
Los pasos del siguiente mortal
Residencia de los Jerčić
Tavčarjeva Ulica, 6 (Liubliana)
8 de mayo de 2011, a las 13:25
El domingo era un día especial para Goran Jerčić, el único de la semana en el que ni siquiera arrancaba el equipo. La mañana se la regalaba a él, y la tarde, a su familia. Nada de teclas, solo sus recuerdos, su mujer y sus hijos.
Se había levantado a las seis de la mañana para conducir en dirección norte los ochenta kilómetros que le separaban del parque nacional de Triglav, su refugio a los pies de los Alpes Julianos. Una hora más tarde, ya estaba caminando por el bosque de hayas en el que le gustaba perderse cada siete días. El sonido del follaje bajo sus pies y el redundante olor del musgo le llevaron en volandas a encontrarse con las imágenes de aquel otro domingo también de mayo, pero de 1992.
En aquellas fechas vivían en la vieja casa que su difunto padre tenía en Kozarac, muy cerca de Prijedor, en el sector de Bosnia con mayor presencia de serbios. A los dos años de enviudar su madre, de origen islandés, había regresado a su pueblo natal, Grindavík, y su mujer, Svetlana, llevaba meses tratando de convencerle para que hicieran las maletas y pusieran kilómetros de distancia de aquella locura étnica que era incapaz de comprender. Pero aquella era la casa en la que había nacido y convivido tantos años en paz con otros niños serbios y croatas. Ortodoxos, católicos y musulmanes coexistiendo con absoluta normalidad. Goran se aferraba a una convicción tan firme como equivocada: el odio que se venía palpando nacía de las clases políticas, pero no se filtraría hacia abajo y aquello de lo que hablaban los periódicos no era más que propaganda serbia para forzar a bosnios y croatas a dejar sus propiedades. Él no estaba dispuesto a ceder al chantaje y abandonar la tierra de su padre; mucho menos, con una niña de tres años y un niño de cinco meses.
Sin embargo, llegó un día en el que se desataron todos los infiernos y el destino escribió el final para muchos de sus vecinos; familias enteras, pero no para la de Goran. Aquel domingo, se alinearon todos los astros. Tras muchos intentos fallidos, Goran logró convencer a Svetlana para pasar el fin de semana entero en el parque nacional de Kozara, ubicado a las afueras de la ciudad. Acamparon durante la tarde del viernes y, justo esa noche, empezó el bombardeo. Si cerraba los ojos, podía escuchar perfectamente el estallido de las bombas; al principio, aquello parecía una sinfonía caótica de detonaciones variadas, pero no tardarían en aprender a distinguir la melodía de cada proyectil: el silbido agudo y fugaz de las granadas de mortero ligero, el pitido grave y prolongado de las de fragmentación de mortero pesado o el estruendo seco y repentino de los obuses de ciento cinco milímetros disparados por las piezas de artillería. Por la mañana, las columnas de humo eran lo único que se levantaba en Kozarac, y el ruido intermitente de las semiautomáticas de los paramilitares sustituyó al de las bombas. Fueron limpiando casa por casa, señalados por antiguos vecinos con los que, pocos días antes, habían estado hablando en la cola de la panadería. Goran y Svetlana decidieron refugiarse en la parte más frondosa del bosque, pero los supervivientes de todos los pueblos de la zona tuvieron la misma brillante idea, y cómo no, sus perseguidores. Cuando ya caía la tarde de aquel domingo, una patrulla les capturó y les subió a un camión junto con otros refugiados. En la carretera de Banja Luka a Prijedor, el vehículo se paró y les hicieron bajar a todos con la intención de separar a los hombres de las mujeres y los niños.
Aquella fue la primera vez que lo vio. A Goran se le encogía el estómago siempre que rememoraba aquellas escenas.
