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Sed en el aire, pero boca en la tierra
En algún sótano del barrio de Dorćol (Belgrado)
12 de mayo de 2011, a las 13:35
Tenía calor y sed, mucha sed. Toda la sed que se puede tener.
La cabeza le dolía con la misma intensidad con que lo haría durante la peor resaca de vodka con champán y él, precisamente, estaba recién licenciado en la materia. Trataba de no pensar en ello, pero no lo conseguía y su memoria rebobinó hasta el sonido del disparo que le perforó el tímpano izquierdo haciéndole perder el equilibrio y doblar las rodillas. Lo último de lo que logró acordarse antes de desvanecerse fue de una presión descomunal que se apropió de la base de su cráneo.
Cuando volvió en sí, no había más que oscuridad y calor. Algunas personas saben combatir con entereza el calor; el inspector Ramiro Sancho no era una de ellas. No tardó en percatarse de que se encontraba maniatado a una tubería anclada a la pared, aunque podía ponerse en pie y las ataduras le permitían cierto movimiento. Intentó liberarse, pero desistió en el empeño tras despellejarse la piel de las muñecas con la cuerda. Después, empezó a gritar con inusitado furor; no paró hasta que se le inflamaron las cuerdas vocales y ya no pudo emitir sonido alguno. Ni siquiera fue capaz de blasfemar en alto, y el hecho de no poder regalarse los oídos alimentó su desesperación. Sumido en la más absoluta oscuridad y envuelto en el más sofocante de los silencios, procuró serenarse. Necesitaba saber dónde estaba, conocer cuanto le rodeaba, pero apenas alcanzaba a distinguir sus manos. Así, maquinó un método para obtener información sobre aquella estancia. Palpando el suelo, encontró algunas piedras de pequeño tamaño que podría lanzar contra la pared valiéndose del pulgar, de tal forma que le sería posible calcular de oído —con el derecho— la distancia entre el muro de la tubería y la pared opuesta: no más de tres metros; máximo, cinco. Necesitaba más munición para averiguar los que separaban las otras dos paredes, pero ya había agotado todo el arsenal a su alcance, por lo que nutrió sus baterías de los trozos de cemento de la pared a la que estaba anclada la tubería; los arrancaba valiéndose únicamente de sus propias uñas. Tras muchos lanzamientos, llegó a la conclusión de que podría haber unos cuatro metros; posiblemente menos o, lo mismo, un poco más. Total, unos quince metros cuadrados aproximadamente. Pequeño, demasiado pequeño.
A todas luces insuficiente.
En aquel momento, creyó que le empezaba a faltar el aire y tuvo que sentarse. Descubrió la sensación de claustrofobia. Se le disparó el corazón y empezó a respirar de forma acelerada, hiperventilándose. El sudor le escurría por la frente y sintió unas náuseas irrefrenables. No vomitó, y aquel éxito apuntaló su estado de ánimo. No tardó en darse cuenta de la cantidad de variables que podrían haber afectado a sus cálculos y se convenció de encontrarse en una habitación enorme. La autosugestión funcionó, casi podía notar la brisa marina en la cara hasta que empezó a sentir un intenso dolor apoderándose del pulgar como consecuencia de la repetición a la que había sometido al tendón. Casi le dolía tanto como los dedos en los que se había levantado las uñas.
Así se entretuvo durante las primeras horas de cautiverio; la batalla contra la sed protagonizó las siguientes.
Y la desesperación que produce la necesidad de comprender.
No sabía quién le había atrapado ni cuál podría ser su propósito. Lo único que le encajaba era la posibilidad de que Augusto tuviera un cómplice, pero no fue capaz de ponerle rostro. El tiempo pasaba muy despacio y cada vez tenía más calor. El aire parecía haber ganado en densidad en aquella estancia y pagaba en sudor el mero hecho de respirarlo. Estaba perdiendo tanto líquido que no tardó en alcanzar los límites de la polidipsia[97]. Para combatir la sed se lamía la exudación que podía recoger de su frente con la palma de la mano y se chupaba la sangre de las uñas, pero aquello solo le sirvió para tener un desagradable y pastoso regusto metálico adherido al paladar. Encontró la solución en la acidez de su propia orina. En un escorzo imposible, más propio de un contorsionista que de un inspector de Homicidios, conformó con sus manos un improvisado cáliz del que bebió todo lo que pudo. Le escocían las heridas, pero logró contener las crueles embestidas de la sed. De forma momentánea, eso sí, porque semejante afrenta no pasó desapercibida para sus papilas gustativas, que enviaron una inequívoca señal de venganza al cerebro codificada como repugnancia. Así, la represalia de su organismo no se hizo esperar y su bulbo raquídeo empezó a bombardear señales de auxilio al hipotálamo reclamando más líquido; agua, a poder ser, como esa que perdía a través de todos y cada uno de sus poros. Decidió que lo mejor sería romper relaciones diplomáticas con su cabeza y trató de dormirse. Se tumbó como pudo en el suelo y, con los niveles de entereza agrietados, cerró los ojos.
