
Robándoles sus almas
Questura di Trieste
Via di Tor Bandena, 6 (Trieste)
18 de abril de 2011, a las 09:30
El edificio se levantó durante los años en los que se impusieron los criterios de la arquitectura fascista y pretendía, visiblemente, desprender esa imponente aura propia del clasicismo. Construido en piedra blanca, se podía acceder a él a través de un pórtico hexástilo que daba cobijo a cinco enormes puertas rectangulares de madera noble. La estructura estaba rematada por un falso friso en el que destacaba la palabra «QUESTURA».
Sancho había empleado la jornada anterior en comprar algo de ropa y buscar alojamiento provisional. Trescientos treinta y nueve euros con cuarenta céntimos fue lo que le supuso complementar su vestuario, y setenta y nueve euros la noche, el precio que negoció para dos semanas de estancia en el Hotel NH Trieste. Más adelante, buscaría otra alternativa más económica en función del desarrollo de los acontecimientos, porque su colchón económico desaparecería mucho antes de lo previsto a ese ritmo. Sin embargo, en aquel preciso instante aquello le preocupaba más bien poco. En cuanto entró en la comisaría, no pudo evitar compararla con la de Delicias y esbozó una sonrisa que se difuminó de inmediato devorada por el bullicio que reinaba en el recibidor. Encontrar a alguien que le indicara la ubicación de las dependencias de la inspectora jefe Gracia Galo se le antojó una tarea tan complicada como cuando quiso dar con un puesto de lencería fina en el mercado de Khan el Khalili durante su viaje de novios por Egipto. Algunos carabinieri, desbordados por lo que parecía una horda de inmigrantes sedientos de papeles, trataban de poner orden sin éxito alguno. Sancho se frotó la barba con hastío antes de decidir guiarse por su sentido común y por los carteles en italiano. Subió las escaleras hasta el segundo piso, donde parecía que la armonía ganaba algo de terreno al desconcierto. Empujó una puerta que daba acceso a un pasillo cuando alguien a su espalda le dio el alto.
—Scusi, signore, ma dove crede che va?
Sancho se giró. Un carabiniere de tez morena y perilla bien recortada al más puro estilo nacional le miraba con perplejidad, brazos en jarra sobre el cinturón reglamentario.
—Buon giorno —acertó a decir—. Speak English?
La cara del agente era un: «No mucho».
—Soy el inspector Ramiro Sancho —se presentó en español mostrando la placa—, estoy buscando a la inspectora Gracia Galo.
—Spagnolo?
—Sí.
—Cosa vuole?
—Parlar con Gracia Galo —españolizó.
El agente asintió con la cabeza esperando a que ese intruso le explicara qué quería de la inspectora jefe.
—Es importante —añadió el pelirrojo en tono grave que resultó convincente.
Tras unos instantes, le indicó con la mano que se sentara en una solitaria silla de madera y caminó en modo ahorro de energía hasta el final del pasillo. El inspector ojeó la copia del dosier completo sobre la investigación de los asesinatos de Valladolid: cronología de los hechos, autopsias, informes de la Científica, poemas, retratos robot e incluso artículos de periódicos. Sancho sabía que aquello no era del todo legal, pero realmente le importaba entre poco y nada. Le inquietaba desconocer la forma en la que iba a reaccionar su homónima transalpina, así que se autogestionó para no pisar las flores de un jardín ajeno. Además, le preocupaba que su presencia allí trascendiera en la sección de Relaciones Internacionales. En Canillas[62] le iban a despellejar vivo si trascendía que un inspector español de excedencia voluntaria estaba removiendo un caso allende fronteras saltándose todos los protocolos establecidos.
Al fondo del pasillo, no tardó en divisar la silueta de una mujer de estatura media con traje oscuro de chaqueta y pantalón sobre camiseta ajustada de color vino. Zapatos de tacón negro. Delgada. Pelo largo, negro y brillante; peinada con raya al medio y con flequillo cortado en diagonal.
Cuando estaba a unos veinte metros de él, Sancho se incorporó con la mano tendida y dio unos pasos para ir a su encuentro.
—Inspector Ramiro Sancho.
—Encantada —dijo en español—. Ispettora capo Galo.
—¿Habla español?
—Certo. Hice mi doctorado en «Barchelonna» —sonó en italiano la Ciudad Condal.
