VIII
En la ribera de la muerte,
¡tan cerca!, en la ribera
(que es como contemplarme llegando hasta
un espejo) Me reconocen la canción, y hasta
el color del nombre. ¿Seré yo el
puente errante entre el sueño y la muerte?
¡Presente! ¿De qué lado del mundo me
llaman, de qué frente? Estoy en alta mar...
Entre mi voz y el tiempo
Julia de Burgos
EN EL VAGÓN NEGRERO de carga de bienes muebles se agrupaban encadenadas de manos y pies, seis esclavas negras. Conversaban sobre la mies, la sarna, el agua caliente y las heces de bebés muy útiles para espantar mosquitos.
—Todo en la vida es semilla. Nuestra meta es convertirnos en nuestro alimento —dijo Isabel, quien al igual que la otra mujer, no estaban atadas de manos y cargaban en sus pechos sus hijos de ocho y cinco meses de nacidos.
La mayor de ellas, Christine, descansando sus ojos en la criatura lactante, repetía el Cantar de los Cantares versículos 4.5 y 4.6, haciéndose eco a la voz de Margaret Reilly quien los oraba por el niño en inglés y latín. Por las rendijas del empalme de las tablas de la vagoneta, Margaret observaba la velocidad del movimiento de los árboles, de los pájaros, de animales y plantas, en fin del paisaje y su manera incesante de moverse de un lado a otro. La maravilla del cambio la denudaba. El sonido tan veloz del viento, como nunca antes lo había sentido, la hacía sentirse diferente por segunda vez en su vida.
El llanto de una de las crías la distrajo de su mundo. Se volteó y la miró comprobando que su reclamo era de hambre al callar tan pronto lactó uno de los pechos maternos. Miró al techo del vagón y esta vez otro llanto la sobresaltó. La locomotora rechiflaba largos silbatazos interrumpidos solo por un corto silencio. Cada silbato llenaba de humedad de vapor el vagón al cual, por la dirección del viento, se colaban los gritos de la máquina. Pasados catorce alargados silbatos, era claro para Margaret a través de las rendijas de la madera, que intentaban comunicarse para alertar al conductor y a los pasajeros de una diligencia atravesada en el cruce de la vía. A lo lejos, y cada vez más cerca, seis bestias, presintiendo una tragedia, relinchaban, pateaban, cabeceaban sin control ni orden para hacer avanzar la carga amarrada a sus ancas. El conductor daba latigazos al aire y agitaba las bridas. Los que aparentaban ser los pasajeros, habían desmotando. Algunos empujaban desde atrás, mientras otros agarrados a las piezas radiales de la rueda atascada, doblaban sus rodillas, y, con la fuerza de sus brazos, empujaban sin éxito. Dos cuerpos como de mujer se observaban en la vía agitando sus paraguas gritando palabras que la distancia callaba.
Los ojos de los cocheros cruzaron sus pestañas. Las maldiciones del conductor eran desatendidas por la caballada, ya fuere por su desesperado estado de agitación o por el alboroto silbante de un tren incapaz de detenerse. El fogonero, minutos antes de divisar la obstrucción vial que daba razón de su agitación, acababa de alimentar la parrilla quemadora. La combustión generada expandía las paredes metálicas como un pulmón. El vapor que expelía la caldera permitía al maquinista hacer uso de la señal de alarma transmitida en los silbatazos. Ordenó al fogonero revisar el regulador. El resultado no le satisfizo.
—¡Ciérrelo! —le ordenó.
Giró el regulador para cerrar el escape de vapor bajando la intensidad del fuego y la presión en la caldera, pero todo ello fue incapaz de desacelerar la velocidad de la locomotora. Daba una instrucción y luego otra.
—¡Apague el ventilador de la caldera! Abra el caño de agua fría para desactivar la potencia! —gritó una tras otra las órdenes obedecidas por el fogonero y a las que la locomotora parecía hacer caso omiso para evitar el impacto.
“Tal vez no morirá nadie”, pensó mientras conducía, pero el riesgo de descarrilarse era real.
