XIV

Orden General

 

Hay muertos que no se han ido,

por eso es tan grande su dolor.

 

María Eugenia Pérez

 

 

ENTRE LA MULTITUD de almas y cuerpos que se arremolinaban en aquel campamento la tarde en la que Telémaco regresó con un grupo de negros cimarrones que huían de los Cherokee, Margaret Reilly vio a una mujer en el suelo que sedujo su atención. Permanecía sentada con su pierna izquierda cruzada bajo su muslo derecho. No cesaba de mover su pie, de un lado a otro, como la manecilla de un reloj de tiempo acelerado en una fuga de cuerdas. Tenía cubierta su cabeza, y una parte de su espalda, con una especie de estola de color negro deshilachada. Observó que varias mujeres le habían ofrecido sus platos de comida y los rechazaba. Otra se acercó y se inclinó hacia ella. Colocó su mano sobre el hombro y pronunció algunas palabras que la mujer agradeció con una mirada y un ligero movimiento de cabeza. A su alrededor, como totalmente ajeno para ella, había una gran ebullición de movimiento. Muchos negros, hombres y mujeres, se apiñaban en la cola para la escasa comodidad alimentaria que se servía desde varias casetas militares provisionalmente colocadas por la soldadesca a media mañana. Lucía impávida a los cascos de caballos, al movimiento de algunas carretas poco engrasadas, al crujido de vidrios rotos y de metales chocando unos con otros, al alboroto de perros ladrando, y a la armonía que producía en el campamento una escasa lluvia que caía sobre las lonas y apenas alcanzaba para escurrirse sobre la tierra. Pisadas de mujeres, zancadas de hombres y saltos de niños entre las voces de hombres, todo lo acallaba la escorrentía de dolor de ese rostro de mujer. Margaret tomó una vasija, la llenó de agua y fue hacia ella. Cuando estuvo muy cerca de la mujer, la escuchó hablar con su sombra.

—Es inmoral que un esclavo se llame como mi hijo. Se llamará Stephen —sostuvo el amo Davis. “Tuve un gran caballo con ese nombre y fue un gran animal. Veremos qué sale de aquí”, se dijo.

Hizo silencio. Ida Wells, que así se llamaba, siguió agitando sus brazos en el aire. Margaret se sentó a su lado, le ofreció el agua sin dirigirle una palabra, y la tomó.

—Gracias.

En ese preciso instante, toda la algarabía a la que había estado ajena, se le hizo presente. Arrugó los ojos sacudiendo la cabeza de lado a lado como negando lo que su mente reconocía fuera de su control. Margaret tomó la mano con la cual la mujer había agarrado la vasija y bebido el agua. Ida Wells, después de enjugarse las lágrimas y el rostro, se aferró a ella con las pocas fuerzas que su cuerpo todavía albergaba.

—Cálmese Ida —le dijo y la abrazó.

—Me vendieron por cuarenta dólares oro y a mi hijo Stephen por mil doscientos dólares, un muy preciado valor por un negrito de su edad.

Era un niño de estatura prematura, espaldas precozmente masculinas y piernas de cazador como lo fue su tatarabuelo en el África ecuatorial. Mientras hablaron, la noche se hizo dueña de su entorno y los rostros apenas relampagueaban por las llamas que bailaban inasibles dentro de una fogata cercana. Fuego que a duras penas les calentaba las manos y las almas ahogadas en la conversación. Margaret no podía abrir el puño de sus manos a las cuales Ida Wells se mantenía asida. Intentó aflojar los dedos, pero el frío y el dolor de esta mujer se lo impedían.

Aunque un niño, Stephen fue asignado al campo. Repartía agua y distribuía mensajes entre los esclavos en los sembradíos de algodón. Dos años más tarde, apenas notó que era más alto, fornido y esbelto que los otros negros. El amo Davis sí se dio por enterado. Lo hizo cambiar de barraca para tenerlo más cerca de su casa. Noches seguidas lo hizo llamar tarde en la oscuridad y llevarlo al establo. En la Hacienda, el capataz se burlaba, según escucharon otros negros que entendían el idioma que hablaba en lo íntimo, diciendo que el amo era yegua en otra vida pues buscaba al niño para que lo montara en las noches. La cuarta ocasión que lo hizo llamar, Stephen se negó a obedecer y el amo lo amarró encadenándolo durante seis días, a pleno sol y plena luna, sin agua ni alimento hasta que obedeciera. A la semana, el capataz lo despertó.

—Anda muchacho, ve directo al establo que el amo se encontrará contigo allí más tarde.

—Pero mi niño —contó Ida Wells, esa misma noche, camino al encuentro— miró el arcoíris que circulaba la luna apenas menguante, y se echó a correr en dirección opuesta. Eso fue lo que hizo, correr día y noche. Corrió tanto que creyó haber salido del mundo. No supo que la misma noche de su huida, el amo Gardner Davis hizo despertar a todos los negros. El capataz tomó a un esclavo de cada una de las cuarenta barracas, encadenándolos a un hazmerreír. Uno tras otro los azotó con el látigo quince veces. Solo libró de su castigo, con una condición, a cinco esclavos que tenían mujer e hijos: les ordenó que localizaran al cimarrón.

—El que lo encuentre y lo traiga recibirá cinco dólares de recompensa. El que no regrese sabrá que su mujer y sus hijos serán igualmente pasados por el látigo y, como recompensa para ustedes, vendidos al postor más barato.

