Agujas de hielo y un libro en blanco

Barcola (Trieste)

14 de abril de 2011, a las 02:03

Bajé las ventanillas del automóvil. Aquella noche, el aire llevaba consigo cierto aroma infausto que no supe interpretar. O no quise.

Había permanecido demasiado tiempo en barbecho, inactivo a la espera de encontrar el momento propicio para retomar mi obra o, mejor dicho, para imponer mi criterio por primera vez. Durante el día no hice otra cosa que alimentarme de la comida del Maestro. De primero Senderos de traición, repetí Senda; de segundo Pequeño, con ración doble de Solo si me perdonas; y de postre atracón de Hellville Deluxe empachándome de Bujías para el dolor como colofón del banquete. Colmado de Bunbury, me preparé para una anhelada jornada que llevaba tiempo preparando.

Miré el reloj: 02:05.

Dentro del coche, el modo aleatorio de mi listado de música electrónica había estado escupiendo canciones durante más de una hora, pero yo seguía esperando la señal para ponerme en marcha. Cuando irrumpió la angosta voz de Ronan Harris, vocalista de VNV Nation, supe que había llegado la hora de actuar.

Canté el inicio de Control:

Until I should die, until I should break,

not a god, not a devil my soul shall take.

If I should lie to betray myself,

then I would damn myself, and my soul forsake.

I don’t want fifteen minutes want a whole lot more,

don’t want to suffer the fools and the spoils of war.

I don’t want fifteen minutes, or a reason why.

I want a stainless steel road stretching off to the sky.

I don’t need sentiment, want, or hate on my mind.

No crimes of passion or obsessions in kind.

No walls, restraints, or momentary thrill.

No blood on my hands, no time to kill.

Yes, it is. It is time to kill —corregí.

I want more body,

I want more soul,

flip the switch to automatic, I want control […]

Antes de bajarme del coche, me preparé sin prisa una generosa raya de esa magnífica coca eslovena que conseguía habitualmente en Balkantown[11]. Abandoné la Strada del Friuli sin alejarme del cobijo que me proporcionaban los árboles y alcancé, sin percance alguno, tal y como había previsto, la parte trasera de aquella zona residencial de alto standing. La noche lucía despejada, y la luz de la luna me guio para reconocer la ruta a campo traviesa. Aun así, progresaba timorato, haciendo buena la sentencia de Mario Benedetti en su poema: «Se retrocede con seguridad pero se avanza a tientas». Confiaba en que Arnold y Silvester estuvieran ya bajo los efectos del rebozado especial que Erdzwerge me había prescrito atendiendo a mis necesidades y cuyos ingredientes principales eran la trazodona[12] y el diazepam[13]. Falsificar aquellas recetas me resultó un juego carente de mérito. Hacía casi dos horas que había lanzado los trozos de carne por encima de la valla y supuse que ya habrían hecho efecto. Activé todos mis sentidos y calibré mis nudillos. Agarrando fuertemente las riendas de mi estado de excitación, divisé, por fin, los muros de la propiedad de Danilo Gaspari.

Me complacía la elección de la presa.

Aquel esloveno de sesenta y tres años había resultado el elegido entre los cinco candidatos que barajé para retomar mi obra, nuestra obra. La decisión no resultó sencilla en modo alguno. El segundo en la lista era Romano Illy, estandarte de una de las familias con más calado y éxito de la ciudad de Trieste. Acceder al empresario cafetero habría supuesto un reto importante, pero no supe encontrar nada oscuro o de tipo sentimental con lo que justificar su suicidio o encubrir el magnicidio.

Otro que desfiló por la pasarela de aspirantes al deceso fortuito fue Fabrizio Kovac, notable miembro de la cámara de diputados del Friuli-Venezia Giulia, gentilhombre y mente preclara, omnipresente en los medios de comunicación local y litigante vitalicio contra la fiscalía, señalado por tráfico de influencias.

No quisiera olvidar tampoco el concienzudo seguimiento al que sometí a la codiciosa Federica Pettirossi, una de las viudas más cotizadas de Italia. La distinguida dama obtenía pingües beneficios de sus nueve resorts repartidos por toda Dalmacia, y bien podría decirse que había levantado su emporio a costa de la costa. Tal esquilmación justificaba el óbito da per se, pero sus frecuentes e inesperados viajes fuera del país condicionaron mi decisión; acertada a la postre.

