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Y en el vaivén de planes sin marcar
Hotel Continental
Rijeka (Croacia)
7 de mayo de 2011, a las 11:25
Durante la hora de viaje que le llevó hasta la ciudad con salida al mar más importante de Croacia, la cabeza de Sancho trabajaba a pleno rendimiento. En realidad, no había parado de hacerlo en toda la noche, y la falta de descanso era patente en la cara del inspector; la coloración amoratada de sus párpados inferiores era su rasgo facial predominante.
Encontró sitio para aparcar el Opel Astra que había alquilado a primera hora de la mañana frente al Hotel Continental, situado a orillas del río Rječina. Se sentía cansado y la luz le molestó en los ojos en cuanto bajó del coche. Encontró refugio tras sus gafas de sol. Antes de cerrar la puerta del vehículo, buscó su móvil y pudo visualizarlo sobre la mesilla de la habitación del hotel, conectado al cargador; en su retina, no encontró la escena en la cual se viera cogiéndolo. Maldijo en castellano antiguo, pero relativizó rápidamente el problema: en un par de horas, estaría de regreso en Trieste para tratar de dormir antes de ir a la questura en busca de novedades sobre el caso.
Según le había indicado el subinspector Álvaro Peteira, debía preguntar en recepción por un tal señor Kapllani. La transacción se haría en una habitación del hotel. La cosa era sencilla: entre quinientos y seiscientos euros por un treinta y ocho especial o un Magnum 357.
La recepcionista parecía recién salida de la portada de una revista de moda. Medía más de metro ochenta, rubia platino, ojos de color azul turquesa y facciones delicadas; sin embargo, no era del todo guapa. Sancho se reactivó en el preciso instante en que ella le recibió con una monumental sonrisa. Se fijó en el nombre que lucía en la solapa de su chaqueta corporativa: Brigita.
—Buenos días —saludó en inglés—. Estoy buscando al señor Kapllani.
A Brigita se le difuminó el gesto amable.
—Le están esperando —respondió con voz trémula y acento eslavo señalando con la mano por encima del hombro del inspector.
Sancho se volvió lentamente y pudo ver a un hombre con una cabeza descomunal, subrayada horizontalmente por una abultada ceja que delimitaba una estrecha frente con su multifracturado tabique nasal. Tenía la mirada flemática, como un sapo justo antes de proyectar su lengua pegajosa contra la presa. Su barba era tan espesa y frondosa que la del inspector parecía la de un quinceañero imberbe, virgen de cuchilla. Estaba totalmente encajonado en un sillón de orejas tapizado de flores que parecía formar parte de él. Sancho se acercó con las manos en los bolsillos sin quitar la vista de aquel híbrido entre oso y humano. Cuando se encontraba a unos metros, el plantígrado se apoyó en los reposabrazos del minúsculo sofá y se incorporó con dificultad. No era mucho más alto que Sancho, pero sobrepasaría los ciento treinta kilos de iniquidad a buen seguro. Estaba embutido en una cazadora de cuero negro de los años setenta y pantalones de loneta de color inclasificable, sucios y raídos.
—Guamirro Shanjo —pronunció sin apenas mover los labios.
Sancho asintió con la cabeza. El hombre hizo un movimiento fugaz con la mano y se arrancó a andar hacia los ascensores. Sus andares eran pausados y toscos, lo cual hizo pensar al inspector que la tensión a la que tendría sometidas a sus rodillas sería mayor que la que se vive en Gaza y Cisjordania el último día del Ramadán. Sancho podía notar cómo su cuerpo empezaba a producir adrenalina. Entró detrás de él en la cabina del ascensor y pudo encontrar su espacio en un rincón tras esquivar con cierto repudio a aquel oso en bípedo. Cuando este puso su dedo pulgar sobre el número siete, el policía no pudo evitar fijarse en una uña que poco tenía que ver con la de un ser humano en cuanto a tamaño e higiene. No tardó en demostrarle que, entre otras funciones, también le servía para vaciarse la nariz, momento en el que Ramiro Sancho se vio forzado a desviar su atención hacia el display, donde los números parecían haberse congelado en el tiempo. Antes de llegar al segundo, llegó el bofetón en forma de olor. Difícil de describir, imposible de soportar.