Dos soldados serbios ataviados con sus gorros chetniks comprobaban la documentación de los detenidos mientras aquel hombre de aspecto singular observaba la escena con gesto inquisidor. Cuando les iba a tocar a ellos, Goran apretó contra su pecho a Mira y agarró fuertemente la mano de Svetlana, que sujetaba en brazos al pequeño Miran. El oficial de mayor rango ordenó a Goran que entregara a Mira a su madre, pero él se negó. En el momento en el que el serbio sacó la pistola y la puso en su frente, apretó con fuerza los párpados, pero seguía sin soltar a su pequeña; estaba dispuesto a morir. Svetlana gritaba y pensaba que sus súplicas iban a ser lo último que escuchara en su vida justo en el instante en el que él intervino. Fueron segundos de confusión, imágenes borrosas en la cabeza de un padre angustiado que se negaba a desprenderse de su familia. Finalmente, el hombre de abultados ojos grises y pelo blanco cortado a cepillo se salió con la suya y les hizo subir a otro vehículo. Goran no volvió a respirar hasta que arrancaron, y no fue capaz de articular palabra alguna hasta que llegaron al Hotel Moskva, en Belgrado. Allí estuvieron tres semanas en las que aquel ruso que trabajaba para los servicios secretos serbios consiguió los papeles eslovenos y les metió en un avión que les llevaría a Liubliana. En la capital eslovena fueron recibidos por una mujer que les ayudó a instalarse en una vivienda provisional situada en las afueras de la ciudad. Meses después, se enteró de los detalles de la masacre de Prijedor, de las ejecuciones en el monte Vlasic y de los cientos de cuerpos arrojados al fondo del barranco Koricanske Stijene. Comprendió que debía su vida y la de su familia a la intervención de aquel hombre. Fue entonces cuando decidió volver a Belgrado para agradecerle en persona todo lo que había hecho. Se juró que algún día devolvería el favor a Armando Lopategui.
Lo que Goran no podía saber es que había llegado el día en el cual podría demostrarle su gratitud.
De regreso a casa tras la caminata, lo primero que le llamó la atención después de abrir la puerta fue el silencio. Normalmente, a esas horas, Miran ya habría vuelto de jugar al baloncesto y estaría arremetiendo contra su entrenador por haber perdido, como todos los domingos. Mira ya se habría recuperado de la fiesta de la noche anterior, y se habría puesto guapa para recibir a su novio, como todos los domingos. Svetlana estaría dando voces para que pusieran la mesa antes de terminar poniéndola ella, como todos los domingos. Pero no había voces, ni siquiera olía a comida y Goran frunció el ceño.
—¡Chicos! —gritó encaminándose hacia el salón—. ¿Chicos? —repitió en un tono más quebradizo.
Goran empujó la puerta e, instintivamente, giró la cabeza hacia la zona del comedor en la que su vista perimetral había distinguido tres formas humanas.
—¡Dios santo! —exclamó al distinguir las caras aterrorizadas de su mujer y de sus hijos sentados a la mesa, maniatados y amordazados.
No había dado ni dos pasos en aquella dirección cuando una voz a su espalda le paralizó en seco.
—Bienvenido a casa…, Skuld.
Osteria Da Marino (Trieste)
Sancho ya conocía aquel sitio. Era uno de los lugares en los que, con repetida y forzada frecuencia, solía terminar sus largos paseos por la ciudad en su estéril, hasta el momento, búsqueda de Augusto. Casualmente, el dueño del negocio, que llevaba abierto desde el año 1925, era un gran aficionado al rugby; exjugador, como Sancho. El interior del local, pintado en rojo arcilla y amarillo paja, estaba totalmente salpicado por fotografías de equipos de época, camisetas, polos de distintos clubes y otros muchos elementos promocionales de la marca Guinness —cerveza negra indisolublemente asociada al noble deporte del balón oval—. Sancho se encontraba cómodo en aquel escenario y, en cuanto aparecía el dueño, cruzaba algunas palabras nostálgicas en su «itañol» que siempre eran bien recibidas y correspondidas en «espaliano».
El descubrimiento de la última víctima de Augusto, un periodista de la sección cultural de Il Piccolo, había esquilmado dramáticamente las horas de sueño que el inspector conservaba en la nevera y, por lo que pronto averiguaría, también la credibilidad de su homóloga italiana. Otra víctima en la bañera, como Stefania Gaspari, pero esta vez ahogada y sin lengua. La mutilación y el poema no dejaban lugar a dudas, pero la variación en el modus operandi le hizo pensar que Augusto seguía evolucionando. Más de lo mismo en la escena del crimen; es decir, nada. Ni una huella, ni restos biológicos…, nada. Nada se esperaba y nada se encontró.
La inspectora jefe Galo le había llamado para trazar un plan al margen de las directrices del questore Padulano, que, como ya le sucediera a Sancho en Valladolid, estaba buscando apoyos en Roma. El inspector pidió una birra alla spina y se sentó a esperar. Faltaban tres minutos según su reloj para la cita y todavía no había podido saborear la Kilkenny cuando Gracia apareció elegantemente vestida y con gesto severo. Le saludó afectuosamente y se fue directa a la barra para pedir un vino que no aparecía en la profusa carta de más de setecientos tipos del Da Marino: il fragolino.
