El legado es dramático

Ciudadela de Kalemegdan (Stari Grad)

7 de mayo de 2011, a las 13:15

Tu madre siempre decía que cualquier día encontraría la tumba de Atila entre estas piedras y que nunca desvelaría el secreto.

—¿Está enterrado aquí? —cuestionó Erika.

—Se dice que le enterraron en la confluencia del Danubio y el Sava, junto a una gran fortaleza, pero son simples rumores. Siguiendo la tradición de los hunos, hicieron matar a todos los que intervinieron en el sepelio para evitar que sus restos fueran exhumados y ultrajados por sus enemigos. A los belgradenses les encanta alimentar esta leyenda.

—¿Cómo murió?

—La teoría principal apunta a que fue por una hemorragia nasal durante la celebración de su noche de bodas, otros dicen que murió fornicando con su nueva esposa, y algunos que fue envenenado por esta. ¿Quién sabe?, ¿qué importa? Esto mismo sucederá dentro de quinientos años cuando alguien pregunte cómo murió Bin Laden.

—No hace falta que pase tanto tiempo, hace cinco días que le mataron y todavía no se sabe nada a ciencia cierta.

—Pero… ¿le han matado? —preguntó irónicamente el psicólogo.

—¿Quién sabe?, ¿qué importa? —Parafraseó Erika intencionadamente.

Carapocha emitió un sonido parecido a una carcajada que no tuvo en su hija el efecto de contagio que esperaba. El ruso retomó la palabra.

—Mira, desde aquí se puede ver el barrio de Dorćol. Toda aquella zona a su derecha es Stari Grad, que ya conoces, y lo de allá atrás es el barrio de Kosančićev Venac. ¿Ves aquel edificio de allá? —señaló Carapocha.

—Sí.

—Allí estaba la antigua Biblioteca Nacional, que fue totalmente destruida en 1941 por las bombas alemanas. El ser humano está convencido de que destruir la cultura de otros pueblos es el camino más fácil hacia su dominación. Lo llevamos haciendo durante siglos.

Erika no se inmutó, Carapocha se giró y la agarró de la barbilla con delicada firmeza para enfrentarse con sus ojos.

—¿Cuándo has dejado de tomar la medicación?

Erika se zafó y se tomó unos segundos antes de contestar.

—No sé. Hace unas semanas.

Blyad! ¿Por algún motivo en especial?

—No. Simplemente quería dejar de tomarla.

—¿Y qué conclusiones sacas?

Erika resopló con desgana.

—Que mi enfermedad forma parte de mí y que no quiero seguir escondiéndola.

—No se trata de esconderla, se trata de controlarla, pero eso es algo que solo tú puedes decidir. Solo pensé que querrías consultarlo conmigo antes de tomar esa decisión. ¿Creías que no me iba a dar cuenta? Tus ojeras por falta de sueño, la cuenta del minibar, tus salidas nocturnas a escondidas… ¿Se puede saber dónde vas? ¿Qué estás buscando? Ten clara una cosa: puedes vivir sin la medicación, pero vivirás peor.

—¿Y cómo sabes eso? ¿Lo dices porque lo has leído en tu «Manual del buen padre psicólogo» o en «Cómo recuperar a una hija en dos semanas»?

Carapocha trató de digerir las palabras de su hija antes de hablar.

—Erika…, no seas tan cruel conmigo.

—¿Cruel? No tienes ni idea de cómo me siento. ¡Ni te importa! Únicamente te interesa lo que tiene que ver con tu maldito cuaderno. ¿Cruel?

—Está bien, Erika. Cálmate, por favor.

—No. No me da la gana calmarme. ¡No puedo ni quiero! Te he seguido hasta aquí. Te he demostrado que puedo estar a la altura. ¡Estoy preparada!

—Lo sé, hija, pero ahora tienes que tranquilizarte. Confía en mí.

—¡¡Confianza!! —bramó—. ¡Precisamente de eso se trata, de la jodida falta de confianza! ¡¿Por qué no empiezas tú por aplicarte la receta?! Veamos, ¿por qué estoy aquí?

—Tú insististe, si no recuerdo mal.

—Sí, pero para que me hicieras partícipe, no para ser espectadora de lujo de las hazañas de mi padre, el cazador de asesinos en serie. Ni siquiera me has contado por qué dejaste marchar a Augusto. ¡¡Ni siquiera eso!!