—A esta velocidad la máquina es muy vulnerable —se dijo. No creo que el apartavacas logre expulsar de la vía seis caballos, una diligencia, y dos cocheros llenos de miedo —le dijo en alta voz al fogonero, mientras alternaba su presencia de un lado a otro de la propulsora.
Decidió que no había otra alternativa. Tomó fuertemente de las manos la palanca de frenos, estiró los brazos y gritó al fogonero:
—¡Agárrese!
El chillido de las ruedas contra la vía fue ensordecedor hasta que, al detenerse el tren, se hizo el silencio. Margaret, quien miraba con preocupación el desarrollo de las cercanías antes del impacto, rodó sin control por el piso del vagón, estrellando su cuerpo contra el de sus compañeras de infortunio, deteniéndose con un golpe contra la pared frontal. Quedaron apiñadas. Varios minutos después, oyó el relincho de la caballada. Se tocó la cabeza y los brazos. Se supo viva. Recuperó su postura y la conciencia de saberse otra vez en el tren, encadenada de manos y piernas. Escuchó un murmullo indescifrable. Se acercó otra vez a la rendija y observó las figuras del cochero y el maquinista en una acalorada discusión donde las culpas se trasladaban de un lado a otro entre la vía y la diligencia, buscando donde reposarse. Así se encontraba cuando un golpe seco de metales, extrajo un grito de pánico a las pasajeras del vagón de carga, y llanto desconsolado a los pequeños. La puerta de la vagoneta rodó hacia atrás de un solo movimiento exponiendo la imagen de un hombre de mediana estatura, montado a caballo. Sobre su cabeza, un sombrero ancho, y el calzado de cuero llegaba hasta las rodillas. Su cinturón negro lucía forrado de balas con un revólver en su vaqueta al lado derecho. El hombre habló a todas.
—¿Margaret Reilly? ¿Cuál de ustedes es Margaret Reilly? —demandaba saber el hombre que con un hacha en la mano, evidenciaba haber sido el responsable de destrozar la cerradura.
Margaret se puso de pie, sacudió sus vestiduras y dijo:
—Yo soy a quien usted busca. Deje quietas a estas mujeres y niños. No tienen nada que ver conmigo.
—Solo tengo instrucciones de localizar a Margaret Reilly y es lo único que está en mi autoridad hacer. Venga pronto, esta es su estación.
El vaquero, levantando sus manos, asió las cadenas que sujetaba las muñecas de Margaret halándolas bruscamente hacia el suelo. La mujer cayó de nalgas al piso con sus piernas abiertas.
—Quieta Margaret Reilly, no se atreva a mover un dedo o lo pierde —le increpó. Levantó su hacha dejándola caer sobre la cadena sin lograr romper el eslabón. Bajó de su cabalgadura para agarrar con ambas manos el hacha y golpeó la cadena. Un segundo impacto fue suficiente.
—¡Venga, bájese! —le dijo tomándole con sus dos manos por la cintura asistiéndola hasta que tocó el suelo con sus pies. Cerró la puerta del vagón apuntando con el arma cargada en dirección a un sembradío de maíz.
—Excúseme. No tenemos mucho tiempo. ¡Corra por su vida Margaret. Corra hacia el maíz, cuando escuche la detonación, sabrá que ese fue el final de su carrera!
Margaret miró el arma, observó de su portador el bigote alargado por el enganche de sus patillas, su pelo rojo a la altura de sus hombros, el índice derecho en el gatillo y optó por su vida. A sus espaldas, la ráfaga interrumpida de escapes de vapor en sucesiva aceleración generó secuencias de un chu-chú evidenciando que la obstrucción fue removida y que el tren continuó su ruta interestatal sin una parte de su preciada carga.
En su carrera, recibió los azotes de las mazorcas de maíz en su cuello, sus brazos, la nuca y la cabeza. Corrió hasta que se escuchó en la planicie el sonido fulminante de una detonación. Margaret Reilly, fracciones de segundos después del disparo, cayó de bruces en el maizal.
