Que empieza en celofán y acaba en eco

Habitación 225 del Hotel Moskva (Belgrado)

29 de abril de 2011, a las 22:45

Erika dibujó de nuevo el plano de la planta de la casa en la que se escondía Mladić que le había facilitado el agente de la BIA; esta vez, con los ojos cerrados y a mano alzada. Puso en marcha el cronómetro del móvil: cuatro minutos ocho segundos, nueve menos que en su último intento. La risa arrastraba algo más que entusiasmo. Tiró el folio por encima del hombro. Aterrizó junto a los otros treinta y dos.

Cada vez mejor.

Más preciso.

Menos errores.

Otra vez.

—¡Vamos, Erika! Tienes que bajar de los cuatro minutos —se animó—. Cuatro minutos.

Encendió el cigarro y se lo colocó en la comisura de los labios antes de apretar con fuerza los párpados.

—Raya horizontal de catorce centímetros hacia la derecha. Raya vertical de ocho centímetros hacia abajo. Raya horizontal de siete centímetros hacia la izquierda. Acceso principal, un centímetro. Raya horizontal de seis centímetros hacia la izquierda. Raya vertical de ocho centímetros hacia arriba.

Erika puso la mano sobre el folio alineando el meñique con la última raya vertical que había dibujado.

—Raya vertical de tres centímetros hacia abajo desde el índice. Dormitorio uno; dos ventanas, en fachada norte y fachada oeste, acceso desde el pasillo. Dos dedos. Raya vertical de tres centímetros hacia abajo desde el índice. Baño uno; una ventana en fachada norte, acceso desde el pasillo y desde el dormitorio uno y dos. Cuatro dedos. Raya vertical de tres centímetros hacia abajo desde el índice. Dormitorio dos; una ventana en fachada norte, acceso desde el pasillo. Salón; un ventanal en la fachada norte y una ventana en fachada este, acceso desde el pasillo. Dos dedos en horizontal. Raya horizontal de cinco centímetros. Tres dedos en vertical alineados con fachada este. Raya vertical de tres centímetros hacia arriba. Cocina; dos ventanas en fachada este y fachada sur, acceso desde el pasillo. Tres dedos. Raya vertical de tres centímetros hacia arriba. Baño dos; una ventana en fachada sur, acceso desde el recibidor. Recibidor. Tres dedos. Raya de tres centímetros hacia arriba. Raya horizontal de cinco centímetros hacia la derecha. Dormitorio tres; dos ventanas en fachada sur y fachada oeste, acceso desde el pasillo. Acceso escaleras al sótano. Ya.

Paró el crono y abrió los ojos. Se le cayó la ceniza sobre el folio, pero no le importó. Sopló con fuerza. Tres minutos cincuenta y dos segundos.

—¡Toma! ¡Eso es, Erika! —gritó sin quitarse el cigarro de la boca—. Ahora, tienes que bajar de los tres minutos y cuarenta y cinco segundos. Tres minutos y cuarenta y cinco segundos.

Tiró el folio al suelo y colocó otro en blanco.

—Raya horizontal de catorce centímetros hacia la derecha…

Habitación 221 del Hotel Moskva (Belgrado)

Carapocha empujó la puerta de la habitación cediendo el paso cortésmente a Marija.

—Me la esperaba aún más desordenada —observó la recepcionista.

—Pues he de decir que me he esmerado en recogerlo todo antes de salir —reconoció el ruso luciendo su colmillo.

—Quizá el significado de la palabra «esmerarse» en alemán, ruso o español sea distinto que en serbio… Bueno, veamos qué tienes para ofrecer a esta vieja amiga.

—Como si no lo supieras. No sé por qué os empeñáis en meter prepečenica y kajsijevaca si la mayoría de los huéspedes de este hotel son occidentales que vomitarían el hígado con solo olerlo.

