X

Las Aguas Teñidas

 

¡Dadme mi número! No quiero

que hasta el amor se me desprenda.

 

Dadme mi número

Julia de Burgos

 

 

EMMANUEL D. LEFLEUR, director de la oficina en la casa de aduanas de la ciudad de Nueva Orleans, revisó la correspondencia recibida desde el directorio del Ministerio del Interior en la capital de la unión. Buscó en el paquete del correo y encontró un sobre lacrado. Removió el sello con una cuchilla filosa cuya punta calentó en la flama de una lámpara. El envoltorio contenía un documento codificado con instrucciones adicionales. Anunciaba que "el pronto arribo a territorio norteamericano de la fragata Creole, proveniente de las Islas Británicas, al puerto de Nueva Orleans, tiene que ser asumido con cautela, sigilo y pronta verificación de su parte. Para ello, tiene que imponer las limitaciones y obligaciones a ser acordadas en el borrador de pacto entre ambos gobiernos." Frunció el ceño, dobló el papel, lo colocó dentro del sobre, miró el calendario y lo guardó en su bolsillo.

Al día siguiente, en la hora nona del jueves dos de diciembre, la Creole atracó en los muelles de la ciudad de Nueva Orleans, Estado de Luisiana. Desde sus dársenas, la actividad portuaria era incesante. Las aguas todavía arrastraban toneladas de sedimentos que las lluvias depositaban en su cauce, mientras que, sobre las aguas, bienes y mercancías, algodón, caña de azúcar, remolachas, alguno que otro ganado y un voluminoso tráfico de armas subían y bajaban de los barcos, bergantines y fragatas mercantes. Algunas provenientes del Caribe incluían esclavos fraudulentamente marcados 2-M, como provenientes de estados del norte. LeFleur corroboraba desde su escritorio la documentación de exportación con especial énfasis en recibos del pago previo de los impuestos de transferencias interestatales. Todos le parecían en orden.

En medio de esta vorágine, el funcionario aduanero desde su negociado observó las dársenas y vio que estaba a punto de atracar a puerto la Creole. Se apresuró a revisar la correspondencia oficial. La oficina central le informó cambios tarifarios sobre los productos recibidos de las islas caribeñas pertenecientes al Imperio Real Británico, con vigencia a partir del próximo día primero de diciembre. Imponían sanciones contra bienes de idéntica categoría provenientes del Caribe español y adelantaban un borrador de las propuestas a ser incluidas en el Tratado que llevaba años en discusión entre ambos países. Este proyecto de acuerdo angloamericano, todavía en discusión, proponía regular ciertos bienes de comercio y determinar finalmente la frontera norte y marítima con Canadá. Según los propios términos del documento, la ilegalización definitiva del tráfico de institucionales requeriría de la aduana bajo su supervisión, un estricto control de la documentación para asegurarse que los esclavos arribando a sus puertos se limitarían al comercio entre los estados. LeFleur, examinó el decreto y se dijo,

—Nada. Más trabajo por igual paga.

Miró a los muelles y vio que todavía la Creole esperaba por un espacio disponible en el cual ubicarse. Abrió el segundo sobre donde localizó un memorando explicativo. Tomó asiento en el banquillo que utilizaba como descanso y lo leyó. "Toda embarcación proveniente de puertos extranjeros que declare en su documentación de embarque aduanero carga consistente en negros esclavos, o los transporte, no le será permitida la entrada al puerto ni el depósito en los almacenes portuarios de los bienes que lleve a bordo, sean estos lícitos o no, excepto una vez fueren confiscados a nombre y por autoridad de los Estados Unidos".

Escuchó un sonido abrupto similar a una puerta que el viento cerró. Miró a la entrada de la oficina comprobando que no provino de su local. Miró otra vez a la Creole y vio que ya lanzaban las sogas para amarre, pero continuó con su lectura pues sabía muy bien que nadie podía subir ni bajar sin su presencia y autorización. "Quedaban exentos de esta medida, la propiedad declarada cuyo origen sea concluido que fuere algún puerto nacional, o que hubiese partido del mismo con previa declaración de embarque. Copia del edicto tiene que ser colocado en tres lugares públicos, tales como alcaldía, colecturía o tribunal competente, de manera que reciba la debida publicidad legal".