Dispuso que las cinco mujeres y los ocho hijos de los que partieron en la búsqueda, fueran trasladados al establo bajo supervisión del capataz. Allí permanecerían hasta que volvieran con la presa. Eran medidas innecesarias pues ninguno de los perseguidores tenía intenciones de abandonar la hacienda, como tampoco malograr la oportunidad de recibir compensación por su trabajo. Era una experiencia única que no querían desperdiciar. El amo Davis mandó que cuatro canes partieran con ellos. La tercera noche, una de las mujeres contó que el alma del niño Stephen se había sentado en el establo con ella. Tenía hambre y le pidió agua y comida. Esa misma tarde la cuadrilla había localizado al fugitivo, dormido bajo una acacia. La jauría se encargó de él. De la rehala, dos agarraron sus piernas mientras el alpha lo atacó al cuello con sus colmillos. Sus brazos adolescentes intentaron todo a su alcance para evitar la muerte por asfixia, mientras que, a cada movimiento, sus miembros eran despedazados entre mordidas y ladridos. Una vez la manada terminó su faena, los esclavos en su rol de cazarrecompensas recogieron todos los pedazos y los tiraron al agua para que mojados, creyeran que había muerto ahogado. Después, los colocaron en una pequeña caja de madera. Solo entonces se percataron que un niño muerto, aunque tuviera la fuerza de un hombre, cabía en la misma caja en la que llevaban las cadenas que habían sacado de la caja. Aunque no se ajustaban, las colocaron en sus extremidades, tal y como les había ordenado el amo Gardner Davis hicieran, a pesar de que ahora eran solo huesos descarnados.

A su regreso con el cadáver, llevaron la caja al establo y la colocaron frente al amo. Solo a él contaron lo que habían visto y oído. Terminado el relato, reclamaron su recompensa.

—Imbéciles, los perros eran solo para que les ayudaran a localizar al fugitivo y seguirlo dijo el amo lleno de ira—. Tenían que ejercer la debida prudencia razonable para evitar que los perros dañaran la propiedad. Ustedes son ahora responsables de restituir el valor del negro muerto.

Esa noche, el amo Gardner ordenó el arresto de los ocho niños retenidos en garantía, entre los gritos de sus madres y las armas de sus guardias armados. Serían vendidos en el mismo mercado donde él compró la propiedad para saciar su pedofilia.

En la fogata de Margaret e Ida, el sonido que provocó un chispazo de la madera en combustión, fue el toque final del relato. Margaret despegó sus dedos de las palmas de sus manos, tomó a Ida Wells entre las suyas y, abrazándose, lloraron su dolor hasta que las pavesas cesaron de saltar de la fogata. No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando una vibración ajena a sus cinco sentidos tocó su alma y su cuerpo. El timbre que escuchó de una voz llamando su nombre, le era tan familiar que su memoria, de manera acelerada, recorrió distancias kilométricas, navegó mares olvidados por el dolor y, se escondió bajo la proa de una fragata, sobre unos empaques embalados de tabaco, y le susurró al oído:

—Margaret, soy yo, Yaoul Vidéh.

Su negro, cuyos ojos la hicieron tan feliz, a quien dio su corazón y su vientre, estaba de pie, frente a ella, llamándole por su nombre.

No era otro de tantos sueños reprimidos. El negro Vidéh estuvo treinta días detenido para investigación en unión a Madison Washington, en las Bahamas. Fueron liberados sin causa o justificación alguna para su procesamiento. Una vez fue ciudadano libre de las Bahamas, Vidéh permaneció en la isla. Por medio de las mismas autoridades que le retuvieron sin causa, fueron revisados los expedientes de la fragata La Esperanza que había encallado cerca de un año atrás en estas tierras. Exigió, con alguna esperanza, encontraran el registro de Yomás su niño a quien tanto quería. Este niño, su hijo, le había sido arrebatado por su amo y embarcado en La Esperanza con destino a Nueva Orleans. Lo inscribieron con el nombre que Yaoul le llamaba y con el que fue vendido: Yomás.

—Llegó y se fue cuando yo más lo quería —le dijo al magistrado inquisidor.

Por eso se le abrieron sus ojos de alegría a Vidéh al saberse vendido con destino a Misisipi ante la posibilidad real de encontrar a su hijo. Sin embargo, en Nassau, ninguno de los registros de las Islas Británicas acreditaba el destino del niño. Así que allí quedó, esperando inútilmente un barco que le llevara a Liberia. Apenas estaba a punto de perder las esperanzas, arribó una fragata inglesa que en su viaje de retorno a la Gran Bretaña, haría una parada africana. Se alistó como ayudante de cocina. El día antes de partir,un marinero recién llegado en un bergantín proveniente de Manhattan le regalósu copia del perdico New York Evangelist, en el cual se publi una columna abolicionista sobre el asunto del Creole. La publicación alabó a Madison Washington pues su “valor y valentía impidió la ejecución de los tripulantes blancos”. Se fue a dormir esa nochealbergando serias dudas sobre su destino. Tuvo una pesadilla que se repetía noche tras noche desde que vio la Creole alejarse de las costas de Bahamas. En el sueño, se veía echando sus pertenencias, cerraba el pequeño bulto en el que las empacaba, pero al intentar salir de la habitación, alguna razón le detenía y lo obligaba a llegar retrasado al muelle solo para ver partir el barco en el que debió zarpar. Cada noche, el lugar de donde no podía salir, la razón que lo detenía y la hora de partir diferían, pero siempre con el mismo resultado: llegaba tarde y perdía su transporte. La mañana del verdadero día de su partida, tomó la determinación que le agobiaba: “No tengo nada que buscar en Liberia, la mujer que yo amo está en América”.