Sancho intentó no exteriorizar ningún gesto que mostrara su satisfacción por el hecho de que pudiera comunicarse con su colega en el mismo idioma.
—Verá, soy inspector de Homicidios en Valladolid —explicó mostrando de nuevo su placa— y me gustaría hablar con usted sobre este triple asesinato.
Sancho abrió la carpeta y sacó el ejemplar del periódico. La inspectora jefe, con expresión blindada, examinó detenidamente la placa.
—Podría estar relacionado con una serie de crímenes que han quedado sin resolver en mi ciudad —añadió el español con tono grave.
Sancho inició el proceso de grabación de rasgos faciales para su gyrus fusiforme. Rostro de corte ovalado, frente estrecha y mentón ligeramente aguzado; ojos oscuros y alargados bajo cejas finas y cortas; nariz estrecha y algo pronunciada; labios finos rematados por un solitario lunar sobre la comisura izquierda. De mirada intimidatoriamente sagaz, destilaba distinción en cada gesto.
—Acompáñeme, por favor.
La italiana tenía un despacho caóticamente ordenado que a Sancho le recordó su propia mesa. Con los brazos sobre esta, y entrecruzando los alargados dedos de sus huesudas manos, dijo:
—Le escucho.
—Gracias. No sé muy bien cómo empezar, veamos… En enero de este año, perdí la pista de un asesino en serie que es el responsable de cinco muertes en Valladolid y, hace unos días, un… confidente, digámoslo así, me informó de que estaba en Trieste. En cuanto lo supe, hice la maleta —eludió dar más detalles sobre cómo averiguó su paradero actual— y, al enterarme por la prensa de este triple homicidio, he pensado que era demasiada coincidencia. Creo firmemente que podría tratarse del mismo hombre.
—Allora. Tratándose de un caso de tal gravedad, ¿me puede explicar para que yo lo entienda el motivo por el que nadie de la Europol se ha puesto en contacto con nuestro enlace?
—Sí. Me esperaba esa pregunta, inspectora.
—Inspectora jefe —corrigió.
—Inspectora jefe. Digamos que el caso está congelado y que he venido hasta aquí para darle algo de calor.
Gracia Galo escrutó sus palabras sin mover un solo músculo de la cara.
—Para ser honesto —continuó Sancho—, le diré que estoy en Trieste de forma no oficial. Únicamente pretendo proporcionarle información que le puede ser muy útil. Créame. Deje que le muestre algunos documentos y luego usted decide qué procedimiento tiene que seguir. Concédame unos minutos para explicarme, se lo ruego.
La inspectora jefe pestañeó.
—¿Coincide el modus operandi?
—A decir verdad y atendiendo a lo que se ha publicado, no.
—Entonces, ¿en qué se basa para pensar que podría ser él?
Gracia Galo se expresaba con un fluido castellano acompañado por la musicalidad de la entonación del italiano. Sancho pensó la respuesta.
—Tiene que ser él.
—¿Tiene? —repitió la inspectora jefe.
—¿Cuántos homicidios violentos se registran en Trieste anualmente?
—Digamos que ya hemos cumplido el cupo del año con este, pero barajamos hipótesis relacionadas con un ajuste de cuentas.
Sancho se reacomodó en la silla.
—¿Podría facilitarme más información sobre el caso? —requirió el pelirrojo.
—No, se ha decretado el secreto de sumario.
—Entiendo —dijo asimilando el revés—. Solo permítame que le pregunte algo.
—Adelante.
—¿Mutiló a alguna de las víctimas?
El semblante de la inspectora jefe, que se había mantenido impertérrito hasta el momento, mostró leves signos de desconcierto antes de contestar.
—Así es —confirmó recuperando la expresión hierática.
—Esa es parte de su firma.
—¿Parte?
—Sí, esta es la otra.
Sancho extendió los poemas sobre la mesa orientándolos hacia su interlocutora.
—Poesía.
Gracia Galo los leyó detenidamente.
—Porca puttana —masculló.
Levantó la cabeza y sostuvo la mirada del inspector.
