Como un lazo en un ventilador

Barrio de Dorćol (Belgrado)

12 de mayo de 2011, a las 07:12

Me desperté con el cuerpo entumecido y el alma intacta, hecha pedazos. Perdí la noción del tiempo transcurrido en aquella nave abandonada en la que terminé refugiándome tras mi rauda y acobardada huida del coche. Sin embargo, algo insólito había madurado en mi interior durante mi estancia nocturna, cobijado entre fríos tabiques de ladrillo. Con el amanecer, durante el camino de regreso, decidí plantar cara a los recuerdos. Un terrible pinchazo entre los ojos me hizo transportarme de nuevo a aquel servicio, cuando el inspector me partió el tabique de un culatazo.

Del primer fotograma, solo guardaba la huella que me dejó la incredulidad. Verme arrodillado en el suelo, totalmente a su merced, me hizo saborear de nuevo el áspero sabor del miedo. Ya nunca podré olvidar sus palabras ni el bloqueo en el cual quedé sumido: como una oveja conducida al matadero, asumiendo la fatalidad del destino.

Luego vino aquella detonación tan seca como inesperada. Tardé en reaccionar; décimas de segundo, quizá menos antes de salir corriendo por la otra puerta. Me vi cruzando desesperadamente aquella avenida repleta de vehículos, cuyos conductores miraban atónitos en dirección al lugar del que había procedido el sonido del disparo. Hui despavorido a través del parque, y ni siquiera me atreví a mirar atrás. Todo era muy confuso, pero mi instinto de supervivencia me guio hasta allí, acurrucado en los muros de la fortaleza.

Y aquella incertidumbre.

La intensa lluvia hacía que no hubiera nadie paseando por Kalemegdan. Al menos, yo no vi ni un alma, pero cabría la posibilidad de que todo fuera fruto de mi imaginación. Permanecí un tiempo indeterminado tratando de recomponerme. Me preguntaba quién cojones serían aquellos dos tipos y el motivo por el que le habrían pegado un tiro al inspector. No dejaba de palpar mi nariz rota y deseé que no estuviera muerto para poder quitarle la vida con mis propias manos. No reuní el coraje suficiente para salir de aquella improvisada guarida hasta que se fue el sol. Todavía chispeaba y se habían formado grandes charcos que ni me molesté en evitar. No sabía qué hora era, no era capaz de pensar con claridad y lo único que me importaba en aquel momento era quitarme la pegajosa sensación de pavor que podía incluso olfatear. Me temblaban las piernas y el corazón se sacudía en el pecho. No creo haberlo pasado peor en mi vida. Recuerdo que deseé a capite ad calcem[94] estar recorriendo el mundo con Magda, y maldije mi existencia. Según me aproximaba al lugar donde había ocurrido todo, busqué un sitio elevado y aquella tranquilidad me puso aún más tenso. El coche del que había escapado milagrosamente ya no estaba, pero podía ver el mío aparcado en el mismo sitio en que lo dejé y valoré las ventajas e inconvenientes de ir a buscarlo. Tardaría más de una hora en decidirme; posiblemente dos. Finalmente, se impuso la idea de seguir resguardado en la frondosidad del parque frente a la posibilidad de ser sorprendido por la policía o por quién sabía qué.

Me arranqué a caminar rodeando la fortaleza hacia ningún sitio intentando ocultarme tras los árboles del parque. El olor a tierra húmeda me hizo sentir como un resucitado deambulando entre lápidas, a tientas. Quise gritar, pero me contuve. La cabeza me pedía escuchar música, pero me había quedado sin batería y eso no hizo sino enervarme todavía más. Necesitaba una sintonía que me aislara y encontré refugio en la zarabanda n.º 2 de Bach. El desgarrador sonido de un violín en re menor me acompañó durante todo aquel errático peregrinaje. Luego, me pareció escuchar rugidos, bramidos, gruñidos, graznidos y demás sonidos propios de la fauna salvaje. Creí que mi estado mental estaba empeorando progresivamente hasta que vi el letrero del zoo y solté una carcajada a la altura de mi estado de ansiedad: desmesurada.

En ese preciso momento empecé a planteármelo.