Se contrató en el barco que partía al día siguiente para Canadá. Esa noche, tomándolo como una confirmación de su camino, no tuvo pesadilla alguna. Llegó al Canadá dos semanas después. Siendo territorio libre, emprendió su camino al sur hasta que fue capturado junto a otros negros por una escuadra de buscadores de cimarrones quienes le vendieron a los Cherokee. La nación indígena compraba esclavos para sus extensas tierras, fueran o no cimarrones, pues no había tratado de extradición que requiriera la entrega de esclavos escapados de los estados blancos. Dos meses después, tuvo dos intentos de fuga severamente castigados con latigazos y encerramientos bajo tierra. Ningún castigo doblegó su determinación de llegar hasta Nueva Orleans para encontrar a Margaret Reilly. Convenció a otros dos mandingas con los que coincidió en el encierro, de escapar una noche de luna nueva. Robaron armas de fuego con las que se sospechaba dieron muerte a varios de sus perseguidores durante un enfrentamiento. Cerca de una treintena de hombres se unieron a la escapada. Sus perseguidores estaban muy cerca del rastro la última vez que verificaron su localización.

Escuchando su relato, Margaret no cesaba de abrazar a Vidéh, de resistir sus lágrimas empapadas de pena, y su cuerpo enloquecido de alegría. Pasó sus manos por el rostro de Vidéh, secó la humedad del sudor en su falda, deslizó su antebrazo por su frente mientras sus ojos rastreaban todo su cuerpo en búsqueda de alguna señal que le confirmara que aquella imagen era real.

—Encontrarte aquí, donde jamás lo hubiera esperado, es la mejor alegría del mundo —dijo Margaret—. No importa cuánto dure esta vez, estamos juntos.

Al pronunciar esas palabras, Margaret Reilly se percató que las primeras luces del día asomaron en el cielo percudido por nubes color naranja y que la madre de Steven yacía dormida a su lado. Observó a Guarnerius y a Kneehigh mientras dialogaban frente a la choza de Telémaco con un hombre recién llegado al cual no identificaba en la distancia. Era un comerciante conocido de Squanto Guarnerius quien le puso al tanto de ciertas determinaciones tomadas por los blancos y un batallón de siete mil soldados del ejército federal que rodeaban el campamento.

Mientras Telémaco partía al encuentro de quien creía eran sus perseguidores, ciertos eventos que se desarrollaron ajenos a su éxodo, se concretaron en su entorno. El Departamento de Guerra de los Estados Unidos emitió órdenes para unas maniobras militares de gran envergadura en la zona. Desde distintos puntos de los estados vecinos, tanto del norte como del sur, miles de soldados fueron ordenados a desplegar sus fuerzas para partir desde el Fuerte Sumter. El movimiento estratégico, indicaba la orden, dio inicio a las prácticas militares. La misma requería el ensayo del desplazamiento involuntario de la nación Cherokee. La razón para esta ofensiva, rezaba el decreto, era el arribo inminente de unas ratas infectadas con el virus de la peste bubónica la cual había hecho estragos en la Europa medieval. La movilización requería de los mandos la búsqueda de senderos, plenos de alimentos y agua, para asegurar el arribo seguro de la población forzada a migrar. Los documentos escritos, que identificaban la maniobra como “La Gran Marcha de las Lágrimas”, reconocían que el evento exigía de los oficiales identificar estos recursos para el traslado de unas diecisiete mil personas. La caravana humana, en los planes militares, haría un recorrido de unos ocho mil kilómetros. Consecuente con la planificación de pérdidas, el Departamento de Guerra estimó unas cuatro mil bajas civiles entre mujeres, niños y ancianos. Los oasis alimentarios, una vez identificados, se marcarían en el mapa, identificando sus meridianos y latitudes exactas. La jefatura de las prácticas militares se comisionó al Mayor General John M. Palmer, quien provenía del Departamento Militar del Estado de Kentucky. En los veinticuatro meses que llevaba allí asignado, apaciguó el territorio e impuso el orden en los renglones de orden público, infraestructura y salubridad. Una vez completado el traslado involuntario con fines humanitarios, debía reportarse a la ciudad de Louisville. En su camino a la cordillera de Smokey Mountains, dispuso que tres mil hombres ascendieran por el norte, otros quinientos por el sur y la soldadesca remanente, directamente bajo su cargo, desde el este de la cadena de montañas. Era la parte más insegura y escabrosa del sendero. Un comando de avanzada exploratoria de sus tropas detectó la presencia de un campamento de negros, cuyas razones para estar en Clingman's Ridge no eran del todo claras para el Mayor General Palmer. La avanzada, habiendo interceptado en Cades Cove Road al comerciante de pieles conocido de Squanto Guarnerius, le requirió que reportara sus datos de la zona a la tropa. Guarnerius urgió a Kneehigh a reconocer la difícil situación en que se hallaban. Primero, el campamento con el cual habían hecho contacto en su camino hacia Pensilvania era perseguido desde el sur por los Cherokees, a quienes se debía en lealtad, y, por el otro lado de la rosa de los vientos, se encontraba cercado por tropas del ejército de Estados Unidos en camino a realizar ejercicios militares para la movilización masiva de Cherokees atacados por una supuesta epidemia.

—Nunca había escuchado nada igual. Creo que esto no es más que una treta blanca. Un ensayo de un evento real —afirmó Guarnerius mientras se movía de lado a lado, esperando una respuesta de Kneehigh, de Telémaco, o cualquiera que le contradijera.