El cerebro del inspector dio orden de suspender con efecto inmediato cualquier tipo de operación que implicara compartir el aire de aquel habitáculo, pero ya era demasiado tarde. Las partículas olorosas estaban indisolublemente adheridas a sus epitelios nasales, y no le quedó más remedio que diseccionar aquel tufo para su análisis y archivo: cuero viejo mojado, naftalina de corral, pelo graso chamuscado y boca enferma en cuarentena. El ascensor ralentizó su ascenso dramática y misteriosamente; parecía no querer subir. Sin despegar la mirada del número dos de color rojo, supo cuál sería la atmósfera que, seguramente, reinaría en las ciénagas del infierno. En el tercero, Sancho se mordió el labio superior, pero hubiera preferido masticar sus propias gónadas a cambio de un soplo de aire fresco. A punto estuvo de romper a sangrar. Llegando al cuarto, agradeció primero y maldijo después el hecho de no estar armado. Luego trató de distraerse fijándose en el extraño pelaje de la criatura e imaginó la pluralidad de parásitos, hongos, líquenes, chinches y toda suerte de gérmenes a los que daría cobijo aquella maleza. Así consiguió superar el quinto piso. En el sexto, se imaginó a sí mismo en la floristería Loraldi, de San Sebastián, rodeado de rosas recién cortadas, azucenas frescas y cientos de ramos de jazmines; de esa forma, consiguió amarrar la necesidad de descargar su estómago en la nuca de la quimera pantanosa.
El pitido del ascensor le sacó del trance.
Quiso empujar a la bestia como si estuviera en un maul[81] a cinco metros de su línea de ensayo en el último partido de su miserable existencia, pero, con el aire retenido en sus pulmones, no se sintió con las fuerzas necesarias y desistió de intentarlo. Cuando se abrieron las puertas, se metió en la piel de Moisés frente a las aguas del mar Rojo y puso los pies en la moqueta del pasillo con paso dubitativo: su Tierra Prometida. Soltó el aire amortiguando el sonido e inhaló vida a la vez que notaba cómo una lágrima se deslizaba acariciando su mejilla derecha.
El prodigio abisal golpeó una puerta con la zarpa izquierda; dos golpes seguidos y, luego, un tercero. Desde una distancia prudencial, Sancho apostó a que la madera se habría resquebrajado como una caña de bambú si hubiera habido un cuarto impacto. Acto seguido, sacó la tarjeta de la habitación, que parecía la microsim de un teléfono móvil de juguete entre aquellos dedos. Empujó la puerta y le invitó a pasar con la mano. Sancho inspiró antes de atravesar a pecho descubierto aquel corrompido espacio.
La habitación se encontraba completamente enmoquetada de rojo guinda, y contaba con dos estancias. El salón, justo al frente, estaba bien iluminado por dos grandes ventanales a pesar de tener las cortinas perfectamente cerradas. El mobiliario de color caoba se componía de una mesa y dos butacas enfrentadas delante del mueble de la televisión. En una de ellas, reposaba un hombrecillo estrábico con forzada expresión amistosa. A la izquierda, pudo ver una puerta cerrada que, a todas luces, debía de ser el dormitorio. La criatura cenagosa se apostó en la entrada con los brazos cruzados.
—Soy el señor Kapllani —se presentó el hombrecillo sin levantarse en un inglés de irreconocible acento.
—Ramiro Sancho —respondió tendiéndole la mano con la incomodidad de no saber a qué ojo mirar. Le recordó a Sara, «la tragona», su primera novia formal, natural de Castrillo de la Guareña, cuando apenas tenía quince años. El joven Ramiro tuvo que romper después del verano por lo violento que le resultaba mantener cualquier tipo de conversación con ella. Nunca pudo averiguar el porqué de aquel mote.
El hombrecillo declinó estrechársela y le indicó que se sentara con un gesto versallesco. Le observó durante unos segundos antes de retomar la palabra.
—¿Qué podemos hacer por usted, señor Shansho?
A pesar de lo desfavorable de la coyuntura, Sancho se sintió extrañamente seguro y calmado.
—Creo que ya sabe a lo que he venido.
—Claro que lo sé, pero quiero que me lo diga.
El inspector masculló en idioma original un lacónico «Hay que rejoderse» y un «Me cago en mi puta vida» muy sincero. Luego se pasó la mano por el mentón haciendo patente su rechazo.
—Señor Klapani —pronunció mal intencionadamente—, no he venido hasta aquí para andarme con jueguecitos de mierda. Usted tiene un arma para mí y yo tengo su dinero. Me da el arma, le doy su dinero y me marcho por donde he venido. No hace falta ni que nos abracemos en la despedida.
—Señor Kapllani —recalcó—. Esta es mi casa y, aquí, los negocios se hacen a mi manera. ¿Entiende, «amigo»? —le dijo en español.
Sancho evaluó la situación. Su ojo derecho apuntaba en diagonal hacia la izquierda mientras que el izquierdo se mantenía en posición frontal; firme, tenaz. No era momento de ponerse nervioso, y torció la boca dibujando una famélica sonrisa.
—Claro, «amigo» —repitió.
—Así me gusta.