Buscaba culpables y me puse a analizar el camino que me había llevado hasta aquella comprometida e inusitada situación mientras seguía alejándome de la zona iluminada del parque. El asalto a la residencia de Gaspari falló por culpa de la «pócima» que Orestes me propuso utilizar. Hubiera preferido utilizar el arma, pero no, eso habría sido demasiado fácil para el «Gran Maestre»; escaso de mérito. Así, como en otras ocasiones, fue Augusto el que se las tuvo que ver y desear para salir de aquel jodido embrollo. Es cierto que el episodio con Chiara fue solo mío, algo que no fui capaz de predecir y mucho menos controlar. Sin embargo, guardaba de aquello un precioso recuerdo; extraordinario. Las sensaciones que pude experimentar esa noche seguían siendo cantera de mi inspiración. Lo de Adelpho della Valle fue una imperiosa necesidad que me ayudó a reconstruir mi ego. Y la chapuza de Liubliana… ¡Joder! Augusto matándose en primera línea del frente y Orestes manejando las comunicaciones desde el cuartel general. En el campo de batalla tiene la misma utilidad que la bandera. No soy más que un precioso lazo de vivos colores atado a un ventilador, bailando cuando él lo pone en marcha.

Tenía que romper con mi otra mitad. Hice sonar mis nudillos enérgicamente y me encendí un Moods a pesar de lo poco que me gustaba fumar sin acompañar el tabaco con un café o un Hendrick’s bien puesto.

Debía reencontrarme para tomar la decisión acertada. Él lo entendería, porque fue precisamente Orestes quien me enseñó la ruta de salida del laberinto. La decisión estaba tomada y tenía que ejecutarla cuanto antes. A esa conclusión llegué cuando me vi en una zona casi deshabitada. Levanté la cabeza para tratar de ubicarme y decidí buscar un lugar en el que poder dormir. Lo hallé en aquella nave de ladrillo rojo y puerta corredera cerca de las vías del tren. El hedor a pellejo animal y a almizcle no fue un impedimento. Por suerte, la luz de la luna se colaba en el interior arañando aquella frondosa oscuridad que tanto me amedrentaba. Me dormí entre unos vetustos palés que ni siquiera habían sido plato de gusto para la carcoma.

En cuanto me desperté sabía muy bien cuál era la siguiente parada y, sin importarme el riesgo, me dirigí al coche. Ya en el interior, solté el aire que tenía retenido en los pulmones. Conecté mi iPhone antes de arrancar.

Por fin.

Mi antídoto: música. Busqué The Waterboys, con una de las canciones que siempre conseguían entusiasmarme: Fisherman’s Blues. Con los primeros acordes de guitarra acústica y mandolina, centré mi atención en el salpicadero y me dejé llevar por la rasgada voz de Mike Scott y el sonido celta del violín.

Uh!

I wish I was a fisherman tumbling on the seas,

far away from dry land and its bitter memories.

Casting out my sweet line with abandonment and love,

no ceiling bearing down on me save the starry sky above.

With light in my head, and you in my arms…

Uh!

I wish I was the brakeman on a hurtling fevered train,

crashing headlong into the heartland like a cannon in the rain.

With the beating of the sleepers and the burning of the coal

counting the towns flashing by in a night that’s full of soul.

With light in my head and you in my arms…

Barrio de Zemun (Belgrado)

Sentado en la cama con la mirada confusa, Carapocha trataba de encontrar la salida del laberinto.

Bajó la cabeza y se presionó las sienes con los pulgares. El hecho de haber puesto en peligro su vida le estaba pudriendo por dentro desde que había regresado de aquella cabaña con su hija. Ni siquiera pudo encontrar consuelo alimentando su culpabilidad. Se odiaba tanto que no era capaz de superar el abatimiento. Nunca había quitado la vida a nadie con sus propias manos, aunque muchos habían muerto por su culpa. La mayoría de ellos lo merecía, pero los que estaban al otro lado de la balanza empezaban a pesar demasiado; pensar que Erika podría haber engrosado el plato de los inocentes en el que reposaba su madre hizo que se humedecieran sus ojos saltones. Cerró con fuerza los puños y tensó el maxilar.

Ella no le había dado detalles, únicamente pronunció dos palabras: «Intentó violarme». El escenario que se encontró en la cabaña le relató todo lo demás.