Por último, aunque no por ello menos justipreciado, estaba Adelpho della Valle, un pseudoperiodista homosexual que malhería semanalmente a la humanidad con sus falacias en la sección cultural del diario Il Piccolo di Trieste. Un auténtico analfabeto, un iletrado ignominioso, un desmesurado ignorante cuyos artículos eran un insulto al mundo de las letras. Entre sus fechorías más recientes figuraba haber criticado sin juicio alguno el concepto de Mitteleuropa[14] parido por Claudio Magris, triestino inmortal. He de apuntar, no obstante, que aquel tipo tenía un gusto exquisito para elegir y componer su vestimenta, pero aquello no le eximía de ameritar la peor de las muertes. Terminé descartándole, provisionalmente, por resultar algo indigno de mi currículo. Aquila non capit muscas[15].

Danilo Gaspari, en cambio, sí reunía todos los requisitos. Don Daniele era un personaje público tan reconocido en la zona como el peso de las sospechas que recaían sobre su siniestra figura; nunca demostradas, eso sí. Se le tildaba de ser la cabeza visible de una red internacional de tráfico de armas, pero también era el corazón que la impulsaba, los pulmones que la financiaban y el orificio excretor por el que se eliminaba la basura de toda la organización, según pude comprobar más tarde. Orestes hizo un muy buen trabajo de investigación. Don Daniele manejaba.

El inicio de su carrera se remontaba a finales de la década de 1980, momento en que supo aprovechar su cargo como director de seguridad de la Autorità Portuale di Trieste para llenarse los bolsillos proporcionando armas a los gobiernos del croata Franjo Tuđman y del bosnio Alija Izetbegović en su lucha contra los serbios. Hansel nos proporcionó un valioso informe de la Interpol sobre la organización que dirigía Don Daniele, del todo diáfano y concluyente. Tras el conflicto balcánico, las buenas relaciones con los dirigentes musulmanes de Bosnia y Kosovo le abrieron las puertas del gran mercado de Oriente Medio. Se enriqueció como un vendedor de bulas papales en el purgatorio, nutriendo los arsenales de palestinos, libaneses, sirios, iraquíes y de cualquier grupo armado que fuera capaz de pagar el precio. El imperio de los Gaspari y la incalculable fortuna que tenía repartida en varios paraísos fiscales se sostenían gracias a las buenas relaciones que mantenía con el resto del tejido delictivo de Italia: la Cosa Nostra siciliana, la Sacra Corona Unita de Bari y la Camorra napolitana. Don Daniele sabía.

Había decidido quedarse totalmente al margen de los negocios tradicionales de la droga, la extorsión y la prostitución consiguiendo el respeto y la protección de todas las familias a cambio de un porcentaje que no era más que el perejil del suculento guiso que tenía montado. Según los informes, solo en una ocasión hubo de enfrentarse con la ‘Ndrangheta, cuando los calabreses trataron de pisarle varias operaciones con Beirut. No obstante, como el agua pasada, los muertos que dejó a su paso tampoco mueven molino. En aquel momento, de lo único que, prácticamente, tenía que preocuparse su horda de abogados era de limpiar su nombre y de sacar rédito a sus inversiones inmobiliarias por todo el planeta. Don Daniele controlaba.

Sin embargo, como suele ser habitual, su rotundo éxito en los negocios se vio oscurecido por los continuos y sonoros fracasos en el plano personal. Su primera mujer le había dado dos hijas, y la segunda, una tercera. Posteriormente, volvió a separarse para casarse con Simona Coruzzi, una exmodelo y actriz fracasada veinte años más joven que él, con tendencia a huir del envejecimiento por las autopistas de la anfetamina, la ketamina y el cristal. Una noche, durante los Carnavales de Venecia, quiso conducir su Ferrari Spider de vuelta a casa bajo los efectos del alcohol y las pastillas de colores desatendiendo todos los consejos de su servicio de seguridad. Consiguió su objetivo de no envejecer más instantes después de perder el control del coche. Tras el sepelio, el jefe de seguridad terminó en el fondo del Adriático con un tiro en la nuca, y nunca más se supo de él. Desde aquel día, Don Daniele confió su vida y la de sus tres hijas a Drago Obućina, un montenegrino excomandante de los Tigres de Arkan[16]; un diamante sin pulir, una auténtica mole. Sus ciento noventa y seis centímetros de altura y ciento veintidós kilos de peso le habían hecho ganarse el sobrenombre de Komovi, un macizo montañoso al este de su Montenegro natal. Escalar aquella montaña no iba a ser tarea fácil, pero era del todo necesario antes de hacer cumbre en el pico Gaspari.