—Cálmate, Erika, te lo ruego —insistió su padre bajando el tono de voz.

Erika se arrodilló y escondió la cara tras sus manos. Carapocha se sentó en un sillar que emergía del suelo y que, algunos siglos atrás, había formado parte de la muralla de la fortaleza.

—¿De verdad quieres saberlo? —cuestionó pasando la mano por la nuca de su hija.

—Necesito entenderlo —susurró.

—Está bien, tienes razón. Veamos. Creo que ya te he contado con detalle nuestros encuentros en Nueva York, Berlín y, el último, en Vizcaya.

Erika hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza.

—Bien. Para entonces, yo tenía claro que estaba tratando con un potencial asesino en serie, y eso era algo que nunca antes había logrado tras muchos años de estudio. Vivir en primera persona la evolución de sus mentes… Sabía cómo actuaban y por qué lo hacían, pero no tenía ni idea del camino que seguían hasta que tomaban la decisión de matar. Estaba convencido de que, en algún momento de ese recorrido, podría reconducirse si pudiera detectarse. Sin embargo, no solamente estaba equivocado en mi teoría. En el caso de Orestes, me di cuenta de que era aún peor. No solo le acompañé en el camino, sino que le dirigí e incentivé de forma inconsciente para que diera el paso definitivo.

—No entiendo.

—Fue una brutal negligencia por mi parte que tiendo a justificar por el estado anímico en el que me encontraba tras la desaparición de tu madre. Todo me importaba nada.

El psicólogo se tomó un respiro antes de proseguir. Tragó saliva y se pasó la mano por su pelo perfectamente cortado a cepillo.

—Esto es algo que nunca he contado a nadie, ni siquiera a tu madre. No me dio tiempo —precisó—. En Lubianka, bautizamos al método como «la semilla», aunque luego sería Robert Oxton Bolt quien se hiciera famoso con la cita que, seguramente, has leído muchas veces en tus manuales de psicología.

—Claro: «Una creencia no es simplemente una idea que la mente posee, es una idea que posee a la mente» —recitó Erika.

—Exacto. Nosotros fabricábamos creencias. Empezamos durante la Segunda Guerra Mundial. Principalmente, lo usábamos con individuos de credo comunista o con personas fácilmente corruptibles a las que se les asignaba un jardinero que conociera bien el terreno, como denominábamos a la mente del sujeto seleccionado. Teníamos distintas semillas que, una vez implantadas en su mente, únicamente había que abonar y regar. Solo había que esperar a que el individuo aceptara esa idea como propia y, así, se convirtiera en una creencia: una certeza absolutamente incuestionable. Después, creábamos la figura del segador, un enemigo que le amenazaba con cortar esa flor. El miedo les convertía en títeres que controlábamos a nuestro antojo. Los casos de Klaus Fuchs, George Koval y Julius Rosenberg fueron algunos de los éxitos más notables del método, aunque hubo otros muchos que nunca llegaron a descubrirse. También es cierto que tuvimos sonados fracasos, ya que solo funcionaba si la semilla se sembraba en un terreno favorable.

—Entiendo —dijo sin levantar la vista del cigarro que estaba manufacturando.

—En 1977 ya estaba trabajando en el 8.º Alto Directorio. Allí, cayó en mis manos toda la documentación sobre el método y, como psicólogo recién licenciado, me puse a trabajar en su perfeccionamiento. Me centré en la fase de preparación del terreno cuando no nos era favorable. Tras varios meses, llegué a una conclusión evidente: si no se podía plantar en el terreno, había que cambiar toda la tierra o, dicho de otra forma, modificar los principios básicos en los que se asientan las bases morales del individuo.

—Te sigo, pero ponme un ejemplo —solicitó Erika.

—No es fácil. Simplifico. Si el individuo pensaba que la fidelidad era la base para crear una familia, nosotros le abríamos las puertas del placer sexual para que, por sí mismo, terminara por arrancar a mordiscos las malas hierbas y nos permitiera sembrar la semilla. Ahora bien, a partir de ese momento, difícilmente podría llegar a formar una familia, ya que él mismo había destrozado los pilares sobre los que se asentaba el concepto; en este caso, la fidelidad. Si el sujeto era un católico convencido, llenábamos su cabeza con casos de abusos sexuales cometidos en nombre de la cruz para que él mismo la rompiera en pedazos; daba igual que fueran ciertos o no. El proceso era largo y tedioso en ocasiones, pero si se conseguía la germinación, esta era muchísimo más vigorosa.

