Ya ves; lo que es no es

Barrio de Zemun (Belgrado)

12 de mayo de 2011, a las 17:10

El colmillo de Carapocha asomó entre sus labios cuando recibió el e-mail de Goran. Trató de repasar mentalmente las escenas que deseaba vivir en unas horas, pero la preocupación por el estado de su hija no le permitía concentrarse. Acababa de subir de la farmacia, donde había comprado algunos medicamentos con la esperanza de que Erika accediera a tomárselos. Seguía encerrada en su cuarto desde que llegaron. A pesar de que pudo contarle con detalle el plan que tenía para tratar de poner el punto final a su relación con Orestes, no consiguió sacar ni una sola palabra de su boca. No pensaba en otra cosa que en alejar a su hija de todo aquello o, dicho de otra forma, alejarla de él. No alcanzaba a entender cómo había estado tan ciego para no ver que la estaba arrastrando con él en su descenso a los infiernos. Si esa noche salía como esperaba, todo iba a cambiar.

El psicólogo se aferraba a aquella esperanza.

Se giró hacia la puerta de la habitación y un interrogante se dibujó en su cara; estaba entreabierta. Con sigilo, se acercó y trató de distinguir alguna forma. No había luz dentro y empujó suavemente la puerta.

—¿Erika?

La luz corroboró sus peores sospechas. Ella no estaba, pero sí su teléfono móvil y el arma que le había dado.

Aquella era una muy mala señal, aunque… quizá había decidido marcharse.

La incógnita le hizo golpear la pared.

Todavía le temblaba el pulso cuando salió a la calle para buscarla.

Barrio de Stari Grad

En el instante en el que vio los dos coches de policía frente a la puerta de su hostal, Sancho trató de gritar al conductor para que acelerara; sin embargo, las palabras se le cuartearon en la boca. Seguía con las cuerdas vocales dañadas, pero anímicamente reparado. Tuvo que indicarle varias veces con la mano que siguiera adelante. El taxista aceleró con una mueca de desprecio que fue respondida por el inspector con la misma receta con la que había despachado a dos ejecutivos haría un par de horas.

Tras la huida, se había despertado en aquella nave, con el cuerpo como un cubo de desechos y con un enorme boquete en el estómago. No quiso calcular las horas sin comer; aun así, el cuerpo seguía priorizando la ingesta de líquido. Salió caminando de la zona industrial en dirección a las calles más comerciales de Dorćol, el barrio con mayor concentración de restaurantes de Belgrado. Entró en una tienda y compró una botella de agua de un litro; invitó Kapllani. Sabía que debía beberla con calma, pero no lo logró. No tardó en asociar la cara de asco que le brindó la dependienta de la tienda con su aspecto físico y algo después se coló en un bar a asearse pensando que ya tendría la oportunidad de lavarse a fondo cuando llegara a su habitación. El espejo le esputó la imagen de un mendigo diez años mayor que él, con la cara ennegrecida, barba polvorienta, ojeras abisales y ojos enrojecidos. Su vestimenta estaba a la altura. Se lavó lo mejor que pudo y advirtió que las heridas de las uñas estaban empezando a infectarse, así como los tajos en los antebrazos y en las muñecas.

Necesitaba comer, curarse las heridas y darse una buena ducha —por ese orden— antes de pensar en nada más. Solucionó lo primero en uno de los muchos puestos de comida rápida que se encontraban repartidos por la calle Francuska. Dos ejecutivos encorbatados contemplaron con más repugnancia que asombro cómo devoraba seis porciones de pizza prácticamente sin masticarlas. Sancho se percató de ello y les dedicó una sonrisa trufada de jamón y queso a medio masticar, que llevaba implícito un cristalino «Que os den por el puto culo, mamones de mierda»; también convidó Kapllani. Seguidamente, entró en una farmacia. Compró el botiquín más completo que tenían, con antiinflamatorios, antibióticos y el analgésico más fuerte; una vez más, subvencionado por el difunto hombrecillo. Se sentó en un banco algo apartado del parque Studentski y extendió todo el kit farmacéutico. Tragó dos pastillas de cada antes de proceder con la reparación de las uñas. Primero, recortó con la tijera las partes levantadas y limpió con agua oxigenada las numerosas impurezas que tenían adheridas. A continuación, fue generoso con el antiséptico dermatológico antes de cubrir las primeras falanges de cada dedo con gasa y esparadrapo. Dejó como postre el dedo índice de la mano derecha, que sufría las consecuencias de ser el que más trocitos de cemento había arrancado de la pared. Una fina capa amarillenta ocupaba el lugar dejado por la uña. Le dolió menos de lo que esperaba, concluyendo el trabajo de forma altamente satisfactoria. Puso el broche en la cura de los cortes. Solamente uno en la muñeca izquierda aconsejaba aplicar puntos de sutura, pero recibió el mismo tratamiento que el resto de heridas: limpieza, desinfección y vendaje. Cuando se incorporó, le sobrevino un vahído y tuvo que volver a sentarse durante unos minutos.