Durante el tiempo que estudié los hábitos del mercenario, pude comprobar que no se trataba del típico gaznápiro amante de las armas. Muy al contrario, era meticuloso y estructurado, pero si algo aprendí de mi padre es que no hay obra perfecta, sino invisible imperfección. La suya eran los muslos de la primogénita del capo, Stefania Gaspari, dos veces por semana. A Orestes no le resultó complicado conseguir que Drago abriera un correo electrónico supuestamente enviado desde la cuenta de su amada, lo que hizo instalarse automáticamente en el ordenador del gigante la versión mejorada del SpyDZU que Skuld llevaba desarrollando durante meses. De esta forma, pudimos acceder a toda la información que necesitábamos sobre el sistema de seguridad de la mansión que estaba a punto de asaltar.

Aut Gaspari, aut nihil[17], necios.

Trazar el plan fue lo siguiente. La primera fase del mismo consistía en salvar el circuito exterior de cámaras por la única área ciega provocada por la tupida copa de un gran roble, y es que los elementos pueden resultar excelentes aliados si se los tiene en cuenta. En realidad, era tan sencillo como saltar el muro doble —hecho con ladrillo de cara vista, de dos metros de alto y sesenta centímetros de espesor— en ese punto preciso e inutilizar la alarma. Antes, debería deshacerme de las dos fieras, esa pareja de dóberman machos que custodiaba todo el perímetro ajardinado.

Miré mi Hublot de corte clásico compactado en titanio y correa negra de caucho: las 02:27. A esa hora, Don Daniele y Komovi ya deberían de estar dormidos; el primero, en su habitación de la segunda planta, y el guardaespaldas, en la planta baja. No habría más habitantes en la casa, ya que dos de sus hijas vivían en Londres, mientras que la mayor y heredera del imperio Gaspari, Stefania, tenía un bonito piso exterior de doscientos metros cuadrados en la céntrica Piazza Goldoni. Había llegado el momento de actuar y, al igual que otros grandes artistas de géneros más compatibles con la vida, estaba nervioso.

Reconocerlo dignifica.

Me puse los guantes de vinilo y el pasamontañas, ropa negra cómoda y zapatillas con suela de goma; la mochila multibolsillo con mis herramientas completaba mi atuendo para el asalto. Me dispuse a saltar el muro. Me encontraba en forma, seguía saliendo a correr a primera hora de la mañana y después acudía a un gimnasio bastante decoroso para completar mi rutina diaria. Y en aquel punto me hallaba.

Miré de nuevo la hora, las 02:29. Habían pasado noventa y cuatro minutos desde que arrojé la carne por encima del muro y las bestias ya deberían de estar fuera de servicio. Estaba convencido de que me iba a servir de gran ayuda contar con Erdzwerge como soporte farmacológico; nunca lo hiciera. Las 02:30. Me encaramé sin dificultad a lo alto de la tapia y examiné el jardín antes de tomar tierra al otro lado. Cerca de su caseta, a unos treinta metros desde mi posición, podían distinguirse los perfiles de los animales tumbados de costado. Cogí una piedra y la arrojé a escasos metros. No se movieron, por lo que me descolgué con destreza. Pegado al muro por la cara interior, recorrí su perímetro hasta el punto en el que la distancia con la casa se hacía menor, siempre dentro del área ciega; calculé treinta metros. Corrí agachado tratando de no hacer ruido. Velocidad y sigilo. Podía haber actuado sobre el emisor de señal o sobre el receptor craqueando el sistema, pero no tenía sentido complicarse si podía perturbar el mensaje con un sencillo inhibidor de frecuencia GSM. Así lo hice y, como esperaba, funcionó. Primera fase terminada.

El siguiente paso consistía en entrar por el acceso más vulnerable de la vivienda, que era una ventana corredera que hacía las funciones de única ventilación de la bodega. Solo tuve que desencajarla y deslizarme por el hueco. Los sensores de movimiento captaban mi señal, pero el receptor era incapaz de codificarla para hacer sonar la alarma. Saqué la linterna y agucé el oído. Nada. Mi corazón latía vigorosamente, así que me detuve unos segundos para relajar la respiración. Voluntad y coraje. Subí las escaleras con la precaución de pisar cerca de la pared para evitar posibles crujidos de los peldaños de madera. Ya en el salón, lo primero que hice fue cortar el cable del teléfono, no para evitar que se hicieran o recibieran llamadas, sino para terminar de inutilizar por completo el sistema de alarma. Llegó el momento crítico de la operación: neutralizar al rocoso guardaespaldas. Cuando planeamos todo, descartamos utilizar cualquier método que implicara un enfrentamiento físico con el sujeto en cuestión. Olvidamos, por tanto, el clásico trapo con líquido anestésico aplicado en las vías respiratorias y optamos por algo mucho más sutil; algo que inyectara inspiración pura y luenga en mis versos.

