VII
La Piedra Que Muele El Grano Que Alimenta
Brindemos por nosotros,
por ellos, por ninguno;
por estos siempre nada
de nuestros nunca cuerpos;
por todos, por los menos,
por tantos y tan nada;
por esas sombras huecas
de vivos que son
muertos.
Nada
Julia de
Burgos
HACÍA NUEVE MESES que estaba arrendada en la Hacienda Moore. Se despertó sedienta esa mañana de primavera. Apenas podía levantarse de la cama. Durante los primeros tres meses presenció todos los eventos que el padre McCutchen le había advertido. Decenas de negros que arribaron a la Hacienda Moore desde la frontera estatal, por tierra o por mar, fueron detenidos por las autoridades, arrestados, procesados y penalizados a trabajos y servicios adeudados por el crimen de no tener forma de acreditar ser negros libertos. Aun los negros manumitidos de conformidad con leyes de otros estados al sur del acuerdo de Misuri, eran apresados y convictos pues la legislación de Maryland no reconocía como válida la liberación de un esclavo por cualquier mecanismo que burlase las leyes del Estado, y mucho menos por el bautismo religioso.
—La religión y el estado tienen que estar del todo separados, de otra manera, con ganar el mundo ganábamos el cielo y lamentablemente no es así. Además, nuestra iglesia enseña en su doctrina que la sagrada escritura claramente sostiene que la maldición de Caín es un hecho real, cierto y materia de fe. Fue el negro el que mató a su hermano blanco. ¿Acaso podemos cambiar los hechos como ocurrieron? —sostuvo Walter Moore mientras firmaba la documentación de entrega de bienes muebles destinados a los trabajos de la finca.
El hacendado no solo separaba la iglesia del estado, sino al estado de todos sus contratos y obligaciones incluyendo las tributarias. Salvo muy contadas excepciones, todos los arriendos pactados a precios de liquidación, los transferían a precio de diamante. Walter Moore, se estaba beneficiando activamente de las medidas legales impuestas por el estado a los negros libertos que no podían evidenciar su condición. La legislación que más beneficios le rindió, permitía la compra en subasta de familias enteras adquiridas a precio de quemarropa, pues las autoridades del estado disponían de ellos por el costo de los gastos incurridos en mantenerles detenidos. En el mercado de Anápolis los almacenes portuarios servían de bancos de inversión para sus maniobras financieras. Allí, la compra en subasta solo permitía los trabajos forzados por plazos fijos, pero una módica comisión al funcionario a cargo, transformaba los papeles de renta inscritos en los registros de bienes muebles, en sus antípodas: una documentación de venta sin restricciones. El burócrata, con el estruendo del mallete, exponía, con los documentos demostrativos en sus manos, las razones para la confiscación a todo aquel que mostrara algún interés en adquirirlos. Cuando el acercamiento se dirigía a alguno de los bienes específicos, el subastador se excedía en largos discursos explicativos.
—Estos cuatro negros fueron decomisados al desembarcar la fragata S.R. Columbia el 14 de marzo —afirmaba el funcionario, mostrando el certificado del registro de confiscaciones del condado de Anápolis acreditando el evento.
—Pero ¿cómo certifica usted que no forman parte de la importación ilegal de esclavos clandestinos? —inquiría el interesado.
—Obvio —respondió el funcionario mientras ajustaba la correa de su cintura y acomodaba el lazo a su cuello—. Entienden y hablan el idioma inglés, lo cual no podrían si fuesen tráfico ilegal. Ninguna de las múltiples lenguas que componen la Babel africana, incluye nuestro idioma —acreditó y, acompañado de un gesto displicente, rechazó brindar más información.
Con el consentimiento de las autoridades aduaneras, los negros importados sin la documentación de la ley autorizando el tráfico marítimo interestatal, el estado los confiscaba. También se embalaban antes de salir de la zona portuaria, para evitar el alza en los precios de la demanda. Para la última semana de marzo de 1832, cerca de quinientos trece esclavos fueron transferidos al Estado de Luisiana. En muchas de estas transacciones, Moore incluyó esclavos cuya posesión había negociado en arriendo ya que la venta le rendía mayores beneficios que los pagos acordados en alquiler.
—¿Pero qué garantía tengo yo que estos negros confiscados son bienes mercadeables? —preguntó Moore al subastador.