—Malas noticias —dijo nada más sentarse—. Y buenos días, o tardes. ¿Has comido?
Sancho elevó sus pobladas cejas y se mantuvo a la expectativa.
—Me acaba de llamar Fucich. Cazzo!! Ha hablado con el casero de la vivienda alquilada el 12 de enero a nombre de Juan Pablo Castel, un tal Giuseppe Petrosino. Nos ha dicho que el 22 de abril recibió una llamada de su inquilino en la que le explicaba que tenía que dejar el piso de inmediato.
—Un segundo.
Sancho abrió su cuaderno y dio tres golpes con el índice señalando una fecha.
—El 21 de abril fue el día que le vi. Aquí lo tengo anotado. No hay duda de que era él. ¡Lo sabía, joder! Otra vez se me ha vuelto a escurrir entre los dedos. ¡La puta madre que me parió! Al día siguiente, el muy cabrón hizo las maletas y se fue a otro sitio. Efectivamente, eso ocurrió el 22 de abril, el día que cumplí cuarenta tacos.
—Brindemos entonces por tu cumpleaños con esta maravilla —propuso Gracia levantando su copa.
—Sí, brindemos —accedió él con hastío—. ¿Qué es?
—Vino fragolino. Pero de verdad, no la basura que comercializan por ahí, que no es otra cosa que vino malo bien aromatizado y con sabor a frutas del bosque.
El inspector aceptó la invitación.
—Bueno. Muy bueno.
—Su comercialización está prohibida en la Unión Europea. Dicen los iluminados que es por su alto contenido en metanol, pero en realidad obedece a las malditas políticas proteccionistas. Resulta que se elabora a partir de una variedad de uva que procede de Suramérica, la Vitis labrusca, que es la que le proporciona este sabor tan especial a fresa. Sin embargo, sí dejan producir y comercializar el lambrusco con una variedad de esta que se cultiva en Europa, la Vitis vinifera. Che schifo!!
—¿Qué asco de leyes o qué asco de lambrusco?
—Ambos. Qué asco de todo.
—Me parece que hoy vamos a terminar con las existencias de fragolino.
—Demasiado caro para mi salario.
—No te preocupes por eso…, invita Kapllani.
—¿Quién es ese?
—Olvídalo, ya te lo contaré otro día. ¿Dónde estábamos?
—Buscando a un asesino con maletas.
Sancho soltó una gran y repentina carcajada que, inicialmente, asustó a la inspectora jefe. Luego, no pudo evitar contagiarse y se dejó llevar.
—Hacía tiempo que no me reía así —reconoció ella secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Justo desde el día en el que te presentaste en la questura…
Volvieron a caer presas de las lágrimas certificando que, efectivamente, el vino fragolino poseía un alto porcentaje de metanol.
—Bueno, vamos a ver si podemos continuar —reanudó Gracia—. Como te decía, el tal Petrosino nos ha dicho que su inquilino le hizo un ingreso por los tres meses, pero, aun así, fue inmediatamente a comprobar el estado del piso. Parece que unos estudiantes españoles se lo destrozaron completamente hace unos años; te lo cuento precisamente por eso.
—Algo habría hecho el casero. Fijo que no les quería devolver la fianza o algo así…
—No sería de extrañar, porque el tipo es un terrone[85]. En fin, según nos cuenta, esta vez se lo ha encontrado mucho más limpio de como se lo alquiló y con cuatro bonsáis preciosos que ahora decoran el salón. El equipo de Turone lleva toda la mañana recogiendo muestras, pero por ese apartamento han pasado tantas personas distintas que va a ser del todo irrelevante. Además, allí no se ha cometido ningún crimen, aunque encontráramos su ADN completo no tendríamos con qué contrastarlo. Es tan increíble como desesperante.
