VI
En la ribera de la muerte,
hay algo,
alguna voz, alguna vela a punto de partir,
alguna tumba libre
que me enamora el alma.
¡Si hasta tengo el rubor de parecerme a mí!
¡Debe ser tan profunda la lealtad de la muerte!
Entre mi voz y el tiempo
Julia de Burgos
A LOS VEINTE AÑOS de edad, todavía sus pechos apenas repuntaban, pero sus manos prodigiosas entretenían a los invitados a las cenas de gala que los Ratcliff ofrecían a los comerciantes y mercaderes del algodón a la conclusión de la zafra una vez vendidos los fardos. Robert Ratcliff, estaba muy orgulloso de la joven negra que noche tras noche entusiasmaba sus invitados. La última noche de la vendimia algodonera, sentado en la mecedora del balcón acompañado del padre McCutchen, el señor Ratcliff la llamó a su lado y le preguntó:
—¿Eres feliz Margaret Reilly sabiendo que no puedes aspirar a ser otra cosa que ser esclava?
—Amo Ratcliff, la vida se afina como las cuerdas. Hay un grado intermedio en el que la cuerda se sostiene y produce tonalidades agradables, mientras que muy estiradas, o poco ajustadas son insípidas al oído. Siento que soy una cuerda afinada para el tono que debo producir y nada más señor —le contestó.
Ratcliff ni siquiera replicó, tampoco el padre McCutchen, mientras observó a la esclava tomar el violín que tenía en sus manos guardarlo en el estuche y solicitar permiso y retirarse, no sin antes escuchar al amo advertir que la producción algodonera no había rendido los resultados esperados por lo que los acreedores de Ratcliff iniciaron consultas para decidir los próximos pasos en torno a la Hacienda. Antes de que ello ocurriera, Ratcliff determinado a frenar la ejecución de sus bienes, consideraba la venta y arriendo de los esclavos que no necesitaría en el tiempo muerto. Ciento diez y ocho en total pagados en oro, suficiente capital para cubrir sus operaciones y cancelar sus préstamos. Ya pensaría qué hacer antes de que las siembras del año siguiente reclamaran intensa mano de obra esclava. Creyó prudente consultar a Dios, hablando con el padre McCutchen.
—No tengo idea de si es o no una buena opción —le contestó el padre.
—Pero usted se mueve por todo el Estado. Inclusive visita otros territorios. Usted sabe cómo está la situación.
—Nada está bien, nuestra Iglesia no está bien, el gobierno de Maryland necesita urgentes reformas y el gobierno federal requiere cambios, eso se lo puedo asegurar. Ah! y el país necesita las libertades prometidas en la declaración de la república! —sostuvo en una entonación que el rostro de Ratcliff reflejó con algún agrado, aunque ambos se referían a derechos de consecuencias distintas.
—Muy bien, pues me liberaré de un gran peso económico, eso es lo que ahora necesito. Los que no pueda vender, los arrendaré.
—¿A todos? —preguntó McCutchen.
—A todos —contestó Ratcliff.
A Margaret Reilly la consideró rentar por ochenta cabezas de ganado lechero a un mercader del Estado que le había sugerido el trato alguna vez:
—Si decide usted vender o disponer de alguna manera de esa muchacha, no deje de notificármelo. Me interesa.
Esa noche, para Margaret, todos los colores del mundo rugían como fieras en su cerebro pensando las inquietudes que la pregunta de Ratcliff y las advertencias de sus prestamistas habían provocado en su mente. Al día siguiente de las fiestas de la vendimia, al comenzar su sesión del curso de historia de Roma, el padre McCutchen propuso a Margaret la discusión sobre los acontecimientos producidos por el levantamiento de Espartaco.
—Un hombre, educado para divertir como mercenario a sus amos en las batallas libradas en los coliseos romanos. Cansado de vivir de la muerte, el esclavo y gladiador Espartaco se agrupó y, con un nutrido regimiento de hombres, estuvo a punto de derrotar al imperio romano.
—Nunca pensé que un hombre nacido esclavo pudiera atentar contra la institución. ¿Cuánto tiempo hace que dice usted que eso ocurrió?
—Hace más de veintiún siglos. ¿Crees que estuvo correcto y actuó bien Espartaco?
Margaret cerró los ojos, reclinó hacia atrás su cabeza, puso su mano sobre el rostro y contestó:
—Si fuera posible, yo haría lo mismo—contestó Margaret.
—¿Tomarías esa decisión?