Residencia de Augusto Ledesma (Trieste)
Me estaba volviendo loco. Apenas había conseguido descansar las dos últimas noches. Seguía dando vueltas a la posibilidad de dejar Trieste, continuar mi camino dando rienda suelta al nuevo Augusto. Buscar otro lugar; quizá Praga, o redescubrir Berlín. Incluso, podría establecerme en Argentina…, pero él vendría conmigo. Tarde o temprano, Orestes siempre terminaba apareciendo en mi vida. Era parte de mí, pero no es menos cierto que cada día me sentía más despegado, y era una sensación que me gustaba aunque me doliera reconocerlo. Traté de ocultarle el episodio vivido con Chiara, pero me resultó totalmente imposible. De nuevo, reprobó mi actuación por no haberla planificado y actuar siguiendo los impulsos de mi corazón. A veces, dudo si realmente nos complementamos o simplemente somos el reflejo distorsionado del otro. Orestes me pidió que recapacitara sobre mi forma de actuar a pesar de que le he demostrado en varias ocasiones la distinta naturaleza de los versos que nacen fruto de la sincera hermosura frente a los engendros paridos de la encorsetada finura. Había mucha distancia; indiscutiblemente.
Pero, a pesar de todo, el motivo principal que me había llevado a ese estado de ansiedad no era otro que lo sucedido con Chiara hacía dos noches. ¡Qué bien me hubiera venido en aquel momento mi saco para vaciarme a golpes con él! Inmediatamente, me quité la ropa y me preparé para salir a correr confiando en que eso me ayudaría a colocar todo en su sitio. Me puse los auriculares y busqué la lista de reproducción adecuada para aquel momento. El cuerpo me pedía distancia, no quería exigirme un ritmo elevado ni mirar el cronómetro. Necesitaba algo tranquilo, emotivo, y me decidí por la nombrada «indie español». Estaba en modo aleatorio desde aquella noche, y así lo dejé para que el azar fuera, de nuevo, el que me regalara los oídos. Bajando las escaleras del portal, empezó a sonar La ciudad del viento, de Quique González, que bien podría haber compuesto desde el Molo Audace un día de bora. Era perfecta para ir cogiendo ritmo mientras bajaba por Via Carducci en dirección al Viale Miramare, que discurría en paralelo al mar.
Hay una calle que lleva tu nombre
en la ciudad del viento,
después de tanto tiempo
me harté de esperarte
y se cayó el letrero.
Volví a la noche del sábado con Chiara.
Me propuso aparcar el coche a unos dos kilómetros del castillo y llegar hasta allí dando un paseo, guiados tan solo por la pálida luz de la luna. Accedí gentilmente. Despedazamos Hambre durante el camino, desmenuzando la forma en la que el personaje principal de la novela, un periodista de nombre desconocido, narra en primera persona sus esfuerzos para sobrevivir rodeado de la mayor de las miserias. Ella estaba entusiasmada con la conversación y exprimimos una frase de la novela que Chiara tenía memorizada: «Si se lo contara a alguien, no me creería, y si lo escribiera, dirían que lo he inventado». Me la apliqué a mí mismo. Luego, enlazamos con Kafka y, en ese punto, tuvimos el desencuentro más acalorado. Ella sostenía que no era un buen escritor, que empezar La metamorfosis por el final no tenía ni pies ni cabeza. Yo contraataqué argumentando que el comienzo —el cual tenía tatuado en la espalda— era sublime, ya que consigue dibujar en una única frase el preciso instante en el que arranca la historia. Le recordé, además, que Kafka es considerado el padre del surrealismo literario y que, por tanto, posee un estilo propio seguido por muchos durante siglos. No llegamos a un entendimiento, pero creo que le hice cambiar de opinión por cómo la vi rumiar una frase que acuñó el autor checo: «La literatura es siempre una expedición a la verdad». También hablamos de Dante y, a raíz de aquello, abrimos un interesante juego sobre otros personajes siniestros de la literatura universal. En su listado, aparecían Dorian Gray, Lady Macbeth, el capitán Ahab, Edmundo Dantés, Mr. Hyde, Tom Ripley y Guy Montag, que yo recuerde. Raskolnikov encabezaba el mío, seguido por Mefistófeles, Zaratustra, Athanasius Pernath, Heinrich Faust, Kurtz Beguemot y, por supuesto, Juan Pablo Castel, al cual omití deliberadamente; algunos de ellos, titulares de mis pasaportes falsos. Aquella confrontación intelectual me dejó un tanto exhausto y totalmente absorto. He de reconocer que, por un momento, me olvidé de quién era yo y qué camino había decidido seguir.
Aumenté la cadencia de mi zancada impulsado por el estribillo de Días azules, de Iván Ferreiro.