El documento, a su vez, afirmaba que, por acuerdo preliminar suscrito entre el Presidente John Tyler, por conducto de su Secretario de Relaciones Exteriores, señor Daniel Webster, y su homólogo británico, el señor Ashburn, se dispuso: "Sepan cuantos por la presente vieren dispone y acuerda entre ambos gobiernos, la declaración de la ilegalidad del tráfico internacional de esclavos de África a América. Esta determinación, así acordada, no menoscabará de manera alguna el comercio interno autorizado por el Congreso de los Estados Unidos de América mediante la aprobación del Coastal Lines Slave Cargo de 1807".

Escuchó una gritería de risas y burlas. Miró al exterior y vio un hombre que acababa de ser lanzado al suelo por su caballo e intentaba recuperarse de su vergüenza sacudiendo el polvo del pantalón y colocándose el sombrero. Era uno de los personajes que esperaban el arribo de la fragata, según pudo discernir por las señas y maniobras del sujeto una vez se incorporó. Creyó prudente salir al percatarse de que la Creole esperaba solo por él.

En el muelle, la Creole lucía custodiada por un fuerte contingente militar, policías de aduana y una multiplicidad de funcionarios. Representantes de la Merchants Insurance Company of New Orleans, la Ocean Insurance Company, la New Orleans Insurance, y el jefe de inspectores de la Fireman's Insurance Company of New Orleans, fueron autorizados por el propio LeFleur a subir a bordo.

—Ninguno de ustedes puede subir a bordo —dijo a los propietarios de la carga remitida—. Por lo menos, hasta que asumamos el control a bordo, y, las aseguradoras, hagan un inventario de bienes.

—LeFleur —dijo el capitán—, de la carga con la que partió la Creole desde Maryland, solo el güisqui, el tabaco y tres esclavas, se encuentran a bordo.

LeFleur solicitó la documentación a fin de asegurarse de que las tres mujeres que adeudaban labor y servidumbre fueran transportes legales autorizados por la ley federal de comercio costero de esclavos. Por la información del talón de cargo, una de ellas vino remitida a la consignación de su propietario, William Pepperell,

—¿Alguna baja en la tripulación? —preguntó el funcionario.

—Los únicos con lesiones serias fueron Zephaniah Gifford, herido de bala en la cabeza y yo, herido con un machete —contestó levantándose la camisa mostrando la herida.

—Todavía apenas estamos recuperando. Otros marineros y oficiales recibieron unos cuantos golpes de macanas y látigos, nada serio —enfatizó todavía mostrando con cierto orgullo y algo de vergüenza, su primera lesión en todos sus años de navegante.

—Veo en la bitácora que llevaba usted cuatro pasajeros a bordo, pero allí sentados veo solo tres.

—El señor John Hewell murió. Mi esposa, mi hija y mi sobrina, están en perfectas condiciones —dijo a LeFleur el capitán Ensor.

—¿Dónde está el cadáver?

—Los negros lo tiraron al mar señor.

El funcionario dio crédito a las versiones de Ensor, completó el papeleo oficial, recabó la firma del capitán en el detalle y descripción de todo lo ocurrido, fechó y selló la documentación. Acreditó, en documento separado, para propósitos tributarios, la mercancía perdida. Ordenó en formación a la soldadesca y autorizó el desembarco de la fragata.