El eco del fulminante, una indicación pactada para detonar en carrera a la caballada, hizo mover la diligencia que tras salvar la vía, arrancó con dos pasajeras en sus asientos. El cochero aceleró el paso hasta que divisó el cuerpo de una mujer negra levantándose del piso, sacudiendo sus vestiduras y la cabellera. La mujer, al escuchar el paso acelerado de animales, hierros fustigados y la polvareda, se lanzó a toda prisa al sembradío del que había salido, acurrucándose para no ser divisada. El cochero detuvo la marcha justo en el lugar que había visto levantarse a la mujer.
Amarró las bridas en el freno fijo justo a sus pies, y se bajó. Abrió la puerta de la cabina mientras dirigía unas palabras al interior. Con sus manos, extrajo la escalerilla al borde de la puerta, extendió la mano más limpia a la pasajera que desde el interior bajaba, e indicando con un gesto la dirección en la que había visto a la cimarrona, se echó a un lado. La mujer se acercó a la orilla del maizal y en voz alta, se dirigió a la esclava oculta bajo el auditorio verde-amarillo.
—Miss Margaret Reilly, le pido que me escuche, que me preste su atención. Me llamo Mariette Tubman. No tiene nada que temer de nosotros. Pertenecemos al tren soterrado y estamos aquí por usted bajo instrucciones del padre McCutchen.
—Tuvimos que bajarla por su seguridad del tren camino a Pensilvania un estado libre. El Congreso Federal, controlado por esclavistas aprobó legislación ilegalizando el uso de rutas interestatales como vías de escape para los cimarrones. Han federalizado la utilización de trenes, locomotoras y buques de vapor como medios para transportar bienes muebles que adeudaran trabajo en el Estado del que escapan —declaraba en alto voz, sin que se lograran ver rastros de la mujer en el maizal.
—El riesgo era demasiado alto para nuestros contactos que ya habían ido delatados y serían todos arrestados tan pronto usted fuese reclamada en la sección de carga. No somos cazarrecompensas. En el Nombre del Buen Señor, somos abolicionistas —gritó.
Margaret permaneció oculta en el maizal.
—¿Por qué habré escogido este camino? ¿Para qué habré tomado ese tren? —pensó ensimismada, titiritando de deshidratación y temor.
Creyó que alucinaba la huida, el escape durante la noche de los fuegos artificiales, el paisaje del tren a velocidad cambiante, el vagón de carga, los silbatazos, el frenazo, la puerta que se abría y el hachazo que partió en dos mitades sus cadenas.
—Debe ser un ser un sueño malo. Debí de haberme quedado con la familia Ratcliff —se decía tentándose con el retorno.
Creyéndose cercada por una cuadrilla de hombres armados, dudó de sí misma y de todas las palabras que escuchaba. Una rata escondida provocó el movimiento brusco de varios arbustos e hizo saltar a la mujer que hasta ese momento, cavilaba en el maizal. Al levantarse, el tintineo de las cadenas revelaron manos y pies libres, pero encadenados. Su rostro mostraba una cortadura bajo el ojo derecho y su oreja presentaba una línea sesgada de sangre todavía húmeda. Sobre su ropa, deshilachada y rasgada, vio las múltiples gotas de sangre sobre las hojas del maíz que la rodeaban. Se sintió Báthika y dichosa con posibilidades de sobrevivir. Giró su cabeza en dirección del cochero, y escuchó a la mujer que había hablado antes interrogar al conductor cómo deshacerse de esas cadenas.
—Se supone que se las quitaran antes de bajarla del ferrocarril —dijo Mariette Tubman.
El cochero volteó las palmas de ambas manos hacia arriba, se encogió de hombros.
—Lo siento mucho —dijo la señora Tubman a Margaret—. Pero ya usted no debe estar sujeta a ellas. Tendremos que buscar cómo quitarlas.
—Yo tengo la llave —dijo Margaret. (47) Su contacto me las entregó tan pronto las colocó. Es que el vaquero no me preguntó —dijo mostrando una sonrisa.
La extrajo del pliegue de su falda e introduciéndola en el cerrojo, se liberó de cada una de los cuatro grilletes, tirando la llave lo más lejos que pudo del lugar donde cayeron sus cadenas.