Dónde están los días y ese azul,
di un lugar donde estés tú.
Que si el azar nos va empujando hasta el final,
solo habrá casualidad.
La casualidad…
Nos va a alcanzar,
nos va a salvar.
Y a matar.
Busqué un sentido a la letra.
A veces creo ver,
ver cómo vendrás.
Chocando contra mí.
De las sombras de tu corazón,
fingiré que he sido yo.
¡Que no!
Que si al final nos va empujando sin querer,
ese azul no va a volver.
Ese azul nos va a alcanzar.
Ese azul nos va a salvar.
Ese azul nos va a alcanzar.
Ese azul nos va a matar.
La cuestión era si debía dejarme llevar por esa sensación y qué consecuencias podría tener. Las secuelas. Me fijé en el destello del sol sobre el azul del mar y me esforcé por aislar de alguna forma la ficción de la realidad. Me pregunté qué era luz y qué era resplandor. Quizá, en mi inconsciente, estuviera buscando una forma de escapar de mí mismo. Decidí recuperar un ritmo más pausado y conscientemente me transporté de nuevo a Duino.
Cuando por fin llegamos al recinto del castillo, noté que me entumecía. Yo conocía su existencia por el libro de poemas de Rilke, Elegías de Duino, y llevaba esperando semanas, meses, para dar con el momento preciso en el que visitarlo. No pudo acontecer de mejor manera. Mientras escuchaba su exposición sobre el amor verdadero, que, según sostenía Chiara, era el tema principal de los poemas de Rilke, me di cuenta de que habíamos empezado a pisar un terreno demasiado íntimo. Solo entonces pude percibir en ella cierta debilidad escondida tras ese carácter de mujer decidida e inteligente. A pesar de ello, nunca intenté ir más allá de las palabras con Chiara, porque supondría, inevitablemente, restar tiempo al interesante debate literario que estábamos manteniendo. Extraño, porque me seguía notando con ganas de sexo y ella estaba como para arrancarle aquel vestido rojo y hacerle un traje de saliva. Su fragilidad me atrajo y quise profundizar.
Lógicamente, a esas avanzadas horas de la madrugada no pudimos acceder al castillo y me ofreció recorrer una parte del sendero que enseguida comprendí que era algo muy especial para ella. En algún momento, le tendí la mano para evitar que resbalara en una zona arenosa; ella la agarró con fuerza y ya no quiso soltarla. Me gustó aquella sensación que refrendaba mi sospecha: Chiara necesitaba mi abrigo.
El paisaje no tenía parangón. A nuestra derecha, se recortaba la silueta del castillo, construido en el borde de un acantilado dominando todo el golfo de Trieste, frente al mar. Era como una gran mancha oscura pero muy viva, denostada apenas por el susurro de la luna en su reflejo. No sería capaz de reunir los calificativos necesarios para definir aquella atmósfera fantasmagórica. El viento agitaba las ramas de los mirtos, rododendros y pinos marítimos como queriendo reformular un hechizo. Lo leí en su mirada antes incluso de que ella lo confesara cuando la claridad empezaba a delimitar los confines entre el cielo y el mar.
Me conmoví.
Tratando de mantener el ritmo de mi respiración, empezó a sonar La niña imantada, de Love of Lesbian, y la letra de la canción nuevamente me invadió alimentando mis sospechas y acrecentando mi desconcierto.
Nadie, nunca nadie, nadie excepto tú,
puede enviarme hacia el espacio y devolverme hacia su cama.
Y en las horas más oscuras, me harás levitar.
En descuidos crearemos universos, niña imantada.
Y ahora yo he de admitirlo.
Y ahora yo presiento que has vencido
y no hay manera humana de escapar.
Chiara no era feliz. Necesitaba encontrar demasiadas respuestas que dieran sentido a lo inexplicable. Un laberinto con muchas salidas, pero todas cerradas con llave.
Quise ayudarla.
Tenía que rescatarla. Como ya lo hiciera Juan Pablo Castel con María Iribarne en El túnel.
Chiara apretó con fuerza mi mano y advertí la belleza en aquel gesto llevado a su máxima expresión. Me coloqué a su espalda para rodearla con mis brazos. La besé en el cuello y noté cómo se estremecía. Me embriagué con su esencia a fruto maduro y cacao. Acaricié su cara y me dejé conquistar por eso que otros definirían como ternura.
