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Profetas traidores con piel de cordero
Residencia de Milos Krašić (Novi Beograd)
20 de abril de 2011, a las 21:30
Decidió ir a buscar otra cerveza y meter una pizza precocinada en el horno durante el descanso del partido. El RK Metaloplastika no estaba jugando nada bien. El balonmano moderno tenía muy poco que ver con aquel juego al que él se había entregado en cuerpo y alma durante tantos años. Demasiadas sesiones de gimnasio, pero la escasez de corazón, sobre todo, había hecho que se perdieran los valores de lo colectivo y que primara la técnica individual. Ese era otro deporte con el cual ya solo compartía el mismo nombre, pero sin alma, como su patria. Ya no surgían jugadores con la voluntad de Veselin Vuković, el empuje de Milan Kalina, el coraje de Mirco Bašić o la magia de los hermanos Kamin, los Grosić… y, por supuesto, nada parecido al liderazgo y la capacidad de sacrificio de Veselin Vujović. Milos Krašić sabía bien de lo que hablaba. Había crecido y jugado con muchos de aquellos jugadores en su Šabac natal, aunque lo hacía con otro nombre, el suyo. En la década de los ochenta, ellos dictaron las normas y se convirtieron en el modelo del balonmano a seguir por todos los clubes europeos. Se les acumulaban los títulos en la vitrina: siete veces campeones de liga y cinco de copa en Yugoslavia, y dos veces campeones de Europa. Sin olvidarse de las selecciones nacionales, que, tanto la masculina como la femenina, habían arrasado en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Por primera vez, existía un sentimiento nacional, un orgullo colectivo, un objetivo común, pero los nacionalistas tenían que joderlo todo, no podían permitir que los serbios llevaran el timón del nuevo buque yugoslavo. Políticos y burócratas que, desde sus sillones, sembraron el odio para teñir su tierra con sangre ajena.
Murmurando «A Serbia le han robado el espíritu», buscó la postura buena para acomodar sus más de cien kilos de peso en el viejo sofá y dio un trago a la cerveza. Con toda su atención puesta en la pantalla de televisión, los nombres de Jovica Stanišić, Dragan Obrenović, Franko Simatović, Biljana Plavšić, Drago Nikolić o Zdravko Tolomir desfilaron por su cabeza. Patriotas antes admirados y ahora odiados, perseguidos por la comunidad internacional, héroes señalados con el dedo como criminales por ese traidor a la Gran Serbia, el fiscal Bruno Vekaric. Familias serbias humilladas y condenadas. ¡Traidores!
Pero con Buzdovan habían pinchado en hueso.
Las últimas detenciones de Branko Popić en Estados Unidos, de Aleksander Cvetkovic en Israel y de Bozidar Kuvelja en Bosnia le habían hecho tomar la decisión. A él no le meterían entre rejas para que le apuñalaran tres sucios musulmanes como le ocurrió al general Krstić en una prisión de máxima seguridad de Londres. Y, mientras sus camaradas eran castigados con severidad, un perro bosnio como Naser Orić ya disfrutaba de su libertad tras dos añitos de prisión preventiva. Una pantomima.
No iban a poder con Buzdovan[66].
El final del partido no lo pudo ver. Se había quedado dormido, como tantas noches, delante de la televisión. Ya no compartía su cama con nadie y, desde que lo maquinó todo, nada le importaba más que llevar a buen puerto aquel barco de bandera propia.
La cerveza tibia sobre su cara le hizo incorporarse del sofá.
—¡¡¿Pero qué…?!!
La silueta del psicólogo empuñando un arma que le apuntaba a la cara le paralizó en seco.
—Quédate ahí sentadito si no quieres que esparza tu cerebro por todo el salón. Solo quiero que me respondas a unas cuantas preguntas.
—Está bien —dijo aturdido—, pero baja el arma.
