1. Ellos

Juan

Juan es superdotado. Es mucho más inteligente que la media de la población, de hecho, está entre el 1 % de las personas más inteligentes del país.

Juan es un tipo con muy buen humor, es capaz de sacarle chispa a casi todo y hacer ese comentario irreverente en medio de la exposición más seria de su jefe. Afortunadamente, se contiene y no la hace. Ya es el tercer trabajo en los últimos diez años y no puede seguir así.

Juan también es un despistado integral. Él dice que es la única persona capaz de estrellarse con la misma puerta de cristal tres veces seguidas, ante la atónita mirada de sus compañeros. En la última reunión se oyó un sonoro y colectivo «¡LA PUERTA!» treinta segundos antes de que chocara. Se volvió y dijo: «Ya, ya…» con una sonrisa en la cara.

Es habitual verle con un calcetín de cada color o con el jersey al revés. No pasa nada, no es importante, cuando se estaba vistiendo estaba pensando en otra cosa. Como cuando está leyendo un libro que le interesa o trabajando con su ordenador en algo que le atrae. Ya le puedes estar diciendo a un metro que vas a regalarle un par de millones de euros, te contestará: «Qué bien» sin escucharte en absoluto. Luego vienen los líos: «Si te lo dije ayer y te parecía bien».

Su despiste y su falta de atención vienen de lejos. Ya de crío se olvidaba la cartera en el colegio y los libros en casa, con la consiguiente bronca de los profesores. Cuando el maestro le hablaba en la escuela, él estaba mirando atentamente una mancha en el techo, a las nubes o soñando despierto con mundos lejanos. Más de un tirón de orejas y más de una expulsión de clase le valieron sus distracciones, aunque eso era mejor que estar atento a lo que explicaba el profesor y discutir sus razonamientos. Eso implicaba convertirse en la oveja negra y ganarse el odio de los docentes. Mejor callado y dedicarse a sus cosas.

Ya en el instituto empezó a tener graves problemas por su falta de atención, por no hacer los trabajos que le encargaban y por saltarse algunas clases con disculpas imaginativas. A pesar de todo, sacaba notas aceptables hojeando el libro el día antes del examen y así en casa le dejaban en paz.

Los últimos años de secundaria fueron muy duros, no tenía hábito de estudio y no le interesaba nada todo aquello. Quería que le dejasen en paz, investigar y aprender otras cosas por su cuenta. No quería someterse a la disciplina del colegio, ni creía en nada de lo que le contaban. Había optado por no discutir, por callarse y hacer lo que le daba la gana. Al final de curso las malas calificaciones llegaron sin remedio y tanto en casa como en el colegio empezó a enrarecerse el ambiente.

Le llevaron a un psicólogo que erróneamente le diagnosticó trastorno por falta de atención y pretendió medicarle. Pasó de la medicación y de seguir estudiando, abandonando su idea de ir a la universidad. Empezó a trabajar en lo que pudo para poder independizarse y vivir a su manera. Nadie le comprendía.

Julián

Julián llegó en un desapacible día de febrero. Al entrar en el despacho su figura se define ante la luz: un hombre de alrededor de 40 años, alto y corpulento. Viste de forma desenfadada, vaqueros y camiseta, algo que no le favorece por su exceso de peso.

Evita el contacto visual, mirando constantemente hacia los lados, pero nunca a la cara. Para hablar se tapa la boca de forma inconsciente. Gestos propios de una persona que intenta protegerse.

Me cuenta que está muy mal, cree que tiene depresión. Está harto de ser un tipo «raro». En la universidad su pareja se lo dijo al dejarle sin que hubieran llegado a tener una verdadera relación. Estaba enamorado de ella. Nunca más se ha atrevido a dirigirse a ninguna otra chica.

Continúa contándome su vida, es licenciado universitario, tiene un buen trabajo en una gran empresa, gana bastante dinero, pero vive con su madre y no tiene carné de conducir. No pudo sacárselo, lo ha intentado muchas veces, pero se bloquea por los nervios.