Tras varios intentos, logró hablar con ella por teléfono y llegar hasta allí tras pedirle el coche a Marija. Se encontró a su hija sentada en una silla, desnuda, fumando. Carapocha reconoció de inmediato los claros síntomas del estado de shock: reducción de la conciencia, incapacidad para recibir estímulos y desorientación extrema. Quiso abrazarla, pero Erika solo le permitió que la cubriera con una sábana. Se planteó pegar fuego a la cabaña con toda aquella basura dentro, pero comprendió que sería un gran error: la BIA ataría cabos de inmediato y, probablemente, aceleraría la entrega de Mladić a las autoridades. No, ese no era el camino. Lo prioritario era ganar tiempo para terminar de una vez con Orestes y salvaguardar la integridad de Erika. Llegó a la conclusión de que lo mejor era no tocar el cuerpo para que, en cuanto lo descubrieran, la propia BIA se encargara de tapar el asunto por lo comprometido de la situación. Limpió todo rastro que comprometiera a Erika y en el viaje de regreso hizo dos paradas: una para quemar la ropa de su hija y otra para enterrar el destornillador. No intercambiaron palabras, tan solo algún gesto neutro que el psicólogo no fue capaz de interpretar. Cuando llegaron a los apartamentos, Erika se encerró en su habitación y, desde entonces, ni ella había salido ni él se atrevió a entrar. Cada minuto que pasaba la angustia alimentaba a la rabia y esta hacía incontenible la desesperación. Aparentemente, no tenía daño físico alguno, pero no era capaz de calibrar el alcance de las secuelas psicológicas que aquel episodio le podría ocasionar. Dado el historial médico de su hija, corría serio riesgo de caer en un profundo estado de depresión del que le costaría un mundo salir.

Carapocha se empeñó en tratar de localizar el momento exacto en el que había decidido tirar su vida por la borda, arrastrando la de cuantos le rodearan sin importarle demasiado. Tenía claro que el asesinato de su mujer no fue causa, sino consecuencia, por lo que cogió aire y se sumergió a pulmón libre en el fango de su pasado. Quién sabe si todo cambió el día en el que aceptó formar parte del KGB, o puede que fuera a raíz del sentimiento de culpabilidad que le atrapó tras su fallida intervención en el caso Dutroux. No, lo que fuera que buscara tenía que ser anterior. Visualizó los últimos días de vida de su padre, un héroe de guerra olvidado por su patria y condenado a morir en una silla de ruedas. Después, recordó el trauma que le causó el asesinato de su hermana a manos del primer asesino en serie con el que se cruzó en su vida, pero tampoco era ninguno de esos momentos el punto de inflexión que estaba buscando; por supuesto que no. Era otro.

Se levantó todo lo rápidamente que le permitió su cadera y fue a buscarlo: su oscuro cuaderno de bitácora.

Lo había bautizado así porque lo compró con la intención de que le sirviera para dejar por escrito un legado que pudiera marcar el rumbo de otros como él en el futuro. Durante muchos años, el estudio de la mente criminal fue el timón que gobernaba su nave. Recordaba el lugar exacto en el que lo había adquirido, un día de intenso frío, en el mercadillo del parque Izmailovo de Moscú. Eligió aquel entre decenas de modelos por tener las cubiertas duras y no lucir ningún motivo ni ornamento tradicional más allá de una sencilla goma para ajustar el cierre. Era totalmente negro, sin más. Tenía el tamaño justo, el peso adecuado y un gran número de páginas en blanco por escribir. Le costó ocho rublos.

Cuando lo sacó de su cartera, le invadió un profundo y extraño pesar. Hubiera jurado, incluso, que pesaba más de lo normal. Quitó la goma con la misma cautela con la que lo hizo la primera vez y buscó la fecha de la primera página. Leyó en voz alta con tono firme y mortecino:

—Veintiocho de diciembre de 1976, ese fue el maldito día en el que todo cambió. Veintiocho de diciembre de 1976 —repitió con insistencia in decrescendo.

El cuaderno recogía con detalle todos y cada uno de los diecinueve casos en los que el psicólogo había intervenido directamente, con sus correspondientes anotaciones y conclusiones. El estreno no pudo ser más sonado: el destripador de Yorkshire. Ojeó algunas anotaciones que no necesitó leer para recordar que había aterrizado un 8 de febrero en el aeropuerto de Leeds acudiendo a la llamada de un colega de New Scotland Yard. Era el tercer cadáver que encontraban con la misma firma, y tenían la certeza de que iba a seguir matando. A Carapocha le asaltó el nombre de la víctima: Irene Richardson, veintiocho años, brutalmente golpeada con un martillo y posteriormente mutilada. Hizo tres viajes más a Inglaterra aquel año, uno por cada cuerpo que fue apareciendo en los meses sucesivos. Hasta 1981 no se detuvo al culpable: un esquizofrénico llamado Peter Sutcliffe.