En ese momento, un silbido de viento, seguido de un golpe seco, fue la contestación recibida a su comentario. Era una flecha la cual se incrustó en la viga lateral de la caseta de Telémaco con una nota escrita en Cherokee. La traducción de Guarnerius se hizo necesaria para comprender el significado literal y simbólico del mensaje. Ante la presencia de Telémaco, Kneehigh, Margaret Reilly, Yaoul Vidéh, y el comerciante que trajo el mensaje del mayor Palmer, Guarnerius leyó en voz alta la traducción. Todos, sentados bajo las sombras de un roble, hicieron silencio. Squanto lo leyó y dijo:

A los negros que huyen de la nación Tsalagi, sepan todos que el Pueblo reunido en su asamblea legislativa, con la aprobación del Jefe J. Ross, ha decretado la ilegalidad de sus acciones y ha determinado imponer la pena que disponen nuestras leyes y buenas costumbres contra los perpetradores de estos delitos. Tienen hasta la hora antes de que se oculte el sol para entregar a los culpables. Los restantes negros y mulatos, esclavos o libertos, quedan expulsados de los territorios, con impedimento de retorno mientras los pastos crezcan y las aguas fluyan. Firmado J. Ross”.

Al escuchar la traducción de este dictamen, Margaret Reilly no salía de su asombro. Era su primer contacto con indígenas nativos americanos y, conoció, de su propia boca, que no solo los blancos esclavizaban negros. Escuchó claramente que también les perseguían por la misma y única razón que ella huía de sus amos: la libertad. Para Telémaco, la solución no era simple pues desconocía lo que la Palabra Sagrada requería en esta situación. Un batallón de soldados blancos les acechaba de forma amenazante y un puñado de Cherokees quienes buscaban las vidas de tres de los treinta y siete cimarrones, les daba un término final antes de atacar el campamento.

—No tenemos armas suficientes para defendernos y tampoco las utilizaría si las tuviera —sostuvo.

Margaret pidió dirigirse a los presentes. Telémaco, sorprendido de la osadía de la mujer al inmiscuirse en decisiones de hombres, dirigió su mirada a Vidéh en la espera de una palabra impidiendo que la mujer expresara su parecer y se dirigiera a los hombres reunidos. Vidéh no hizo siquiera un gesto cuando Margaret se puso en pie para hablar a los presentes. Acto seguido, el sonido de miles de rifles cargados activando el martillo del disparador y una voz que gritaba en medio de los árboles, les hizo perder la atención de sus intenciones al ponerse de pie. Era el mayor general John Palmer quien no cesaba de gritar órdenes a sus mandos de caballería en estampida para que ocuparan posiciones estratégicas dentro del improvisado campamento que tomaban por asalto. Eran seguidos por cientos de infanteros que corrían como un solo hombre. No hicieron un solo disparo. No fue necesario. Aunque venían acompañados de gritos ordenados y repetidos en código musical por el trompeta, la sola presencia de armamentos fue suficiente para que todos los emboscados se arremolinaran y sentaran, unos al lado de los otros, en el suelo. A Telémaco y Vidéh les fue requerido sentarse por separado. Squanto Guarnerius y Kneehigh entregaron sus armas al Mayor General. El oficial a su vez ordenó al sargento que los desplazara en dirección de la arboleda, tomando asiento a distancia prudente del lugar en el que fueron apostados Telémaco y Vidéh. Una vez asegurado el campamento bajo su control, el Mayor General dispuso se levantaran varias casetas para los mandos militares y las municiones.

Hizo pasar y tomar asiento en la suya al comerciante que les había servido de informante, a Guarnerius y a Kneehigh. El Mayor General Palmer reflejaba autoridad con su tono de voz, su altura y tamaño. Sus hombros eran anchos, huesos pronunciados, quijada generosa, y escaso cabello para su edad. Fue puesto al tanto de toda la situación en detalle, no sin antes cuestionar severamente a los dos las razones para tomar la ruta de las Apalaches como vía para arribar a Pensilvania. Solo supo por su conducto, que la ruta de las pieles les pareció menos costosa y más segura que otras.

—Pues opino que al presente, su situación no denota seguridad —dijo Palmer, mientras tomaba en sus manos una de las armas ocupadas a Guarnerius.

—Pues a mí no —replicó Kneehigh—, fíjese que ahora estamos protegidos por un profeta de Dios, y cientos de soldados del ejército de los Estados Unidos mientras estamos acechados desde el sur por los Cherokee.

—Tal vez tenga razón —contestó Palmer, mientras ajustaba su sombrero en la cabeza y el sable que colgaba de su cintura.

Dos horas habían transcurrido desde la ocupación del campamento, el tiempo suficiente para que Palmer pudiera considerar el peligro real al que se exponía la masa hambrienta. En el momento en que se proponía compartir alguna de sus preocupaciones, un correo llegó a toda prisa en valija sellada para el jefe militar. Entregados los saludos del raso, el soldado fue autorizado a descansar y entregar la valija. Palmer leyó el mensaje sin necesidad de descifrar código alguno. Estaba escrito en inglés civil, con un texto claro y sencillo. “El ejército de los Estados Unidos ha sido requerido por las autoridades civiles del gobierno del Estado de Virginia, proceder a la captura del negro cimarrón Telémaco, quien en abierta blasfemia contra la Palabra (tachadura y redacción ilegible) y violación de la ley, ha procedido a confundir a negros pacíficos y de buenas costumbres, a tomar la ruta de la insurrección y la desobediencia, abandonando la protección de sus amos, el trabajo y (tachadura ilegible). A nombre y por autoridad del gobierno federal, proceda a su arresto inmediato y espere instrucciones adicionales antes de someterle a las autoridades estatales para su procesamiento”. Así lo hizo.