Le ocurre lo mismo cuando está cerca de una mujer que le gusta. Empieza a temblar, le entran sudores fríos, palpitaciones, y es incapaz de articular palabra. Huye.

Viene de una familia de clase media y ha recibido una educación restrictiva y rígida. Tiene muy buena relación con su familia, en especial con sus hermanos. En cierto modo es lo que le salva de estar completamente solo, ya que no tiene amigos.

Tenía algunos cuando estudiaba, pero poco a poco han ido construyendo su propia vida y familia. No ha sido capaz de hacer más; evita ir a fiestas y conocer gente nueva, no se encuentra cómodo con la gente. Prefiere estar solo, aunque así tampoco es feliz.

Sus problemas se agravaron a raíz de la muerte de su padre. Era su principal apoyo y cuando él murió se derrumbó.

Hay zonas en su vida de las que no se puede hablar, son intocables y solo alude a ellas cuando es imprescindible (siempre de pasada).

Empieza a ganar algo de confianza y me habla de su infancia. Era un niño gordito y llevaba gafas, en el colegio se burlaban de él y le maltrataban psicológica y físicamente casi a diario.

Nunca se lo había contado a nadie; de hecho, después de dos años de trabajar sobre estos recuerdos solo se lo ha comentado a un hermano.

En algún momento de su vida le hicieron un test de inteligencia y le dijeron que era superdotado. Pero él no entendió por qué no podía ser como los demás.

Solo quiere poder bromear, reír, salir con chicas, casarse, tener hijos y una familia a la que querer. Ser normal. Está harto de que todo el mundo le diga que es un tipo «raro» y de no encontrar a nadie que le comprenda. Se siente muy desgraciado.

Alberto

Alberto tiene 23 años. Es alto y de constitución delgada, aunque le sobra algo de peso. No se ha cortado el pelo desde hace muchos meses y se viste con dejadez, habitualmente con un chándal y una camiseta de manga corta tanto en verano como en invierno.

Su madre está desesperada porque ya no sabe qué hacer con él. Empezó dos carreras y las ha dejado. Ya no va a la universidad, duerme hasta mediodía y no hace más que pasarse el día conectado al ordenador.

No hace deporte, no sale con amigos y no habla con nadie (ni siquiera con su madre o su hermana).

Cuando le presionan dice que sí a todo, pero después no hace nada de lo que ha prometido y miente para ocultarlo.

Cuando intento hablar con él se queda impasible. Le pregunto acerca de su vida, de cómo se ve y qué aspiraciones tiene, pero lo único que consigo son respuestas de una o dos palabras. Nunca una verdadera conversación.

Alberto está en tratamiento contra la depresión, no tiene amigos, nunca ha tenido una novia y se siente muy infeliz.

Pasa mucho tiempo conectado al ordenador, pero prácticamente ni entra en las redes sociales. Le entretiene jugar a videojuegos en red con desconocidos.

No va a la universidad porque se siente mal, y tampoco conoce a nadie a pesar de llevar casi dos años cursando la misma carrera.

No sabe qué quiere hacer con su vida o con su futuro (ni siquiera a corto plazo). Solo percibe que se siente mal y que su madre no lo deja en paz.

Miguel

Miguel tiene 8 años. Es un niño rubio, con ojos azules y una cara muy dulce. Es agradable y divertido estar con él.

Viene a verme porque en el colegio es un niño triste, que no juega con el resto de los niños en el patio, y la profesora cree que puede tener problemas de sociabilidad.

Me comenta que no le pasa nada, que todo está bien.

Intenta hacer amigos, pero no lo consigue y no entiende por qué.

Algunos niños lo llaman tonto, pero él prefiere callarse a responder.

Su madre está preocupada porque cada día parece estar más deprimido y sin ganas de ir a clase.

Luis

Luis es un niño muy activo, físicamente fuerte y que mira con desconfianza y atrevimiento al mismo tiempo. Tiene 9 años y ya ha pasado por tres colegios diferentes.

Su madre me dice que siempre han tenido problemas con los profesores y con otros niños, que Luis es muy bueno, pero que le pasan cosas.