Caminó hasta el borde del camino donde se encontraban las mujeres y la carreta. Pero, antes de montar en el carruaje, Margaret Reilly quiso saber cuáles eran los planes específicos del "tren soterrado', en relación a su ruta de escape. Eran todos los contactos advertidos por el underground, activados por la carta que remitió antes de escapar de la Hacienda Moore. Pero, después de haber visto la osadía del cruce de una vía para detener un tren en marcha, bajarla a toda prisa del vagón de carga, cortar a hachazos sus cadenas —creyó que la degollarían por cimarrona, o la matarían en su huida por el maizal mientras esperaba el disparo en la cabeza, pensando que la bala disparada era para ella—, tenía pruebas suficientes que la escapatoria de territorio esclavista hacia Pensilvania, no sería nada fácil.
Seis meses más tarde, Margaret Reilly había logrado recuperarse. Se hospedaba en la residencia de la señora Tubman en Portsmouth, Virginia. Siendo una ciudad costera, la construcción de barcos de todo tipo y el intercambio económico con la Gran Bretaña, Portugal y Francia dejaba su huella comercial ante la presencia desbordante de esclavos. Estos virginianos, recibían una modesta parte de estos beneficios. El comercio de tabaco con los países europeos le produjo a su padre, un ministro Bautista, el bienestar de tener tiempo libre para predicar la Buena Noticia entre artesanos y marineros de todas las naciones. La otra parte del tiempo, la utilizaba en la educación musical de Mariette quien, desde la temprana edad de cuatro años, tocaba la viola. Era parte de la cultura musical que la riqueza del tabaco les proveyó.
—Un caldero medio lleno, hace mucho ruido, pero llévelo hasta el borde y comprobará cómo se llena de silencio —solía decir, como justificación para acallar la hiperactividad de la niña Marriette y la esperanza de convertirla en una mujer callada y sumisa, en fin, en su modelo de madurez femenina.
Sin embargo, educada en estas lides, Mariette creció y en su tiempo disponible repartía biblias, predicaba el evangelio, en las clases sabatinas enseñaba a leer a esclavos y libertos, y los domingos educaba con la música que emana de la viola, a libres y esclavos por igual. El Nuevo Testamento, o la extensa relación con sus educandos de fines de semanas, le permitió asimilar el hecho de que negros y blancos aprendían por igual el ritmo, las escalas y las claves, aunque los negros sobresalían en la comprensión de las enseñanzas del Buen Señor Jesús, solía comentar. Su fusión de la doctrina cristiana y la música la condujeron, primero a considerar que la institución debía de humanizarse, luego que su expansión tenía que detenerse y, después de transitar por el abolicionismo moderado, acuñó como bandera la erradicación total. En Virginia, ello equivalía a colocarse fuera de la línea fina de la lucha del bien y el mal. Si bien bautizaba negros para lograr su libertad, el control estatal de la institución fue eliminando las alternativas que de cualquier forma atentaran contra el manejo de la propiedad que era base y fundamento de su economía. La enseñanza musical y la educación religiosa eran espacios libres para sus actividades que todavía no habían sido ilegalizadas.
Para proteger las apariencias Margaret Reilly fue inscrita en el Registro Estatal de Bienes Muebles como propiedad esclava de un titular del territorio de Orleans, Estado de Luisiana. La señora Tubman fue requerida a presentar un documento que le confiriese la autoridad para poseer bajo su custodia provisional a la mujer cuya titularidad pertenecía a una persona no residente del Estado.
—Si transcurre el término y no justifica la autorización deberá usted pagar los impuestos de entrada permanente al Estado. ¿Comprendió? —dijo el funcionario mientras completaba de imprimir el sello oficial al documento de inscripción.
—Sí —contestó secamente.