—¿Y tú eres el responsable de todo aquello?

—Solo de la parte teórica. Como sabes, me trasladaron a Berlín poco después y mis obligaciones fueron otras. No obstante, tengo que admitir que, en aquel instante, me sentí muy orgulloso de haber mejorado el método, y del reconocimiento que eso me proporcionó en el Centro. Eran otros tiempos, estábamos en plena guerra con un enemigo muy poderoso que nos aventajaba en casi todo. Casi todo —recalcó Carapocha.

—Pero te surgió la oportunidad con Augusto —quiso completar Erika soltando el humo del cigarro.

—No. En realidad, no me surgió. Yo estaba buscándola desde hacía años, pero nunca conseguía llegar a tiempo y aquello me estaba desgastando, consumiendo. Cuando intervenía en un caso, el individuo siempre acababa detenido o muerto, o peor aún, no dábamos con él. Necesitaba entrar en la mente del criminal durante su fase de actividad. Robbie me dio la idea: «Si tú no llegas a ellos, que ellos lleguen a ti». Internet bullía a mediados de los noventa, así que aproveché la coyuntura y, con la ayuda de Goran, creé un espacio en la red con un nombre falso. En él, relataba algunas experiencias personales vividas durante mi participación y estudio de los casos más siniestros de asesinos en serie de toda clase y condición; un panal de pura miel para las mentes perversas, siempre ansiosas de información. Así, facilité que pudieran contactar directamente conmigo. La mayoría eran simples curiosos en busca de detalles morbosos, pero una noche mantuve una larga conversación con un tal Orestes que, a la postre, resultaría ser nuestro Augusto. Noche tras noche, acudía a mí y yo le fui desnudando poco a poco. Me relató los malos tratos sufridos durante su infancia, recuerdas lo de las agujas que te conté, ¿verdad? Su escabrosa adolescencia, oculto siempre tras sus libros y su música; la ansiedad por escapar de lo cotidiano; sus miedos; la necesidad de demostrar su enorme valía; su imposibilidad de vivir en sociedad; el deseo de buscar culpables y de enfrentarse a ellos… En fin, todas las incógnitas de una ecuación cuyo resultado es el crimen.

—Me puedo imaginar el resto de la historia. En Nueva York, preparaste bien el terreno; en Berlín, plantaste la semilla y, luego, solo tuviste que regarla y abonarla —apuntó con sabor a reproche—. El ser humano, en general, reacciona de la misma forma ante determinados estímulos concretos. Es un comportamiento aprehendido en la sociedad en la que se desarrolla el individuo y cuyos límites están establecidos por las leyes morales y las punitivas. Esto te llevó a pensar que, teniendo el control de los estímulos de Augusto, podrías anticiparte y dirigir su comportamiento. ¿Me equivoco?

Carapocha regaló a Erika una mueca cargada de orgullo antes de retomar la palabra.

—Así fue. No solo me gané su confianza en Nueva York, sino que generé un vínculo de dependencia hacia mí. En Berlín, estudié qué semilla era la que tenía que sembrar y acerté. Las fases de abono y riego fueron relativamente sencillas, solo había que cuidar de que no se encharcara el terreno. Todo estaba saliendo a pedir de boca, pero cometí un gran error, algo en lo que no se puede fallar.

Erika sostuvo su mirada.

—El diseño de la figura del segador. ¡Que despropósito! Mi intención era guiarle para que se diera cuenta de que su segador era él mismo o, mejor dicho, su álter ego. El plan consistía en que, una vez hubiera florecido la creencia…

—¿Y cuál era esa creencia? —interrumpió algo alterada.

—Cierto, no te lo he dicho: perpetuarse en el tiempo con su obra poética.

—Todo va encajando.

Carapocha asintió.

—Tenía que hacerle ver que el jardín, su obra, corría peligro si no terminaba cuanto antes con su otra mitad.

—¿Y qué falló?

—Que sembré la semilla en una parte del terreno controlada por Orestes, su parte siniestra, y, allí, su único abono, es decir, su única motivación era la confrontación. Necesitaba demostrarse a sí mismo que estaba por encima del bien y del mal, que las leyes establecidas no iban con él. Solo eso haría florecer el jardín.