Luis comienza a contarme una anécdota: una niña ha intentado colarse en la cola de entrada al comedor y eso no está bien. «Yo se lo dije, pero no me escuchaba. Volví a decírselo, me gritó y me dijo que la dejase en paz. La cogí del brazo, me empujó y le di una patada. Luego los otros se pusieron todos contra mí y me insultaron». «Se lo digo al profesor y no me hace ni caso o me castiga. Es injusto».

«Nadie me escucha, estoy harto…».

Alejandra

Alejandra tiene 10 años, es una chica fuerte y despierta. Ha tenido muchos problemas en el patio. Se hace respetar a golpes si hace falta.

Sus padres la han traído porque comienza a estar desmotivada, ha dejado de estudiar y no quiere volver a clase.

Tiene graves síntomas de ansiedad, no duerme, ha dejado de comer y llora con facilidad.

En el comedor se meten con ella, le quitan el plato y la servilleta. El último día se enfadó y le echó una jarra de agua por la cabeza a otra niña. Los profesores están muy preocupados por su agresividad.

Nadie la entiende.

Lucía

Lucía tiene 6 años y siempre ha sido excesivamente correcta, pero, al ser la primera y única hija, sus padres no se cuestionaban nada. Desde muy pequeña disfrutaban de su conversación y les encantaba responder a sus curiosas e imaginativas preguntas. Su forma de pensar les sorprendía.

Pero desde los 4 años ha comenzado a sentirse diferente, siente que no quiere existir, que la vida es aburrida y no entiende por qué tenemos que nacer. Dice que no quiere ser una persona, que le gustaría ser invisible para poder ver qué hace la gente.

Aparentemente es muy sociable, pero su actitud cambia radicalmente cuando se despide de sus amigos y se queda con su madre. Se pone seria y comienza a criticar sus actitudes. No aguanta más, todos son más felices que ella porque hacen lo que quieren y ella no puede. Es en ese momento cuando explota y empieza a gritar y a llorar preguntando por qué ha tenido que nacer.

A sus padres les preocupa su agresividad y su continua frustración. La han llevado a un psiquiatra y a un psicólogo, aconsejados por su pediatra, pero no han sabido ayudarles. El psicólogo manifestó que podría tener alta capacidad, pero, lamentablemente, no le hizo la prueba de inteligencia. Le hizo un test de personalidad y llegó a la conclusión de que era muy madura para su edad, con una gran empatía (valores humanitarios) y una baja autoestima. Dedujo que todo lo que decía tenía que haberlo oído en algún lugar, aquellas palabras no podían ser propias de una niña de su edad.

Sigue con los mismos problemas. No le gusta hablar de ellos porque se deprime, solo explota cuando se encuentra al límite. Llora. Después de abrirse, me abraza y me susurra entre sollozos que nadie puede ayudarla. Finalmente sus padres han decidido hacerle una prueba de inteligencia.

Marcos

Marcos es un niño de 9 años con alta capacidad. Su rendimiento académico es estupendo, pero la conducta disruptiva es continua y está constantemente metido en líos.

En su colegio siempre han sido conscientes de que es un niño muy inteligente. Sus padres siempre han estado en contacto con el departamento de orientación porque sufrió acoso escolar desde los 3 a los 6 años (no se enteraron hasta los 5 porque era muy introvertido).

Los profesores no parecen estar preparados para enfrentarse a un alumno tan difícil; todo lo achacan a la conducta y a que el problema es la educación recibida en casa. Marcos está etiquetado, sufre castigo tras castigo y no se le reconocen los pequeños avances para mejorar su comportamiento.

Bajan sus notas (lo que le enfada aún más) e incluso han intentado suspenderle. Pero fuera del ambiente escolar (en su casa, en la de sus amigos o realizando actividades extraescolares) su comportamiento es ejemplar, por lo que sus padres entienden que el problema se encuentra en el colegio. Desde casa poco pueden hacer salvo hablar continuamente con él, prestarle, si cabe, más atención y secundar las medidas disciplinarias del colegio que, todo sea dicho, últimamente son excesivas. De hecho, al intentar hablar nuevamente con el director, este les ha amenazado con la expulsión del niño si la familia no presta más interés.