Conocía muy bien sus obligaciones. No era la primera ocasión que asumía la tarea delegada por el underground de introducir en el estado esclavos en vías de escape. Viuda de un oficial combatiente en la guerra de 1812, apenas llevaba seis meses de casada cuando el hombre partió en su viaje sin retorno cuatro días antes de que ambos ejércitos declararan concluidas las hostilidades tres años después el 18 de febrero. Reservó en sus entrañas todo su dolor. Refugió en la militancia religiosa la necesidad de no sentir las cadenas de la soledad. Al asistir al décimo aniversario de la terminación de la guerra contra Gran Bretaña, decidió visitar las congregaciones de su fe bautista establecidas en el Estado de Pensilvania. Un viaje planificado para tres semanas, lo expandió a veintisiete meses. En una ceremonia sencilla, vestida de blanco, la diminuta mujer de ojos saltones, y pelo marrón recogido tras el velo nupcial, recibió el anillo matrimonial, en segundas nupcias, de otro viudo también ministro bautista. Regresó con él a residir a Virginia ahora bajo el nombre de Mariette Tubman. Su viaje, y su matrimonio posterior, le produjeron cambios antes desconocidos por su manera de conocer al mundo en el que vivió, al conocer como los bautistas del Estado vecino, no solo no practicaban la esclavitud, sino que la repudiaban. La constante invocación a Dios Todopoderoso en sus prédicas sabatinas reclamando la divina intervención para su apremiante apocalipsis, alteró para ella su convicción del origen divino de la institución.
—No tenía idea de que la institución fuese una estructura del mal. Jamás lo hubiera considerado. Era tan común, normal y beneficiosa para mí. Estaba tan acostumbrada que cuestionarla siquiera era un interrogante —testimonió Mariette a los presentes el día de su boda. Su matrimonio con el reverendo Tubman completó la tarea celestial.
—Agradezco a mi esposo y a los bautistas de Pensilvania, por haberme dado luz suficiente para que Dios iluminase mi vida y redirigir mis esfuerzos en su contra.
Al regresar a Virginia, residían a una cuadra del templo en una residencia alquilada al ministerio local y operaba como asistente en las clases bíblicas de su esposo quien, tras el toldo de las predicaciones interestatales, cubría una extensa labor del manejo y dirección de una de las rutas más peligrosas y problemáticas del underground. Uno de estos viajes, por la vía marítima, resultó ser el último para el pastor Tubman. La víspera de su muerte, su embarcación partió tan solo para encontrarse con el fondo del mar muy cerca de las costas del Estado. Su cuerpo fue devuelto por las profundidades, junto con cincuenta y seis negros, a las costas. El dolor de su muerte, le provocó un aborto a los cuatro meses de su único embarazo. A pesar de ello Mariette Tubman, viuda y sin hijos, redobló el compromiso de su marido.
Por esta razón, al contestar en la afirmativa la pregunta del funcionario cuando inscribía a Margaret Reilly, la viuda Tubman conocía muy bien sus obligaciones. Todo el proyecto se había hecho más complicado y difícil en Virginia. Una rebelión armada en su territorio provocó cambios en la legislación y contra los limitados derechos de los esclavos. Tan pronto fue ahogada en sangre, la asamblea legislativa del Estado de Virginia aprobó leyes que declararon como delito enseñar a leer o escribir a esclavos, negros o mulatos libres. Tampoco les estaba permitido reunirse en asambleas de oración a menos que un ministro blanco, con licencia vigente de predicador, presidiera el evento.
Como los cursos de música no estaban comprendidos dentro de la prohibición legal, no más llegó a su residencia, informó a Margaret el pronto comienzo de sus obligaciones musicales para la iglesia en tanto llegara el día de su partida. La residencia Tubman era la misma que había ocupado Mariette durante su estancia en la ciudad. Una estructura de dos aguas, y ventanas en todos los puntos cardinales para mantener cruzados los vientos del mundo, solía decir. La señora Tubman dormía en su aposento en el segundo piso de la estructura, mientras que Margaret ocupaba un cuarto estrecho justo al lado de la cocina. La ubicación facilitó las tareas diarias pues Margaret, a falta de otra persona para asumir tareas, se encargó de las responsabilidades de la comida y del hogar. Después de las tareas en la madrugada, Margaret Reilly diariamente dividía su presencia en tres lugares. La primera parte la dedicó a integrar a la señora Tubman en el estudio de los clásicos.
—Para mí fue como el descubrimiento de América, pero con el padre McCutchen —le dijo.
