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Baldosas amarillas: planificación
Literary Walk. Central Park (Nueva York)
21 de octubre de 1999, a las 17:08
Armando Lopategui llegaba tarde a la cita. Sin sacar las manos de los bolsillos de la gabardina, se situó al lado de su paciente.
—Siento el retraso.
El joven, impávido, siguió mirando la estatua de William Shakespeare.
El día había amanecido con nubes que fueron desapareciendo con el paso de las horas dejando ver, finalmente, un cielo más añil que azul. La luz era débil, pero todavía conseguía filtrarse por entre los olmos que flanqueaban el camino.
—¿Has venido por la Quinta Avenida? —preguntó sin despegar la atención de la altiva expresión del dramaturgo inglés.
—Por donde me haya traído el taxista, un paquistaní con uñas de ave rapaz que cantaba a Bruce Springsteen como si le fuera la vida en ello.
—Esos tipos conocen Nueva York mejor que el propio Giuliani[21]. Si ha detectado tu acento ruso, te habrá dado un buen paseo.
—Me hago cargo, pero te aseguro que, con el volumen al que llevaba la música, ese tipo no sería capaz de distinguir el urdu del pastún.
El joven esbozó una mueca imposible de interpretar antes de morderse con apetencia un molesto padrastro.
—Este es el rincón más tranquilo de la ciudad. Vengo muchas tardes a pasear. Normalmente, salgo a correr por Prospect Park, que me pilla al lado de casa, pero los fines de semana vengo aquí a primera hora del día para correr por el circuito del lago Reservoir. Es como mi oasis particular en este desierto de asfalto.
—Pues has de saber que se cometen miles de crímenes al año en este oasis a pesar de haber sido declarada la ciudad más segura del país por el FBI. Robos, violaciones y unos cuantos asesinatos.
—Siempre ha habido víctimas y verdugos —sentenció el joven.
—No siempre se puede elegir entre ambas opciones.
—¿Ni siquiera ser verdugo?
—A veces, uno no sabe que lo es —argumentó Carapocha—. Por cierto, ¿qué tal has dormido? ¿Te sirvió de algo la conversación de ayer?
—Sí, para no dormir. No creo que alimentar los recuerdos de mi infancia me ayude demasiado.
—¿Sigues teniendo esos sueños?
—Va por temporadas. No me veo capaz de borrarlos de mi memoria.
—De eso puedes estar seguro, chaval.
—No me gusta que me llames chaval y no es la primera vez que te lo digo.
—No te preocupes, ya te acostumbrarás, aunque tú tienes parte de culpa. Todavía no me has dicho cómo quieres que te llame.
—Puedes llamarme tal y como me has conocido: Orestes.
—De acuerdo, Orestes, como quieras. Deja que te diga algo importante: esos recuerdos seguirán invadiéndote mientras no admitas que eres producto de tu pasado y maneje la batuta lo que Freud definió como subconsciente. No voy a pisar el terreno del psicoanálisis, pero tenemos que agradecer que esos recuerdos únicamente dominen tus sueños. De momento.
—Es decir, que podría ser peor.
—Si no lo atajamos, tu subconsciente podría terminar ganando terreno y, con el tiempo, es posible que termine por resultarte muy complicado discernir entre realidad y ficción.
—Resulta muy sencillo decir que la solución pasa por admitir que lo que me sucede o, mejor dicho, que lo que soy es fruto de los malos tratos.
—¿Lo que soy? ¿Y qué eres?
—No sabría definirlo…
—Pues volvamos al punto anterior. Es cierto, admitir que tienes un bagaje que marcará en uno u otro sentido el desarrollo de tu personalidad no es la solución, pero digamos que es indispensable que des ese primer paso para avanzar por el camino correcto. Insisto, indispensable. Además, es algo que tendrás que hacer tú solo; ni yo ni nadie podrá ayudarte. Luego, vendrá lo peor: desaprender a caminar para aprender a correr y, cuando creas que has cogido velocidad, aparecerán los obstáculos que tú mismo te pongas.
—Supongo que tú me ayudarás a sortearlos.
—No. Te ayudaré a que no sigas creándolos de forma indefinida.
Orestes resopló y empezó a andar con la cabeza gacha pisando el manto de hojas amarillas, ocres y marrones que habían tapizado el amplio paseo del parque neoyorquino. Buscó su paquete de tabaco y trató de encenderse un cigarro.
—Vamos a aislar y posponer ese tema —retomó el psicólogo—. Ya tendremos tiempo para hablar de ello más adelante. Ahora, tenemos que tratar de sacar unas conclusiones de la conversación de ayer. Veamos: ¿qué lectura haces de todo lo que dijimos?
Tras atinar con el mechero, Orestes dio tres caladas seguidas al cigarro y contestó:
—Tengo que dar con la fórmula que me permita desarrollarme, pero antes debo conocerme a mí mismo y aceptar a mi otro yo.
—Blesk![22] Dar con la fórmula; tu fórmula. Pero recuerda que has de hacerlo en un determinado contexto.
—Lo sé, y es exactamente ahí donde me siento inmovilizado, atrapado. No consigo salir de este punto. Si asumo que luchar por cambiar el contexto es totalmente estéril, eso implica que debo integrarme en esta mierda de sociedad; ser como el resto. ¿Qué sentido tiene escribir mis propias frases si nadie va a entenderlas?
—¿Te preocupa que no te entiendan? —preguntó el psicólogo.
Orestes no contestó.
—Hagamos algo —propuso Lopategui—. Dime qué ves al final de esta especie de túnel de árboles. Justo allí, al fondo —señaló con el dedo.
—Hojas amarillas a punto de caerse.
—No es cierto. Eso es lo que interpreta tu mente. Lo que estás viendo podría ser eso, o bien una pared de baldosas amarillas. Nada más.