El ruso se mojó el dedo con saliva y empezó a pasar hojas: desarrollo cronológico de los hechos, pruebas recogidas, testimonios, modus operandi, perfil psicológico y conclusiones del caso. Un total de diecinueve páginas para trece asesinatos. Cerró el cuaderno y apretó los párpados con fuerza. No tardó en empezar a susurrar más nombres:

—Stephan Letter, el ángel de la muerte alemán, veintinueve asesinatos; Dennis Nilsen, el necrófilo de Londres, quince muertes al menos; Norbert Poehlke, el asesino del martillo, policía, seis asesinatos, incluidos su mujer y dos hijos; Antón Khryapa, estrangulador de prostitutas, seis muertes; Marc Dutroux. Marc Dutroux —repitió—, cinco asesinatos, cuatro niñas; Manuel Delgado Villegas, el «Arropiero», cuarenta y ocho asesinatos confesados; Volker Eckert, el camionero que mataba prostitutas, diecinueve víctimas; Andréi Chikatilo, el carnicero de Rostov, cincuenta y tres víctimas, todas mujeres y niños; Thierry Paulin, dieciséis mujeres asesinadas; Roland Segsbees, el de las películas snuff, doce muertes; José Antonio Rodríguez Vega, el «Mataviejas» de Santander, dieciséis ancianas asesinadas; Johann Unterweger, asesino itinerante de prostitutas, doce muertes en total; Colin Ireland, homicida de homosexuales, tres demostrados; Anatoli Onoprienko, cincuenta y dos asesinatos en seis meses, y Alexander Pichushkin, mi último caso, cincuenta y tres crímenes.

Justo cuando acababan aquellas páginas, empezaba el listado con los nombres que Robert J. Michelson le había ido facilitando. Ofuscado, cerró el cuaderno y le puso la goma. Lo siguiente fueron palabras nunca pronunciadas que se iban dibujando en su subconsciente como garabatos.

«Y todo… ¿para qué? No hay forma de cuantificar cuántas muertes se han evitado, pero seguramente puedan contarse con los dedos de una mano. Un resultado muy pobre teniendo en cuenta todo lo que he ido perdiendo por el camino. Del todo insuficiente. Ni siquiera podría equilibrar la balanza eliminando de la faz de la tierra a los que permanecen ocultos. ¡Y quedan tantos…! No puedo perder a mi pequeña. Tengo que terminar de una vez con Orestes y alejar a Erika de toda esta locura. Solo entonces podré enfrentarme a Mladić a mi manera. Más tarde, dejaré que me devoren mis recuerdos y mi enfermedad, pero me llevaré a la tumba este maldito cuaderno que ha sido mi losa y la de Erika; mi dulce Erika. Veintiocho de diciembre de 1976, esa es la fecha en la que todo comenzó. Tengo que escribir la última cuanto antes y evitar que mi pequeña termine, en el mejor de los casos, como yo, como un viejo absorbido por su obstinación y su propio ego. Mi pequeña. Y sigo sin saber nada de Ramiro… ¡Maldita sea! Confío en que sigas con vida, amigo, todavía puedo demostrarte que no estoy hecho de la pasta que crees. Solo necesito una oportunidad, solo una».

Carapocha se puso en pie y abrió la ventana. El sol se asomaba tímidamente entre las nubes, como si estuviera avergonzado. Solamente había una forma de afrontar la situación. Era altamente arriesgado y temerario, pero no tenía más opciones.

Necesitaba recurrir a Skuld nuevamente.

Hotel Zira (Belgrado)

Conduje sin rumbo durante buena parte de la mañana, seguía con mono de música y me metí una buena dosis de Muse. Necesitaba cargarme de energía antes de enfrentarme a mí mismo. Abrí la lista de reproducción y seleccioné los temas que el cuerpo me fue pidiendo. Buscando reforzar mi estado de ánimo, empecé con los más potentes. Hysteria, Stockholm Syndrome, Assassin, Plug in Baby, Map of the Problematique y Uprising me sacudieron como un vendaval. Sin embargo, me di cuenta de que lo que realmente necesitaba era escarbar en la zona sensible. Elegí Apocalypse Please y encontré el efecto esperado. Le di continuidad con Sing for Absolution y The Resistance, pero no llegué al tuétano hasta escuchar City of Delusion.

Stay away from me.

Build a fortress and shield your beliefs.

Touch the divine, as we fall in line.

Can I believe when I don’t trust.

All your theories turn to dust.

I choose to hide from the all seeing eye.

Destroy this city of delusion.

Break these walls down.

I will avenge!

Justify my reasons with your blame.