El intercambio y la comunicación habida entre las dos mujeres durante los meses transcurridos, el estudio de los clásicos, la hicieron dudar de su formación y de sus remedios abolicionistas. Margaret le hacía imaginar un mundo donde sus ideas fueran colores que intercambiaban tonalidades en su fortaleza y su intensidad, y, a su vez, las letras del alfabeto griego, el cual Tubman resistió, penetrantes olores de frutas frescas y cocidas.
—Así tienen que ser también sus ideas señora Tubman. Yo lo veo así de forma natural, usted tendrá que hacerlo de manera forzada.
La lectura de tragedias, la discusión de comedias, la interpretación de epigramas, y las visitas al cementerio en busca de epitafios, consumían entre ambas, con excepción de los sábados, la mañana diaria. Gracias a ello, memorizó decenas de epigramas (Éπí–ypaØw) y el mundo griego de Anyta de Tegea entró al imaginario de Tubman como primero entró en el de Margaret. Eran amigos de otro planeta. En las tardes, Margaret dividía sus horas en la formación musical de jóvenes esclavos. Cada receso, lo utilizaba para leer un corto tramo del clásico griego La Odisea. La mirada atónita de sus discípulos, le facilitaba introducir en ellos, con los ojos bien abiertos, las imperceptibles notas de la crítica a lo vivido por el héroe.
—Como un aperitivo al futuro examen que espero hagan de la jornada de sus vidas —repetía una y otras vez antes de despedirles de cada curso.
En las noches, regresaba a la residencia para dirigirse al templo participando de los servicios dirigidos por el pastor recién designado por la iglesia y bendecido por el soterrado, reverendo John Brown. El ministro, enemigo de la institución a partir del evangelio, aceptaba el paso intermedio de compensar a los propietarios, antes de la abolición total, al igual de que toda la migración forzada de los negros hasta América tenía que ser vindicada y devuelta a su país de origen africano.
—Solo así —sostuvo al ser aceptado por el underground— desaparecerá.
Entre Mariette Tubman y Margaret Reilly la pasión que generaba la comunicación sincronizada de ritmos y melodías bajo las cuerdas del violín y la viola, estrechó plenamente el corazón de ambas mujeres. Las obras enteras de Paganini se guardaban en el armario de la sala, de donde eran extraídas todos los domingos, por la una o la otra, para sumergirse en su pentagrama. La primera en arribar a la residencia, extraía la pieza de su predilección, acomodaba los atrios, con la música correspondiente y colocaba los instrumentos en el respaldo de metal. La silla de la viola se colocaba un día a la derecha y otro a la izquierda del atrio, provocando una cómplice medida de igualdad entre ellas.
—Jamás hubiera pensado que usted admirase de tal forma y manera la música de Paganini —comentó la señora Tubman.
—Dirá usted... que una negra esclava la conozca y la desee —replicó Margaret.
—Pues en realidad…sí, tiene usted razón excúseme —le contestó.
Transcurridos nueve meses de intensas rutinas, Mariette reconoció en su interior que, de forma involuntaria, se resistía a permitir que Margaret partiera. Se había hecho tan necesaria en su vida diaria, que en realidad no forzaba ni exigía planes específicos a favor de la salida de la prófuga a un estado libre. Tampoco Margaret cuestionaba acerca del estado de los planes para su salida. Mientras que el underground tampoco recibía indicaciones para acelerar la partida de la cimarrona, hasta que en la sesión musical de uno de esos domingos, la señora Tubman, se confrontó a sí misma mientras sacaba de su estuche el arco de su viola. La miró y preguntó en realidad cuestionándose a sí misma.
—Margaret quiero saber algo para mi propio beneficio y tranquilidad. ¿Le puedo hacer dos preguntas?
—Sí —contestó Margaret mientras tomó asiento.
—¿Se siente libre?
—No —respondió mirándola directamente a los ojos—. No estoy en un estado libre y vivo como una esclava sin cadenas.
—¿Qué piensa usted de su libertad?
—La pienso como un epigrama color amarillo.
—No comprendo —comentó Tubman.