—Ya te acostumbrarás —ratificó Sancho apurando su pinta—. Es extremadamente cuidadoso, no creo que encontremos nada incriminatorio. Sin embargo, recuerdo que el experto que nos ilustró sobre los asesinos en serie nos dijo que, con el tiempo, se vuelven más voraces y menos cuidadosos. Sabemos que el día 9 de enero aterrizó en Venecia y que el 12 de ese mismo mes alquiló el apartamento aquí, en Trieste. Sin embargo, no comete sus primeros asesinatos hasta la noche del 13 al 14 de abril. Desde esa fecha hasta el 6 de mayo, según apuntan los informes previos del forense, mata dos veces más. Es decir, tres meses inactivo y cinco víctimas en algo más de veinte días. En Valladolid, transcurrieron tres meses desde el primero hasta el último asesinato. Podría pensarse que se tomó un tiempo de descanso, como si estuviera adaptándose al medio, y retomó su actividad de forma frenética cuando lo consiguió.
—Certo, pero sin perder el control, a la vista de las pruebas recogidas en los escenarios.
—Sí. No podemos esperar a que cometa un error, porque puede que no lo haga —sugirió Sancho—, y lo peor es que, si ha dejado el piso, es porque se ha sentido acorralado. Es posible que haya decidido trasladar su territorio de caza a otra ciudad, como pasó en Valladolid.
—Me temo que eso lo sabremos en breve —apuntó ella—. Voy a pedir dos de estos. ¿Quieres comer algo?
—Avanti.
—Aquí no hay tapas, pero podemos pedir una bandeja de… ¿cómo se decía salumi en español?
—¿Salami? —repitió pasándose la mano por el mentón—. ¿Vas a pedir una bandeja de salami? Ya no pido jamón de bellota ni chorizo ibérico, pero que pongan, al menos, algo de mortadela con aceitunas y un poco de chóped de pavo.
Gracia volvió a reírse.
—Salumi abarca todo tipo de embutidos; muy buenos, por cierto. Tenemos que repetir esto más veces —propuso la inspectora jefe.
Sancho aceptó con la mirada y Gracia se escapó de ella para llamar la atención del camarero.
—Lo que todavía no termino de tener claro es el motivo por el que mata —señaló la italiana—. Las víctimas no tienen nada que ver entre sí. En tu tierra, si no recuerdo mal, fueron una cajera ecuatoriana, su propia madre, una especialista en lingüística, un yonqui y un expolicía. Aquí, que sepamos hasta la fecha, tenemos un empresario de negocios turbios, su hija y su guardaespaldas, una estudiante de literatura comparada y un columnista homosexual de la sección cultural. Solo veo un nexo de unión en tres de las víctimas, que sería la literatura, pero ¿y el resto?
—Está claro que se siente atraído hacia la literatura de un modo especial, pero no creo que ese sea el motivo que le empuja a matar. La mayor parte de los asesinos en serie mata por placer; a algunos les provoca excitación sexual, y otros lo hacen por el hecho de la dominación. No obstante, yo diría que lo que Augusto busca es notoriedad, hacerse un hueco en el libro de los más despiadados pero brillantes asesinos en serie de la historia —expuso con cierta acidez—. Las víctimas no son más que parte del juego, digamos que son el premio.
—Nuestros especialistas afirman que necesita matar como vía de inspiración para escribir sus poemas. Asesina para alimentarse de sensaciones, pero hay algo que no termino de comprender. Si se trata de un sociópata, ¿no dicen que no están capacitados para generar ninguna emoción?
—No, eso no es así. Mi querido amigo, el psicólogo criminalista de quien ya te he hablado, me dijo una vez que sí son capaces de generar sentimientos; el problema es que no logran ordenarlos. Me puso el siguiente ejemplo: imagínate que el cerebro es una habitación repleta de distintas emociones. Cuando una persona normal recibe un estímulo, ya sea positivo o negativo, solo tiene que acudir al cajón que corresponde, identificar la prenda que toca en ese momento, ponérsela y buscar los complementos adecuados para ir a la moda.
—Entiendo, un estímulo genera una emoción y esta, a su vez, una reacción en las personas normales.
—Que varía en función del carácter de cada individuo —completó el pelirrojo—. En cambio, un sociópata no sabe dónde buscar la prenda adecuada. Revuelve armarios, cajones e, incluso, busca debajo de la cama, pero nunca es capaz de identificar esa emoción. Por tanto, la reacción que le provoca suele ser contraria a lo socialmente establecido: o se ve totalmente desnudo y decide permanecer en la habitación, es decir, aislarse, o puede que se vista con la ropa que no corresponde. Si esto último sucede y se da cuenta de que todo el mundo se ríe de él, se convierte en un tipo peligroso.