Una vez recuperado, buscó otro taxi que le llevara al hostal; sin embargo, ya nunca volvería a entrar en la habitación en la que tenía su pasaporte.

En el taxi, mientras se alejaba del control, se preguntaba cómo habría dado con él la policía, y no tardó en encontrar la respuesta en cuanto advirtió que no llevaba su móvil encima; tampoco su cartera. Haciendo memoria, recordó haber guardado el teléfono dentro de la guantera del coche de Carapocha, cuando trataba de comunicarle que había apresado a Augusto en aquella taberna. Durante unos segundos, se arrepintió de no haberle volado la tapa de los sesos en el baño, y se prometió a sí mismo que no lo dudaría la próxima vez que se cruzara con él. Respecto a la cartera, supuso que probablemente habría sido pasto de las llamas; consecuentemente, estaba indocumentado.

Sancho notó que iba recuperando progresivamente la facultad de hablar, pero le dolían las cuerdas vocales cada vez que pronunciaba una palabra. El oído izquierdo seguía inoperativo por completo. Utilizando el lenguaje internacional de los gestos, se hizo entender con el taxista para que le llevara a una tienda de ropa. Le dio los tres mil doscientos veinte dinares que marcaba el taxímetro y le pidió que esperara fuera. No tardó en salir con dos bolsas en la mano con calcetines, calzoncillos, un pantalón vaquero y una camisa negra para llevar por fuera del pantalón; efectivamente, todo patrocinado por el señor Kapllani. Solo quiso conservar sus zapatos de Coronel Tapioca a pesar de su lamentable aspecto.

El siguiente paso consistía en asearse por completo y, a falta de ducha, le indicó al taxista que le llevara a algún bar cercano. Al bajar del coche, el conductor reconoció el bulto que se marcaba en la espalda de aquel pelirrojo con pinta de psicópata peligroso. No tardó en marcar el número de la policía.

Mientras, Sancho pidió una cerveza y se encerró en el baño. Se desvistió por completo y trató de asearse a conciencia, con fiereza y determinación. Se puso la ropa nueva y metió la vieja en las bolsas. El espejo del baño le devolvió una imagen de sí mismo algo mejorada y se habría afeitado la barba si hubiera disfrutado de algo más de tiempo. Cuando salió, apuró la pinta de tres tragos y dejó quinientos dinares en la barra.

Miró el reloj, las 19:55.

Solo tenía un sitio donde ir.

Splavovi de la orilla del Danubio (Belgrado)

Fue una sensación extraña, casi inédita.

Romper con Orestes había resultado menos traumático de lo que esperaba, y me veía reforzado en mis convicciones aunque arrastraba un dulce pesar.

Busqué una canción del Maestro. Solo la voz de Bunbury se ajustaba en aquel momento precioso. Se conocía como Cementerio en mis zapatos o Dos clavos a mis alas; para mí, era la primera melodía de mi nuevo presente.

Aquí y allá, no he buscado enfrentarme con nadie,

sé que puedo vivir unos días sin aire.

Pero es mejor respirar y así me va…,

la actitud no es moneda de cambio,

este año te dejan a un lado.

Y mañana te dejas querer.

La salud se va dinamitando sin poder evitarlo.

Y aun así, esperaré por un beso en la otra mejilla,

y corro el velo que todo lo olvida.

Y vuelta a empezar, no he buscado enfrentarme con nadie,

sé que puedo vivir unos días sin aire.

Pero es mejor respirar y así me va…,

la actitud no es moneda de cambio,

este año te dejan a un lado.

Y mañana te dejas querer.

La salud se va dinamitando sin poder evitarlo.

Y aun así, esperaré por un beso en la otra mejilla,

y corro el velo que todo lo olvida.

Todavía no eran las 21:00 y ya se podía saborear el ambiente.