—Podría ser —confirmó.
—Pues eso, precisamente, es el contexto. Tu entorno. Pero, si te acercas, podrás distinguir y apreciar las características únicas de cada una de las hojas que componen esa masa. Aunque se parecen, no hay dos iguales; tamaño, forma y color hacen que cada una de ellas sea totalmente diferente. Un individuo.
—Sí. Un individuo cuyo irremediable destino será caerse de la rama para ser pisado.
—Sin duda. Con el paso del tiempo, ese será su final; igual que el mío y que el tuyo, chavalín. Lo importante es saber qué haces con el tiempo del que dispones desde que eres solo un brote hasta que caes. That is the question, que diría el tipo de la estatua.
—Ya, pero el problema es que no quiero formar parte de esa masa amarillenta, ya sean hojas o baldosas. Aunque sea la más grande o la más bonita, no dejará de ser insignificante.
—Precisamente eso es lo que tienes que aceptar: que solo vas a ser una hoja más y que, durante tu vida, lo único que puedes hacer es tratar de ser algo más bonita que las demás sabiendo que, en otro árbol, seguramente hay otra más bonita que tú. Tienes que aceptar eso o dejar un legado por el que se te recuerde como una hoja diferente después de haber caído.
—Un legado. Lograr algo excepcional por lo que a uno se le recuerde en el futuro —se dijo a sí mismo.
—Eso es, algo por lo que se te recuerde eternamente. Algo fuera de lo común, extraordinario, como hicieron Shakespeare o este… Robert Burns —leyó en el pedestal—, que no tengo ni idea de quién es.
—Ni yo, pero debió de ser alguien importante para tener una estatua en Nueva York.
Ambos se pararon frente a la estatua. Orestes se mordió las uñas antes de acercarse a un grupo de turistas que escuchaban con atención a su guía.
—Según dice, es el poeta romántico más brillante en lengua escocesa.
—Un ejemplo perfecto. Robert Burns fue una hoja más en su árbol de Escocia, pero su legado le hizo inmortal entre muchos de los que le recuerdan.
—Vale, pero eso sucede cuando uno ya está muerto y, por tanto, no puede disfrutar de ello en vida. Ahora, déjame que pregunte yo: ¿cómo puedo hacer para ser la hoja que más destaque mientras todavía mantiene el color verde?
—No te puedo responder a esa pregunta, aún no estás preparado para entenderlo.
Orestes no esperaba esa contestación y se enrocó en su ego.
—Estás equivocado. Tengo capacidad suficiente para entender cualquier cosa.
—Menos lo que no conoces.
—¿Y qué es eso que no conozco?
—A ti mismo. Debemos seguir un orden, todo tiene un proceso y yo marco el ritmo. Esas son las normas. ¿Juegas?
Orestes exhaló exasperado.
—Depende del premio.
—Ya sabes cuál es el premio, no me hagas repetírtelo.
—Juego.
—Volvamos a la fórmula.
—Te escucho.
—Gracias. Ayer decíamos que, para poder desarrollar toda tu capacidad, debes aceptarte previamente a ti mismo. Ahora bien, tienes que estar dispuesto a pagar el precio para ello. Debes tener algo muy claro: tu entorno no está en tu contra, eres tú quien está en contra del entorno. Por eso, debes ser tú quien pague y no la sociedad —aseveró el psicólogo.
—Y el precio será más o menos elevado dependiendo de los componentes que elija para elaborar la fórmula.
—El precio es la admiración o el rechazo.
—Los dos son válidos, lo mismo me da —refutó Orestes.
—No. No puede ni debe darte lo mismo. Tenlo muy claro. No se recuerda de la misma forma a Teddy Bundy que a Teddy Roosevelt, aunque ambos hayan sido extraordinarios y compartieran nombre de osito de peluche.
—No descarto ninguno, porque ambos caminos llevan a conseguir el objetivo.
—Esa es una gran verdad, y te digo aún más: ambos requieren lo mismo. ¿Sabes de lo que estamos hablando?
—¿De qué?
—Del primer ingrediente de la fórmula: la planificación.
Orestes le analizó con expectación y apetencia, Carapocha entendió el mensaje.
—En términos de desarrollo del individuo, la planificación podría definirse como el proceso de selección de objetivos previo a la fase de puesta en marcha. En tu caso, y utilizando tus propias palabras, «brillar mientras todavía soy de color verde». La definición del propio objetivo es importante, aunque otros muchos dirán que lo realmente relevante es el cómo va a conseguirse. Yo creo que están equivocados, pero eso ahora no tiene mayor trascendencia. Lo único que hay que preguntarse para saber si el punto de partida es correcto y, por tanto, puede ser el primer ingrediente de tu fórmula es: ¿qué pasará si alcanzo el objetivo? —Carapocha se volvió hacia su interlocutor mostrando un colmillo.
Orestes lucubró para sí.
—Esa es la verdadera cuestión. ¿Qué pasaría si lograras brillar con luz propia y disfrutar con ello? —insistió el psicólogo.
—Que habría logrado la felicidad plena y podría morir en paz.
—Es decir, que sería la mayor y más importante de tus metas.
—Eso es.
—La más ambiciosa.
—Sí.
—Pero ¿es realizable?
Orestes tardó en contestar.
—Sí, lo es.
—Entonces, nos vale.
Pasó los siguientes minutos repitiendo mentalmente la palabra «planificación». Cuando estaban llegando al final del camino, Carapocha decidió romper el silencio.
—Es la primera vez —observó.
Orestes posó su mirada en su acompañante.
—Es la primera vez que te veo sonreír —completó el psicólogo.
—Dicen que hay una primera vez para todo —contestó Orestes.
—Y también una última.