—Muy fácil. Pienso que será muy corta y tan visible que se consumirá tan rápido como una vela. Creo que será el mejor regalo en el peor de los envoltorios. Delenda est Carthago —concluyó mirando hacia la ventana que abría en dirección al espacio urbano.
Tubman agarró su viola con ambas manos y descansó su cabeza en el instrumento sin decir una palabra.
—Sé lo que me quiere decir —dijo sin levantar la mirada.
—Le propongo algo señora Tubman, vaciémonos en Paganini, en su Sonata número uno, para violín y guitarra.
—No hay guitarra —responde Tubman.
—No importa. Toque la parte correspondiente con su viola —replicó— y yo haré lo propio con la del violín.
Afinando el instrumento, recordó, cómo McCutchen le explicó poco a poco, día por día, y mes tras mes, la historia y origen del instrumento designado bajo el diminutivo italiano de la viola. Comprendió cómo, para su sonoridad, depende de una sólida estructura interna.
—Las cuatro cuerdas de distinto grosor, se preparan de un material entorchado. El origen del violín lo remonta al antiguo Egipto, la Grecia helénica y la Roma imperial —le dijo McCutchen quien la observaba encontrando en ella siempre una mirada atenta.
De pie y frente a la señora Tubman, al mirar el arco, y tocar su pelo de caballo, lo ajustó con un tornillo. Su justa medida determinaba la secreta y apropiada vibración de las cuerdas. Sintió la fortaleza de la madera de sus tapas. Tocó las paredes laterales de pino y miró su barniz sabiendo que los lauderos expertos mantienen alejados de todos los secretos de sus barnices.
En este balance, reconoció que las notas, ritmos y sonidos italianos de Paganini se escapaban sin control por las ventanas de la residencia Tubman, arropando la portuaria ciudad del Estado de Virginia, y ahogando todas las contradicciones que bullían en su interior.
Al siguiente lunes, un diario publicó la noticia de la muerte del periodista Elijah Parish Lovejoy a manos de unas turbas esclavistas en Illinois. El evento sacudió la estructura local del underground. Mariette Tubman requirió una reunión urgente de la organización para acelerar los planes y sacar del Estado a Margaret Reilly. Dos semanas más tarde, se reunieron los delegados para discutirlos en una pequeña estructura de madera y techo de zinc construida por el reverendo Brown en terrenos propiedad de la iglesia en la periferia de la ciudad. La tarde estaba amenazada de lluvia. Todos llegaron al local a la hora asignada. Sentados en la mesa, el reverendo Brown encomendó los resultados de la discusión a la Divina Providencia y los emparedados a la señora Tubman quien los extrajo de una cesta. Comieron rápidamente mientras el presidente refería todos los proyectos de la agenda, sus razones y fundamentos. Solo entonces comenzó la lluvia que arreciaba su fuerza con la misma fortaleza de la discusión y los argumentos.
—Si los blancos matan a los blancos por causa de los negros, el futuro no depara nada bueno a una mujer esclava cimarrona en este Estado —argumentó la señora Tubman en la reunión en la que se decidía, no solo el futuro de Margaret Reilly, sino la propia existencia del soterrado en Virginia.
Unos y otros daban su parecer, su rechazo o aceptación del argumento. Subían el tono de su fundamento hasta que quedaba personalizado enfureciendo el debate.
En medio de la acalorada discusión, un hombre de rostro serio, nariz perfilada, cara cuadrada, cabellera negra abultada y cejas dispares, se puso de pie, ajustó su lazo con ambas manos y anunció:
—Señoras y señores, ¡por favor! Después que el Dr. Ross recibió la carta en latín desde Maryland, regresó y la colocó como "su mercancía". Margaret viajó encadenada y transportada en el tren de carga, como propiedad vendida a un destinatario ficticio. Ante las leyes aprobadas, la sacamos del tren en una operación compleja y riesgosa, mientras Ross tuvo que salir a toda prisa del Estado. Al día de hoy permanece varado en la ciudad de Nueva York esperando que le confirmemos que su seguridad no está en riesgo. Nadie le puede garantizar eso al Dr. Ross como tampoco a Margaret Reilly. No tenemos muchas alternativas, por no decir ninguna. La fragata Creole esta lista para embarcar y partir en estos días con una preciada carga de esclavos rumbo a Nueva Orleans. Es nuestra mejor oportunidad. Estoy de acuerdo con la señora Tubman —concluyó Kneehigh.