Era mi noche de despedida y no podía marcharme de Belgrado sin degustar por última vez la vida nocturna de una de las capitales europeas con más posibilidades en la materia. No me llevaba un buen recuerdo de la ciudad, aunque tuviera asociado el renacimiento de Augusto y el haber conocido a Magda. No podía dejar Belgrado como una hoja en blanco.

Al día siguiente, tenía previsto empezar el periplo que habría de llevarme por las ciudades más importantes de Europa de la mano de Rammstein. El grupo estaba recorriendo el mundo desde enero con su gira Made in Germany, y tenía previsto terminar en mayo de 2012. El 11 de junio regresaban a Europa —concretamente, a Bratislava— tras su estancia en el continente americano, y allí estaría yo también. Zagreb, Budapest, Praga, Viena, Múnich, Berlín, Zúrich, Moscú, San Petersburgo, Helsinki, Estocolmo, Oslo, Copenhague, Londres, París, Rotterdam y Amberes serían algunos de los próximos escenarios en los que continuaría escribiendo mi obra. Pero antes, pasaría por casa. Tenía que recuperarla.

La coyuntura me generó la necesidad de escuchar al grupo alemán y me puse los auriculares.

La perspectiva no podría ser más halagüeña y, quizá, coincidiría con Magda en alguna de esas ciudades; echaba de menos las conversaciones con aquella misteriosa mujer. Me pregunté si sus vivencias habrían intervenido en mi decisión de separarme precipitadamente de Orestes y me propuse averiguarlo. ¿Era Augusto realmente tan influenciable? ¿Sería capaz de continuar con mi obra sin mi otra mitad?

Pronto lo sabría.

La zona estaba repleta de jóvenes ávidos de fiesta llegados de todos los rincones de los Balcanes y de turistas, muchos turistas. Llevaba una mochila con mis herramientas colgada del hombro por si surgía alguna oportunidad. Por supuesto, me quité el bochornoso apósito que tenía plantado en mi cara. Por motivos estéticos, sí, pero principalmente para poder meterme lo que me quedaba de la farlopa eslovena. La hinchazón había bajado y podía respirar casi con toda normalidad; prácticamente, no me dolía y hasta me gustaba ese color morado que resaltaba en mis ojos. Me noté con ánimo y traté de borrar de mi cabeza todo lo que no tuviera que ver con el propósito de aquella noche.

Empezó a sonar Te quiero, puta e inconscientemente me arranqué a cantar imitando la misma deficiente pronunciación en castellano que Til Lindemann.

¡Hey, amigos!

¡¡¡Adelante, amigos!!!

Vamos, vamos, mi amor.

Me gusta mucho tu sabor.

No, no, no, no, tu corazón,

mucho, mucho tu limón.

Dame de tu fruta, vamos, mi amor.

¡¡Te quiero, puta!!

¡¡Te quiero, puta!! (Ahhh, qué rico).

¡Ay qué rico! Un, dos, tres.

Sí, te deseo otra vez.

Pero no, no, no, tu corazón,

más, más, más de tu limón.

Querido…

Dame de tu fruta,

dame de tu fruta, vamos, mi amor.

¡¡Te quiero, puta!!

¡¡Te quiero, puta!! (Ahh, qué rico).

Entre tus piernas voy a llorar.

Feliz y triste voy a estar.

Feliz y triste voy a estar.

La letra sonaba tan irracional como el estado de ánimo en el que estaba inmerso. Gritando el estribillo recorrí las plataformas flotantes en busca de un lugar en el que poder dar el banderazo de salida a mi última noche en Belgrado.

Noté un grado de excitación sexual del que no disfrutaba desde hacía demasiado tiempo.

Aquella iba a ser una gran noche.

¡¡Te quiero, puta!!

¡¡Te quiero, puta!! (dame más, dame más).

¡¡Te quiero, puta!!

Entré en la primera plataforma en la que detecté el ambiente que estaba buscando: agitado pero estable. Me dediqué a observar cuanto me rodeaba delante de la primera cerveza de la noche.

Cuando la reconocí, se me iluminó el rostro.

Un excelente presagio.

Mi suerte empezaba a cambiar.

Kafana Dačo (barrio de Zvezdara)

Carapocha llegó con casi una hora de antelación a la cita.

Tenía que hablar con Ivica y, aunque no iba a darle más detalles de los que necesitaba saber, requería de su colaboración. A pesar de lo crucial de aquel encuentro, estaba mucho más preocupado por Erika que por sí mismo. La buscó durante dos horas por la calle sin ningún resultado. Deseó que su hija hubiera decidido coger un avión y se hubiese marchado muy lejos.