Saqué el humidificador silencioso de la mochila y el bote con la mezcla que me había indicado Erdzwerge ya preparada y dispuesta: cien mililitros de sevorane[18] y setenta y cinco de forane[19]. Me tapé con una mascarilla antes de verter el contenido en el aparato. Tenía que llegar a la habitación de Komovi y colocarlo cerca de su nariz sin despertarle. Por si algo salía mal, también contaba con mi última adquisición: una Glock fabricada a partir de polímeros cerámicos sin un solo componente metálico, ni siquiera los casquillos. La munición estaba fabricada con propelente de celulosa comprimida y ojiva cerámica. Absolutamente indetectable y muy precisa. Los cinco mil cuatrocientos euros que pagué al intermediador —un diminuto albanés de traza incierta— los consideré perejil frente a la sensación que me recorrió el cuerpo la primera vez que pude sostener en mi mano aquella maravilla artesanal. El supresor de sonido, también cerámico, estaba incluido en el precio.

La puerta no estaba cerrada, y los ronquidos del paramilitar podían oírse desde el pasillo. Sosiego y empuje. Llené mis pulmones de aire y lo solté lentamente antes de empujar la puerta con el pie. Reconocí de inmediato el tamaño de la cabeza de Komovi y me quedé paralizado, como hipnotizado por el lánguido y constante ritmo respiratorio de mi objetivo. No sé cuánto tiempo permanecí allí parado hasta que pude reunir el valor suficiente como para poner un pie dentro de la habitación. Olía a cajón de calcetines y a cenicero. Tenía la persiana totalmente subida, lo cual me invitó a pensar que quizá Komovi tuviera tanto miedo a la oscuridad como yo, y comprobé que la única ventana de la estancia estaba perfectamente cerrada; un problema menos. Dormía sobre su costado izquierdo, lo que me obligó a rodear la cama para ubicar el humidificador portátil en el suelo, en la vertical de sus orificios nasales.

En la mano izquierda, llevaba el artilugio que debía dejar fuera de combate al mastodonte durante el tiempo suficiente como para «operar» con su jefe con garantías; empuñaba el arma con la derecha. Cada paso que daba me iba proporcionando más confianza, pero evité mirarle a la cara. Llámalo cobardía, pero resultaba que el volumen del balcánico era sencillamente aterrador. En cuanto me acerqué a un metro del emplazamiento óptimo, me agaché para dejar el humidificador en el suelo; antes de dar al botón de encendido, me atreví.

Colisioné con su mirada.

Me quedé petrificado ad aeternum[20].

Me incorporé agarrando la pistola con ambas manos, dispuesto a apretar el gatillo. No lo hice. Komovi dormía plácidamente con los ojos abiertos. Eso sí, maldije a todo su abolengo hasta la tercera o cuarta generación, incluyendo familia política si la tuviera. Accioné, por fin, el aparato y volví sobre mis pasos, muy despacio, sin dejar de apuntarle. Cerré la puerta procurando no hacer ruido y coloqué toallas húmedas evitando así que el gas anestésico escapara por debajo de la puerta. En esa concentración y con la potencia del humidificador, debería estar fuera de combate en ocho minutos según nuestra experta colaboradora. Sin embargo, decidí esperar hasta quince en el pasillo, muy atento a cualquier sonido por si tenía que recurrir a la poco venerable, pero eficaz, muerte por bala.