Hacía veintiocho días que Palmer había efectuado el arresto de Telémaco. El predicador aceptó su encarcelamiento como un castigo divino por haber violado sus normas antes de conocer la luz. Estaba detenido amarrado y encadenado en una cueva bajo estricta vigilancia de día y de noche. Por su parte, a pesar de haberlo requerido, Palmer no recibió respuesta alguna de las autoridades militares superiores, ni del estado que asumiría su jurisdicción, en cuanto a las medidas que debía tomar con el prisionero y los negros que habían sido seducidos por la prédica apocalíptica de Telémaco. El Profeta, como le llamaban en ocasiones sus discípulos, a diario comunicaba por escrito a Palmer sus visiones y mensajes espirituales pero con consecuencias políticas tan serias como la ley divina.

“Estas marcas que tengo en mi cuerpo, algunas entregadas de nacimiento por el Buen Señor, y otras por los látigos de tres de los amos que tuve en mi vida, expresan con júbilo mi situación presente. Soy prisionero por voluntad de Dios. ¿Es que nada le dice usted el pasaje en el cual El Maestro nos llama a buscar el Reino?”, acotaba el profeta.

En otra nota le indicó: “He conocido, porque me ha sido revelado, que los blancos pobres no tienen mejor autoestima que los negros de sí mismos —concluyendo— si usted dice que somos sus hermanos, suelte las armas. No se puede amar con las armas en la mano”.

Palmer guardó todas las cartas anejándolas al informe militar que remitía a sus superiores. El hambre, la falta de agua y las enfermedades hacían estragos entre la población y la demanda de alimentos de la tropa, en la medida en que fueron siendo identificados uno a uno por Squanto Guarnerius, había drenado los pozos de comida seca y ahumada que los Apalaches colocaron en la zona. Tanto él como Edgard M. Kneehigh y Margaret Reilly, aunque estaban excluidos del conflicto que mantenía en vela tanto a los Cherokees como a los militares blancos, tenían órdenes estrictas de Palmer que les impedían abandonar la zona sin un permiso escrito bajo su firma. Durante el transcurso del asedio, al menos cada cuatro días, Palmer emitía una orden escrita la cual enumeraba en estricto orden para mantener claro el récord de medidas, los fundamentos de la misma, así como sus objetivos y metas. La orden número uno dispuso el arresto y encerramiento en cuevas separadas, a Yaoul Vidéh y Telémaco, bajo estricta vigilancia de las tropas. La número dos requirió a Guarnerius que procediera a identificar todos los silos Apalaches. La número dieciséis, el enterramiento de nueve caballos y seis mulas. De la diecinueve hasta la treinta, dispuso para la cristiana disposición de los negros y mulatos fallecidos identificando con su nombre y una cruz negra, cada una de las tumbas.

Mientras redactaba otro proyecto de orden, Palmer recibió noticia de que Squanto Guarnerius solicitó permiso para entrevistarse. Palmer accedió a escucharle mientras se afeitaba. Paul Drew, el cazarrecompensas Cherokee, le había entregado en sus manos a Guarnerius, una nota en la que proponía la solución del requerimiento indígena. La misiva estaba escrita en el alfabeto, la gramática y la sintaxis indígena que un Gran Sabio Cherokee había creado para salvar su civilización de la extinción. El mensaje fue redactado sobre una hoja de cuero muy fino con una caligrafía intachable. Venía acompañado de su traducción al idioma inglés.

En el escrito, peticionaba al ejército se abstuviera de intervenir en la implantación de la legislación Cherokee. Lo contrario atentaba contra las obligaciones confiadas en los pactos entre el Congreso federal y la nación en materia de extradición de delincuentes que cometen crímenes en los estados y el derecho a reclamar criminales que delinquen en territorio Cherokee. El pliego añadía:

“Usted entrega a Yaoul Vidéh junto a los otros dos criminales para que caiga sobre ellos el peso de nuestras leyes, nosotros nos retiramos no sin antes proveer suficiente agua y alimentos para sus soldados y los negros acampados bajo su protección. No haremos reclamación alguna sobre los negros que escaparon con ellos ni las propiedades que sustrajeron. De todo ello puede disponer a voluntad el Jefe Blanco”, concluía la nota.

Palmer se inclinó para mirarse fijamente en el pequeño espejo en el que miraba mientras se afeitaba. Quería localizar una respuesta en el reflejo del hombre que le miraba desde el cristal. Removió el exceso de jabón de su nariz, su quijada y el cuello. Miró el filo de la navaja. No solo el borde sino todo el metal lucían embotados. “Con razón siento que me destroza la cara”, pensó. Golpeó la navaja contra la madera y la lavó en la pequeña jofaina de hojalata. La secó contra su pantalón y la dobló sobre el mango guardándola entre las dos cachas de nácar. Se enderezó y habló a Guarnerius sin mirarle a los ojos.

—Dígale a Paul Drew que ya le avisaré lo que decida —le dijo mientras sacudía los restos de jabón espumoso del rostro con su toalla y caminó dentro de la caseta que llamaba su residencia. Antes de ingresar, abrió una de las hojas laterales de la tela que cubría la entrada a manera de puerta y, desde afuera, Guarnerius pudo observar que Palmer tenía un estuche de violín recostado sobre una base al lado de su catre militar.

—¿Toca usted el violín Mayor Palmer?

—No. Mi madre lo tocaba. Solo me hago acompañar del instrumento en su memoria pues no tengo ninguna fotografía de ella —dijo revelando una intimidad guardada.