No era así.

En cuanto vio a Ivica, le puso la mano en el hombro.

—Amigo, hoy necesito que me hagas un gran favor.

—No me gusta ese tono con el que me lo dices, me estás preocupando.

—Estoy asustado.

—¿Tú?

—Sí, lo estoy, pero conseguiré deshacerme de todos mis problemas si me echas una mano. Vamos a sentarnos en un lugar más tranquilo —sugirió.

Splavovi frente al Hotel Jugoslavija

Orilla del Danubio

A Erika le sentó bien la caminata para aclarar las ideas. Hizo una prospección previa de los splavovi analizando el tipo de clientela que tenían en las terrazas. Su único propósito era emborracharse.

De forma inconsciente, memorizó los nombres y el orden en el que se encontraría cada bar o restaurante en el camino de regreso hasta su primera parada. Decidió inaugurar la noche en el Cuba Bar con un mojito o dos. Seguidamente, comería algo de pescado en el restaurante Club Bahus y remataría en el Amsterdam, un garito del que le había hablado especialmente bien aquel niñato que se tiró la noche del rapto. Erika no buscaba compañía, lo que realmente quería era disfrutar de unos momentos de reflexión en los que el alcohol la ayudara a terminar de desordenar sus ideas para colocarlas después.

Durante el confinamiento voluntario en su habitación, trató de dejar la mente en blanco y esconderse de aquellas imágenes acromáticas y distorsionadas que le evocaban ese olor nauseabundo. Quería borrar el eco de su voz jadeante y arrancarse la piel para eliminar las huellas de su tacto resbaladizo. Nada de eso funcionó. No tuvo más alternativa que trastear en su memoria y colocar cada fotograma; uno a uno. Lo más extraño no fue que consiguiera hacerlo sin esfuerzo, lo extraordinario resultó ser la intrascendencia con la que afrontó la escena final. No encontró ningún vestigio de alguna emoción que se pareciera al remordimiento.

Asepsia total.

Llegó a una conclusión: lo que es no es. Eso la estaba ayudando. También se le había pasado por la cabeza poner distancia con su padre o, incluso, levantar un muro infranqueable entre ellos. No obstante, lo cierto era que nunca se había sentido tan viva como en aquellos momentos.

Blindada.

Aquella tarde, Erika decidió dar un paso adelante. De alguna forma, tenía motivos para celebrarlo, o puede que necesitara emborracharse para evitar pensar en el descabellado propósito de su padre. Su última frase tañía una y otra vez en su cabeza.

«Acudirá. Estoy seguro de ello, pero le estaré esperando esta vez. No podrá resistirse. Confía en mí».

A continuación, le explicó detalladamente los motivos por los que era indispensable que ella no interviniera. No le gustó la idea, pero el razonamiento tenía tanto peso que ni siquiera pudo rebatirlo. Más tarde, cuando se despertó, Erika no sabía si hacer la maleta y marcharse tan lejos como la llevara el primer avión que saliese de Belgrado o quedarse junto a su padre. Se había ido de casa sin tomar una decisión, pero ya lo tenía claro y se lamentó por no poder comunicársela mediante un abrazo. Quería paliar el estado de ansiedad en el que se encontraba con un mojito por vía intravenosa y aceleró el paso.

El siguiente splavovi era el Amphora River Caffé, cuyos clientes parecían sacados de una revista de moda. Demasiado refinado para sus pretensiones.

De repente, un olor hizo que sus neurotransmisores se desbocaran: tabaco aromatizado a vainilla. Giró la cabeza y localizó el origen. Estaba a menos de veinte metros. Le costó reconocerle, quizá porque se negaba a creerlo.

Ni siquiera pudo pestañear.

Le estaba dando la espalda, pero estaba completamente segura.

Era Augusto.

Seguía paralizada por completo mientras su cerebro registraba una actividad frenética. Volvió a las imágenes recogidas por las cámaras del Hotel Moskva.

Se mordió el labio y, finalmente, cayó en la cuenta.

Encajó todas las piezas en menos de tres segundos, pero tardó siete más en reaccionar.

—Hijos de la gran puta —farfulló desesperada.

Calculó mentalmente que no habrían pasado ni cinco minutos desde que al pasar por el casino se fijara en la hora que marcaba el reloj de la fachada: las 21:14.

Sacó un papel y escribió una nota en inglés. Se la entregó a un camarero y le indicó lo que debía hacer con ella.

Le pagó y salió disparada.

Tenía que llegar a tiempo.