Veintitrés años más tarde, el documento legal no puede borrar todo el dolor ocasionado, ni tampoco evitar toda la destrucción que se avecina. Una poderosa onda expansiva sacudió al hombre armado, los cimientos y paredes de la estructura, abriendo de golpe las puertas y ventanas del despacho.

En el preciso instante del disparo que provocó esta onda, Margaret Reilly, a muchas millas de distancia, se despertó sobresaltada. No fueron los estruendos atormentados de las nubes ni el ladrido de advertencia de unos perros. Acababa de despertar de un corto sueño con una larga pesadilla. En ella, era asistente del conductor del tren y estaba a cargo del silbato. Repetía una y otra vez, un silbato corto y un silbato largo, un silbato corto y un silbato largo. Se asió con ambas manos al cable del instrumento y lo haló insistentemente con todas sus fuerzas hasta que, consumido por las tensiones, se partió. El personal de la estación no se daba por advertido de que el tren venía dividido y era necesario permitirle el paso para evitar un choque entre la primera y la segunda parte. El guarda solo la observaba sin reconocer que, al sonido de la señal, debía de activar el freno para detener a la segunda parte. Del estridor y la conmoción quedó sentada y despierta, aunque aturdida, sobre el camastro. A través de las tablas ruinosas de su barraca, percibió que las luminarias eléctricas deformes en las nubes encendidas a la distancia, se dispersaban con igual frugalidad.

Los truenos apenas audibles, con su ululeo cerval, la hicieron ponerse en pie. Encendió la palmatoria y caminó hasta la puerta de la cabaña. Barruntó que el frío mistral traspasaría la madera, pero la abrió. Se sintió como un ave sin dueño. Miró sus manos de tejer sus sueños, su música y los textiles. Vio en su brazo la marca del látigo y confirmó que la lucha por su vida había sido su gran recompensa. En la multitud de recuerdos presentes, encontró su recompensa en los ojos que la hicieron tan feliz. Con su mano derecha, hizo la señal de la cruz sobre su frente e imploró al cielo por la casa sobre la arena. Sintió en el aire el fuerte olor del sonido y vio los colores de las notas producidas por las cuerdas. Los movimientos del pentagrama cambiaban de tonalidades no solo por la velocidad de sus dedos, y la extensión de los brazos al sentir que agarraba el instrumento, sino por la presión y la tensión generada en el oído. Respiró profundamente, se quitó sus vestiduras y, desnuda, se echó a andar mientras bullía en su mente el arcoíris de sonidos por las notas musicales de la "Scala obliqua e contraria" de Paganini.

Báthika caminó y oró al Padre de todos:

 

Amárrame a la arena Señor,
que nada se establezca sobre piedra.
Construye con roca molida,
Grano a grano, para que nada humano sea permanente.
Déjame caer sobre la duna.
Déjate sentir en la orilla de la playa,
y en la ribera del río.
Dame arena Buen Señor,
De la que tus caracoles hayan tocado.
Sácame del pozo, aunque sea el Día Séptimo.
Grano a Grano deposítate y déjate caer,
Que sobre ella edificaré mi casa.
La Casa. Tu casa.
Así sea.