—Si a usted le gusta la música que esas cuerdas producen, no pierda la oportunidad de escuchar a una virtuosa. Ordene a Margaret Reilly que toque para usted. No se arrepentirá. Créame.

El Mayor General inclinó levemente su cabeza con apariencia de asentir ocultando su intención, tosiendo en tono agudo mientras arremangaba su chaqueta.

—Antes de tomar una decisión final —se dijo— solo quiero escuchar a mi madre.

—Puede retirarse —ordenó, pero antes le instruyó que esa noche llegara con Kneehigh y Margaret Reilly tal vez para corroborar la veracidad de la afirmación de Guarnerius. Luego, procedió a abrir el estuche. Miró fijamente el instrumento descansándolo sobre su camastro.

Esa noche, al llegar a su tienda Kneehigh acompañado de Margaret Reilly, Palmer requirió de la esclava Margaret algunos detalles de su vida. La mujer comenzó su relato desde la niñez cuando aprendió el control del sonido de las cuerdas y sus notas, de los estudios clásicos, la huida el cuatro de julio, sus percances en el mar, incluyendo sus retos en Nueva Orleans en espera de que se completara la investigación oficial en Nueva Orleans, hasta su recorrido en los Apalaches. Entonces concluyó:

—Palmer, Margaret Reilly no es la esclava del señor Kneehigh, él solo aboga por mí.

—Entonces, abogado —dijo mirando a Kneehigh—, ¡usted ha cometido un delito!

—No. A donde vamos no es un acto ilegal. Si hay dos opciones en un mismo camino y usted selecciona una de ellas, no ha cometido error alguno. Simplemente ha tomado una decisión —sostuvo mientras observó a Margaret dirigirse al camastro, inclinarse y tomar el instrumento sintiendo en sus manos las cuerdas.

Para Palmer, nadie tocaba el violín como lo hacía su madre para él. Con ella descubrió el secreto de su sonoridad. Primero, aprendió que las bajas temperaturas en las que crecieron algunos árboles homogenizaron su estructura interna. Luego, que el agua de los ríos por donde se transportaron hasta los aserraderos, constituyó un factor adicional para destilar en su entorno las vibraciones musicales. Margaret asintió a sus explicaciones. La había escuchado de la boca del padre McCutchen.

—El sonido de la milicia y las armas no serían factores distorsionantes para la música, solo lo será para su auditorio —le dijo la noche de la vendimia y lo repitió a Palmer.

Margaret observó que el rostro del militar la miraba sorprendido e inquieto. Tal vez por la flama que el recuerdo materno despertaba en él. Lo vio parpadear aceleradamente cuando ella tomó el violín en sus manos, pasó un paño limpio sobre sus clavijas, lo deslizó sobre el puente, las cuerdas y ambas tapas del instrumento. Confirmó que la madera como tampoco las cuerdas estaban sometidas a tensiones innecesarias. Entonces, miró a Palmer que le habló mirándola directamente a los ojos.

—Mi madre era blanca —añadió—, pero la música no tiene color.

—Usted está equivocado señor Palmer. Todo, en este país de conflictos, se ve por los ojos del color no de los hechos.

—No es correcto señora Morgan —dijo, sin que nadie se percatara del lapsus de llamar a Margaret Reilly por el apellido de soltera de su señora madre.

—Se lo voy a probar —dijo. Tomó asiento y colocó el violín sobre su falda.

—En aquel tiempo, había un hombre blanco, muy diestro en las armas. Fue retado que no era capaz de extraer su revólver de la vaqueta y atravesar una moneda lanzada al aire mientras estaba todavía a cuatro pies del piso. El tirador no podía hacer blanco, simplemente tenía que sacar el arma y disparar. Para añadir audacia a su contienda, en primer lugar, el evento tendría lugar en un anfiteatro, a cielo abierto, el tirador a ciento cincuenta pies de distancia del escenario en el que se lanzaría la moneda. En segundo lugar, ninguna de las lámparas del lugar estarían encendidas y no habría ninguna clase de luz artificial. Lo que el tirador desconocía era que sus contrincantes en la apuesta obligarían a un negro a abalanzarse sobre la moneda antes de que tocara el suelo. El árbitro tiró al aire la moneda, el negro corrió y el tirador disparó logrando atravesar la moneda y también al negro. ¿Por qué cree usted que hizo el disparo a pesar de que el negro se interpuso entre su arma y la moneda?

—Pues fácil, no había ningún tipo de luz. Era imposible ver al negro entrar a escena.

—Se equivoca otra vez. No había luz artificial porque todo ocurría a plena luz del día. Se lo he dicho, el escenario del racismo, al igual que el de la historia que le he contado, a pesar de que se vea a simple vista, no le permite ver otros datos, todo lo justifica, hasta el asesinato. Si usted no toma una pronta determinación ahora, usted será el tirador que dispara a plena luz. Para un racista el discrimen contra el negro es invisible.

Un silencio de sepulcros arropó las montañas, los ríos y la caseta militar de las barracas en las que estaban las figuras de Palmer, Kneehigh, Margaret Reilly y Guarnerius, tan solo interrumpido por una pregunta del primero.

—¿Tocaría para mí señora Morgan? —inquirió en un tono de voz comedido y respetuoso.

Margaret Reilly no expresó palabra alguna. Solo sostenía el violín sobre su falda. Finalmente dijo:

—Con tres condiciones señor Palmer.

—¿Cuáles? —preguntó.