—Te sorprenderías de lo que pueden llegar a beber algunos de nuestros ilustres visitantes. Yo me prepararé un white russian. Ya te habrás dado cuenta de que dejamos nata líquida y licor de café para poder hacer el cóctel.

—Los únicos cócteles que sabéis fabricar los eslavos del sur son los que os enseñó nuestro compatriota Molotov. Yo me lo prepararía con zumo de tomate, el ruso solo puede ser de color rojo, nunca blanco, pero ya veo que las zarpas del capitalismo han llegado hasta aquí —dijo mientras rebuscaba en el interior del frigorífico—. Mira, mira, mira…, esta botellita de Johnny Walker lleva grabado mi nombre.

—¡Qué bonito, un hombretón con sangre revolucionaria bebiendo el néctar de los yanquis!

—No, no, no, mi querida niña, escocés, néctar escocés. Nada que tenga que ver con los que hay entre Canadá y México violentará mi espíritu.

Marija bufó rendida. Se pusieron cómodos en un sofá frente a una pequeña mesa de madera que hacía las veces de escritorio.

Nasdarovie! —brindó el psicólogo levantando la copa.

Zdravlje! —respondió ella en serbio—. Y bien, ¿cuándo me vas a contar lo que te preocupa? Puedo leerlo en tus ojos, esos que siempre han anhelado tener otro dueño.

—No me extraña, me culpan por toda la mierda que les he hecho ver —reconoció con aire extenuado—. Siempre has tenido algo de bruja, lo sabes.

Carapocha inspiró lenta y profundamente.

—Se trata de Erika, no la veo bien y no sé cómo llegar a ella. No me la he ganado y, sinceramente, dudo mucho de que sea capaz de hacerlo.

—Erika te adora.

—No. Me admira —corrigió—. Es bien distinto.

—Es un buen punto de partida, camarada.

—O un punto muerto. Me encargué de poner distancia entre nosotros durante muchos años, y ahora pretendo recuperar un tiempo que no tengo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Marija endureciendo sus marcadas facciones.

Carapocha inclinó la cabeza y fijó su mirada en los zapatos rojos a juego con el vestido de Marija.

—Me lo detectaron hace un par de años a raíz de mis dolores de cadera. Ya te habrás fijado en mis nuevos andares, que, aunque harto elegantes y distinguidos, no son forzados. Me costó ir al especialista, pero finalmente acudí al mejor en la materia, un maldito hebreo afincado en Lausana, Suiza. Tras varios estudios, dieron con la clave. Se denomina ataxia de Friedreich y, según dicen, es algo genético. Mi abuelo murió demasiado pronto para desarrollar la enfermedad. No así mi padre. Lo recuerdo muy bien y lo único que le facilitaron las autoridades sanitarias fue la silla de ruedas. Consiste en la degeneración progresiva del tejido del sistema nervioso central, pero se inicia afectando a los músculos de las extremidades. Dentro de no mucho tiempo, empezará a dañar la columna y los pies, que se irán deformando. Los músculos de mis brazos y piernas se consumirán día a día e, irremediablemente, también acabaré confinado en una silla de ruedas para terminar palmando, antes o después, de un ataque cardíaco.

Marija no pudo evitar exteriorizar su reacción ante la noticia. Carapocha lo detectó y le pasó la mano por la mejilla.

—Tranquila, que no pienso morir en esta habitación de burgueses.

—¿Se puede tratar?

—No es negociable. No moriré aquí —respondió con agudeza. La mueca de Marija, muy alejada de la risa, le hizo retomar un discurso menos jocoso—. No puede hacerse nada contra el avance de la enfermedad, pero sí hay tratamientos para hacer que la vida cotidiana sea algo mejor. La buena noticia es que su desarrollo puede tardar diez años, aunque te aseguro que no pienso convertirme en ninguna carga para Erika. Para muñecos de trapo con los ojos saltones, ya está la rana Gustavo.

Marija cogió aire y se bebió la mitad de su white russian de un solo trago.

—No sé qué decir.