—Entiendo. Un buen ejemplo —certificó—. Entonces, podríamos afirmar que nuestro sujeto lleva la ropa equivocada y se lo quiere hacer pagar a la sociedad, vero?
—Así es. En su caso, según diagnosticó el psicólogo, se añade otro componente de naturaleza narcisista. No puede pasar desapercibido bajo ningún concepto, pero le irrita pensar que los demás quizá estén riéndose de él.
—¿Por eso mata y luego deja los poemas? ¿Para tener repercusión?
—No, no mata solo por eso. Asesina buscando la sensación de dominio que ello le provoca. No hay poder más absoluto que el de decidir quién vive y quién muere. No obstante, un sociópata narcisista sabe muy bien que obtiene repercusión matando. No mata para tener repercusión; tiene repercusión porque mata, y a nuestro sujeto le gustaría ser recordado por ello a través de sus poemas. No sé si me he explicado.
—Creo que sí. Hablando de poesía, tengo aquí la transcripción del segundo poema que encontramos en el móvil de Chiara Trebbi. ¿Quieres verlo?
Sancho resopló con hastío.
—Por supuesto —dijo alargando la mano para coger el folio.
De alas y lágrimas
Robé sus alas y comprobé que no estaban hechas sino
de crueles sentencias que adornaron mis laureles,
de brutales carencias,
de banales presencias,
de reales apariencias y letales creencias.
No tuve clemencia aun en este estado de demencia.
Todo ángel es terrible
y, sin embargo, lloré tu ausencia.
Robé sus alas y comprobé que no estaban hechas sino
de claveles arrancados que adornaron mis burdeles,
de sentimientos acorchados,
de argumentos abultados,
de aspavientos adornados y desalientos desbocados.
No estoy aborregado aun en este estado enajenado.
Todo ángel es terrible
y, sin embargo, lloro apartado.
Robé sus alas y comprobé que no estaban hechas sino
de fieles armaduras que adornaron mis cuarteles,
de bondadosas censuras,
de cautelosas caricaturas,
de sinuosas conjuras y suntuosas conjeturas.
No tendré atadura aun en este estado de locura.
Todo ángel es terrible
y, sin embargo, lloraré con amargura.
Robé sus alas,
pagaré con lágrimas.
—¿Qué te transmite? —preguntó la inspectora jefe Galo.
—Ganas de disparar al autor.
—Varias veces…
Sancho volvió a leer el poema mientras se metía algo de embutido en la boca. Lo masticó despacio y, en cuanto lo tragó, emitió su veredicto.
—Me jode admitirlo, pero tengo que reconocer que me gusta cómo suena. Quizá el tema central sea el desengaño, lo cual no termino de entender cuando todo apunta a que Augusto la conoció esa noche.
—Certo. Todas las personas de su entorno a las que consultamos dijeron que no tenía pareja. En solo una noche, es imposible llegar al enamoramiento y al desengaño. Puede que Chiara representara para él ese «ángel terrible», el desengaño amoroso contra el que se ve forzado a luchar para eliminarlo. Parece que sufre por ello —aportó Gracia—, aunque si quiere saber lo que es sufrimiento, que asista a una reunión con il questore Padulano y, luego, que escriba un poema.
—Sé muy bien de lo que hablas…, en fin, sigamos. Robar sus alas es asesinarla. Parece que nos quiere decir que se ve forzado a matarla y que sufrió, sufre y sufrirá por ello.
—Ya, pero aquí hay algo que no encaja. Según lo entiendo yo, primero mata, luego comprueba, y de ahí su dolor. Por cierto, la frase que repite tanto, «Todo ángel es terrible», no es original de nuestro «admiradísimo» poeta, según dice el informe. Está sacada de la primera elegía de Rainer Maria Rilke, que forma parte del libro Las elegías de Duino.
—Muy oportuno…
—Sí.
—Y no es la primera vez —añadió él—. En otra de sus poesías, había un verso que, sin ser literal, hacía referencia a Miguel Hernández en su Elegía a Ramón Sijé.
—¿Estás puesto en literatura? —preguntó ella.
—Como en física nuclear —admitió—, pero tengo el informe de la investigación tan memorizado que podría recitarlo como un maldito juglar. Faltaría el tercer poema, el del periodista. Por cierto, ¿por qué crees que le arrancó la lengua?