You’ll not rest settle for less.

Until you guzzle and squander what’s left.

Do not deny.

That you live, and let die.

Destroy this city of delusion.

Break these walls down.

I will avenge!

Justify my reasons with your blame.

Destroy this city of delusion.

Break these walls down.

I will avenge!

Justify my reasons with your blame.

Me desgarré por completo y, entonces, lo supe.

Estaba preparado.

Ya nada sería igual. Me miré al espejo retrovisor y repetí Justify my reasons with your blame hasta que el estado de la nariz reclamó toda mi atención. Debía solucionar de inmediato lo de mi tabique nasal. Aparentemente no la tenía desviada, pero la hinchazón se había extendido a los párpados, que empezaban a adquirir cierta coloración violácea. Siguiendo las indicaciones de AroundMe, llegué a un centro médico cercano y, efectivamente, me diagnosticaron una fractura de tipo I. La médico era una auténtica hermosura de mujer: metro ochenta, melena ondulada de color pajizo, ojos verdes, piel tostada, manos delicadas y dientes perfectos. Despedía un aroma a lavanda con sutiles matices de vainilla. No le costó tragarse mi historia, la de un turista borracho que no sabe muy bien cómo ni por qué termina con la cara en el suelo y la nariz rota. No hizo preguntas. Agradecí que me anestesiara antes de colocarme el tabique, tras lo que drenó la sangre que se había acumulado en el tejido y taponó las fosas nasales. Por último, me colocó una férula nasal bastante incómoda que no debía quitarme en menos de cuarenta y ocho horas. Podría haber tenido alguna oportunidad con aquella belleza de nombre Raluca si hubiera dado rienda suelta a mis encantos, pero no me atreví. Memoricé su nombre. Cuando salí de allí, me di cuenta de la incompatibilidad de mi estado físico con la posibilidad de consumir cocaína, y eso me alteró bastante. Contaba con ello para facilitar la tarea que debía acometer en breve.

Decidí volver al hotel y enfrentarme a mis decisiones cuanto antes. Repasé mentalmente mis argumentos. La clave estaba en el orden de las prioridades. No. La verdadera cuestión era quién determinaba el orden, Orestes o Augusto. Solo importaba aquello que implicara avanzar en nuestra obra, mi obra, la obra de Augusto. Para ello, debía permanecer con vida. Pudiera estar equivocado, pero tenía la impresión de que Orestes estaba carcomido por el deseo de venganza y eso no le permitía pensar con la claridad que necesitábamos. Augusto necesitaba aire. Nosce te ipsum[95], ¿cómo podría haberme olvidado de ello? ¡Cuántas veces me lo repitió el Emperador! Pero ¿cómo iba a conocerme a mí mismo si él me manejaba? Me solapaba. Me absorbía. Era algo muy significativo. Cuanto más quería alejarme de Orestes, más me acercaba a los recuerdos de mi padre.

Notorio.

Me asaltó la duda. ¿Cómo habría sido todo si él siguiera vivo? No quise abrir un nuevo frente emotivo y miré hacia otro lado.

Llegué al hotel cargado de razones; y de olores. Apestaba al antiguo Augusto, a pánico e incertidumbre. Durante el tiempo que pasé bajo el agua, aproveché para concienciarme de que no me iba a resultar fácil ni agradable. Me tumbé en la cama y noté que mi cuerpo pesaba mucho más de lo normal. Me quedé dormido de puro agotamiento.

Algo me despertó y, todavía sobresaltado, fui al baño. Estaba mirándome en el espejo cuando apareció Orestes.

—He estado tratando de localizarte durante toda la noche. Estaba muy preocupado. ¡Joder! ¿Qué te ha pasado? ¿Ha sido él?

—Deberías imaginártelo.

—Sabía que estabas vivo, pero necesitaba hablar contigo. ¿Qué ha salido mal?

—Todo se ha ido a la mierda y no, no ha sido tu fantasma.

Escuchó sin interrumpirme ni una sola vez. Parecía abatido, pero no porque Augusto hubiera estado al borde del abismo. Lo que realmente le dolía era que su plan «perfecto» hubiera fracasado. No obstante, yo estaba seguro de que, durante su silencio, analizó si había que atribuir las causas del derrumbe del edificio al arquitecto o al constructor. No me importó.

—Ese hijo de puta se cree que nos ha dado en la línea de flotación. Tenemos que sacar provecho de la ventaja —maquinó—. Con el inspector fuera de juego, lo tenemos mucho más fácil. Él estará pensando que vamos a dar un paso atrás, esa será nuestra ventaja. Ahora tienes que tratar de descansar un poco. Tengo una sorpresa para ti.