Consulté la hora, las 03:12. Tocaba la fase final, mi momento con Don Daniele. Volví al salón para revisar el material y las herramientas que tenía previsto utilizar con el gran jefe. Habiéndome librado de su protector, podía tomarme todo el tiempo que quisiera; tendría, al menos, dos horas para disfrutar de mi premio antes de desaparecer sin dejar rastro. Todas las pruebas apuntarían al guardaespaldas, y la policía no tardaría en dar con el móvil del crimen y concluir que el montenegrino había trazado una lucrativa línea recta hacia el trono de Gaspari que pasaba por la entrepierna de Stefania. Todo estaba en orden, pero en el preciso momento en el que me disponía a subir las escaleras, una estantería con libros llamó poderosamente mi atención. No pude contener la curiosidad, y me acerqué a ella con el objeto de indagar en las fuentes literarias de un criminal de la talla de mi anfitrión. En un primer y apresurado recorrido visual, reconocí una joya literaria: El maestro y Margarita, de Mijail Bulgákov, que recuerdo que disfruté durante mi claustrofóbica etapa en Nueva York; una gran obra en la que se desborda un estilo propio que, sin embargo, bebe de los manantiales de Fausto, de Goethe. A su lado, títulos de Chéjov, Tolstoi, Pushkin… Cuando llegué a un libro de aspecto envejecido, mi nervio óptico tiró del freno de mano. En el lomo, estaba escrito Преступлéние и наказáние, dos palabras que reconocí al instante: Crimen y castigo, novela eterna protagonizada por uno de los personajes en los que más me he visto reflejado: Rodion Romanovich Raskolnikov. Me asaltó entonces una de las citas de Dostoievski: «El secreto de la existencia no consiste solamente en vivir, sino en saber para qué se vive». No pude resistirme a la tentación de coger el libro y hojear sus páginas para aspirar su esencia. Al hacerlo, me trasladé al despacho de mi padre; idéntico aroma. Me interesé por conocer la fecha en que había sido publicado. Me embargó la emoción. Quedé turbado y atónito, maravillado. Se trataba de una primera edición de 1867. Me mordí el labio con fuerza y, en décimas de segundo, supe que debía ser mío. Ya tenía decidido el tema de la charla que mantendría con Don Daniele: tenía que conocer los pormenores de la vida de aquel ejemplar. Todavía impactado, lo guardé en la mochila y proseguí mi inspección en busca de más tesoros. Los otros autores eran desconocidos para mí, a excepción de Danilo Kiš —uno de los grandes escritores en lengua serbocroata—, y de Boris Pahor e Igor Kamperle por su vinculación con Trieste. Inconscientemente, memoricé los nombres de algunos otros literatos presentes en aquel privilegiado espacio sin sospechar que ese receso en el plan me llevaría a abrazar a la muerte. Guardé en mis archivos a Radomir Konstantinović, Ognjen Spahić, Miloš Crnjanski, Ivan Cankar, Oton Župančič o Josip Osti antes de retornar al motivo que me había llevado a esa casa. Subí las escaleras.

Cautela y destreza.

Al llegar a la puerta, comprobé que estaba cerrada, como era de esperar. Pistola en mano y mochila a la espalda, agarré el picaporte con la mano izquierda justo en el instante en el que un ruido me obligó a detenerme. Agucé de nuevo el oído, pero solo pude escuchar mis propios latidos: intensa percusión. Otro golpe hueco me alteró definitivamente. Algo —o mucho peor, alguien— se movía en el piso de abajo. Aunque lo intenté, no conseguía reaccionar. Acto seguido, escuché un nítido balbuceo que precedió a una voz cavernosa tratando de pronunciar unas palabras que bien pudieran ser el conjuro que abriera las puertas del averno de par en par. Recobré el control y recorrí apocado los escasos metros que me separaban de la barandilla. Me asomé sobre ella y pude distinguir la torva figura de Komovi con el torso desnudo y doblado sobre sí mismo, tratando de mantener la verticalidad al pie de la escalera. Estaba claro que era él, pero, aun así, me quedé mirándole fijamente, como quien examina a alguien que acaba de conocer. Cuando logró encender la luz del rellano, reconocí el objeto que portaba en su mano izquierda: una pistola. Entonces, el guardaespaldas alzó la cabeza y me descubrió; yo estaba petrificado. Parecía costarle enfocar la mirada, pero el odio era patente en sus retinas. En aquel momento, supe bien lo que tenía que hacer. Me moví raudo hacia la habitación y abrí la puerta. Encendí la luz e, inmediatamente, Danilo Gaspari se incorporó en la cama azorado, como un resorte. Tenía el pelo cano y los ojos tan abiertos como la boca, pero sin emitir sonido alguno. Le apunté a la cara y avancé dos pasos hacia él. Creo que apreté el gatillo cuatro veces; quizá, cinco. Solo le dio tiempo a extender los brazos como si pretendiera parar las balas con las manos. Las sábanas, antes de un blanco inmaculado, se tiñeron al gotelé de una viscosidad carmesí. Calculo que no tardé más de dos o tres segundos en girar sobre mí mismo para poder enfrentarme a la inminente amenaza que, a buen seguro, ya estaría subiendo por las escaleras. Supuse mal, pues Komovi estaba a mi espalda y solo pude advertir el movimiento de su brazo al golpearme en la sien.

Mi cuerpo ya no tenía dueño cuando cayó en la moqueta de lana virgen del difunto Danilo Gaspari.