Un cosquilleo en la pantorrilla le sacó del letargo. El escalofrío que le recorrió la espalda al identificar la causa y la causante le hizo incorporarse de un salto. La imagen de una cucaracha hercúlea escalando por su pierna le provocó una sobredosis de adrenalina. Al tercer golpe, y a pesar de su deficiencia auditiva, pudo escuchar nítidamente el inconfundible crujir del exoesqueleto del insecto; sonó más a tostada que a galleta. Acto seguido, se puso a taconear de tal forma que hubiera arrancado un aplauso a la mismísima Sara Baras. No dejó ni un solo centímetro cuadrado sin pisar dentro de su limitado radio de acción. Cuando le pudo el agotamiento, afinó el oído para hacer un completo barrido de aquella habitación de proporciones desconocidas. En ese momento, advirtió que no recibía ninguna señal por el oído izquierdo. Trató de cerciorarse chasqueando los dedos; sin embargo, el dolor del tendón y los fuertes aguijonazos de las uñas le impidieron generar sonido alguno. Quiso poner en funcionamiento sus cuerdas vocales, pero apenas produjo un sonido similar a un leve maullido. Relinchó de angustia y solo entonces pudo certificar que su oído izquierdo, en efecto, no procesaba. Se juró quitar la vida con sus propias manos al causante de su sordera, fuera quien fuera.
Lo que no sabía el inspector es que le surgiría la oportunidad mucho antes de lo que pensaba.
Con el paso de los minutos, encontró cierto alivio tirándose de los pelos de la barba y pensó que quizá no fuera tan mala idea dejársela crecer más. No tardó en cambiar de opinión.
No tuvo más sobresaltos.
Solo calor y sed.
Oscuridad y silencio.
Ya ni siquiera sudaba, no tenía con qué.
El ruido de unas llaves abriendo un candado alborotó de nuevo a sus neurotransmisores. Una bombilla desnuda que colgaba a la altura de su cabeza se encendió obligándole a apretar los párpados con fuerza, como si el astro rey hubiera decidido personarse en aquel lugar. Se tapó los ojos con las manos y los fue abriendo poco a poco sin levantar la mirada del suelo. Lo primero que pudo distinguir fueron los restos de la cucaracha, pudiendo certificar que no era, ni mucho menos, del tamaño que había imaginado. Otro sonido estridente le hizo levantar la cabeza. Miró en derredor para comprobar que la estancia no se parecía en nada a la que había dibujado en su cabeza.
—¡Señor «Shansho»!
Reconoció esa voz y ese acento de inmediato. No se lo esperaba.
—¿No se alegra de verme?
Erguido con porte militar y las manos a la espalda, el señor Kapllani se esforzaba por no disimular un ápice su desmesurada expresión triunfal. Llevaba una camisa de color verde pistacho que hacía tanto daño a la vista como el repentino exceso de iluminación. La siniestra silueta de su guardaespaldas se recortaba detrás de él. En ese instante, lo vio claro: eran Vizzini y Fezzik, personajes de la película La princesa prometida. El delirio le hizo acordarse de una frase de otro de los protagonistas, Íñigo Montoya: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre, prepárate a morir».
A Sancho se le esculpió fugazmente en la cara algo parecido a una sonrisa.
—Espero que sepa disculparme por la demora. No me ha resultado sencillo encontrar en Belgrado los utensilios que vamos a necesitar —le indicó señalando con la cabeza hacia una camilla metálica.
Fezzik, el gigante, arrastraba dicha camilla, y sobre ella se repartía una serie de objetos. Sancho distinguió unas tenazas, un martillo, un alicate, una tijera y un cúter antes de volver a enfrentarse a los ojos vidriosos del hombrecillo.