—Tranquilo, que todavía no me tiembla tanto el pulso. No pienso arriesgarme a que te abalances sobre este anciano y no me dé tiempo a meterte una bala en la frente.
El agente de la BIA se puso cómodo en el sofá y colocó sus enormes manos sobre las rodillas.
—¿Qué quieres saber?
—Dime por qué quieres ver muerto a Mladić.
—Ya te lo dije, quiero evitar que su detención abra de nuevo las heridas. Mi pueblo merece descansar, y para ello tenemos que…
—Estás consiguiendo que me conmueva tanto que noto cómo me falla el pulso —interrumpió el ruso—. Si vuelves a mentirme —aseguró con tono adusto—, apretaré el gatillo. Tú no te acordarás de mí, pero yo sí he conseguido acordarme de ti gracias a mi amigo Robbie. No creas, que mi trabajo me ha costado. Tu estatura hace que seas difícil de olvidar aunque te hayas afeitado la barba y engordado unos cuantos kilos, Buzdovan.
El semblante se le oscureció a Milos Cvetković, más conocido por el nombre en serbio de la herramienta que utilizaba para dar muerte a sus víctimas: una maza con empuñadura de madera revestida de cuero y rematada con una cabeza de hierro en forma de antorcha.
—Hacía muchos años que nadie me llamaba así.
—Primer batallón de la Brigada Zvornik, los lobos del Drina. Eras el brazo ejecutor de Drago Nikolić.
Buzdovan tardó en contestar.
—Era mejor eso que ser la escoba.
—Mejor el martillo que la escoba, ¿eh?
—La mayoría eran combatientes bosnios que llevaban años asesinando serbios bajo el mando de Orić y sí, es cierto que nos llevamos por delante a otros muchos, pero te aseguro que no la cantidad que se dijo. ¿Sabías que muchos de los cuerpos recuperados en fosas comunes eran de hombres, mujeres y niños serbios? Pero eso a los cascos azules les daba igual, eran muertos y todos servían para hacer la cifra que necesitaban para justificarse. Yo solo era un soldado que acataba las órdenes de sus superiores, como lo hacías tú o como lo hacían tantos otros.
—Eres un vulgar asesino, como tantos otros —parafraseó—. Yo estuve allí y vi cómo perseguíais a golpe de mortero a los refugiados que se dirigían a Tuzla. Había muchas mujeres y niños.
—Fueron víctimas accidentales en la persecución de una columna militar que huyó de Srebrenica. Los malditos musulmanes utilizaron a sus mujeres y niños como escudos, pero se equivocaron con nosotros.
—Poshel na jui[67]! ¡¿Accidentales?! —repitió Carapocha dando un paso al frente y apuntando a la cara de Milos, que permanecía impasible—. ¿Accidentes como el que puede tener un tipo limpiando su pistola?
El serbio no contestó.
—Ahora, céntrate en la siguiente pregunta que voy a hacerte. De tu respuesta dependerá que puedas seguir emborrachándote con excusas de mierda o no. ¿Recuerdas a una mujer alemana que trabajaba para la inteligencia rusa y pertenecía a la camarilla de Mladić?
Buzdovan asintió.
—La mujer que te acompañaba —apuntó.
—¿Así que me recuerdas?
—Ahora sí —certificó el serbio sin inmutarse.
—Se llamaba Erika y era mi mujer. Dime cómo murió —exigió apretando los dientes.
Buzdovan se humedeció la garganta.
—Lo único que sé es que tuvo una larga conversación con ese traidor y que, después, se deshizo de ella. Yo tenía otras obligaciones, pero oí hablar de aquello algunos días más tarde. Puedes creerme o no, pero no tuve nada que ver en eso.
—Lo mismo me da —balbuceó, y Carapocha trató de recuperar el control—. Explícame por qué quieres que nos encarguemos nosotros de Mladić. Si me vuelves a mentir, te juro por la memoria de Erika Eisenberg que te mato aquí mismo.