—Entiendo, él hizo que la sociedad al completo fuera su segador y, por tanto, tenía que luchar contra ella. ¿Cómo? Demostrándole que estaba muy por encima de sus normas, de las leyes. ¿Y cuál es la ley más importante de toda sociedad? El derecho a la vida. Saltarse esta ley le demostraría que era un ser superior y, precisamente así, conseguiría perpetuarse en el tiempo.

—Exacto.

—Dime, ¿cuándo te diste cuenta de que no había funcionado?

—En un encuentro que tuve con él en el restaurante Milagros. Llevaba varios años sin seguirle debido a que me reclamaron de nuevo en Rusia por el caso de Aleksandr Pichushkin, y tuve que dedicarme en cuerpo y alma a aquello. Además, las noticias que tenía de él me hacían pensar que había conseguido mi objetivo; incluso convivía con una chica. Fue durante esa conversación cuando me di cuenta del error que había cometido y de que ya era imposible corregirlo. Las malas hierbas habían devorado a todas las flores.

—Y decidiste aprovecharte de la coyuntura.

—Yo no lo diría así —expuso con cierto rubor—. En aquel momento, decidí que lo más provechoso era seguir de cerca la fase de actividad del sujeto para extraer conclusiones que me llevaran a entender la estructura de una mente criminal como la suya. Pensé que podría descubrir aspectos que nadie conocía y que podrían ser aprovechados en el futuro. Los continuos fracasos que acumulaba me llevaron a la desesperación, y esto no lo digo para justificarme, es un hecho. Por otra parte, creo que todavía albergaba la esperanza de poder dirigir sus pasos o, por lo menos, orientarlos.

—Ya, un experimento. ¿Y qué salió mal?

—Todo.

Su hija bajó la mirada abochornada.

—No. Mírame.

Erika accedió.

—Cuando descubrí que había empezado su obra, contacté con Orestes para tratar de ganarme su confianza. Necesitaba que me diera acceso a su mente y así poder recorrer a mis anchas el laberinto, pero solo me dejó pasar hasta la entrada. Él ya sabía lo que yo pretendía y jugó conmigo.

—¿Por qué no cortaste de raíz?

Al psicólogo le tembló la voz. Era la primera vez que Erika veía a su padre dando muestras de debilidad.

—No pude… o no quise, lo mismo da, pero lo cierto es que Orestes se percató de aquello y acabamos intercambiando los papeles. En ese momento, yo pasé a ser el títere. «El jardinero nunca corta su mejor rosa», me dijo. Tenía razón. Él era mi mejor rosa, y no me atreví a cortarla. Pero lo peor es que ni siquiera hoy puedo asegurar que si se repitiera la situación actuaría de distinta forma; por eso necesito que otra persona lo haga por mí.

En la cara de Erika se notaba que le estaba costando masticar todo aquello entre calada y calada.

—Diría que todo esto te ha superado.

—Pero es que aún hay más. Su mente es tan compleja que se me escapó un «pequeño detalle sin importancia» —reconoció con dramática ironía—. El esquema estructural sobre el que yo siempre había trabajado estaba basado en los llamados espejos neuronales. Seguro que lo has estudiado.

—Sí, el reflejo distorsionado de uno mismo.

—Eso es. Yo estaba convencido de que Orestes era el reflejo distorsionado de Augusto, y que este solo aparecía en el momento en el que sus neuronas respondían a determinados estímulos que son interpretados como amenazas por la parte siniestra. Pero no, el desorden es mucho más profundo y no me di cuenta hasta nuestro último encuentro en el Milagros, hace apenas unos meses. ¡Después de cientos de horas de sesiones! —Matizó abochornado—. No podía dar crédito. Su cerebro está en continua evolución.

—Trastorno de identidad disociativo —se adelantó Erika.

—Dos personalidades que han evolucionado siguiendo caminos distintos dentro de una única persona: aquel niño que sufrió malos tratos. Augusto es el amante de las artes; Orestes, de las ciencias. Augusto es sensible; Orestes, impasible. Augusto es ímpetu; Orestes, control. Entre ambos, suman uno. Orestes planifica y Augusto ejecuta, pero con una característica extraordinaria: hay comunicación entre ambos.

