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Baldosas amarillas: procedimiento
Martense Street
Brooklyn (Nueva York)
22 de octubre de 1999, a las 16:40
Me gusta este barrio.
—Sí. Es una ciudad en sí misma engullida por la vorágine de Nueva York. Por aquí les gusta decir que este condado es un hogar para cualquiera de cualquier lugar.
—Y tu apartamento ¿qué tal es? —preguntó Carapocha.
—Suficiente. Ordenado. Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa —afirmó interpretando su papel.
—A veces, los objetos no tienen su sitio ni hay sitio para esos objetos; esta pseudoletanía se puede aplicar perfectamente a las personas. Mi modo de vida no admite tal conjetura ética. Mi espacio es, precisamente, en el que me encuentro en ese momento; no obstante, eso no implica desorden.
—No te sigo —reconoció Orestes.
—No importa. Solo dime: ¿adónde me llevas?
—Me dijiste que querías conocer Little Italy. Podemos ir en metro desde aquí hasta Manhattan o, si lo prefieres, andando, aunque haga algo de frío. A buen paso, atravesando por el parque y todo recto por Flatbush Avenue, llegamos al puente de Manhattan, pero también podemos cruzar por el de Brooklyn. Se tarda un par de horas.
—Vamos caminando. A ver si reconocemos los escenarios de El padrino.
A Orestes se le solidificó el gesto.
—Perdona, no recordaba lo de la caja de música —mintió el psicólogo.
—Es igual, vamos. Tarde o temprano, tendré que enfrentarme a mis fantasmas —interpretó.
—Eso es avanzar.
Carapocha le puso intencionadamente la mano en el hombro. Orestes reaccionó como esperaba, con rechazo.
—El contacto físico. Eso también tendrás que superarlo, como tus pesadillas y el miedo a la oscuridad.
—Lo sé —reconoció fugazmente para evitar profundizar en el asunto—. Con el tiempo.
—No deberías frivolizar sobre este aspecto. Las deficiencias afectivas levantan muros que, con el tiempo —remarcó—, se hacen imposibles de salvar; pero ya tocaremos este punto en otro momento. Ahora, continuemos hablando del orden que, en términos de conducta, podría llamarse procedimiento. Procedimiento —repitió más despacio.
—¿Otro ingrediente?
—Tan importante como la planificación. Procedimiento es la forma de alcanzar el objetivo. El cómo.
—El camino a seguir.
—Exacto. Autopista o sendero, organizado o desorganizado.
—¿Como la clasificación de los asesinos en serie?
Carapocha torció el gesto.
—De las personas en general —rectificó el psicólogo.
—Sí, pero he leído que es un criterio que se utiliza para categorizarlos.
—Entre otros muchos.
—Andréi Chikatilo —se apresuró a decir—. ¿No fue ese el criterio que utilizaste en el juicio para argumentar que no era un enfermo mental?
El ruso se pellizcó el muslo a través de los pantalones. Aquel caso le había dejado una huella indeleble, pero no quiso sentar precedente eludiendo la conversación.
—Ya veo que te has documentado. Sí. Demostré que una persona que es capaz de seguir un mismo procedimiento para alcanzar su objetivo no puede categorizarse como un enfermo mental. ¿Qué más sabes del asunto?
—Solo lo que es de dominio público, pero estoy seguro de que hay muchos detalles que no han salido a la luz y me gustaría conocerlos.
—¿Por qué?
Orestes meditó su respuesta.
—Quizá me ayude.
—Sabes que eso no es cierto. Dime por qué estás tan interesado en los casos de asesinos en serie.
—Necesito saber si puedo llegar a convertirme en uno de ellos.
Carapocha se detuvo frente a él y le señaló con el dedo índice.
—Cualquiera puede convertirse en un asesino en serie, no implica mérito alguno. De hecho, según MacDonald los niños que han jugado con el fuego, maltratado animales y se meaban en la cama son asesinos en serie en potencia. ¿Quién no tiene un sobrino así? Insisto, cualquiera puede convertirse en un asesino en serie. Sin embargo, no es menos cierto que existan algunos factores que provocan la deshumanización de determinados sujetos, como en el caso de Andréi Romanovich Chikatilo —apostilló con vehemencia.
—¿Fue tu primer caso?
—No. Ni mucho menos.
—Pero fue el que te dio prestigio, ¿no?
—Podría decirse así.
—¿Cuáles eran esos factores? —insistió Orestes mordisqueándose los dedos.