La prensa sudista, presente durante el desalojo de la fragata, dio amplia cobertura a los eventos que rodearon la travesía de la fragata vaciada de su carga de valor por los ingleses. El New Orleans Bulletin citaba las palabras de Ensor, las que a su vez fueron reproducidas por el Richmond Enquirer. El Mobile Enquirer, por su parte, indicó que en la ciudad de Nueva Orleans, finalmente se autorizó el desembarco de la tripulación, los pasajeros sobrevivientes, y las tres esclavas que, habiendo zarpado de un puerto nacional, decidieron voluntariamente permanecer en el Creole y regresar a los Estados Unidos cuando fue autorizada a partir desde Nassau, Bahamas. El Mississippi Southern explicaba que Rachel Glover y Mary Pain, dos de las susodichas esclavas, fueron entregadas, a la salida del muelle en las escalinatas de la fragata, a los representantes de Thomas McCargo, sus propietarios. No daba cuenta de la tercera mujer. Solo el Charleston Mercury expuso como, a nombre y por autoridad del gobierno de los Estados Unidos de América, el gerente de la oficina local del Tesoro, señor LeFleur, tomó posesión de la tercera esclava transportada bajo consignación, llevándola a sus oficinas de aduanas para asegurarse que, previo el pago de los costos de embarque y los impuestos de puerto, su titular propietario William Pepperell recibiría su propiedad.

El máximo poder legislativo de Luisiana censuró el acto como "una agresión al comercio americano". Las legislaturas estatales de los Estados de Mississippi y Virginia, considerando en riesgo su comercio, aprobaron resoluciones de condena contra "la política intervencionista del gobierno de Su Majestad en sus asuntos internos". A pesar de toda esta agitación, transcurridos cinco meses del arribo, la mujer recibida a la consignación de Pepperell no fue citada a ninguna de las investigaciones fiscales o penales iniciadas por las autoridades civiles, como tampoco a las inquisiciones realizadas por las aseguradoras.

Las autoridades investigaban la conducta delictiva de aquellos a bordo y sobre la cual pudieran tener jurisdicción de haber ocurrido el incidente en aguas sujetas a su autoridad. Expresaron alguna preocupación para conocer si el gobierno británico habría violado legislación estatal o federal por la que pudiera imputarse responsabilidad por la retención de los esclavos. Por su parte, a las aseguradoras solo les interesaba el origen o causa de la pérdida de la mercancía destinada al puerto de Nueva Orleans y las razones para su extravío. De ello dependía que tuvieran la obligación de compensar a los propietarios. Todas las aseguradoras rechazaron responsabilidad y dar cubierta por las pérdidas. Titulares y aseguradoras dirimieron sus controversias en los tribunales. Ante las pérdidas sufridas, la empresa Johnson & Eperson se vio forzada a ceder sus derechos sobre la fragata a una empresa de capital cubano llamada Whitings & Co., en la suma de veinticinco mil dólares pagaderos "a diez años por el tesoro del futuro gobierno cubano una vez establecida la república", (años más tarde, la embarcación, transformada de barco negrero en barco insurreccional, fue confiscada, en Cayo Hueso, Florida, por el gobierno de los Estados Unidos, luego de un frustrado intento de invasión a Cuba desde Nueva Orleans; el atentado fue dirigido por el General López, presidente de Whitings & Co., con seiscientos hombres armados a bordo de la Creole, el 19 de mayo de 1850). El pago nunca llegó a realizarse.

Solo después de recibir la confirmación del desembarco de la Creole en Nueva Orleans, fue que el abogado Kneehigh partió a la ciudad sureña en un bergantín de pasajeros. Unas seis semanas después del desembarco, el abogado arribó a la ciudad. Localizó las oficinas de las autoridades fiscales y aduaneras. Entró a la antigua casona afrancesada donde ubicaban las oficinas de su director, Emanuel D. LeFleur y presentó su reclamación formal en la tesorería para la entrega de su carga.

—Mi nombre es William Pepperell —indicó al funcionario—. Estoy aquí para reclamar la mercancía que embarcaron a mi nombre en Norfolk, Virginia. ¿Dónde se encuentra?

—Margaret Reilly fue encadenada y colocada bajo mi custodia, en el almacén del área portuaria. Créame la he alimentado bien y no ha sufrido percance alguno —sostuvo el burócrata.