—Lo cual es poco frecuente en estos casos, ya que el trastorno está normalmente asociado a una pérdida de la conciencia. Es decir, cuando el individuo adopta una u otra personalidad, no tiene conocimiento ni recuerdos de ello.

—En su caso, es obvio que no es así. De alguna forma, ha conseguido encontrar espacio en su mente para desarrollar ambas personalidades. Por eso es tan eficaz. Tan peligroso —puntualizó.

—Y se siente legitimado por el hecho de ser distinto. Un ser superior por encima del bien y del mal. Además, ha hecho un máster contigo. Conoce de primera mano cientos de casos que tú has compartido con él, en los que has intervenido directamente y tantos otros que has estudiado en profundidad. Domina a la perfección el proceso de investigación criminal y sabe muy bien cómo llevar a cabo sus acciones. Es un superdotado que sabe aprovechar como nadie su capacidad intelectual. Lo tiene todo planificado. ¡Joder, tú le enseñaste a hacerlo! —dijo Erika sin carácter acusador—. Lleva muchos años preparándose. Tiene las herramientas para lograr ser el asesino en serie más importante de la historia. No en cantidad, no. Él busca la calidad, diferenciarse del resto. Por eso, no mata mendigos, niños, ancianos o prostitutas. Eso lo hace cualquiera. ¡No! Él necesita víctimas a su altura. ¡Claro! Personas que destaquen, que sean dignas de formar parte de su legado, de su obra, como él dice. Un muerto, un poema; un muerto, un poema… —repitió cerrando los ojos y apretándose las sienes con las palmas de las manos.

—Erika…

—Es terrible. Tu responsabilidad es casi macabra.

—Lo sé. Lo tengo asumido.

—¿Y de qué sirve eso? Debemos detenerle.

—Ahora no podemos.

—¿No podemos?

—Tenemos que honrar la memoria de tu madre y el tiempo va en nuestra contra. Orestes puede…

—¡¿Esperar?! —interrumpió elevando la voz—. ¿Esperamos a que siga mejorando sus números o es que crees que se va a tomar un descanso de repente? ¿Unas vacaciones?

—Eso ya lo ha hecho —rebatió Carapocha—, pero acaba de retomar su actividad y no va a parar. No podría aunque quisiera, pero te pido que estés junto a mí y te prometo que iremos a por él en un máximo de dos semanas.

Erika caminó en círculo hasta que se paró frente a su padre.

—Dos semanas.

—Dos semanas, te lo prometo. Confía en mí por esta vez.

—Confianza…

—Hija, necesito tu ayuda para poner punto final a la muerte de tu madre antes de enfrentarnos de nuevo con él. No podría plantarle cara si no obtengo el descanso que necesito. Me come por dentro. Erika, tienes que tratar de entenderme. Para ello, debes estar en plena disposición de tus facultades, y no creo que abandonar la medicación sea lo más acertado. Ahora, tu cerebro está en una fase que tú percibes como creativa, pero se verá compensada a la larga con una depresión que podría durar muchos meses. No habrá pastilla que te saque si caes en ella; lo sabes.

—Lo sé, pero quiero afrontarlo. Estoy decidida.

Carapocha apretó con fuerza los párpados.

—Tan cabezota como tu madre —susurró—. Ven.

Erika encontró mucho más que amor paternal en aquel abrazo. Se apretó con toda la fuerza que le proporcionaron sus brazos. Lo alargó tanto como pudo. No consiguió evitar que las lágrimas brotaran. Su padre, tampoco.

—¿Tienes hambre?

—Sed —replicó ella.

—Yo también. Vamos a solucionarlo de inmediato. Por cierto, ya tenemos el informe de Goran, pero hasta el lunes no vamos a poder vernos. Hemos quedado con él en Novi Sad, es la capital cultural del país y su centro histórico es realmente bonito para pasear. Te gustará. ¿Qué te parece si, hasta entonces, nos olvidamos de todo y tratamos de disfrutar juntos del fin de semana? Creo que todavía no te he contado la batalla del cabo de Machichaco desde el peñón de Gaztelugatxe, no dejaré pasar la ocasión.

—Una gran idea —afirmó aferrándose al brazo de su padre.

—Ahora dime, ¿qué cojones haces durante tus escapadas nocturnas?

—Seguirte.