Se giró para encontrarse con mis labios y la besé como nunca he besado a nadie.
Me entregué por completo. Me vacié; absolutamente.
El aullido del viento me trajo otra cita de Franz Kafka: «El mal conoce el bien, pero el bien no conoce el mal».
Se separó y me miró. Detectó que algo no encajaba y creo que quiso saber qué era. Desde la distancia, podría resumirlo en una frase:
—Ab una pendet aeternitas[63].
Su aflicción era imposible de calmar, tenía que inmortalizarla.
Un lugar para cada alma y un alma para cada lugar. Aquel, precisamente, era su lugar. Tenía que robársela contra su voluntad, por su bien.
Y aquellos versos en alemán en mi cabeza.
Quiero pensar que no sufrió.
Questura di Trieste
La inspectora jefe Galo le tendió la mano y su homólogo español se despidió con un esperanzado «Entonces, espero su llamada» salpimentado con un gesto que, en aquel momento, le resultó imposible descifrar. Tras algo más de dos horas de conversación con aquel barbudo pelirrojo de mirada sincera y aspecto desaliñado, se dejó caer en su silla y, siendo fiel a su procedimiento de investigación, sacó una hoja en blanco y escribió con mayúsculas: «AUGUSTO LEDESMA». Luego, fue anotando a su alrededor las palabras que había retenido en su cabeza: sociópata narcisista, extremadamente inteligente, criminal organizado, experto en informática, falsificación documental, disfraces y seudónimos. Modus operandi: asfixia, martillo e inducción al suicidio. Firma: mutilación y poesía. Físico: un metro ochenta, complexión atlética, tez morena, ojos negros, rostro cuadrado. La inspectora jefe golpeaba con el bolígrafo en la mesa leyendo una y otra vez aquellas palabras, aunque ya no pensaba en ellas. Debía decidir en qué dirección tenía que dar el siguiente paso. Il questore, Giuseppe Padulano, le había transmitido su absoluta confianza en la pronta resolución del caso en la reunión que habían tenido a primera hora de la mañana.
En septiembre, se cumplirían cinco años desde que Gracia Galo se había hecho cargo del puesto. Todo había sido coser y cantar, a pesar de que no podía haber empezado su nueva andadura con peor pie. Llevando solo un mes como inspectora jefe, le explotó en la cara el caso Riccardo Rasman: un enfermo mental que murió tras la intervención de cuatro policías que intentaban reducirle para detenerlo. Aquello provocó un terremoto social que hizo tambalear los cimientos de la Polizia di Stato, pero los números que presentaba Gracia Galo como responsable del departamento de Homicidios eran difícilmente mejorables: un ochenta y cinco por ciento de casos resueltos. «No está mal para ser triestina, de la Juventus y madre soltera», solía decir la inspectora jefe.
Gracia Galo había nacido en Trieste en 1974. Aquel año, Italia no pasó de la primera fase en el Campeonato del Mundo celebrado en Alemania y, para colmo de males, la Lazio ganó su primer scudetto. Según ella, estaba condenada a vivir en aquella ciudad para el resto de sus días a pesar de los muchos intentos que había hecho por escapar de sus garras. Su infancia transcurrió sin más sobresaltos que la muerte de su madre, de origen panameño, cuando apenas tenía cinco años. Gracia no guardaba muchos recuerdos de ella, al margen de heredar su nombre, pero su padre, un teniente coronel de la Brigada Ariete del 11.º Regimiento de Bersaglieri, se había encargado de implantárselos en la cabeza para que permaneciera viva en su memoria. Con dieciocho, hizo su primer intento de huida y se fue a estudiar Psicología a Turín. Había otras universidades más próximas, pero quería alejarse de casa y acercarse al Stadio delle Alpi. Allí descubrió que los hombres eran desmesuradamente simples, que las mujeres eran demasiado complejas y que los kilómetros no acercan ni alejan de los problemas. Aun así, no se lo pensó en cuanto surgió la posibilidad de terminar su carrera en Barcelona y, tras dos años en España, se volvió a Trieste con la laurea y un embarazo. A los seis meses, nació su primer y único hijo. Como no podía ser de otra forma, le llamó Alessandro en honor al mejor jugador italiano de todos los tiempos: Del Piero. El abuelo de la criatura, recién licenciado del ejército y lejos de recriminar la decisión de continuar adelante con el embarazo, se volcó en el cuidado del que sería, con toda probabilidad, su único nieto. Así, Gracia pudo prepararse para ingresar en el Istituto per Sovrintendenti della Polizia di Stato en Spoleto, cerca de Perugia y curiosamente emplazado en el Viale Trento e Trieste. Siempre Trieste. Fueron dos años duros durante los que se entregó en exclusiva a sus estudios viajando siempre que podía a casa para tratar de no perderse los primeros triunfos de su hijo, al cuidado del abuelo. Consiguió su primer destino en la Questura de Udine gracias a su situación de madre soltera, lo cual le permitía llegar a casa todos los días para bañar, dar de cenar y dormir a Sandro. Durante aquel período, no hubo más que trabajo y Sandro, en ese orden. El tiempo que le sobraba, que era más bien poco, lo dedicaba a su único vicio: el fútbol. Nunca supo si fue gracias a las influencias de su padre o a sus méritos profesionales, pero un día le comunicaron que habían aceptado su solicitud de traslado a Trieste y, en menos de dos semanas, completó el círculo volviendo al punto de partida, ese del que siempre quiso distanciarse.