—Mire usted, los almacenes, las cadenas y todo tipo de accesorios que se utiliza en este tipo de subasta es mercancía “2 de marzo” garantizada —sostuvo.
—Usted los podrá vender legítimamente sin siquiera tener que sacarlos del almacén. Los oye quejarse, pero es mentira. Solo fingen, los negros no tienen sentimientos —concluyó.
Moore entregó un pagaré. Era la promesa de pago a ser cobrada por las autoridades al concluir las ventas del día, cerrando el trato de traspaso de la propiedad. La Hacienda Moore pagó, por los cuatro negros inspeccionados, la suma de $150.00 en subasta. Al siguiente día los vendió a la empresa McCargo, exportadora de bienes y transporte marítimo, en $3,000.00 oro al contado.
Los negros trasportados en la fragata Nymphus Hall sin la debida certificación de transporte como hombres libres fueron vendidos esa semana en veintitrés subastas de hombres, mujeres e infantes confiscados. La orden judicial de confiscación acreditó la venta pública de: Kevin, de color amarillo; Madeleine y una niña de tres años no bautizada de nombre Helena y un infante de meses, no bautizado, registrado en la bitácora como J.C.; Andrew, un hombre de 30 años de complexión recia y color amarillo; una mujer anotada en su pasaje como Meritte Zha y un infante inscrito como Adriane C.T.; Sarah una mujer de piel y ojos color amarillos; un hombre negro que responde al nombre de Mariohn, con un infante también inscrito como Yeicob, y tres jóvenes negras de quince años llamadas Máhjala, Cöco y Bástalla. La propiedad fue adquirida por Moore en la suma de $14,146.60. El funcionario los hizo inscribir en el Tomo A del Libro de Subastas y Ventas Públicas, al folio 409. Dejó fuera de esta certificación del lote puesto a la venta, a tres quinceañeras.
—Éstas las quiero para un evento especial —le dijo al licitador—. Pronto celebraremos un compromiso nupcial y el éxito de estas ventas —afirmó mientras se rascaba la panza con ambas manos y exhalaba entre sus dientes el humo del cigarro producto del tabaco de su hacienda.
—Las dejaré fuera de la inscripción, pero no del recibo —sostuvo el funcionario mientras colocaba tres asteriscos, al vuelto de la página 409, al lado de las iniciales M*C*B*.
Dos meses más tarde, la noche del día de la boda del heredero Moore, los ojos de Margaret Reilly se abrieron para siempre.
Aprovechando el ambiente festivo, el tesorero municipal, decidió visitar la Hacienda Moore. Llevaba tiempo revisando la documentación tributaria de la Hacienda. El fisco municipal agonizaba. Por los pasados tres años encontró una deficiencia de contribución de diez dólares sobre veintisiete esclavos omitidos en su inventario. Cada omisión conllevaba una penalidad contributiva a la cual se sumaron intereses y recargos. La propiedad no había sido acreditada como vendida o dada de baja por defunción en documento notarial fehaciente. El tesorero municipal cargaba en su agenda la contribución adeudada sobre el inventario.
Convencido de que el inventario de esclavos documentado en los libros de la Hacienda Moore no correspondía con los números de bienes muebles que para fines tributarios constaban inscritos en el registro de la administración de la tesorería municipal de Anápolis, el inspector municipal llegó a la Hacienda Moore con la intención de hacer una verificación inventariada y personal de los esclavos. También llevó preparada una factura de impuestos, intereses y penalidades deficitarias de la Hacienda. Fue recibido por el propio Moore en el despacho de su casona. Era una estructura de dos pisos en madera, pintada de blanco y techos de dos aguas color verde. Moore la heredó de su padre, de la misma manera en que había recibido por testamento las tierras, sus animales, las verjas con sus clavos y alambres, las hierbas, las maderas, y los esclavos.
Ese día, el movimiento en la casona era intenso. A pesar de que el mayordomo estaba a cargo de los detalles para que no faltase algo en las mesas de los invitados a la boda, Moore lo hizo llamar a su despacho y recibir las instrucciones adicionales.
—Necesito que verifique usted inmediatamente esta lista de nombres. El señor tesorero parece no estar de acuerdo con nuestros adeudos contributivos.