—Ya le dije.
McCutchen hizo silencio. Margaret no hizo pregunta adicional alguna. El aleteo de una mariposa anaranjada y negra, rompió el balance de la conversación.
—Pues te queda poco tiempo.
—¿Para qué me queda poco tiempo?
Bajó el tono de su voz como si alguna otra persona estuviera presente o pretendiera escuchar la conversación.
—Tu amo ha contratado tu arrendamiento a la Hacienda Moore, una familia algodonera de Anápolis, al norte de Maryland. Ninguna persona trasladada en venta o arriendo de esa finca ha regresado con vida.
—¿Y qué puedo hacer para evitarlo padre?
—Tienes que escapar ahora —le dijo el padre.
Margaret tensó brazos y hombros. Apretó su quijada y movió sus labios de un lado a otro. McCutchen, acto seguido, le relató todos los esfuerzos realizados, con ayuda de la red, para enviar fuera del estado a cientos de hombres y mujeres sometidos a la esclavitud.
—Usted, que trabaja con dueños de hombres y mujeres salvando sus almas, ¿un conductor de cimarrones? —le cuestionó Margaret mientras escuchaba el relato.
—Jamás habría sospechado de usted —comentó, girando su cabeza muy despacio, en negación.
—Gracias. Yo tampoco —le contestó al interrumpirla—, pero mi deber y mi vocación es responder al llamado de San Ignacio, "En todo amar y servir", y tú has sido mi más complicado proyecto de liberación.
Le relató los insultos de su hermana, de su familia y otros amigos que desconocen su trabajo clandestino. Detalló las órdenes que recibió para cesar el trabajo con el soterrado al ser arrestados sus enlaces y comprometer el futuro de su trabajo. Cuando el Hope partía de Port Tobacco, llevando de regreso a su hermana y su cuñado, el negro que desembarcaría como turista, sustituiría a un esclavo que se haría pasar por él, pero fue arrestado junto con la tripulación, solo que, con peor suerte, fue convicto por no tener la documentación que certificara la autenticidad de ser negro libre. Le explicó todos y cada uno de los detalles requeridos para que escapara con su vida por la vía soterrada.
—Tengo miedo.
—Es natural, pero si te quedas, no tendrás tiempo siquiera para temer.
Finalmente, le entregó una carta. Contenía los contactos del soterrado. La había redactado en griego clásico dificultando la posibilidad de ser descifrada. Aparecía como remitente el Dr. Alexander Ross, el ornitólogo, quien, escudado en sus publicaciones sobre las aves, y los sinceros afanes científicos que profesaba, entraba, discurría y salía de los estados esclavistas libre de toda sospecha. Su destinatario no era otro que el delegado esclavista Jonathan Crawford.
—¿Este hombre, un delegado a las asambleas esclavistas, mi contacto?
—Tienes que depositarla en el correo de manera que los contactos se activen esperando por ti en cada uno de los puntos.
El asombro de Margaret no cesaba, como tampoco su preocupación de abandonar a la señora Ratcliff, el temor de escapar y el pánico de ser capturada, mientras McCutchen le desmenuzaba su versión de los detalles.
La Hacienda Moore, tan pronto recibió la nota del interés de Ratcliff en arrendar a Margaret Reilly, envió a su búsqueda, con una pequeña escuadra de vaqueros para transportar el ganado. Un asistente recién contratado llamado Edward Cooper era el responsable del transporte. Cooper era un hombre de limitada estatura, fortaleza sansónica, barba escasa y orejas pequeñas. En su disciplina para el trabajo estaba convencido que el mejor desempeño nunca era suficiente. Su vida personal, su mundo de familia y su vida social se sustentaba en una estricta educación moral calvinista recibida en el vecino Estado de Virginia, de donde era oriundo. Educado en la iglesia Bautista, ya adulto, recibió su preparación religiosa para ministrar y pastorear los fieles bautistas en el Estado de Maryland. Al ser requerido para misionar la prédica del evangelio en los territorios de Kansas, hacia los cuales grandes porciones de blancos empezaban a migrar, rechazó la encomienda.
—Allí no hay nadie a quien convertir, predicar o diezmar —les dijo.