La inspectora jefe se recogió el pelo en una coleta y marcó el número del sovrintendente Marco Fucich, un triestino del que se decía que estaba más tocado que el mítico Gianni Fucich[64], con quien no compartía más vínculos que el apellido y la pasión por la velocidad.
—Inspectora.
—Marco, ¿tienes un minuto? Necesito que vengas a mi despacho.
—Derrapando.
La inspectora confiaba en el criterio de Fucich, quizá porque era con el único con el que podía hablar en triestino de todo su equipo, y eso les hacía conectar muy fácilmente. O quizá, como sostenía su hijo Sandro, porque le recordaba a Topo Gigio. Cuando terminó de resumirle la conversación mantenida con Ramiro Sancho, su compañero tomó la palabra.
—No lo veo claro. Ya sabes que Padulano no se sale ni un milímetro del procedimiento, va a ser difícil que apruebe una colaboración externa no autorizada. Además, a mí me sigue pareciendo más un ajuste de cuentas que el trabajo de un asesino en serie.
—Posiblemente sea eso lo que pretende ese tipo. Demasiadas coincidencias, ¿no crees? La mutilación podría atribuirse a la firma de un sicario, pero… ¿y el poema en español?
—Hay sicarios muy formados, inspectora —expuso Fucich.
—Sí, y algunos triestinos inteligentes, pero ambos en vías de extinción. Al inspector Sancho no le he dicho que vaya a permitirle husmear en nuestra rutina, pero creo que debería hablar con Padulano sobre el asunto. ¿Qué opinas?
—Que le joderás el almuerzo.
—Pues esa ya es una buena razón para hacerlo. Sabré cómo vestírselo.
—Lo sé —apostilló—. ¿En serio que quieres investigarlo?
—Investigar, precisamente esa es nuestra razón de ser. No podemos obviar esto —aseveró posando suavemente su mano sobre el esquema que acababa de elaborar—, pero lo haremos con muchísima discreción. Por eso te he llamado a ti.
—¿Por mi discreción?
—Y por tu belleza —añadió—. Solo tú, Padulano y yo debemos estar al corriente. Que el resto del equipo siga trabajando al margen en la línea de investigación que tenemos en curso.
—No sabía que la discreción fuera una de mis virtudes.
—Tanto como la sensatez, pero aprenderás a serlo si no quieres que tus «niñas» sean pasto de las llamas.
—No serías capaz.
—Delante de ti, si es necesario.
—No puedo imaginar mayor crueldad que pegar fuego a mis Ducati, Ángela y Angélica.
—Ya me conoces, soy capaz de eso y de mayores atrocidades.
—Va in mona[65]…
Gracia esbozó una ligera sonrisa sin llegar a enseñar los dientes.
—Esta es la dirección en la que se aloja Ramiro Sancho, quiero saber qué hace. Encárgate tú. Averigua todo lo que puedas sobre ese inspector. Yo conseguiré el permiso verbal de Padulano para colaborar con él sin hacer ruido. Veremos qué podemos sacar en claro de todo este casino.
—Muy bien, estaré pendiente del teléfono, pero ahora me voy a poner a buen recaudo a mis niñas. Todavía no me he recuperado del susto —dijo levantándose de la silla.
La inspectora jefe se aclaró la voz antes de marcar el teléfono del questore Padulano.