—Pues no digas nada. Bebamos.

Y eso hicieron.

Marija fue la primera en recortar la distancia. Carapocha reconoció las señales y se lanzó a sus labios. Sabían dulces; licor de café con nata líquida. Se investigaron mutuamente con la lengua y con las manos. Ella se levantó de forma repentina, tenía la mirada incandescente. Él se mantuvo a la expectativa, clavándose las uñas en las palmas de las manos y dejándose fundir. Marija se quitó la chaqueta y los zapatos con mucha más prisa que arte. Carapocha se incorporó y le desabotonó el vestido; solo los dos primeros botones, porque todos los demás, a partir del tercero, aterrizaron en la moqueta víctimas de la impaciencia. Le temblaban las manos, y buscó la calma en su boca. Marija se apretó con fuerza contra él. Se exploraron desbrozando todo el territorio pendiente de conquista. Ella tiró de él para subir las escaleras que llevaban hasta el dormitorio.

Ya no había ropa, solo piel.

Quizá fuera Carapocha quien decidió ceder la iniciativa o quizá fuera Marija quien se lanzó a tomar las riendas. No importaba. No tardaron en completar el ensamblaje. Ella se movía despacio, dejándose guiar por sus instintos. Él no quería perder detalle y se aplicó con las manos porque había mucho donde agarrarse. Gemidos arrítmicos. Cuando Marija abrió los ojos, conectó con el color del acero. Ella apoyó las palmas sobre su pecho y él se aferró con fuerza a sus nalgas acompasando el ritmo que marcaba con el movimiento de su cadera. Más gemidos y algún grito.

Miradas; jadeos.

Ya no había temor, solo deseo.

Marija apretó con fuerza los labios antes de dejarse arrastrar por el orgasmo. Hacía tiempo desde la última vez; demasiado. Carapocha memorizó cada detalle. No quiso cambiar de posición, se encontraba cómodo y seguro. No tenía intención de aguantar mucho. En realidad, no podía retenerlo más. Gritó.

Solo alivio y caricias.

Dos cuerpos exhaustos y todavía hambrientos.

Y complicidad durante el tiempo de recuperación. Sin prisa ni urgencia porque en realidad nada existía más allá de las sábanas.

Marija le incitó para que tomara las riendas sin necesidad de palabras. Sordo, mudo y casi ciego, Carapocha aceptó.

Habitación 225 del Hotel Moskva (Belgrado)

—Tres minutos veinte segundos. Dos segundos más. ¡¡Mierda, mierda, mierda!! ¡Vamos, Erika, tú puedes hacerlo mucho mejor!

Erika arrugó el papel haciendo una bola y lo tiró irritada contra la pared. Caminó en círculos por la habitación como un animal acosado. Paró en seco y buscó un paquete de Amsterdamer sin abrir, boquillas y papelillos. Lo ordenó todo meticulosamente encima de la mesa. Puso el cronómetro en marcha y comenzó a liar cigarros. Primer cigarro: cincuenta y seis segundos. Cronómetro en marcha. Segundo cigarro: cincuenta y dos segundos. Cronómetro en marcha. Tercer cigarro: cuarenta y nueve segundos.

Noveno cigarro: cuarenta y tres segundos.

Vigésimo cigarro: treinta y dos segundos.

Trigésimo segundo cigarro: veintiocho segundos.

—¡¡¡Toma!!! ¡Bien, Erika, bien!

Trigésimo octavo cigarro: treinta segundos.

—¡¡Mierda, joder!! ¡Mierda, mierda, mierda!

Se levantó y buscó la distancia más larga a recorrer dentro de la habitación desde ese punto. Repitió el trayecto ene veces. Necesitaba moverse. Abrió la ventana. Se puso otra copa que apuró de tres tragos. Se quitó la ropa como si le estuviera quemando la piel y la desperdigó por el suelo. Encendió un cigarro. Reemprendió el recorrido. Seis pasos, vuelta. Seis pasos, vuelta.