—Escuche todas las historias de los esclavos que buscan su libertad tal y como usted ha prestado atención a la mía. En segundo lugar, permita que Yaoul Vidéh salga de los montes Apalaches y, tercero, deje ir a todos los negros en este campamento antes de que las enfermedades y la falta de alimentos tomen esa decisión por usted. El que quiera obtener un fin, tiene que poner los medios. El Dios de todos, y el país, se lo agradecerán algún día.

—Esto último no lo sé. Son demasiados pedidos para un quizás. Además, debe tener mucho cuidado con lo que desea porque se puede hacer realidad, aunque en su caso, no puedo estar muy seguro de ello. Tal vez Telémaco tenga razón, se acerca para todos la hora del juicio. Pero por ahora, su futuro está en sus manos. Toque y decidiré —contestó Palmer.

Tomó el violín, se puso de pie, lo apretó bajo su barbilla para afinar sus cuatro cuerdas, y se dispuso a tocar los ‘24 Capricci per violino solo’ de Nicolo Paganini. Todos permanecieron en silencio interior, excepto Palmer. Una vez la artista arqueó su cuerpo deslizando el arco sobre las cuerdas, el soldado cerró sus ojos y abrió las puertas de su memoria. Las vibraciones de las cuerdas de aquel instrumento según reverberaban en la estructura de madera y la fuerza de la tensión de los dedos movidos a toda prisa, produjeron notas de melancolía que lo trasladaron a su niñez bajo el cuido de su nana liberta, a su adolescencia llena de sueños, al regazo de su madre fallecida un año antes de graduarse de ingeniería militar en West Point, a la vez que revisaba todas sus aspiraciones convertidas en órdenes de todo tipo que tornaron su mundo al revés. Margaret, sin hablar ni una sola palabra, se lo dijo todo.

Esa noche no durmió. Permaneció en vilo redactando lo que constituiría su último mandato. Lo hizo publicar, después del toque de diana. Un sargento procedió a leerlo en alta voz por todo el campamento incluyendo la cueva que fungía de calabozo.

“ORDEN GENERAL NÚMERO 32:

Por cuanto: Ha sido presentada de manera evidente documentación acreditativa de que el negro Yaoul Vidéh es propiedad de una de las Cinco Tribus Civilizadas bajo la jefatura del gobernante John Ross. A su vez, dicho esclavo, estando bajo la custodia y territorio de sus amos dio origen a un evento de sublevación armada provocando agonía y dolor entre sus custodios. De igual forma, en el uso legítimo de su control titular, la nación Cherokee, t/c/p Tsalagi, mediante la legislación debidamente aprobada por sus cámaras legislativas constitucionales, dispusieron lo que en derecho procede aplicar a los violadores del orden público,

Por tanto: Se dispone que el negro Yaoul Vidéh y sus secuaces sean entregados en custodia y atención de la policía federal Cherokee dirigida por Paul Drew. Una vez bajo su custodia serán juzgados, de forma inmediata, conforme a las disposiciones aprobadas por la nación.

Por cuanto: mediante el testimonio escuchado por las autoridades militares se ha evidenciado a saciedad que negros han sido obligados buscar protección y que, por razón de ello, se han congregado en tal número, en la jurisdicción bajo el control provisional de las autoridades militares, que la falta de vivienda y alimentos han creado condiciones insalubres provocando la muerte de animales, hombres, mujeres y niños. A los fines de remover estos males y evitar la dispersión de los mismos en la zona periférica, con la efectiva cooperación de las autoridades indígenas:

Se requiere que todas las personas de color en los Apalaches, DE MANERA INMEDIATA, procedan a buscar alimento suficiente con el que puedan satisfacer su hambre y la de sus familias. Aquellos que no puedan así hacerlo, a los fines de que puedan lograrlo, certificando que han dado cumplimiento a la condición anterior, solicitarán a las autoridades (tachado y añadido) policíacas de la nación Cherokee, un certificado y autorización de vía para la persona solicitante especificando el número de personas que le acompaña como familia, haciendo constar sus nombres y el lugar (tachado y añadido), a donde ellos deseen dirigirse, en búsqueda de empleo y comida.

Por tanto: conductores y administradores de TODOS los ferrocarriles, buques de vapor (tachado, sobre escrito y vuelto a añadir), y otros medios de transportación, procederán, ante la presentación del documento pasaporte debidamente certificado, y, previo el pago de la tarifa usual aplicable al medio de transporte seleccionado, a transportar las personas designadas en el mismo.

Por cuanto: ADVIÉRTASE por la presente, que todo conductor o administrador de dichos medios de transporte que niegue acceso a dicho medio de embarque y traslación, será arrestado o castigado conforme sea adjudicado por los tribunales indígenas. La autoridad militar correspondiente tomará las providencias necesarias para implantar las disposiciones de esta orden. Firmado: J. M. Palmer, Mayor General, Paul Drew cosignatario y Edgard M. Kneehigh, testigo de la exposición del pacto”.

Una vez concluida la entrega de autorización de viaje y traslado a cada uno de los negros jefes de familia, una escuadra militar buscó a Margaret, a Kneehigh y a Squanto y los llevó hasta la caseta de Palmer. Mientras tanto, un grupo de la soldadesca hizo entrega formal de Yaoul Vidéh al comando Cherokee bajo las órdenes de Paul Drew. Fue amordazado y amarrado con una soga estrecha por las muñecas después de que le fueran removidas sus vestiduras para asegurarse de que no portaba armas de clase alguna.

—Camina negro, conocerás la justicia de tus actos.

Vidéh le miró directamente a los ojos y le dijo:

—Nada malo he hecho a su pueblo que merezca la muerte.

Drew lo abofeteó y halándole por la soga lo lanzó al suelo y, apuntándole con el arma a la cabeza, replicó.