—Está en manos de nuestros expertos. Me dijeron que me llegaría a lo largo del día, pero no estaba cuando he revisado mi correo. Fucich me ha comentado que el tal Adelpho della Valle era un tipo bastante polémico, de esos que les gusta hurgar y revolver la mierda de los demás. Y no le arrancó la lengua, le practicó un corte limpio en la base con una de sus herramientas.
—Es decir, que no se trata de una víctima casual, que fue a por él.
—Puede ser.
Sancho se frotó la barba y resopló con amargura. Gracia le examinó como si tratara de descubrir algo a través de esos ojos tan claros como exentos de misterio.
—Un día de estos tendré que afeitarme —murmuró Sancho practicando un vuelo raso para evitar el radar.
—¿No te gusta?
—La verdad, no lo sé. Ya no me acuerdo de mí mismo cuando me la empecé a dejar crecer, y no hace mucho tiempo de aquello.
—Las personas evolucionamos.
—¡Y tanto! Está por ver si para mejor o para peor.
—Appunto!!
—Gracia —interpuso Sancho levantando la copa de fragolino—, tenemos que agarrar a este cabrón.
—No va a ganar la partida.
—A mí ya me ganó la primera, pero te aseguro que esta segunda no le va a resultar tan sencillo. Tengo casi dos años para atraparle.
—Nos lleva mucha ventaja y puede que ahora esté a mucha distancia de aquí.
—Puede.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Perseguirle por todo el planeta?
Sancho pidió otra ronda por respuesta.
—Y luego, ¿qué? ¿Irás a por el otro tipo? —insistió ella—. ¿Cómo le llamabas?
—Yo, Armando, pero se le conoce como Carapocha.
—Bonito apodo.
—Le queda como un traje a medida. ¡Menudo cabrón! Sigo sin entender por qué le dejó marchar aquel día. Tengo que conseguir comprenderlo.
Gracia masticó las palabras antes de hablar.
—¿Puedo decirte algo?
—Por supuesto que puedes —aseguró él.
—Estás jodido.
Sancho asintió con la cabeza.
—Lo estoy.
—Pues ya somos dos.
Residencia de Goran Jerčić (Liubliana)
Goran ató cabos al instante. Ese tipo de mirada siniestra que le hablaba en alemán y conocía su nick en Das Zweite Untergeschoss no podía ser otro que Orestes. El mismo al que llevaba años vigilando por encargo de su amigo y protector, Armando Lopategui. La situación no podría ser más aciaga: un asesino en serie tenía retenida a su familia y estaba sentado en su sofá, apuntándole a la cara con una pistola con silenciador.
—Orestes —articuló dejándose llevar por la brusquedad de su tic antes de levantar las manos por encima de la cabeza—. Te lo ruego, mi familia no tiene nada que ver, te lo ruego. Esto es solo entre nosotros, entre nosotros.
—Me gusta tu nick de Skuld. Mitología nórdica, ¿verdad? Me lo han explicado detalladamente: es el nombre de una de las tres nornas que, junto a Urd y Verlandi, manejan el destino de los hombres. ¿Eres aficionado a la mitología, querido?
—Realmente no —titubeó—. Lo elegí en honor a mi madre, que es islandesa. De pequeño, me contaba cuentos e historias mitológicas transmitidas de generación en generación desde hacía siglos, siglos.
—Un aplauso para tu madre, pero centrémonos en lo que me ha traído hasta aquí. Me gusta esta ciudad. ¡Todo es tan accesible…! Verás, llegué anoche y, tras localizar tu dirección, busqué un hotel por aquí cerca y di con el Grand Hotel Union. ¡Qué hotel! Una auténtica maravilla. No merezco menos. Como tú, no suelo salir mucho de casa, pero decidí ir a dar una vuelta por el barrio del ayuntamiento. Tengo que reconocer que esta ciudad me ha sorprendido. Sabía que tenía un bonito casco histórico, pero no esperaba encontrarme con esta maravilla de la arquitectura. Como en Trieste, se nota la mano de los austríacos.
Goran trataba de serenarse, pero su sistema nervioso estaba en estado de alerta máxima. En aquel momento, creyó que lo más prudente sería mantenerse a la expectativa y fijó su atención en aquellas pupilas exageradamente dilatadas. Se volvió fugazmente para comprobar que los suyos seguían atenazados por el miedo.
Orestes continuó con su monólogo.