A los pocos días fue obligado a renunciar quedando desempleado en la tierra y en los asuntos del cielo. Una vacante en la corte de Anápolis le permitió poner en práctica sus destrezas de organización y sus principios de estricto cumplimiento con los mandamientos, en esta ocasión, aquellos creados por el hombre. En su desempeño como asistente clerical, Cooper debió de asegurarse que las sentencias, multas y castigos que imponía la corte fueran firmados, publicados, cobrados y cumplidos como castigo de moral social y redención personal para el reo. Laboró por espacio de quince años para el sistema judicial, alcanzando el puesto de secretario regional a cargo del sistema estatal de justicia. En estos menesteres, conoció al abogado J. Meredith quien apenas comenzaba a dar sus primeros pasos en la profesión legal.
—Cuando necesite alguna asistencia, puede comunicarse o enviarme aviso, que estoy a sus órdenes —le dijo a Cooper.
Fue una promesa que cumpliría al pie de la letra, cuando dio aviso al abogado de que le faltaban ciertos documentos acreditativos para completar algunos de los casos presentados en su corte. En agradecimiento, el abogado bonificaba las gestiones del secretario, quien le reciprocaba con creces asegurándose que las sentencias en los casos de Meredith salieran con tal premura que se jactaba entre sus pares y clientes de que no necesitaba radicar un caso para prevalecer en esa corte. Cooper no tenía esclavos pues carecía de capital para costearlos o mantenerlos, aunque en realidad no tenía necesidad de ninguno para las tareas y labores que realizaba. Al ser cuestionado, siempre respondía:
—No tengo parecer alguno ante la institución. Ni vivo de ella, ni me deja beneficios de ningún tipo.
Claro está, era una simple expresión vacía del contenido que expresaba, pues expedía, sin reparo alguno, las certificaciones y órdenes de arresto a negros libres no residentes en Maryland, mandamientos de venta de negros libres los cuales, sin poder demostrar que no eran cimarrones, eran puestos a la venta para prestar labores fuera del Estado. Además, certificaba, sin reparo alguno, la documentación necesaria para la captura y disposición de esclavos fugitivos.
—Es mi trabajo y me encanta —decía, cuando recibía un veinte por ciento de los réditos de estas ventas como recompensa.
La recompensa era pagada con fondos pareados por el Estado y el propietario a la persona que entregaba al fugitivo que debía trabajo y servidumbre en otro Estado. La paga se hacía conforme a la distancia recorrida por el cazarrecompensas, reteniendo el sobrante para las operaciones administrativas judiciales de conformidad con las disposiciones de ley.
En uno de tantos procesos judiciales de extradición, conoció la paga por la cual trabajaba el cazarrecompensas en el Estado de Maryland por la búsqueda de negros fugitivos en los estados del norte. Era la paga que recibía él, como honesto burócrata, en dos años de labores.
—Señor Meredith, ¿usted cree que podría contactarme con alguien que necesite un asistente en la búsqueda de fugitivos? Yo conozco el sistema judicial y puedo tramitar los procesos que se requieren conforme a la legislación federal para extraditar fugitivos cimarrones.
—Claro que puedo. Tengo noticias de una vacante apropiada para que usted se inicie —contestó.
Aunque no era para el arresto de un fugitivo, Meredith le refirió a los Moore.
—Lo quieren contratar, con buena paga, para el envío de varias cabezas de ganado y traer, al regreso en pago del ganado, a la esclava Margaret Reilly.
—Pero, ¿cuál es la paga? —cuestionó Cooper.
—Es una labor de dos semanas, por una paga equivalente a dos meses de trabajo judicial.
—Esto es un buen negocio para comenzar —le dijo Cooper previo a la preparación de las operaciones de traslado de los bienes muebles—. Un buen comienzo, no hay duda.
La noche antes de ser entregada a la custodia de Edward Cooper, Margaret tuvo un sueño alarmante. El cielo estaba teñido de verde y hacía un frio ártico. Buscaba desesperadamente, sin éxito alguno, una estación postal. Solo que cuando la encontraba, se derretía al intentar hacer su entrada al correo. Finalmente, localizó la estación en la ciudad de Port Tobacco. Pudo entrar. Se dirigió a la casilla para comprar la estampilla de correos. Colocó sus manos en el mostrador. El cubículo estaba vacío. Ante sus ojos apareció un empleado postal. Era un esclavo con la cara de Temístocles, el escritor de tragedias clásicas, quien le hablaba en griego clásico y le exigía detalles del contenido de la carta. Solo entonces dudó que estuviera despierta. A pesar de que interrogaba una sola vez, un pequeño coro, repetía sus preguntas.
—Dígame qué dice la carta o no la puedo enviar a su destino.
—No sé —le contestó sabiendo que mentía— no leo griego.