—Pero ya verá que la espera ha merecido la pena. Tengo mucha curiosidad por comprobar hasta dónde llega el coraje que ha demostrado tener, «amigo mío» —pronunció en castellano—. Rudiger, acércasela para que pueda hacerse a la idea.
Este hizo lo que le ordenó. Sancho trató de pronunciar algo, pero de su boca solo salieron susurros incomprensibles. Se concentró para tratar de producir una pizca de saliva que le permitiera aclararse la garganta.
—¡Vaya, no sabe cuánto lamento que no pueda hablar! En unos minutos, veremos si puede gritar. Supongo que ya no puede escucharme por ese oído, ¿verdad? Era algo que nos gustaba hacer con los prisioneros del campo. Les teníamos colgados de las muñecas durante horas y, en el momento en el que se dormían, pegábamos el arma a su oreja y apretábamos el gatillo. En una ocasión, un viejo que pasaba información a los serbios se quedó seco del susto; tuvo suerte, se libró del resto de la sesión. Dicen los entendidos que el oído interno solo soporta un máximo de ciento cuarenta decibelios y que, a partir de ahí, se produce un trauma acústico que puede, o no, ser reversible. Pero yo no me preocuparía demasiado por ello si estuviese en su lugar. Le diré lo que vamos a hacer: Rudiger va a acomodarle en esa camilla para que yo pueda operar con calma y destreza.
—Agua —pareció articular Sancho.
—Hace calor, sí. Luego lo solucionamos, pero primero trate de prestar atención a lo que le estoy contando. Empezaremos con los pies. Las hemorragias son fáciles de controlar en las extremidades; así haremos que esto dure más. Me voy a quedar con sus dedos como pago del dinero que me robó y por el alquiler de mi Anaconda —señaló dándose unas palmaditas a la altura de la hebilla del cinturón—. Seguidamente, creo que continuaré con las orejas antes de volarle las pelotas. Cuando haya terminado con usted, le rociaré con ese bidón de gasolina y su cuerpo se consumirá como si jamás hubiera existido. Trocearemos lo poco que quede y lo meteremos en esa maleta. ¿Le gusta? Es de polipiel. Es más probable que yo le ponga un tapón a Gasol a que usted vuelva a ver la luz del sol. ¿Conoce a Gasol? Seguro que sí. Usted tiene altura. ¿Jugaba al baloncesto? A mí me gustan todos los deportes. Especialmente, el fútbol, pero también sigo la NBA. Hay muchos españoles últimamente en la NBA. ¿Ha jugado alguna vez al baloncesto? —Perseveró el hombrecillo.
—Agua, cabrón —interrumpió Sancho.
Rudi dio unos pasos con una botella en la mano, pero lo que pareció una violenta reprimenda en un idioma que Sancho no fue capaz de entender le hizo detenerse a medio camino. El inspector extendió los brazos intentando encontrar la misma compasión que, un día, le regaló a aquel coloso con ojos de anfibio. Los improperios eslavos seguían retumbando en las paredes cuando abrió el tapón de la botella y se la entregó a Sancho. El hombrecillo no lo sabía, pero había cometido un grave e irreversible error: mentar a la madre de Rudi Gervigan.
Agua.
El señor Kapllani, rojo de ira, empezó a golpear con los puños en la espalda de su guardaespaldas y a soltar patadas en el trasero de su guardatraseros. Sancho logró beberse la mitad de la botella hasta que, de un manotazo, el hombrecillo se la arrebató de sus sedientos labios. Pero antes de que tocara el suelo, Rudi se giró haciendo gala de una velocidad que muy pocos podrían atribuir a un ser de sus características. Las manos del gigante silenciaron los gritos de su jefe al agarrarle del cuello. Aumentó la presión, pero se controló para no romperle el cuello como a un pollo. Quería asfixiarle. Los pies de Kapllani ya no tocaban el suelo, y su cara estaba empezando a amoratarse cuando sonó la primera detonación. Seca y contundente, como un trueno. Rudi se contorsionó girando hacia su derecha y bajó a su presa, que todavía no conseguía respirar. Un segundo disparo le reventó el hígado. El guardaespaldas se venció hacia delante y, sin separar las manos del cuello de su hasta entonces protegido, cayó sobre él, quedando el revólver atrapado entre ambos cuerpos. Sancho hubiera dado su vida por poder ayudarle, pero no pudo hacer más que ser un espectador de primera fila.
