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Inventarios de pánico
Avenida Nevsky (San Petersburgo)
13 de abril de 2011, a las 21:56
Con independencia de cómo se pronuncien en cada país o región de la zona del Báltico, los significados de las palabras «lealtad» y «fidelidad» están claramente diferenciados. Raramente se usan como sinónimos: la lealtad se asocia a una causa concreta que tiene que ver, principalmente, con la razón. Por su parte, la fidelidad se vincula necesariamente con otro individuo y, consecuentemente, se relaciona con el corazón. Nikolay Kolyvanov y Anastasia Kuremaa podrían servir como ejemplo; juntos conformaban una pareja indisolublemente unida por la lealtad, aunque no siempre se fueron fieles.
Como cada 13 de abril, el matrimonio se apresuraba a rematar sus quehaceres antes de cerrar su negocio de souvenirs situado en la avenida Nevsky. La temporada alta acababa de dar comienzo en San Petersburgo y ya se empezaba a notar en la caja, pero no era precisamente el empujón económico el motivo por el que aquel día era tan especial para la pareja. Desde que Kolia y Nastia se casaron, no había pasado un solo aniversario sin que lo celebraran por todo lo alto, rememorando su noche de bodas en aquella cabaña aislada a orillas del lago Vỡrtsjärv, en Estonia. Resultaba que toda la familia de Nastia era originaria de Puhja, una pequeña población fundamentalmente agrícola de menos de mil habitantes, pero muy próxima a Tartu, la segunda ciudad más grande de esa república báltica. La de Kolia, sin embargo, procedía del Óblast de Leningrado, y se había dedicado generación tras generación a comerciar con los países bañados por las mismas gélidas aguas del Báltico.
Se conocieron un 23 de junio de 1985. Recién cumplida la mayoría de edad, Kolia se había puesto a trabajar con su tío Konstantin y, aquel día, ambos viajaron hasta Tartu para tratar de colocar algunas de sus réplicas de antigüedades a aquellos paletos provincianos. Se había levantado a las cinco de la mañana para conducir las casi seis horas de trayecto por carretera que le separaban de su San Petersburgo natal. A mediodía, cuando terminaron de colocar su puesto en la plaza del ayuntamiento, las dos rebanadas de pan de centeno y los tres tragos de vodka que había desayunado no eran más que un lejano recuerdo para su estómago. Se celebraba el Día de la Victoria y, a pesar de que Kolia no sabía ni le importaba a quién habían vencido los estonios en la batalla de Vỡnnu, las falsificaciones se estaban vendiendo a buen ritmo. A eso de las tres de la tarde, su tío le dio permiso para ir a comer. Cegado por el hambre y guiado por los aromas del sült[5] y la sopa de col, llegó hasta un puesto de productos típicos de la zona. Nastia se encontraba tras una improvisada barra de madera y estaba ataviada con el traje tradicional; Kolia vio por vez primera su larga y dorada melena. De inmediato, el hambre pasó a un segundo plano en su escala de necesidades e hizo valer sus innatas cualidades para la venta intentando llamar la atención de aquella belleza báltica. Los golpes que le propinó su tío Konstantin por haber regresado al puesto una hora más tarde de lo acordado fueron dulces caricias comparados con el estropicio que la estonia había ocasionado en el corazón del joven Kolia. Diez meses más tarde, durante los que este visitó Tartu en ocho ocasiones, Nastia se convirtió en su esposa y, aunque ella nunca pudo darle hijos, lograron exprimir al máximo su vida como pareja; siempre juntos, leales a una causa común.
Aquel día cumplían sus bodas de plata y lo iban a festejar de una forma muy especial, como hicieron la primera vez en la cabaña del lago. En la trastienda, Nastia aprovechaba las últimas horas del día para hacer inventario de las ventas de la jornada: nueve matrioskas, tres de ellas de las caras; dieciséis piezas de jojlomás[6]; siete artículos de gzhel[7]; once productos textiles; cuatro latas de caviar de beluga, tres de treinta gramos y una de cien; once latas de caviar de salmón, todas de treinta gramos; diez botellas de vodka de distintas marcas, y veinticuatro artículos varios. Total, 18 594 rublos. Sonrió satisfecha antes de guardar el dinero en la caja fuerte. Mientras, Kolia reponía las estanterías colocando con mimo la mercancía para la venta del día siguiente. Desde el interior, Nastia pudo escuchar el tintineo de la puerta al abrirse y miró su reloj. Faltaba un minuto para el cierre y soltó una maldición, le irritaba que entrara algún cliente rezagado si ya había cuadrado la caja; mucho más, en un día tan especial como aquel. Confiando en que Kolia le despachara por la vía rápida, salió de nuevo a la tienda para apagar las luces. Un golpe seco en la nuca la dejó sin sentido antes de desplomarse.