Orestes hizo una pausa esperando que me pusiera a dar saltos de alegría. Hablaba muy rápidamente, de forma atropellada, algo bastante impropio de él. Mantuve mi inexpresiva expresión.

—He conseguido su dirección —expuso solemnemente—, ya no será necesario que te expongas en la vigilancia ni que la sigas. Mañana estarás esperando a la sobrina en su propia casa. No ha sido nada fácil, pero encontré la forma de acceder al sistema de la embajada. Me acordé de unas palabras que Hansel me dijo una vez: «Un sistema de seguridad es una construcción, y todas tienen puertas y ventanas. Ellos las cierran, y nosotros las abrimos». Todas las embajadas trabajan con compañías de logística y, normalmente, tratan de integrar ambas aplicaciones por cuestiones de comodidad. Esa era la puerta. ¡Ya les tenemos!

Orestes me leyó el pensamiento, por unos instantes creí ver su cara distorsionada, como si no se tratara de él.

—¿Qué pasa? No te irás a echar atrás por un pequeño traspiés.

—Que casi me cuesta la vida.

—Cada uno tenemos nuestro cometido. Parcelas y especialidades complementarias. Yo no soy sin ti ni tú eres sin mí. ¿Recuerdas?

—Claro que sí, pero estamos arriesgando lo demás.

—¿Qué es lo demás?

—Mi obra.

—Nuestra obra.

—Eso quería decir.

—Pero no lo has dicho.

—No, no lo he dicho.

—Augusto, este es un paso obligatorio que tenemos que dar si queremos continuar. Tenemos que ganar esta partida.

—No. Tú tienes que ganar tu partida, y te da igual exponer a la reina si con ello consigues dar jaque mate a su rey.

Orestes se arrugó.

—¿Y qué fue de aquel, nuestro lema, que tú mismo acuñaste? ¿Cómo era?

Indivisa manent[96]. Y siempre lo estaremos, pero necesito encontrar mi espacio, ocupas demasiado sitio dentro de mí.

—¡No me jodas, parece la frase de un matrimonio fracasado! Estamos por encima de toda esa mierda. Juntos, somos un imperio; separados, dos reinos perdidos.

—¿Cómo estás tan seguro? Siempre hemos sido uno. Augusto necesita encontrar a Augusto.

—¡Augusto no es nadie sin Orestes! ¡¿Lo entiendes?!

—Te equivocas.

—¿Vas a dejarme tirado?

No me hizo falta contestar.

—No te necesito. Lo haré yo solo. Te demostraré que Orestes también es capaz de evolucionar. Yo me encargaré de él.

—Fracasarás como fracasaste la última vez. Te conoce mucho mejor que tú a él. Te vencerá. Olvídate de una vez de tu psicólogo. Estás consumiéndote en tus propias llamas.

—¿Me vas a hablar a mí de ego? ¿Tú, que solo piensas en dejar tu fabuloso legado a la humanidad?

—Tú me empujaste a ello por tu obsesión por perpetuarte en el tiempo. Ser inmortal.

—¿Ahora te atreves a darme lecciones? ¿Ya no te acuerdas de quién te sacó del abismo en el que te encontrabas? ¿Has olvidado cómo estabas cuando te encontré y lo que me costó que te rehicieras?

—No, no lo olvidaré jamás. Solo quiero que trates de comprenderlo. Necesito volar solo o, por lo menos, intentarlo.

—Volverás a mí en cuanto te rompas un ala.

—Es posible, pero eso solo sucederá si yo lo decido.

—Puede que para entonces sea demasiado tarde… Yo no pienso renunciar a nuestro destino.

—Yo tampoco, pero estoy dispuesto a asumir el riesgo. Orestes sin Augusto no está completo.

Orestes asintió y relajó el semblante.

—Lo tienes decidido.

—Absolutamente.

—¿Cuándo te vas?

—Mañana.

—Y ni siquiera me vas a decir dónde, ¿verdad?

—Contactaré contigo cuando esté preparado.

—Está bien, está bien. Yo me encargaré de esto y empezaremos de nuevo en otro sitio. No tardes mucho en buscarme.

—Ten cuidado, Orestes. Ten mucho cuidado, tengo un mal presentimiento.

—Siempre fuiste el más débil. Desaparezco, cuídate mucho.

Orestes se esfumó.

Y nació el nuevo Augusto, otra vez.