—Una fea costumbre esa de alimentarte con tus propios tejidos —observó Carapocha—. Está bien. En marzo de 1984, estando destinado en Berlín, contactó conmigo un viejo conocido del Instituto Serbsky, que era la máxima entidad estatal en materia psiquiátrica del país, para que les ayudara a elaborar el perfil de un posible asesino en serie. En aquella época, en la Unión Soviética no se admitía públicamente la existencia de esos serial killers que actuaban en los países occidentales y que solo podían ser consecuencia del demoníaco sistema capitalista. Pero cuando se encontraron con doce cadáveres con la misma firma en las cercanías de Rostov, decidieron utilizar los métodos de investigación americanos, que estaban a mil años luz de los nuestros. Negaré haber dicho jamás esto último; incluso, bajo tortura —aclaró.
—¿Cuál era su firma?
—Les arrancaba los ojos. Según una antigua leyenda rusa, en el ojo de las víctimas siempre queda la impronta de su asesino. Así, si se los arrancaba, eliminaba «testigos».
Orestes parecía estar grabando cada palabra.
—Me enviaron toda la documentación que tenían de las ya veintitrés víctimas, todas mujeres y niños salvajemente asesinados a cuchillo, casi todos mutilados, con severas amputaciones de sus genitales y hasta parcialmente devorados. Me llevó varios meses elaborar el perfil psicológico, que resultó ser tan acertado como ineficaz.
—¿Y cuál era? —Quiso saber con cierta precipitación.
—Varón de entre cuarenta y cinco y cincuenta y cinco años, de más de metro ochenta y complexión delgada. Nivel de estudios superiores, bien integrado en la comunidad, casado y sin hijos. Con antecedentes por abusos a menores o violación. Solo me equivoqué en una cosa: tenía dos hijos. El hijo de perra fue capaz, no se sabe de qué forma, de inseminar a su esposa masturbándose, ya que era totalmente incapaz de mantener una erección como para penetrarla.
—Y siendo tan certera, ¿por qué fue ineficaz?
—Porque asesinó al menos a otras treinta mujeres y niños en los seis años que tardaron en detenerle. Rectifico, fue detenido a finales de aquel año, pero el coronel encargado de la investigación, Viktor Burakov, decidió ponerle en la calle porque era un hombre con estudios universitarios, destacado miembro del partido comunista, esposo ejemplar y buen padre. Tenía antecedentes por abusos a menores durante su etapa como profesor, pero, como era habitual, fueron encubiertos por el director del colegio y no se supo hasta el juicio. Además, las muestras de sangre no coincidían con las de semen recogidas en los escenarios. Esta no equivalencia ocurre en contadas ocasiones, pero ocurre. Al final, le agarraron porque le habían identificado saliendo de un bosque unos días antes de que se encontrara a su última víctima en aquel mismo lugar. A pesar de ello y dada la ausencia de pruebas concluyentes, la legislación de la época exigía una confesión del sospechoso antes de diez días para poder inculparle. Como la policía no lograba sacarle absolutamente nada, volvieron a recurrir a Cratcherlitsó, «cara cráter» en ruso —aclaró.
—¿Así te llamaban?
—Era más fácil que pronunciar Armando Lopategui, no les culpo. Además, la descripción es acertada. El hecho es que llegué a Rostov dos días antes de que expirara el plazo para ponerle en libertad y tenía que arrancarle una confesión detallada.
—Y lo conseguiste.
—Tras diecisiete horas de conversación ininterrumpida. Chikatilo destilaba culpabilidad. Cuando le mostramos las fotos de las víctimas, las pupilas se contraían hasta no ser más que un insignificante punto acusador, nunca olvidaré cómo aquellos mortecinos iris azules ganaban en lúgubre intensidad admirando su obra. Se fijaba en todos los detalles, disfrutaba como un pintor que firma un cuadro, pero él intuía que podría librarse de nuevo y negaba toda implicación en el asunto. Yo me presenté como un simple doctor que trataba de entender el motivo por el cual un ser humano era capaz de cometer actos tan atroces. En ningún momento puse en duda que fuera el autor, pero tampoco le acusé ni le critiqué. Solo quería entenderlo y, para ello, empecé a escarbar en su infancia. Prácticamente, no abrí la boca durante las primeras horas. Me relató cómo su madre les contaba a él y a su hermana que otro hermano mayor había sido raptado y devorado por unos vecinos durante la hambruna que asoló a Ucrania en la posguerra. Nunca existió tal hermano, pero aquello le dejó profundamente marcado. Con siete años, presenció la violación de su madre por un soldado alemán durante la ocupación de Ucrania y, fruto de aquello, nació su hermana. Casi no conoció a su padre, ya que se pasó el final de la guerra en un campo de concentración alemán y, posteriormente, fue encarcelado por Stalin como sospechoso de colaboracionismo. Así pagaba el maldito georgiano a los excombatientes de la patria. Le soltaron en 1953, enfermo terminal de pulmonía, y murió a los pocos días de regresar. Durante su adolescencia, su impotencia sexual era de dominio público gracias a que una novia suya se encargaba de pregonarlo cada vez que tenía la ocasión. De ahí el odio arraigado que sentía hacia las mujeres. Él se sentía superior al resto, buscaba el respeto y la admiración de la gente, pero solo encontraba desprecio y burla. Cuando conseguí arrancarle toda esa información, le expliqué sus propios actos desde el punto de vista psicológico. Le conté lo que quería escuchar y conecté definitivamente con él en el instante en el que le dije que sabía que utilizaba el cuchillo para penetrar a sus víctimas. Le hice ver que había una posibilidad de salvar la vida si alegaba ser un enfermo mental y que yo le ayudaría, pero tendría que contarme los detalles para ello. Le tendí la mano y me creyó.