La voz de Kolia pronunciando su nombre fue lo primero que escuchó Nastia cuando empezó a recobrar la conciencia. Había muy poca luz en el sótano que utilizaban como almacén y, a pesar de que todavía no registraba muy nítidas las imágenes, pudo distinguir a su marido a menos de un metro. Estaba de pie, con los brazos estirados, atado a una argolla soldada a la viga del techo de la que colgaban el embutido que habitualmente adquirían en Puhja para curarlo y para otros menesteres más lascivos, aunque no tan frecuentes. Allí abajo olía a humedad y a naturaleza muerta, como un montón de algas secándose bajo el sol. No tardó en darse cuenta de que ella estaba en la misma situación. Le dolían las muñecas, los hombros y la parte posterior de la cabeza.
—¡Nastia! ¡Nastia, despierta!
—Kolia, ¿qué sucede? —preguntó ella atemorizada.
—No lo sé. Alguien me ha golpeado. ¿Cómo estás tú?
—Algo aturdida. Mareada. Tengo miedo. ¿Qué está pasando?
—¡Te digo que no lo sé! Estaba agachado colocando el material y alguien entró en la tienda. No sé más. Me duele la cabeza. Tranquila, seguramente ha sido algún ladrón que nos habrá limpiado la caja mientras hemos estado inconscientes. Trata de desatarte. Yo lo he intentado, pero me ha sido imposible.
—No puedo. ¡Dios mío, Kolia, estoy aterrada! ¡Todavía podrían estar arriba!
—No. Llevo un rato tratando de escuchar algo y no oigo ningún ruido. Ya se habrán marchado.
—¿Crees que las habrán descubierto?
—No. Tranquila, pensemos solo en cómo desatarnos. Tranquila —insistió—, no pasará nada.
—Te equivocas, querido Nikolay.
Una extraña voz que se dirigía a ellos en ruso les hizo girar al unísono la cabeza hacia la oscuridad.
—¡¿Quién está ahí?! —gritó Kolia tratando de distinguir alguna silueta en la dirección de la que provenía esa voz—. ¿Qué demonios quieres de nosotros?
Nadie contestó, alimentando el estado de nervios del reo.
—¡Llévate el dinero! ¡Llévate lo que quieras, pero márchate!
No hubo respuesta.
—¡Maldita sea! ¡Coge todo lo que quieras, pero déjanos tranquilos!
—Es curioso —dijo la voz—, ahora suplica el implacable. El lobo, convertido en cordero.
—¡Dios mío, Kolia! ¡Lo sabe! —intervino Nastia en voz baja.
—Por favor, cielo, déjame hablar a mí. Yo manejaré la situación, tú solo permanece con los ojos muy abiertos y no digas nada —le susurró.
Kolia comprobó la solidez de sus ataduras al tiempo que notaba cómo la camisa se le pegaba a la espalda por el sudor y sus latidos se aceleraban. Trató de calmarse.
—Muy bien. Escucha, tenemos objetos de mucho valor que seguramente no habéis encontrado. Suéltame y te llevaré hasta ellos. Son tuyos. Podrás venderlos fácilmente y sacarás un buen dinero.
—¿Cuántos años lleváis haciendo esto? —Quiso saber el intruso.
Su voz procedía en ese momento del lado opuesto al que los cautivos estaban mirando. Aquel individuo se había movido sin que se dieran cuenta de ello cobijado en la oscuridad perimetral. Hablaba con tono firme, pero con un acento extraño. Parecía de la capital o, quizá, de la zona del Cáucaso, conjeturó Kolia.
—¡Dios mío, Kolia! —exclamó ella azorada.
—Te he dicho que mantengas la boca cerrada. ¡¡Maldita sea, Nastia!!
—¿Así es como tratas a tu amada esposa, Nikolay?
—¡Déjate de jueguecitos y dime qué es lo que quieres!
—Quiero saber dónde lleva esta puerta —exigió la voz golpeando con los nudillos en una chapa metálica.