—Luego, estuve tentado de entrar en alguno de esos garitos de la ribera del río, pero el alcohol no me sienta bien. Me pone violento, y quería estar descansado para poder dedicaros todo el día a ti y a tu familia. He dormido de un tirón, y, aunque hacía fresco, a primera hora he estado paseando por el parque Tivoli.
Orestes se detuvo como pretendiendo que su interlocutor procesara sus palabras. El bosnio se secó el sudor de la frente con la mano mientras trataba de entender algo de lo que le estaba contando.
—Dime a qué has venido a mi casa…, a qué has venido.
—Todo a su tiempo, querido. Hansel siempre decía que eras un cracker excepcional pero descuidado. Que sueles dejar rastro. ¡Cuánta razón tenía! No me ha resultado demasiado difícil dar contigo, ¿sabes? Al principio, no podía entender cómo era posible que un simple inspector de Homicidios hubiera sido capaz de seguirme los pasos. ¿El azar? Imposible. ¿Mi seudónimo? Me hubieran detenido en casa. Debía haber una explicación y, por descarte, llegué al único rastro que podrían estar siguiendo: la IP, esa que solo podría desvelar un miembro del grupo que tuviera una ventana abierta en mi equipo a través de un spyware desarrollado por él mismo. Al principio, me negué a creerlo, pero luego recordé tu desmedido interés por ayudarnos desde un principio y tus preguntas entrometidas. Tenías que ser tú, así que le pedí a Hansel un desarrollo para que esa ventana se abriera desde ambos lados. Resultó sencillo convencerle cuando le demostré lo que había descubierto de la última versión del SpyDZU, ya sabes lo celoso que es con todo lo que tiene que ver con su anonimato. Dar con tu dirección exacta fue, como dicen en mi país, «coser y cantar». Y aquí estamos, querido compañero, en busca de respuestas. Por cierto, te encantará saber que seguí tus consejos y mis cuentas en Twitter están creciendo como la espuma. Mil gracias, compañero.
Orestes sostenía la sonrisa de un niño que acaba de salirse con la suya.
—Esto es solo entre nosotros —insistió Goran tras rematar de cabeza—. Deja a mi familia al margen, déjales al margen…, al margen —suplicó girándose de nuevo hacia ellos.
Aparentemente, estaban todos bien. Solo Miran tenía una brecha en la ceja.
Orestes entornó los ojos y una expresión confusa se dibujó en su rostro.
—Se llama síndrome de Tourette —reconoció Goran.
—¡Esta sí que es buena! Está claro que todos tenemos algo que esconder. Tú también eres un tipo especial, ¿verdad? Ahora, acomódate en esa silla —le indicó con la pistola.
Goran aceptó la orden y se sentó dando la espalda a su familia.
—Necesito que me contestes a algunas preguntas. Cada vez que me mientas, dispararé a uno de los tuyos —dijo con asepsia quirúrgica—, empezando por tu mujercita. Sabes que lo haré.
El padre de familia asintió e intentó aclararse la garganta. No encontró saliva y tragó en seco.
—¿Desde cuándo trabajas para su eminencia el doctor Lopategui?
—No trabajo para él, es mi amigo. Él nos salvó la vida. Es mi amigo, mi amigo. Nos salvó.
—¿Desde cuándo? —insistió.
—Desde el principio.
—Claro —murmuró—. Información y control. Dime qué sabe él.
—Que estás viviendo en Trieste, nada más, lo juro. Nada más.
—¿Y por qué no ha ido a por mí?
—Está ocupado en un asunto de mayor importancia, ocupado, ocupado.
El sonido de la respiración forzada de su familia alimentaba la brusquedad de su tic.
—¿Qué asunto?
—Quiere dar caza a Mladić.
Orestes frunció el ceño antes de forzar una expresión de asombro.
—¡A Mladić nada menos! ¿Por qué?
—Es el responsable de la muerte de su mujer.
Orestes se mordió las uñas tratando de masticar la noticia.
—Sabía que su amada Erika había muerto violentamente en la guerra de los Balcanes, pero desconocía que estuviera buscando un culpable. ¡Así que el bueno del doctor también sabe guardar secretos! Lo estás haciendo muy bien. Continúa.
Goran no supo qué añadir.
—O sea, que me envía al inspector pelirrojo para tenerme entretenido mientras él se encarga de la caza mayor, ¿no? —pensó desazonado en voz alta—. ¿Dónde está ahora?