—Sí amo Moore. Inmediatamente —respondió, saliendo del despacho sin dar la espalda a los presentes, mientras Moore, desde su escritorio, fijó su mirada en la ventana a través de la cual observó las mesas, sus recamados y los arreglos florales cuidadosamente colocados sobre los mismos.
—Excúseme, pero no le pregunté por la salud del señor Alcalde y su esposa. ¿Cómo anda?
—Muy bien señor Moore, muchas gracias —respondió el funcionario.
—Exprésele mis parabienes.
—Así lo haré, señor.
Moore se incorporó de su silla y la volvió a colocar correctamente justo frente al mueble que utilizaba como su escritorio. Tomó el papel sobre el cual había escrito ciertos números y se encaminó a la ventana por la que antes había observado los preparativos para los comensales.
—Mire, hoy tengo otras preocupaciones, como usted verá. No es que no me preocupen mis problemas contributivos, o las consecuencias sobre las arcas municipales, pero... me temo que hoy no es el día —dijo mientras observaba a través de los cristales de la ventana, los arreglos y trajines de la boda de su hijo. Miró a los invitados agrupados en las mesas correspondientes a su importancia social, colocadas en líneas paralelas en el patio de la Hacienda y, entre, manjares y licores, vio que se acercaba el coche del pastor episcopal que oficiaría la ceremonia. Giró su mirada y atención sobre el funcionario.
—Mire, ¿usted cree que hay un idioma común que nos permita de alguna manera eficiente aclarar la confusión de estos números? —preguntó.
—Siempre lo ha habido, Babel fue solo una excepción —replicó.
Walter Moore regresó a su escritorio, abrió la gaveta de la cual extrajo ocho billetes de tres cifras, los colocó en un sobre y, antes de entregarlo al funcionario, recibió de sus manos la certificación verificada de la factura tributaria municipal: "Corroborado como correcto y de conformidad bajo mi firma. Hoy 1 de mayo de 1832."
—No debe preocuparse en adelante —le dijo el funcionario—. El Estado ha determinado adjudicar el costo de los negros que sean remitidos a las colonias de Liberia al costo en sus libros, no importa la condición física o mental en la que se encuentren.
El burócrata expidió, con la misma tinta y sobre el mismo escritorio, la certificación de envío a Liberia para los veintisiete esclavos desaparecidos del inventario, a lo cual añadió otros que notificó el propietario serían muy pronto descartados de la Hacienda. Moore certificó, en documento separado, la manumisión y autorización de viaje a Liberia de los desaparecidos. A dicha lista se unieron unos treinta y cuatro esclavos discapacitados por los embates del trabajo, y su recompensa en el látigo y los castigos impuestos en la Hacienda Moore. Con la acción, el hacendado cobraría, como justa compensación de su propiedad, la suma de mil cuatrocientos dólares por cada esclavo a ser remitido a Liberia, mientras que el costo real de su pérdida apenas llegaba a una cuarta parte de esta compensación. "La suma será pagada con cargo al fondo estatal por la expropiación de sesenta y un personas que adeudan, previo a su exportación, labor y servicio. Bienes serán consignados a la Maryland Colonization Society", indicaba el recibo en garantía estatal del pagaré.
Desde la ventana que el amo Moore hizo sus observaciones, vio al funcionario municipal montarse en su coche y partir a toda prisa por el mismo sendero que lo trajo, pero ahora, como recompensa, con una pequeña parte de su hacienda en el bolsillo. Cerró la puerta de su despacho con llave, bajó las escaleras y se dirigió al salón donde lo esperaba su hijo vestido para la ceremonia. Lo tomó del brazo, le dijo unas palabras al oído, le dio un abrazo y partieron juntos, entre los invitados, para verlo recibir ante el oficiante, a su futura yerna.
En la cocina, el esclavo Mariohn, el mayordomo, llegó a la cocina cargado de platos sucios con sobras de los invitados. Allí comía de los residuos en una esquina, para no interferir con el ajetreo, Margaret Reilly. Tan pronto la vio, el negro Mariohn, echando las sobras en el cesto de alimentos para cerdos y esclavos, se le acercó.
—Cuídese de TippuTip —dijo Mariohn.
—Y... ¿quién es ese? —preguntó.
—Pues de la tierra de donde vengo, Zanzíbar, ese fue el negro esclavista que nos vendió a los traficantes.
—¿Un negro, vendiendo a otro negro? !No lo puedo creer!