Cuando las piernas del hombrecillo dejaron de moverse, Rudi se giró para quedarse boca arriba en el suelo, al lado de la que sería su última víctima. Sujetaba algo en la mano derecha que apretaba con fuerza contra la herida del hígado. La sangre brotaba de su boca indicando que el estómago había sido el receptor de la primera bala del calibre 44. No mostraba expresión alguna de dolor, parecía que el rostro de aquel hombre no perteneciera al mismo cuerpo. Entonces, a Rudi no le pareció mala idea alargar el brazo izquierdo para alcanzar el arma. No parecía tan grande en su mano. Levantó el revólver con la parsimonia de quien sabe que se le está escapando la vida y apuntó al inspector desde el suelo.
Sancho se dio la vuelta instintivamente.
Rudi le guiñó un ojo antes de que su brazo cediera bajo el peso del arma.
—Nënë[98] —pronunció con dificultad mostrándole algo—. Mother, mother —insistió.
—Your mother? —preguntó Sancho.
El coloso abatido asintió antes de entregarse plácidamente a la muerte.
Un extraño sentimiento de gratitud invadió a Sancho.
Se sentó en el suelo para evaluar la forma de salir de allí.
Residencia de la madre de Goran Jerčić
Grindavík (Islandia)
Goran leyó de nuevo el e-mail de Carapocha, aunque ya sabía perfectamente qué debía contestar.
Querido amigo:
Lamento mucho tener que recurrir de nuevo a ti después de todo lo sucedido. Soy culpable, lo sé, y no contactaría contigo si la vida de mi hija no estuviera en serio peligro. Un día, yo me jugué la mía por salvar a los tuyos, hoy te ruego que me devuelvas el favor. Será la última vez.
Tenemos que vernos. Sigo en Belgrado. Tengo que explicártelo todo en persona, te espero mañana en mi rincón preferido de la ciudad. 21:30.
Un abrazo tan sincero como mis disculpas.
Armando Lopategui
Con los codos sobre su escritorio, apoyó la frente en las palmas de las manos y cerró los ojos. Soltó el aire por la boca y apretó los dientes. Aún se estaban aclimatando a aquella localidad de menos de tres mil habitantes enclavada en la costa oeste de la isla y ni siquiera había terminado de acondicionar el sótano como su nuevo lugar de trabajo. No se le ocurrió un sitio mejor cuando les tocó salir corriendo, y, aunque ni Mira ni Miran estuvieron de acuerdo con él, terminaron aceptando su decisión. Svetlana todavía se despertaba por la noche con pesadillas y podía distinguir algo extraño en su mirada, una mezcla de miedo y comprensión.
Es posible que no hubiera un lugar más apartado en el planeta Tierra que la vieja casa en la que nació su madre, a pesar de que tan solo veinte kilómetros la separaban del Aeropuerto Internacional de Keflavík. No obstante, desde el día en que instaló la antena parabólica que les daría acceso a Internet, no había pasado ni una sola noche en la que Goran no comprobase los nombres de todos los pasajeros que habían aterrizado en el país. Por suerte, Islandia no tenía un tráfico de entrada masivo y la aplicación que desarrolló no tardaba más de una hora en extraer la información de los vuelos. Luego debía contrastarlos con la base de datos de autores y personajes literarios de más de un millón de registros, elaborada a partir de los maestros craqueados de las bibliotecas más importantes del mundo. La otra forma de llegar al país era en ferry, pero el único puerto de entrada estaba en Seyðisfjörður, en la costa este, lo cual le supondría alquilar un coche para cruzar la isla. Demasiados kilómetros por carreteras que desmerecían tal calificativo en muchos tramos. A pesar de ello, incorporó el registro de pasajeros del MS Morröna —único barco que arribaba a la costa islandesa— a la del aeropuerto.
Goran era consciente de que se le podrían estar escapando muchos detalles, pero era mejor eso que nada. Lo principal era proteger a su familia de aquel monstruo, y, en realidad, lo que le estaba pidiendo Carapocha no les pondría en peligro. El craker pensó que probablemente, de esa forma, pudiera ayudarle a terminar definitivamente con Orestes. En cierto modo, él también era responsable de todo lo que había ocurrido. Si no hubiera dado la idea al psicólogo de crear aquella web, Orestes nunca se habría cruzado en sus caminos.
Inspiró profundamente y remató de cabeza antes de poner las manos sobre el teclado.
Cuenta conmigo. Allí estaré.
Un abrazo, amigo.