—Tengo los papeles de embarque —sostuvo, entregándolos al burócrata mientras observó un óleo que colgaba en la pared del suizo matemático Leonard Euler, uno de sus ídolos mientras Kneehigh estudió derecho.

Una sola pregunta, referente al óleo, bastó para iniciar una larga conversación matemática entre ambos desconocidos. Para el funcionario, su amor por los números lo reflejaba no solo en sus tareas diarias para ingresar impuestos y penalidades al presupuesto nacional, sino en el estudio de los grandes cerebros que hicieron de los cálculos imposibles, su vida. El burócrata LeFleur, con sus análisis, calculó que la vida entera era una simple aplicación de consideraciones numerarias y exactos resultados. Pepperell escuchaba con atención interviniendo con comentarios cortos, y más bien concentrados en la vida personal del científico suizo, antes que contradecir a quien todavía tenía bajo su control el motivo de su presencia en la oficina del tesoro. Agregaba el funcionario:

—Resulta una pena incomprensible que Euler hubiese sido suizo y viviera en el siglo dieciocho, en lugar de haber nacido en territorio norteamericano en la modernidad del siglo diez y nueve. Podría haber sido presidente —expuso sin reparos.

Justificaba su afirmación explicando que los descubrimientos realizados por el filósofo no solo aplican a la ciencia planetaria, sino a la vida social y política del país.

—Para cada pareja de cuerpos con masa en el espacio hay cinco puntos de equilibrio perfecto. Solo dos pueden ser estables. Cualquier cuerpo puede girar alrededor de uno de estos puntos sin gastar energía o virtualmente ningún esfuerzo. Aplique usted la misma teoría al país y a la esclavitud, tiene usted ahí la respuesta. El tráfico esclavista es triangular. Tiene su base en Londres, otro punto en África y un tercer anclaje en el Caribe, por eso es totalmente inestable. El comercio interestatal de estas propiedades, por el contrario, solo tiene dos puntos y todos en América. La propiedad esclava aparece protegida en la Constitución federal, pero corresponde a los estados regularla. ¿Lo ve? Dos puntos de enlace, no tres. Eso nos da estabilidad como país. Por eso todos los intentos dirigidos a atacar uno de estos puntos, la esclavitud por ejemplo, creará inestabilidad, desasosiego, y caos. El abolicionismo atenta contra nuestra democracia, porque la matemática es exacta —concluyó.

Escuchó la perorata matemática, y, a pesar de ser una materia que le desveló noches enteras, Kneehigh no cesó de reconocerse, para sus años de estudiante, en el funcionario en su intento de aplicar mecánicamente las soluciones de un pizarrón escolar universitario a la compleja vida de la sociedad en que le ha tocado vivir. Argumentó a favor de alguno de los puntos, mientras escribía en el dorso de la hoja de embarque números imaginarios, letras que hacían las veces de pronombres sustantivos en el abecedario de las fórmulas del suizo y su sucesor el francés Joseph Louis Lagrange.

Intercambió sumas, restas y cálculos en su aplicación a la vida diaria, al trabajo, al descanso, e incluso a la vida religiosa. Ambos hombres estaban sentados de espaldas a la calle. Por un momento, Kneehigh sintió que una variedad de voces, con tonalidades diversas, reclamaron su atención desde la calle, pero mantuvo sus ojos atentamente fijos en el funcionario que le hablaba.

—Por eso es que el séptimo día en realidad es el día primero de la semana, no entiendo por qué no acaban de entender esto los políticos del norte primero, y los nuestros después —sostenía LeFleur, en referencia a la agria disputa generada entre los propietarios sobre si conceder o no el domingo libre a los esclavos.

Tres horas más tarde LeFleur interrumpió su animado monólogo tras percatarse del tiempo transcurrido en su conversación. Colocó sus manos bajo su quijada y movió su cabeza de izquierda a derecha. Cobró los cargos e impuestos aplicables al transporte de la esclava Margaret Reilly, recogió los papeles firmados por el reclamante con tal prisa que no se percató que el propietario titular había firmado el documento, sobre su nombre en letra de imprenta, como Edgard M. Kneehigh, en lugar de William Pepperell.