—Necesitas echar un polvo, joder. Joder, eso es justo lo que necesitas. Estás encerrada en esta mierda de jaula como un maldito hámster. Un buen polvo es lo que necesitas, y ahora mismo. Eso es, sal a la calle, tómate unas copas y fúmate un canuto. ¡Lo que daría por poder fumarme un porro de marihuana y follarme a un tío…!

Seis pasos, vuelta. Seis pasos, vuelta. Se metió en el baño y se miró al espejo. Definitivamente, era una chica atractiva. Ella lo sabía. Dio tres caladas seguidas al cigarro. Notó cómo se calentaba la boquilla estropeando el sabor del tabaco. Abrió el grifo de agua caliente al máximo y puso el tapón. Se sirvió otra copa.

—No necesitas a ningún tío para solucionar tus problemas. Mierda de tíos. Estúpidos mononeuronales. Tú te apañas.

Se bebió la copa y terminó el cigarro. Metió la mano en el agua. Demasiado caliente. Quitó el tapón. Abrió el agua fría. La probó. Puso el tapón. Se metió en la bañera y cerró los ojos.

Se masturbó con voracidad: cinco minutos, cuarenta y dos segundos.

Habitación 221 del Hotel Moskva (Belgrado)

—Tengo que reconocer que estas bañeras están bien pensadas —apuntó Carapocha.

—¿Sabes de qué me estaba acordando antes de que rompieras el silencio con tu interesante observación?

—¿Del tercero?

—Pues no, listo.

Carapocha chasqueó la lengua.

—¿Recuerdas cuando volviste de Vukovar y te emborrachaste durante dos días?

—No demasiado, aunque guardo algunas imágenes borrosas.

—Supongo que no habrás olvidado la pelea con aquellos periodistas franceses —dijo ella abriendo el grifo del agua caliente.

—No, eso no lo he olvidado. Recuerdo muy bien la cara de aquel imbécil hablando de la guerra como si la hubiera vivido alguna puta vez. Como si no se lo hubieran contado. Como si hubiera respirado el odio a través de sus fosas nasales. Como si hubiera visto a cuatro maestros de escuela, ancianos ya, degollados por un alumno de dieciséis años. Eso fue lo que tuve yo que ver aquella mañana. El valiente no se acercó a menos de cien kilómetros de la línea del frente, comprando material a chicos que se jugaban la cabeza a diez dólares la foto, regateando con su sangre y seleccionando solo aquellas en las que aparecían cadáveres, casas incendiadas, puentes destruidos o tanques disparando. Sukin sin[75]!

—Aquel día, se acabó la guerra para él. Cogió el primer avión para París en cuanto salió del hospital. ¿Cómo se llamaba?

—Pierre Comemierd. Ya ni me acuerdo…

Marija se rio suavemente con la espalda apoyada sobre aquel saco de huesos que no dejaba de recorrer su piel con las yemas de los dedos.

—Pero sí recuerdo que me curaste el labio con vodka.

—Y te cosí la cabeza con hilo verde, que era el único que había. Te quedaste dormido en esta misma cama.

Carapocha la besó en el cuello y se entretuvo con el lóbulo de su oreja.

—Dormí a tu lado aquella noche, pero me levanté antes de que despertaras —reconoció Marija.

—Bruja.

—Siempre ha habido algo en ti que consigue atraerme, pero que me repele a la vez. No sé qué es.

—Aquello no habría funcionado. Tú no pensabas en otra cosa que en recibir la llamada de tus chicos al final del día para poder respirar durante la noche. Yo estaba enamorado de Erika y ella de mí, a pesar de todo lo que le hice sufrir.

—Sufría cuando estaba separada de ti. Dependía totalmente de ti.

Un breve pero incómodo silencio emergió de aquellas tibias aguas.

—No supe cuidarla —reconoció Carapocha—. Dejé que me la arrebataran. No estuve con ella cuando me necesitaba. Nunca podré perdonármelo.