G. J.
En algún sótano del barrio de Dorćol (Belgrado)
Sancho consiguió liberarse de sus ataduras con el cúter que estaba destinado a abrir sus carnes no sin cortarse accidentalmente en antebrazos y muñecas. El inspector se hizo un vendaje compresivo de color pistacho y se agachó para recoger lo que Rudi le había mostrado antes de morir. Le costó arrancárselo de su mano inerte. Era un trozo de cartón plastificado en el que descubrió el rostro de la madre Teresa de Calcuta cuando limpió la sangre que lo cubría. Después, registró ambos cuerpos y revisó sus carteras.
«Rudi Gervigan», memorizó antes de guardar en su cartera, junto a la estampa religiosa, lo que debía de ser su documento de identidad albanés.
La del hombrecillo tenía un fajo de billetes que le quitó sin ningún miramiento. También le requisó un Zippo con la bandera de Albania, una linterna y munición para el Anaconda. Roció los cuerpos con la gasolina que estaba destinada a quemar el suyo e hizo un reguero hasta la puerta. Tenía que dejarla abierta para que las llamas se alimentaran de aire renovado. Encendió el mechero y prendió la cartera de Kapllani antes de dejarla caer en el charco de combustible. En cuanto la llama azul emprendió su camino a gran velocidad, Sancho dedicó una última mirada al hombre que le había salvado la vida.
Buscó la salida de aquel maldito lugar, enfocó con la linterna hacia su derecha y vio que unas escaleras arrancaban al final del pasillo; corrió hasta ellas e inició el ascenso. Estaba escaso de fuerzas y se le atragantaron al tercer peldaño. Quería recobrar el aliento, pero el olor a humo le hizo cambiar de opinión inmediatamente. Totalmente extenuado, alcanzó una puerta que debía de dar al exterior, una puerta sin picaporte, de esas que solo se abren desde el lado contrario al que uno se encuentra. Trató de tirarla a patadas y cargó violentamente contra ella, hasta que se dio cuenta de que tenía que buscar otra salida antes de que el dióxido de carbono le dejara inconsciente. Se tapó la nariz y la boca con la camiseta y se preparó para deshacer el camino.
Según descendía, el humo se iba haciendo más espeso y el picor en los ojos empezó a ser más que una molestia. Corría encorvado, alumbrándose apenas los pies, buscando la mayor pureza del aire en las capas más bajas. El olor a carne quemada le revolvió el estómago cuando pasó por la puerta del cuartucho, y tuvo que protegerse la cara del intenso calor. Con el corazón asomando por la comisura de los labios y muchas injurias no pronunciadas, dobló la esquina hacia la derecha para encontrarse con otras escaleras; esta vez descendentes. Dudó, pero no encontró muchas otras alternativas más que buscar la salida hacia abajo. Tenía que escapar de allí cuanto antes, no solo por salvar el pellejo, sino también para evitar tener que dar explicaciones a la policía. Desconocía el derecho penal de Serbia, pero podía intuir que no contemplaba la incineración de los cuerpos de dos presuntos agresores como atenuante postraumático. Bajó.
Enseguida, advirtió que respiraba mejor y que veía peor; se estaban consumiendo las pilas de la linterna, como las suyas. Ya ni siquiera podía trotar, y se limitaba a caminar lo más rápidamente que podía cuando le pareció ver una claridad al final del pasillo. No le importó que fueran las puertas de san Pedro lo que hubiera delante, porque detrás dejaría su infierno particular. Casi corría. Empujó aquella puerta con rabia y la luz le cegó absorbiendo las ínfimas energías que le quedaban. Rodó por el suelo hasta quedar boca arriba, para después permanecer durante unos minutos en esa posición disfrutando de la pureza del aire mientras recuperaba el aliento.
Tardó más de lo normal en asociar el cada vez más nítido y cercano sonido de las sirenas con el incendio que él había provocado. A duras penas, consiguió levantarse para reconocer lo que podría ser una antigua zona industrial. Se encontraba rodeado de naves abandonadas y medio derruidas. Al fondo, podía distinguirse la vía del tren. Con la desesperación como estímulo principal, consiguió llegar hasta otra nave de ladrillo rojo y puerta corredera abierta. Al entrar, notó cierto olor a matadero, pero la extenuación le forzó a buscar una esquina en la que tumbarse. Protegido tras unos palés, se acurrucó y se rindió a la fatiga.