—Tenga, este pequeño bulto contiene las pertenencias que entregué a Margaret Reilly durante su estadía. Espero volver a verlo para concluir nuestra conversación —sostuvo LeFleur mientras se despedía del abogado a la salida del local.

—Quién sabe. No sé si tenga que volver por estas rutas en el futuro cercano —contestó evadiendo la verdad que conocía.

En realidad no era la primera ocasión que el abogado Kneehigh visitaba la ciudad. En tres oportunidades previas la había conocido. Todas ellas antes de hacerse abogado. La primera para ganar una apuesta con su maestro de ajedrez, la segunda, solo para cazar cocodrilos y visitar prostíbulos, y ahora, para ayudar a escapar una fugitiva. Mientras se despedía con atención aparente de LeFleur, recordó los años en que para él, la matemática del suizo era piedra y base angular de la Skull and Bones Society.

Margaret y Kneehigh salieron juntos de la oficina de aduanas. Salieron de la tesorería en espera de que el underground les contactara. Había partido a toda prisa de Virginia en dirección a Luisiana con tan solo una carta del reverendo John Brown en la que le pedía asumiera la responsabilidad legal por la mercancía que no pudo ser transportada para embarque al exterior. Conocía las claves para descifrar la información que realmente contenía la nota. No era una mercancía cualquiera como tampoco resultaba un encargo sencillo. Ignoraba las razones por las cuales Margaret Reilly regresó a un puerto del territorio sudista, o, si la sublevación sugerida por John Brown y rechazada por el soterrado, se desarrolló con algunos desvaríos de los planes originales en la Creole. En todo caso, Margaret Reilly tendría que ser sacada de Luisiana antes de que la atención noticiosa de los acontecimientos o las investigaciones de alguna de las aseguradoras o del gobierno, hiciera que su identidad verdadera se descubriera y fuera devuelta a la familia Ratcliff en Maryland. Mientras no recibieran instrucciones ambos tenían que permanecer en la ciudad. Pepperell decidió ocultar a Margaret Reilly como instrumentista de un prostíbulo localizado en los barrios marginales de la ciudad donde la música clásica cedía sus espacios a ciertas notas sincopadas. Tenía aspecto de burdel de mala muerte, pero no lo era. Ni siquiera habitaban en él mujeres de mala vida, aunque sí de cuestionable reputación.

—Son mujeres de dudosa reputación en la ciudad —sostuvo Kneehigh—, pero me han asegurado que usted no pasará inconveniente alguno.

—Mire usted, no veo ninguna diferencia entre la prostituta que no conozco y el esclavista. Ambos venden cuerpos.

—Viéndolo así tiene usted razón.

—Pero no se preocupe —repuso Margaret asiéndole su mano derecha—, si es el lugar más seguro para mí, ahí es que debo estar.

En el burdel, Margaret Reilly tocaba diariamente el violín detrás de una cortina. Los usuarios de los servicios humanos, solo escuchaban la tranquilidad que la música de cuerdas les deleitaba. Los sábados, día libre y de descanso para sus cuerpos, Margaret Reilly acercaba las cuerdas de su violín a las cuerdas de sus corazones con Paganini. En sus horas de ocio, en el salón de baile designado como sala de oración, daba clases de alfabetización a las prostitutas, y arengaba con los sonidos de las letras, las palabras y los verbos, sobre un mundo futuro sin esclavos del color o del sexo.

—Ustedes a pesar de ser mujeres blancas, y legalmente libres, conocen la esclavitud tan bien como yo pues se saben esclavas de hombres.