—¿Es que todavía no te has dado cuenta?
—Tengo mi teoría, pero quiero escuchártelo decir a ti.
—Ratko Mladić es una rata traidora. ¿Cómo crees que ha conseguido evitar ser detenido durante tantos años? ¿Crees que las autoridades no saben dónde se esconde? Tiene un pacto con la fiscalía desde 2001; el nuevo gobierno de Serbia necesitaba demostrar a Europa su compromiso y, para ello, tenía que acelerar el ritmo de detenciones.
—Así que el general ha ido comprando su libertad a base de nombres.
—Hombres que confiaban en él y que lo dieron todo por la causa serbia. A través de su guardaespaldas personal y jefe de su seguridad, Branislav Puhalo, ha ido filtrando la información a las autoridades, poco a poco. Mladić mantenía una red de contactos mucho más importante en Serbia que la propia BIA. Luego, le apretaron para entregar a Karadžić, y ya se sabe la simpatía que se tenían los dos gallitos. En cuanto averiguó que se ocultaba en Belgrado bajo el nombre de Dragan Dabić, se ganó unos cuantos años más de libertad.
—Pero se le están terminando los nombres.
—De los peces gordos solo queda Hadžić sin pescar, y se le perdió la pista en Rusia hace unos cuantos años ya, así que está empezando a pescar a los pececillos.
—Como tú.
—Soldados. Patriotas.
—Criminales. Asesinos —rebatió.
Buzdovan se encogió de hombros.
—Dime cómo entraste en la BIA.
—Cuando terminó la guerra, me refugié en Halberstadt, cerca de Magdeburgo, en un club en el que había jugado durante tres temporadas. Allí conservaba buenas amistades y me ayudaron a rehacer mi vida. En 2002, el nuevo gobierno necesitaba controlar a los servicios secretos, la nueva BIA, y lo primero que hicieron fue quitarse de en medio a Stanišić y a Simatović. Un familiar de Andreja Savić, encargado de organizar los centros regionales, me debía un gran favor y me encontró un puesto en el de Mačva con mi nuevo nombre. En dos años, gracias a que podía hacerme entender en inglés y alemán, pasé al departamento de inteligencia y tengo acceso directo a las más altas esferas en estos momentos. Así conseguí la información del paradero de Ratko Mladić.
—¿Es buena la información que nos has dado?
—Al cien por cien.
—Y quieres que parezca un accidente para salvar tu culo.
—No tardarán en atar cabos si se descubre que ha sido asesinado. Me hubiera encargado yo mismo si supiera cómo, pero mis habilidades nada tienen que ver con la discreción.
—Entiendo.
Carapocha sopesó todas las posibilidades antes de retomar la palabra.
—Tendría que acabar con tu existencia ahora mismo solo para hacer que este planeta fuera un lugar más habitable, pero podría echarse a perder toda la operación y no puedo arriesgarme. No dudaré en matarte si vuelvo a cruzarme contigo. Tenlo presente.
Buzdovan no gesticuló.
—Por cierto —continuó el psicólogo—, no creo que tu amigo Goran Hadžić disfrute durante mucho tiempo más de su libertad. Robbie ya está tras sus pasos y los de su camarada Zoran Mandić. Cuando traten de vender el cuadro de Modigliani, Retrato de un hombre, se van a llevar una desagradable sorpresa. Que, aparte de ser unos miserables asesinos, sois unos ladrones miserables. Te lo cuento porque sé que no tienes posibilidad alguna de contactar con ellos, ni directa ni indirectamente. Que tengas dulces sueños, Buzdovan.
El serbio apretó los puños justo en el momento en el que escuchó la puerta. Tuvo que tragarse el impulso de bajar al coche y agarrar su herramienta para hundirla de un único golpe en el cráneo de aquel ruso.
Pero Buzdovan había aprendido a ser paciente.
Con Buzdovan habían pinchado en hueso.