El reverendo John Brown argumentó, una enmienda a la propuesta.
—La mejor y más segura forma de enviar a los esclavos libres a su África natal, es integrarlos a la fragata como carga. Ellos, a su vez, convencerán a los restantes incitando así un movimiento general para dirigir el velero mercante a su país.
—He contactado los recursos para preparar la documentación necesaria para el embarque al sur. Desde Nueva Orleans, asumo yo la responsabilidad —sostuvo Kneehigh.
—¡Pero escúchenme! Ninguno de nosotros estará implicado. En altamar lo que ocurra no será un acto contrario a las leyes de los Estados Unidos. En todo caso, corresponde a ellos la decisión de hacerlo o no llevarlo a cabo —replicó el reverendo Brown.
—No puedo proponer a Margaret Reilly semejante oferta sin garantías. Eso no es un boleto a la libertad, sino un salto al vacío, o la enviamos a Nueva Orleans o se queda en la incertidumbre —sostuvo la señora Tubman.
—Estoy de acuerdo, se apresuró a indicar el abogado Kneehigh.
—Además —dijo Tubman después de exhalar una bocanada de aire con su mirada fija en el reverendo Brown—, ¿cómo puede usted garantizar que no se cometerá un delito o derramará sangre que recaiga sobre nosotros?
—Pues dígame usted cuál es la certeza de su propuesta —replicó Brown—. Llevamos meses discutiendo y buscando alternativas que no signifiquen un golpe a las estructuras del soterrado. ¿Tiene usted una mejor oferta? ¿Alguna propuesta cien por ciento segura? ¿No acaba usted de comprender que todo lo que hacemos es maravillosamente moral y perfectamente ilegal? Finalmente, lo digo para todos, ¡los crímenes de esta tierra y esta generación culpable, no serán purgados jamás sino en sangre! —sostuvo con la firmeza del púlpito.
Cuando concluyó su argumento, tomó asiento. La lluvia que arreciaba sobre el techo acallaba el mutismo en el que se sumieron todos los presentes, incluyendo al reverendo John Brown. El presidente, puesto de pie, hizo lectura en voz alta de la propuesta a ser determinada por la votación de los presentes.
—Señoras y señores, la moción presentada por la señora Tubman propone que enviemos a los cimarrones al sur, a Luisiana, como mejor defensa para no levantar sospechas pues las autoridades no considerarían que un negro se escape "huyendo" al sur. Además, los contactos en Orleans han tenido excelentes resultados en el pasado sin desgracias que lamentar —afirmó mientras miró a cada una de las personas presentes para alentar su determinación.
El presidente de la sesión, tan pronto amainó el ataque del cielo y el temporal de lluvia, llamó a votación, y fue aprobada con mayoría de votos la propuesta. Concluida la reunión y en los turnos previamente asignados, cada uno de los presentes partió del lugar. Esa noche, al llegar a su domicilio, Tubman no pudo conciliar el sueño luego de exponer a Margaret el resultado de la discusión y la votación sobre su futuro camino a la libertad. John Brown tampoco. Antes de salir el sol, el reverendo estaba convencido de que su práctica de enviar a los negros de vuelta al África no era para él un camino para la terminación de la esclavitud. Cuando llegó la hora de dirigirse a las oficinas de la Virginia Water and Steamship Company, estaba todavía sentado en su cama reflexionando. Sobre el papel de su sermón sabatino, escribió sus conclusiones:
—No es moral forzar el regreso de quienes han sido obligados a migrar. Mucho menos se debe proponer a sus hijos. Tal vez será indispensable la organización de una sublevación armada contra la ilegalidad de los estados sudistas.
Dobló el papel en cuatro partes, abrió su biblia colocando su mensaje dentro de ella. Cerró las sagradas escrituras con ambas manos, la colocó sobre la mesa, reposó su frente sobre ella y suspiró.