El cautivo tardó unos segundos en contestar. La voz podría ser la de un hombre de unos cincuenta años. No descartó el acento del Cáucaso, pero le pareció que hablaba como sus familiares de la zona de Volgogrado.
—Esa puerta solo lleva a otro sótano en el que guardamos los sobrantes de la temporada. Allí abajo solo hay artículos sin apenas valor. Desátame y te lo muestro.
—Sobrantes de temporada. Bonita definición. No va a hacer falta que me acompañes, solo dime dónde está la llave que abre la puerta.
—Hace años que no bajamos ahí. No tengo ni idea de dónde puede estar esa maldita llave.
Un fuerte escozor localizado en su carrillo derecho provocó el alarido desgarrador de Kolia. Notó la espesa humedad de la sangre resbalando por su cuello. Nastia se retiró instintivamente de su marido tratando de proteger la cara entre los brazos mientras intentaba distinguir algo en la negrura. Cada vez le costaba más respirar.
—¿¡Qué me has hecho, maldito negro[8] cabrón!?
—¡Te ha rajado, Kolia! ¡¡Te ha rajado la cara!! Me ha parecido ver el filo de un cuchillo o una navaja, pero luego ha desaparecido. Estás sangrando mucho. ¡Dios mío! El corte va desde la boca hasta la oreja, y parece muy profundo. ¡¡Dios mío, Kolia!! No veo nada. No sé dónde está.
—¡Hijo de la gran puta! ¡Suéltame y dame un cuchillo para defenderme! ¡Negro cobarde! ¡Malnacido!
Sus palabras sonaban distintas; el corte dificultaba en buena medida la correcta pronunciación.
—Si me vuelves a tratar como a un estúpido, haré el siguiente corte en el cuello de tu querida Anastasia —amenazó la voz con tono sosegado.
—Está bien, está bien. Tranquilicémonos. Todos tranquilos. La llave. Déjame pensar. Debe de estar en el tercer cajón del mostrador. Sí, allí tiene que estar.
Silencio.
Nastia emitió un grito agudo y prolongado al sentir cómo se abría su carne.
—¡¡Me ha rajado la cara!! —exclamó entre alaridos—. ¡¡Me ha desfigurado!! ¡Maldito seas, Kolia! ¡¡Maldito seas!! ¡Él tiene la llave! ¡Siempre la lleva encima, en su manojo!
—Cállate de una puta vez, mujer. ¡Cierra la boca!
—¡Me ha desfigurado! ¡¡Dios santo!! ¡Dale esas malditas llaves!
Un inconfundible sonido metálico se escuchó detrás de Nastia.
—¿Te refieres a estas, querida? —preguntó la voz con fingido tono de misterio—. Se las cogí de la chaqueta cuando estaba inconsciente. Tenía interés por comprobar la solidez de vuestra relación. Taimi y Henna ya están a salvo. ¿Cuántas niñas han sufrido vuestra depravación en este sótano? ¡¿Cuántas?! —repitió elevando la voz por primera vez. Sonaba realmente indignado—. No hace falta que contestéis. Ya poco importa, no volveréis a torturar, violar ni asesinar a nadie más. Aquí se termina todo.
—Te lo dije. Te lo advertí y no me hiciste caso —recriminó ella a su marido.
—¿Y quién demonios eres tú? —intervino Kolia—. No eres de la policía, ¿verdad? ¿Qué vas a hacer ahora con nosotros?
—Justicia.
Nastia comenzó a sollozar. Kolia se agitaba con violencia hasta que el frío de la hoja del cuchillo en su garganta le forzó a parar en seco. Entonces, Nastia pudo verle la cara.
—Yo te conozco —aseguró ella—. Te he visto varias veces en la tienda. Un rostro así no se olvida.
—Diecisiete desapariciones de niñas entre quince y veinticinco años en las últimas dos décadas en San Petersburgo. La mayoría, turistas provenientes de vuestros vecinos países del norte, como estas dos chicas finlandesas. Casi todas, rubias y de pelo largo. Elegidas por ti. ¿No es así, querido Nikolay?
—¡¡Sí!! ¡¡Sí!! —confirmó Nastia aprovechando la coyuntura—. Todo lo organizaba él. Yo no podía hacer nada, estaba aterrorizada. Siempre he vivido atemorizada por él. Es un auténtico monstruo.