—¿Te parece poco haber sido condenado por ser sospechoso de matar con un rifle a uno de los nuestros? —y, levantando el arma, le agredió con la culata en la frente.

—¡Levántenlo! —ordenó.

Pero tres de sus milicianos apenas podían cargar a esta inmensidad de hombre. Trajeron al caballo en el que había huido el cimarrón, amarraron una cuerda al cuello del animal, la ataron a los pies de Vidéh y desnudo fue arrastrado hasta la encina localizada en el mismo lugar donde fue encontrado. Prepararon la soga del dogal, la ataron al cuello del hombre con un letrero escrito en tsalagi resumiendo los detalles del crimen por el cual fue condenado como sospechoso. Allí, bajo las órdenes de Paul Drew, dando estricto cumplimiento al mandato de la ley aprobada por la asamblea Cherokee, entre diez indígenas lo montaron en la bestia para ser ahorcado junto a otros dos negros cimarrones. El caballo se negó a obedecer. Ni a gritos, ni a golpes el animal se movió para dejar en el aire al negro Vidéh.

—Esta bestia parece poseída por Uyaga —dijo Drew.

—Suelten el cabo de la soga amarrada al tronco de la encina —ordenó.

Hicieron como les dijo, y le entregaron el extremo de la amarra. Drew lanzó la cuerda sobre la rama más alta y la dio a los milicianos para que la tomaran y halaran de ella entre todos cuando diera la orden.

—Vidéh, no creas que vas a escapar tu destino. Esta soga es tu único camino —dijo.

Agarrando la amarra que ataba las manos del condenado, lo bajó violentamente de la monta, tirándolo de cabeza al terreno. En el suelo, le asestó otro golpe con la culata del rifle. El trastazo fue esta vez al lado izquierdo del abdomen, directamente al bazo, provocándole una inflexión con vómito de sangre a su víctima. Yaoul Vidéh se encogió en la tierra como un feto dormido en el vientre de su madre. Desde allí miró la soga en las manos de sus verdugos, levantó la voz y dijo:

—Pues agárrenla fuerte, que ustedes van a matar a un hombre. Luego, cerró sus párpados y pensó en los ojos que lo hicieron tan feliz.

Drew alzó su brazo en señal de la orden para ejecutar al caído. Con la fuerza de la tropa, fue alzado al aire. Sus tripas se vaciaron sin control, la vejiga descargó toda la orina, y Vidéh, el hombre, como un péndulo, se quedó sin vida.

Margaret, Squanto y el abogado Edgard M. Kneehigh, ajeno en ese momento al destino de Vidéh, esperaron bajo custodia frente a la caseta del oficial Palmer. Allí, fueron arrestados, ordenados a montar, atados con las manos a sus espaldas ycustodiados hasta abandonar la zona. Durante toda la noche la caballería que los escoltaba, pisoteó la sombra de los caballos que los acompañaban desde el suelo. Cuando apenas el sol hería de vida las sombras, la escuadra de soldados les abandonó, sin bienes muebles y privados de todos sus accesorios personales, justo en la frontera sur del Estado de Pensilvania. Solo le dejaron con abastos para una jornada y la pesada carga de lo acontecido a Yaoul Vidéh. Cuando el soldado les narró el linchamiento, Margaret sintió que sus palabras salían lentas y fuera de tono de su boca. Las escuchó venir desde muy lejos y casi flotando como burbujas en el aire. Su lenguaje y el tiempo parecían estancados y, el espacio entre ellos reducido, hasta que concluyó su informe en el momento en que la cuadrilla de Cherokees haló hasta el estiramiento la soga. Margaret sintió que la cuerda que la ataba al mundo se partió y cayó al suelo abatida de dolor.

Esa mañana, en el campamento, Palmer dispuso que el negro Telémaco fuese remitido en custodia militar a las autoridades civiles del Estado de Virginia para su procesamiento penal. Allí fue acusado, encarcelado y condenado sumariamente a pasar el resto de sus días en prisión.

Una semana más tarde, el informe secreto remitido por Palmer, incluyendo un anejo con los detalles del deceso de Vidéh, llegó a las manos del Departamento de Guerra. Como resultado del mismo, se le ordenó a Palmer la implantación de otro operativo. El mismo, rezaba el mandato, se dispuso como resultado de la afrenta de la nación Cherokee de asesinar esclavos sospechosos de delincuencia fuera de su autoridad territorial. Mediante mandato presidencial, se ordenó el operativo militar “Remember the Apalachees” exigiendo el traslado y remoción forzosa de la nación Cherokee de los terrenos ocupados en el sureste del país, iniciando la gran marcha indígena de llanto y dolor. Un pequeño grupo de la nación, dirigidos por John Ross, se resistió al éxodo huyendo a las Smokey Mountains. Una vez arribaron a Oklahoma las tropas federales con el reducido grupo de Cherokees sobrevivientes a la expatriación, el mayor general John M. Palmer fue arrestado por las autoridades civiles del territorio a requerimiento del Estado de Maryland.

Al momento de ser esposado, recordó la profecía de Telémaco y, sacudiendo de un lado a otro su cabeza, repetía para sí, una y otra vez: “Telémaco tenía razón, llegó la hora del juicio para todos”. Fue encarcelado y procesado por los delitos graves de asistir, en el comercio interestatal, a negros fugitivos y provocar la huida de personas obligadas a prestar labor y servicio en el Estado de Maryland. El juicio civil del militar fue sumario. Resultó condenado a veinticinco años de prisión, sentencia que hubo de apelar a la máxima autoridad judicial del estado.