Marcos dice que se aburre en clase y no quiere ni oír hablar de un cambio de colegio. Sus padres están desesperados y ya no saben qué hacer.

Rosa

Rosa tiene 19 años y un cociente intelectual de 143. Sus padres aguantaron su indisciplina todo lo que pudieron, pero finalmente la metieron en un internado para que hiciera tercero y cuarto de secundaria. Tras mucho sufrimiento e incontables disgustos consiguieron que terminase la secundaria.

Al comienzo de bachillerato volvió a su casa y se matriculó en un centro distinto, ya que sus padres estaban convencidos de que en el anterior la habían etiquetado. En este podría comenzar de cero y si mantenía una actitud más discreta acompañada de buenas notas, podría pasar desapercibida. No funcionó.

Su comportamiento le pasó factura y terminó etiquetada en todos los centros por los que pasó. Finalmente, abandonó bachillerato (no terminó segundo), dejó todos los deportes que practicaba y quiso trabajar. Después decidió volver a estudiar, pero algo alejado del camino oficial.

Sus padres piensan que en su momento podría haberle ayudado relacionarse con otros niños de alta capacidad o superdotados con sus mismas, o parecidas, inquietudes y que podrían haberle servido de apoyo y de estímulo. Creen que uno de los mayores problemas de su hija es que se siente diferente y sola.

Al principio confiaban en que al ir cumpliendo años su alta capacidad le permitiría comprender su situación y reaccionaría amoldándose al mundo que la rodeaba. Sin embargo, no ha sido así, y, como ya no «obedece», ahora se ven incapaces de tomar otras medidas.

José

José tiene 8 años. Desde los 5 tiene problemas en el colegio. En su casa o en casa de familiares a veces es inquieto, cuestiona ciertas normas, pero en general se porta bien. Es en el colegio y en el campamento donde surgen los problemas.

Le expulsaron de su primer colegio (privado) con solo 5 años, y en el segundo, aunque dijeron que estaban preparados y tenían un psicólogo en plantilla, tras solo tres meses de curso aconsejaron a sus padres que lo cambiaran de centro. Les pidieron pruebas de todo tipo: evaluación neurológica y psicopedagógica, pero solo obtuvieron un diagnóstico de superdotación con síntomas de trastorno negativista desafiante (aunque solo era desafiante en el colegio). Le pusieron muchas etiquetas y hasta sus propios compañeros de clase decían que estaba loco.

Realizaron el cambio a un colegio público a mitad de curso; José tenía 6 años. A los pocos meses, su profesora les comentó que era un niño mal educado y que su comportamiento se debía a una total falta de disciplina y de control en casa. La realidad en su hogar no podía ser más diferente: reglas y normas pegadas en la nevera, disciplina y mucha comprensión. Sin embargo, los docentes hacían caso omiso a las palabras de unos padres abnegados.

Por suerte, tras dos años de control con tarjetas de colores y semáforos para evaluar el comportamiento de cada clase, una profesora supo motivarle a través de un concurso de lectura (llegó a leerse 150 libros de septiembre a enero), le hizo encargado de la clase, le dio responsabilidades y a todos aquellos que terminaban antes sus fichas les animaba con trabajos más interesantes. Su comportamiento fue intachable. Este cambio determinó que el problema no era Luis, sino la falta de estímulos por parte de los colegios.

Sin embargo, este año ha vuelto a cambiar de profesor, le entiende menos y José ha perdido de nuevo el interés, sus problemas de comportamiento han reaparecido, padece ansiedad y su enuresis ha vuelto.

En las pruebas de alta capacidad ha obtenido un CI de 140.

Es infeliz y se siente profundamente desafortunado. Está en manos del profesor que le toque. Si este se aplica, intenta entender al niño y le motiva, José se porta mejor. Si le ignora e intenta que siga el ritmo de los demás… José es incapaz y empiezan los problemas.


¿Qué tienen en común todos ellos?

Son diferentes.

Son diferentes y no entienden por qué esa diferencia les afecta y les hace infelices.

Son superdotados.