—¿Le engañaste?
—Digamos que sí. Conseguimos que confesara no solo las treinta y siete muertes que tenían registradas. Nos relató hasta cincuenta y tres dando hasta el más mínimo detalle.
—Y le condenaron a muerte.
—Sí, pero el juicio fue una pantomima. Chikatilo estaba enjaulado por miedo a que los familiares de las víctimas, presentes en la sala, se tomaran la justicia por su mano. Él seguía con su estrategia de aparentar que no tenía el control de sus actos, y no lo hacía mal. Durante el proceso, llegó a bajarse varias veces los pantalones para enseñarle al juez su inútil miembro y teatralizaba con gestos propios de una mente insana. Yo aproveché para volverlo en su contra esgrimiendo que fingir locura no era más que una estrategia para librarse de la pena de muerte, y que aquello era propio de una mente lúcida y organizada. Le ejecutaron en su celda de un tiro en la nuca.
El psicólogo hizo una breve pausa siguiendo con la mirada el curso del intenso tráfico de Nueva York.
—Ahora, te pregunto yo: ¿qué conclusiones sacas?
—Que un asesino que demuestra ser organizado no tiene escapatoria si le cazan, pero tiene muchas más probabilidades de que nunca den con él.
—Correcto, pero… ¿cuál era el objetivo de Chikatilo?
—Matar.
—No. Ese era el camino para alcanzar su objetivo. Piensa.
Orestes no tardó en contestar correctamente.
—Conseguir el placer sexual a través de la dominación.
—¿Entiendes ahora la diferencia?
—Entiendo.
—Demuéstramelo.
—Tengo claro que hay que saber qué camino tomar para lograr un objetivo, pero eso no significa que sepa cuál es el camino correcto —argumentó Orestes.
—Bien, pues veamos qué opciones tenemos. Contrariamente a lo que la gente piensa, no existen dos únicos caminos en el ámbito del comportamiento humano, el del bien y el del mal, sino tantos como el sujeto quiera construir. Son infinitos, y es una realidad que puede alcanzarse la meta siguiendo distintas opciones, te recuerdo el ejemplo de los «Teddies». Sin embargo, siempre hay uno que es más recto que los demás. Por tanto, el primer paso para establecer el procedimiento es simplificar. ¿Cómo?
—No construyendo demasiados caminos.
—Tochhna —sonó «exacto» en ruso—. Y, para ello, hay que conocer el precio que me costará construir los distintos tipos de caminos. Será barato si me decido por un sendero hecho de tierra evitando los inconvenientes o accidentes naturales que voy a encontrarme hasta alcanzar el destino, pero tendrá muchas curvas, más kilómetros y no podré ir a mucha velocidad. Con total seguridad, será el más barato y el más lento. Si invierto en mejorar la calzada y en estudiar la mejor forma de solventar las dificultades que me vaya encontrando, conseguiré que sea más rápido y que tenga menos kilómetros. Por tanto, si soy una persona ordenada y tengo capacidad de inversión, léase capacidad intelectual, como es tu caso, podré construir el camino adecuado. ¿Y cuál será el precio?
—Asumir las consecuencias.
—Bien. ¿Estás dispuesto a asumir las consecuencias de tus actos para poder pagar el precio? Quiero precisarte algo, precio elevado se traduce como irreversible.
Orestes caviló la respuesta.
—Sí, lo estoy.
—Pues vete pensando en el camino que quieres construir. Evalúa todas las posibilidades antes de poner la primera piedra y dar el primer paso. Vamos, lo que tenía que haber hecho yo antes de decirte que fuéramos a pie.
Orestes rio y, dándole unas palmaditas en la espalda, dijo:
—Largo es el camino…
—Que a ningún sitio lleva —completó Carapocha sin querer hacer notar que había conseguido romper la barrera del contacto físico por vez primera.
—No te preocupes, sabré recompensar sobradamente tu sobrehumano esfuerzo cuando lleguemos a Mulberry’s Bar.
—Acelera el paso entonces.