—¡¡¡Maldita zorra!!! Todo lo hacía por ti. ¡Disfrutabas tanto como yo con tus juguetes!
—Ahora no es momento de tirarse cubos de mierda a la cabeza. Ya he dictaminado el veredicto, y ambos sois igual de culpables; estoy seguro de eso. He visto todas vuestras herramientas de tortura: cuerdas, látigos, cuchillos, machetes, tijeras, pinzas, tenazas… y, por supuesto, todos los «juguetes» con los que violabais a vuestras víctimas antes de matarlas. ¿O era después?
—¡¡Él es el único culpable!! —repitió Nastia.
—¡Nada de esto habría sucedido si no hubieses sido una zorra y hubieras llegado intacta a nuestra noche de bodas! —la acusó Kolia.
—Así que ese era el motivo —dijo el hombre ejerciendo más presión con el cuchillo sobre el cuello de Kolia—. El resarcimiento de la honra. Rusia ya tiene a su Karla Homolka y Paul Bernardo[9], aunque no disfrutaréis de su fama.
—Nunca supo perdonármelo —confesó ella gimoteando—, por eso me obligaba a participar en sus juegos.
—Y luego las desmembrabais y os deshacíais del cuerpo en el río. ¿Me equivoco?
—Él se encargaba de todo eso. Yo era incapaz de hacerlo. Las metía en bolsas y las tiraba en el delta del Nevá para que la corriente las arrastrara hasta el Báltico. Pero en noviembre, diciembre y enero, cuando el río y las aguas del golfo de Finlandia se congelan, casi no hay turistas y me utilizaba a mí para satisfacer sus necesidades al no poder capturar a ninguna de sus princesas. Yo solo soy una víctima más. ¡¡Tienes que creerme!!
El silencio se adueñó por unos instantes de la estancia. Kolia apretaba los dientes cabizbajo mientras que Nastia seguía escrutando la penumbra, acongojada.
—Esto es lo que va a pasar ahora —anunció la voz—: solo necesito a uno de los dos con vida para llevarle ante las autoridades y que confiese todos los crímenes que habéis cometido. El otro morirá aquí y ahora.
Kolia levantó la cabeza y clavó la mirada en su esposa. Nastia pudo leer nítidamente en sus ojos la necesidad de ser reconocido en vida.
—A ella no la creerían jamás —apuntó él—. Solo yo sé dónde arrojaba los cuerpos. Tengo anotados los nombres de todas y cada una de mis muñecas.
—¿En esa libreta roja que guardas en el falso fondo del mostrador? —desveló ella—. Lo sé desde hace muchos años, y también he visto las fotos. Yo misma contaré los detalles de todo. Debes pagar con tu vida.
—Tranquilos. Los dos tendréis vuestra oportunidad —interrumpió la voz tras reponerse de la sorpresa por la coincidencia con su cuaderno—. Como veréis, cada mano está atada de forma independiente.
En apenas unos segundos, liberó el brazo derecho de ambos, que se palparon las heridas de sus respectivas caras exhibiendo sin tapujos sendas muecas de dolor. Luego, intentaron recuperar el normal funcionamiento de la extremidad mediante continuados movimientos de hombro, codo, muñecas y dedos. Sin dejar de mirarse y de forma instintiva, se alejaron el uno del otro todo lo que les permitió la atadura de la muñeca izquierda.
El hombre arrastró una mesa y la colocó entre los dos, ocupando así el espacio neutral.
Otro sonido metálico precedió a una nueva intervención de la voz; en este caso, el de dos hojas al chocarse.
—Ahora, dejaré aquí encima dos de vuestras herramientas de trabajo favoritas: un formidable cuchillo de veinte centímetros de hoja y este contundente machete.
La voz les hablaba protegida en la oscuridad, a una prudencial distancia de seguridad. El estridente sonido metálico que nacía del roce de las armas provocó que a Nastia le recorriera un relámpago por la columna; Kolia tensó con rabia la mandíbula. Las miradas del matrimonio se enfrentaron.
—Nastia, yo…
—Kolia.
El extraño arrojó las herramientas sobre la mesa, quedando el mango del cuchillo en el lado de Nastia y el del machete al alcance de él. Ambos permanecieron inmóviles examinando cada gesto del contrario. No se movieron. Entonces, Kolia dirigió su atención a la mesa y Nastia sonrió.