—Tú no tuviste la culpa. En aquellos momentos, la vida valía menos que un paquete de tabaco americano. Ella quiso estar allí y sabía perfectamente los riesgos que corría. No puedes martirizarte con el pasado, porque nada te la va a devolver.

—No, pero aún puedo equilibrar la balanza.

Marija hizo un escorzo para girar la cabeza. Quería mirarle a los ojos.

—¿Así que has vuelto por eso? ¿Por venganza?

Carapocha no contestó.

—En mi país, llevamos años tratando de curar nuestras heridas —continuó Marija en un tono más agrio—. ¿Qué crees que vas a conseguir?

Carapocha la atrajo hacia él con firme delicadeza y le susurró al oído:

—No buscar finales felices hace que disfrutemos de comienzos prometedores y tránsitos intransitables.

Habitación 225 del Hotel Moskva (Belgrado)

—Cuatro minutos ocho segundos. Doce menos que la segunda vez.

Abrió el grifo del agua caliente y se hundió en un maremágnum de pensamientos que no eran sino el eco de su euforia encadenada.

«Tienes que demostrarle que puedes hacerlo. Debes ganarte su confianza. Incluso, podría hacerlo sola. Lazarevo solamente está a una hora de Belgrado. Calle Vuk Karadžić, tercera casa a la derecha. La de la fachada de color salmón pálido. No tiene pérdida. Mañana le dejaré una nota, cogeré el coche a primera hora y me plantaré allí. Eso harás, Erika. ¡¡Mierda!! Él tiene las llaves».

Se deslizó hacia arriba para sacar la cabeza y coger aire.

«Aunque puede que no sea buena idea. Mierda, mierda, mierda. Es posible que esté un poco borracha. ¡Joder, Erika! Céntrate, piensa con claridad. Esto no es un juego. Es un pueblo pequeño, unos tres mil quinientos habitantes y todos se conocen desde pequeños. No. No es buena idea. ¿Por qué no me avisó cuando fue a casa del agente de la BIA? ¿Por qué no ha querido contármelo? No confía en mí, está claro. De otra forma, no me ocultaría nada. ¿Por qué no confía en mí? ¡Joder! Me dijo que no podría hacer esto sin mí, pero no me cuenta que ha ido a ver al tal Milos. ¿Qué sucede? ¿No le demostré ya con Augusto que podía creer en mí? ¿Qué más quiere que haga? ¿A qué coño estamos esperando para ir a por ese cabrón? Mañana hablarás con él, Erika. ¡Joder, estoy harta de que me siga protegiendo como a una niñata de mierda! Le demostrarás que eres muy capaz de cuidarte solita. Mañana hablaré con él y le pondré las cosas claras».

Salió de la bañera, se secó y se puso ropa cómoda. No tenía sueño. Abrió el portátil. Buscó en Google «sudokus on line».

Se puso una copa.

Se encendió un cigarro.

Sacó el cronómetro.

Habitación 402 del Hotel NH Trieste (Trieste)

—¡¡El inspector Fog!! ¿Qué te cuentas?

—Buenas noches, Álvaro. ¿Cómo va todo?

—Me pillas acostando a las fieras. ¿Cómo estás tú por allí?

—Estoy bien. ¿Tienes dos minutos?

—Cuéntame, hombre, cuéntame.

—Necesito un arma. Dime cómo puedo conseguirla.

—Carallo, Sancho, ¿en qué lío te metiste ahora? —preguntó bajando instintivamente la voz.

—Todavía no he salido del que ya conoces. No quiero complicarte, solo dime cómo hago para conseguir un hierro.

—Dame unos días para que lo averigüe. ¿Sigues en Trieste?

—Aquí sigo.

—Bueno. No tiene que ser complicado conseguir algo al otro lado de la frontera. Dame unos días, yo te aviso.

—Muchas gracias, te debo una.

—Unas cuantas. Cuídate.