—Niña Margaret, le voy a contar la historia —repuso el anciano Mariohn— tal y como la recuerdo me la contaban. La tarde de un quinto día del mes, mi madre se alejó de su casa, y fue capturada por los soldados del Sheik Hamed bin Muhammed el Murhen, alias TippuTip. Fue encadenada, encarcelada y vendida.
—Pero ese hombre que le vendió ¿está aquí en la Hacienda?
—No, pero otro tan malo como el original, sí —le contestó Mariohn cuando escuchó que la joven Máhjala llamaba.
—El amo Moore la llama Margaret, quiere que se presente con su instrumento —le dijo la niña.
Margaret observando a Máhjala sonreír a su mirada, salió de la cocina en dirección a la glorieta donde algunos invitados especiales que todavía permanecían en la actividad, aguardaban junto al amo. Moore hizo las indicaciones de rigor. Ella abrió el estuche sellado, sacó el violín, e inclinándose, saludó a los presentes. Movió el cuello de lado a lado, pasó el arco sobre el instrumento y ajustó la clavija afinando cada una de las cuatro cuerdas. Hizo un breve silencio. Giró su torso ligeramente hacia atrás y comenzó a golpear y apretar las cuerdas hasta completar un solo para violín escrito por el cura italiano Antonio Vivaldi. Lo hizo tal y como lo aprendió del padre McCutchen. Concluida la pieza, saludó y se retiró a la casa. Allí, colocó el violín dentro del estuche, abrió la puerta de la sala y lo colocó sobre una mesa. Salió de la casa en dirección a su aposento, una escuálida estructura muy cerca de los establos. Una vez fuera de la residencia, pudo darse cuenta de que esa noche, hasta la luna iluminaba con una gran timidez. Apenas un tenue y fino hilo de luz, que parecía algodón, la bordeaba. Creyó ser la única que lo notó. Los ruidos de la noche se confundían entre sí. Los grillos, las ranas, las chicharras y el viento, armonizaban con los luceros visibles en el firmamento. Entre todos, un resplandor muy cercano y centellante, pleno de sonidos confusos, penetró en sus ojos y oídos, con una agudeza tal que le lastimó ambos sentidos. Provenían del establo, pero no eran relinchos los que acompañaban los chispazos. Eran voces, palabras y gritos de mujer que se amordazaban con el brillo de la luz. Por momentos se ahogaban en el silencio para resurgir más fuertes, imperativos y retantes. Decidió desviarse y dirigirse al establo cuando la voz se tornó agonizante y reconocible. Era la de Bástalla. Hablaba una lengua extraña, que aun cuando le parecía ajena, le fue totalmente reconocible. Era un idioma desconocido que entendió perfectamente cuando lo escuchó. Abrió los ojos atónitos y miró al vacío. Se cubrió los oídos con las manos. Se restregó los ojos. El dolor que le causó la alegría de entender lo que escuchaba le hizo centellear en la memoria imágenes olvidadas con sentimientos perdidos en el recuerdo. Mientras se acercó a la puerta todo se movía, incluso ella, a la velocidad de los tiempos pasados. Se sintió caer dentro de un foso desde cuyo fondo escuchó una voz lejana que le habló con dulzura y en otro idioma:
—Báthika, mi niña, qué haces vuelve acá.
—Báthika, anda, cómete toda la comida.
—Báthika, mi negrita duérmase.
Vio el rostro borroso de esa voz y unas manos queriéndole acariciar su frente. Le habló en la misma lengua olvidada. La misma lengua que recordó escucharse a sí misma hablar durante su bautismo. Lo había olvidado. El mismo idioma que ahora se apagaba en los labios de Bástalla. En ese instante, tras las maderas, escuchó varias voces masculinas y se sintió succionada en alta velocidad hacia la tierra fuera de la fosa, cayendo al suelo tras la puerta del establo.
—Ahora ¿qué vamos a hacer? No podemos sacar esta mujer. Hay demasiada gente en esta fiesta.
—Te dije que esperáramos hasta más tarde —dijo otra voz.
—Pues no esperaremos. Con ésta, según los registros certificados por el tesorero municipal y tu padre, ya nos hemos volado veintiocho. ¿Quién puede acusarnos de algo? Nadie las echa de menos, ni siquiera en el inventario contributivo —dijo uno y rieron todos.