—Kolia, no tenemos por qué hacerlo.
Él pareció relajarse por unos instantes, perdido en las imágenes y los buenos recuerdos vividos junto a aquella preciosa mujer. Nastia aprovechó que Kolia había bajado la guardia para abalanzarse sobre el cuchillo provocando que, solo unas décimas de segundo más tarde, él hiciera lo propio con el machete. Nastia empleó su ligera ventaja para estirar con fuerza el brazo y hundir la punta del cuchillo a la altura del corazón de su pareja, perforándole el ventrículo izquierdo. Kolia, que alzaba el machete por encima de su cabeza, lo dejó caer violentamente sobre el cuello de su mujer seccionando las yugulares externa e interna. La sangre hizo acto de presencia salpicando ambos cuerpos generosamente. Los lamentos se fueron extinguiendo con cada latido. En apenas unos minutos, Nikolay Kolyvanov y Anastasia Kuremaa se convirtieron en dos simples trozos de carne colgados por una extremidad y el olor a carnicería se mezcló con el de las algas desecadas. Habían decidido compartir su vida y ser leales a una causa común, pero su fidelidad no fue lo suficientemente sólida como para que les permitiera escapar juntos de la muerte.
El hombre abandonó el lugar y subió a la tienda en busca del cuaderno rojo y de las mencionadas fotos. Cuando lo hubo examinado todo, pensó por unos segundos en guardar aquellas importantes pruebas de la crueldad del ser humano, aunque finalmente pudo más el hecho de significar el descanso para las trece familias de todas esas jóvenes dadas por desaparecidas. Lo dejó todo a la vista y salió por la puerta por la que recibían la mercancía, que daba a un callejón trasero. La temperatura rondaba los cero grados, pero caminó muy despacio hasta el coche disfrutando de la pureza del aire que reina en la primavera báltica. En el instante en el que alcanzó la puerta del copiloto, su acompañante encendió las luces y puso el motor en marcha.
—¿Todo en orden? —preguntó ella en español.
—Reconocería el sonido del motor de un VAZ 2110 entre un millón de Ferraris. Todo según lo planeado. Ya no causarán más daño —comentó con tono aséptico—. ¿A qué hora has dejado a las chicas?
—Hace exactamente dieciséis minutos, a dos calles de la comisaría de Rasstannaya —confirmó ella mirando su reloj.
—Klass[10]! La policía todavía tardará unas horas en identificar el lugar y trasladarse hasta allí. Un tapado menos —dijo tachando sus nombres de su oscuro cuaderno de bitácora.
—En Nicosia y en Marsella podía entender que me dejaras al margen, pero en esta operación pensé que me permitirías intervenir.
—Ya participas.
—Ya. En los entrenamientos, pero el día del partido siempre me quedo en el banquillo.
—Gira en la calle Sadovaya hasta la avenida Moskovskly. Luego, todo recto por la carretera de Pulkovskoye.
—¿Vamos a Pulkovo? —preguntó ella.
—Sí. Tenemos que coger el primer avión que salga a Belgrado o a Zagreb —informó él sin apartar su mirada, cargada de nostalgia, del paisaje urbano.
—¿Ya has hablado con Michelson?
—No. Este nombre no me lo ha pasado Robbie.
—¿No?
El hombre tardó en dar la réplica.
—Esta operación será distinta de las anteriores.
—Siempre son distintas. En esta quiero llegar hasta el final.
El hombre asintió sin girarse.
—Esta tiene un componente especial.
La conductora le miró antes de preguntar.
—¿Tiene que ver con lo de mamá? —Quiso saber Erika.
—Así es. Mira la carretera.
—¿Cuándo me vas a contar toda la verdad sobre aquello?
Un breve silencio precedió al veredicto.
—Es posible que haya llegado el momento.
Carapocha bajó la ventanilla y desvió la atención hacia aquellos edificios entre los que, muchos años atrás, su padre había luchado contra el hambre durante el asedio de los nazis.
—De aquí en adelante, deberás tomar muchas decisiones que marcarán tu vida para siempre. Hija, todavía tienes la oportunidad de coger un avión en otra dirección y olvidarte de toda esta locura.
—Ya tomé esa decisión. Ya no hay vuelta atrás —matizó con absoluta firmeza.
Carapocha no lo exteriorizó, pero en aquel preciso momento le invadió una extraña sensación parecida al orgullo.