A pesar de su arenga y testimonio, no todas las prostitutas se interesaban por el bando de la abolición. Margaret les propuso y consiguió recolectar fondos que eran generosamente distribuidos entre un hogar de infantes y niños abandonados, las prostitutas ancianas desamparadas y una pequeña suma, cuando algo sobraba, para la causa abolicionista. Un sábado en la tarde arribó Kneehigh a su sala de oración y música. La encontró repleta de mujeres. Margaret Reilly en la madera que servía como pizarrón didáctico, había escrito: "24 Caprici per violino solo. Nicolo Paganini. Compositor y músico italiano." Luego tocó para ellas. Al concluir los veinticuatro movimientos, la sala, solo de mujeres de vida alegre, vitoreó desenfrenadamente vivas a la instrumentista. Entre la algarabía se encontraba el propio Kneehigh, quien, amante del violín, jamás pensó que de una mujer negra salieran tales prodigios musicales.

—La felicito señora Reilly, nunca pensé que tocara usted en el violín esas piezas tan complejas del gran compositor italiano. Gracias por ese hermoso regalo —dijo—. Conocí la obra de este gran violinista de la mano de un inmigrante que se había educado con el maestro —añadió.

Sentados en las sillas del pequeño auditorio, dedicaron toda la tarde a repasar la obra del maestro italiano, sus presentaciones, sus discípulos, y el futuro de esa música en un país como América, ante los cambios rítmicos que ella reconocía entre la negrura musical de la ciudad.

—Cuando toco alguna de sus piezas me siento como si navegara sobre un mar calmo en el que puedo ver la arena en el fondo claro y transparente —dijo Margaret.

No fue sino hasta ese comentario marino que Kneehigh recordó que debía preguntar sobre el evento de la Creole para remitir un informe escrito a los integrantes del underground.

—Es que tengo que informar, aunque ahora no sé a quién, sobre lo ocurrido.

Dijo esto luego de leer en la prensa que seguía los acontecimientos de la Creole, que el Estado de Virginia inició una redada contra todas las iglesias, ministerios y organismos sospechosos de tener vínculos con los revoltosos que promovían la causa abolicionista.

Margaret respiró profundo y acomodó su falda. Luego se puso en pie, recogió las notas musicales conteniendo la obra de Paganini que acababa de tocar, las colocó dentro de una gaveta al lado de la recepción y volvió a sentarse. Respiró otra vez, miró a todas partes y dijo a Kneehigh:

—Pues le cuento con gusto. Lo tengo todo grabado con imágenes, sonidos, olores, afectos y efectos en mi memoria.

El abogado extrajo un lápiz y su libreta de anotaciones de la chaqueta. Miró a todos los lados como si intuyera que alguien les escuchaba. Preguntó por un área un tanto más íntima, aunque menos privada, que la sala de oración.

—Sí —respondió.

Margaret le condujo hasta un balcón que daba a la parte posterior del edificio. En él había dos sillas de madera y un tiesto sembrado de plantas con flores.

—Siéntese Kneehigh, a pesar de que este es el mundo de la ilegalidad, aquí estamos seguros.

Ambos rieron por el comentario. Ocuparon sus asientos. Kneehigh cruzó sus piernas y dijo:

—Necesito me cuente todo.

—No sé por dónde empezar.

—Pues desde el principio estaría bien para mí. Usted dirá.

Bajó la cabeza, miró los pliegues de su falda, los tomó con ambas manos a nivel de su rodilla echándolos ligeramente hacia arriba dejándolos caer suavemente hacia abajo. Recordó que aceptó el riesgo de la travesía marina con la misma y absoluta confianza que aceptó las instrucciones del padre McCutchen en la carta escrita en latín. La misma correspondencia que primero destruyó y luego de rescribirla, hizo enviar al underground. En esa carta aceptó, al huir de la finca Moore, presentarse a la estación del tren en el término de días prefijado y ser enviada encadenada a un vagón de carga en dirección de un estado libre. En esa ocasión fue remitida en depósito a la atención de su "propietario" el Dr. Alexander Ross. Con detalles y descripciones, sonidos, imágenes, vivencias y colores, Margaret Reilly, sentada en la silla, narró al abogado su experiencia de ser remitida como esclava a Nueva Orleans durante la revuelta en la fragata Creole.