—Pues no se preocupe, yo la leeré para usted.
Temístocles abrió el sobre de la carta. Comenzó a leerla en voz alta. El coro de la tragedia, repetía, con cierta cadencia, cada una de las estrofas dictadas por el escritor. Al concluir su canto, el coro se transformó en un comando de soldados atenienses que buscaban a Margaret la fugitiva. Cuando tocó su rostro y su cabeza, la tenía cubierta con una pieza de cartón y tela que la tapaba, por una lado, con el disfraz de la tragedia, y por el otro, con la máscara de la comedia.
—No importa se oculte usted bajo el capuchón de la muerte la reconoceríamos— gritaban todos a una.
—Ya sabía yo —gritó Margaret al soldado— por qué detesto el amargo sentido de las comedias clásicas —mientras era encadenada y lanzada al calabozo.
Despertó, aterrorizada, bañada en sudor, como cuando tocó los 24 Caprichos de Paganini en pleno verano. Tenía tanto miedo que pidió perdón a Dios por el pecado del padre McCutchen de haberla educado para luego sugerirle escapar, y su perversidad de haber aceptado y pretender huir de la voluntad divina. Se alzó del camastro, con la fuerza del pánico buscó la carta que le entregó el padre McCutchen. Hizo trizas la misiva clandestina que su memoria ya había retratado y enterró los pedazos en distintos lugares. Reservó el último pedazo para sí, se lo echó a la boca, lo masticó y se lo tragó como penitencia. Contrario a lo que pensó, le dejó un dulce sabor en el paladar.
A la mañana siguiente, desde la Hacienda Ratcliff, la joven Margaret Reilly, partió a Port Tobacco haciendo compañía a una de las hijas Ashmore. Al arribar fue con su ama hasta la oficina de correos donde depositó una carta que la joven Ratcliff remitió a su prometido ahora en gestiones comerciales en Gran Bretaña. Margaret también hizo sellar una carta dirigida a la fundación que auspiciaba y financiaba estudios científicos en aves desde Pensilvania. La carta sustituía la que le fuera entregada por el padre McCutchen para que la depositara en el correo una vez decidiera escapar.
Cooper siguió detenidamente el proceso. Los contratos certificando la legalidad del intercambio y transporte legal de Margaret Reilly, fueron entregados por él al secretario de la corte de Anápolis. Una vez validados y anotados en su registro civil, previo pago de los derechos de transferencia de bienes muebles, recibió en sus manos la autorización que validaba la entrega de la propiedad en la Hacienda Moore. La cadena de la esclava, sellada por una llave maestra bajo la custodia de los secretarios locales de cada tribunal, aseguraba, con alguna garantía, que la propiedad esclava transportada es la misma que la entregada. El funcionario mantenía por decreto legal, además de la llave, la autoridad legal para remover el sello del candado, lo cual hizo, acreditando, con el recibo del tributo estatal, la entrega oficial de la propiedad a su agente autorizado. Intercambió solo palabras oficiales con el funcionario reconociendo en él su antiguo oficio al mirar el recibo en sus manos. "Esclava fue entregada el 17 de julio de 1831 siendo las 2: 45 de la tarde." Unas cinco horas después, cerca de las siete de la noche, Edward Cooper la entregó en la Hacienda Moore donde recibió su paga.
Margaret fue presentada a la esclava encargada de las operaciones de la Hacienda quien le detalló el horario de alimentos, los turnos de trabajo para la alimentación de esa cabaña, la hora de oración diaria y la dominical. Camino a la barraca en la que habitaría, le dijo:
—Aquí somos episcopales. Se lo advierto porque fui informada que es usted católica. Pero es más que menos lo mismo, al menos en cuanto al resultado para nosotras, digo yo —dijo la matrona soltando una gran carcajada.
Las altas temperaturas y el circulante aire caliente, no fueron impedimento para que Margaret se lanzara sobre el camastro, después de un viaje incómodo y agotador.
—La cobardía requiere de valor —pensó al cerrar los ojos.
Al poco tiempo de recibirse la comunicación remitida por Margaret, el padre McCutchen fue informado por los ornitólogos de la noticia escrita a puño y letra. Era el texto íntegro del Salmo 50, Miserere mei Deus, en latín. Al final del salmo, concluía "Perdón, no puedo hacerlo".
Cuando se enteró, el jesuita se dijo en voz baja:
—Soy un fracaso —apretó sus ojos fuertemente, con el ceño fruncido y cabizbajo, lloró.