—Además, matar una negra no es delito en este Estado —replicó el tercero, entre risas, intentando hablar en voz baja.
Reconoció las voces. Era la del joven Moore, y sus casamenteros. En ese instante, los tres hombres salieron a toda prisa del lugar sin darse cuenta de que Margaret escuchaba tiesa, estática y sin posibilidad de moverse detrás de la puerta del establo. Por el camino de regreso a la residencia, gritaban y saltaban de júbilo y hasta reían mientras se empujaban y agredían como tres cachorros adolescentes que acababan de cometer una travesura al matar su presa y no tener apetito. Margaret se puso de pie dirigiéndose a la puerta del establo que vio entreabierta. En el suelo, junto a varias piedras con las que le agredieron el cuerpo desnudo, tendida sangrante, y violada la niña Bástalla se mostraba inerte. Su brazo derecho yacía bajo su cuerpo, la pierna izquierda estaba recogida hasta la rodilla balanceándose abruptamente de un lado a otro.
—Bástalla, Bástalla —le dijo acercándose rápidamente.
Creyó que le oía. De rodillas, la levantó hasta sus muslos, le pasó su mano por el cabello y su rostro. Sacó su brazo mutilado debajo de su cuerpo y lo cubrió con las migajas de harapos que dejaron a su lado los criminales. La tomó entre sus brazos y acercó el oído a su boca. Escuchó su voz débil y entrecortada. Pero no la escuchó a ella, sino a su madre.
—Báthika, ten cuidado mi niña, corre, huye, no te detengas.
—Báthika, haz lo que te digo mi amor, cuídate.
Sintió que la niña perdía aceleradamente su calor y aumentaba, con la misma energía, la temperatura de sus brazos, provocando una vibración de toda su interioridad desde la piel hasta los huesos. El movimiento se tornó en un temblor incontrolable y, como agitado por un terremoto, su cuerpo comenzó a batirse. Lo apretó con todas sus fuerzas a su pecho. Apenas podía sostenerla, era ella la que le abandonaba. En la lengua recordada de sus antepasados, le habló suavemente a su oído:
—¿De dónde eres? ¡Bástalla, dime de dónde vengo!
Por todo el establo soplaba una suave brisa dentro de la cual escuchó notas musicales de bajas tonalidades. Después, nada se oía. Entre todos los silencios, éste era el más callado de todos los sigilos del mundo. Entonces aparecieron los colores que en su mente siempre lo han construido y memorizado todo. Primero, muy lentamente, todas las tonalidades existentes del rojo, después verdes y azarosamente azules. Luego, las líneas de colores se tornaron en círculos anaranjados y amarillos. En ese color, acompañado de un fuerte olor a mangó, reconoció su arrebatada lengua materna y trozos de su pasado. Entonces todo se fue en blanco. Desparecieron de su mente todos los colores del mundo. Cesó el temblor en el cuerpo y sintió que los poros de la niña se desintegraban. Con los ojos herméticos, la cabeza cayó sobre su falda. Nunca había visto a nadie morir.
— !Bástalla... basta ya! Descansa, todo está consumado —le dijo dándole un beso en la mejilla.
Acomodó en el suelo, sobre la paja de azafrán, su cuerpo teñido de mujer mientras oraba por su humanidad destrozada en mala hora y a destiempo.
En su lengua materna maldijo las manos y las rocas con las que le asestaron los golpes mortales gritando a viva voz:
—¡Padre McCutchen tiene usted razón, la única piedra bendita es con la que se muele el grano que nos alimenta! ¡Maldita seas!
Para cubrir su cadáver, se despojó de su vestimenta usándola como cendal. Se puso de pie, e hizo una sencilla reverencia al cadáver. Se apresuró a la puerta del establo y partió corriendo desnuda, a toda prisa, por el trecho labrado con el paso de tantas y tantos como ella. Llegó a su barraca y se lanzó sobre el camastro a llorar por Bástalla, por sus madres y todos los esclavos del mundo. Una vez salió el sol, se despertó y se sentó a escribir su última carta en latín, al padre McCutchen. No olvidó mencionarle que la carta original que había recibido de sus manos, si bien la destruyó y comió un último pedazo, había grabado en su recuerdo el contenido y que ese día la escribió dirigida al Doctor Alexander Ross, con la dirección y texto memorizado.
.