El bosnio vaciló. Para Goran, era evidente que Orestes sabía mucho más de lo que parecía y no podía arriesgar las vidas de su mujer y sus hijos. Primero, tenía que salir de aquella y, luego, pensar en cómo proteger a su amigo; si es que podía.
—Estaba en Belgrado la última vez que hablé con él, pero no sé cuánto tiempo iba a quedarse allí, no sé cuánto tiempo.
—¡Qué pequeño es el mundo! Cuando quieras encontrar algo imposible de hallar, lo primero que hay que hacer es buscar en los bolsillos. ¡Claro que sí! —se animó—. Te estás portando muy bien, querido Skuld, puede que incluso te permita seguir viviendo.
—¿Qué más necesitas saber?
—Está con su hija, ¿verdad?
Goran lo corroboró.
—Y supongo que instalado en el mismo hotel en el que se alojaba durante la guerra de los Balcanes. Recuérdame el nombre.
—Hotel Moskva.
—Eso es.
Orestes no pudo evitar morderse las uñas sin dejar de apuntar a Goran.
—Ahora, compañero, la última cuestión —ironizó—. De tu respuesta dependerá que me marche por donde he venido o que deje un bonito marrón a la policía eslovena.
El timbre de la puerta sonó varias veces y todos se estremecieron al unísono. Visiblemente irritado, Orestes se levantó de su silla como una exhalación. Puso el cañón de la pistola en la sien de Goran.
—¡¿A quién cojones esperáis a esta hora?! —preguntó apretando los dientes.
—Es Peter, el novio de mi hija —contestó dejándose dominar por su tic—. Viene todos los domingos a comer, a comer, todos los domingos.
—¡Su putísima madre! —profirió en voz baja y en español—. Muy bien, muy bien, tranquilicémonos todos. Abre la puerta y haz que se una a la fiesta. Yo estaré aquí con el arma cargada. Si algo sale mal, los mataré a todos sin dudar. ¿Has entendido? ¡A todos!
—Lo haré como dices, tal como dices. Tranquilo, por favor, tranquilo, tranquilo.
Goran se levantó lentamente y se dirigió al recibidor. Orestes se colocó tras la puerta para poder seguir los acontecimientos por la rendija y miró a sus cautivos: permanecían inmóviles con la misma expresión de pánico que se les había esculpido en la cara desde que irrumpiera en la vivienda hacía más de cuatro horas.
Goran trató de calmarse controlando su respiración y procurando fingir normalidad absoluta. No lo consiguió, pero asumió que tenía que abrir la puerta de inmediato.
—Buenos días, señor Jerčić, disculpe el retraso.
—Adelante, estamos en el salón —acertó a decir a aquel muchacho espigado y con coleta.
Peter caminó por el pasillo con paso deslucido, apocado. Algo no encajaba. Normalmente, era Mira quien salía a recibirle y el silencio era algo que nunca había experimentado en aquella casa. Tampoco percibió el olor a parrillada de carne. El muchacho se detuvo y se volvió hacia su anfitrión, que todavía no había cerrado la puerta.
—Señor Jerčić, ¿ocurre algo?
—Nada…, nada, nada —titubeó.
En aquel momento, Orestes salió tras la puerta empuñando el arma con una mano. Estaba a menos de cinco metros del nuevo invitado, pero este reaccionó como lo haría cualquier humano ante el acercamiento frontal de un peligro evidente: salir corriendo en dirección contraria, salvaguardar la coleta. Orestes estaba decidido a disparar justo en el instante en el que se encontró con la oposición de Goran, que se abalanzó sobre él buscando el arma con ambas manos. El forcejeo no duró más de dos segundos y terminó cuando el padre de familia cayó al suelo con un culatazo en la cabeza; tiempo suficiente para que Peter ya estuviera bajando las escaleras del bloque pidiendo auxilio a gritos.
Orestes desapareció tras él.
Goran se dirigió tambaleándose hacia la puerta y la empujó. Buscó la llave en el bolsillo del abrigo que colgaba del perchero y, a duras penas, consiguió introducirla en la cerradura y echar el cierre de seguridad. Se encontraba mareado, pero sacó fuerzas para recorrer el pasillo hasta el salón. Todos estaban ilesos.
Un hilo de sangre le resbaló por la mejilla y sintió que le fallaban las piernas. Cayó de rodillas con las manos en la nuca, pero, antes de tocar suelo, ya sabía lo que tenía que hacer a continuación.
No había tiempo para lamentaciones.