El hombrecillo le hizo una señal a la bestia fangosa, que, en la distancia, parecía un descomunal muñeco de cera recién robado de la sala del terror. Con extrema lentitud y de unas pocas zancadas, llegó hasta la puerta del dormitorio. Agarró un minúsculo maletín metálico que reposaba bajo la cama y, como por arte de magia, se hizo gigante cuando se lo entregó al hombrecillo. El Homo plantigradus regresó a su posición original a la misma velocidad de crucero, con aceleración negativa.
—Veamos lo que tengo para usted. El género ha sido comprado esta misma mañana en el mercado de Kragujevac[82].
Puso el maletín sobre la mesa y lo abrió. Sancho se inclinó hacia delante. En el interior del mismo, pudo distinguir una pistola semiautomática de marca desconocida. Volvió a su postura anterior con expresión neutra.
—¿Qué coño es eso? —señaló con profundo desdén.
—Es una Zastava EZ9, lo último en tecnología de los Balcanes, «amigo». Semiautomática de doble acción, calibre nueve milímetros parabellum. Es igualita a la Sig Sauer P228, pero con armazón de aluminio, más ligero. Diseño ergonómico y de raíl táctico por debajo del cañón. Cójala, se sentirá como Chuck Norris: pelirrojo y con barba.
—Mire, señor Campani, yo he venido a buscar un revólver, no una semiautomática de juguete que me saltará en pedazos en la puta cara al primer disparo. ¿Tiene mi treinta y ocho o no?
El señor Kapllani empezó a impacientarse y elevó el tono de voz.
—No. Hoy no estaban frescos en el mercado. Además, «amigo mío», cuestan mucho más. No va a encontrar por aquí ningún arma corta mejor por el precio al que voy a venderle esta nueve milímetros.
—¿De qué precio estamos hablando?
—De mil euros españoles —precisó pretendiendo hacer un chiste.
—Tengo quinientos de la república independiente de mis pelotas, que viene a ser lo mismo al cambio, así que trato hecho.
Al hombrecillo se le desbocó el ojo malo. Sancho se sorprendió a sí mismo por la forma en la que estaba llevando aquella negociación. Entretanto, el mastodonte pestilente seguía inmóvil en su guarida, hibernando.
—Muéstreme el dinero.
Sancho sacó un sobre doblado por la mitad del bolsillo trasero del pantalón.
—Aquí están mis quinientos euros, pero estoy pensando que, para comprar un arma de juguete, mejor voy a invertirlos en columpios y toboganes. Hoy no hará ningún negocio conmigo, señor Castrati —dijo el inspector levantándose de la butaca.
—¡Vuelva a sentarse! —exigió el hombrecillo.
Sancho se giró y reconoció de inmediato el arma con la que le apuntaba a la cara: un Colt Anaconda calibre 44 Magnum, considerado por muchos el mejor revólver jamás fabricado.
El inspector analizó la situación unas décimas de segundo.
—¿Cuánto? —preguntó Sancho señalando al revólver y sin moverse de su sitio.
En la cara del hombrecillo se pintó una mueca difícil de descodificar. Aquel revólver tenía un pasado del que nunca podría desprenderse.
Kapllani siempre deseó tener uno desde que vio Harry el sucio con veinte años. Pero el Smith & Wesson modelo 29 del calibre 44 Magnum que popularizó Clint Eastwood no era apto para ser manejado por un hombre con una constitución física como la suya. Algunos años después, se enteró de la existencia de un modelo semejante fabricado por la competidora Colt, cuya mejora principal consistía en la drástica reducción del retroceso; en ese instante juró hacerse con una algún día. A mediados de los ochenta, el señor Kapllani no había hecho más que arrancar su carrera delictiva, todavía no tenía el tratamiento de «señor» y ni siquiera se apellidaba así. Integrado en una banda de tres al cuarto en su Tirana natal, su cometido principal consistía en extorsionar a los propietarios de los negocios situados en los céntricos barrios de Mujos y Pazari. En aquellos años, el comunismo se estaba resquebrajando y Albania miraba de reojo a Occidente. El sueldo medio rondaba los doscientos lekë y, a pesar de que él ingresaba el doble de esa cantidad, la cifra era desoladora. Con lo que costaba un Colt Anaconda en el mercado negro —unos mil doscientos dólares—, tardaría casi cuatro años en poder conseguir uno. Tenía que buscar un calibre más pequeño o aumentar considerablemente sus ingresos. Optó por la segunda vía y buscó su sitio en una organización con más posibilidades. Así, se trasladó a Durrës, que era el principal puerto del país en los años en que empezaba a abrirse al exterior. En doce meses, y gracias a su determinación, ya era el lugarteniente del que llamaban «el interruptor del puerto» —porque decidía cuándo se encendía y se apagaba todo— y que, años más tarde, se convertiría en su socio. Podría pagar el Colt Anaconda solo con la parte que le correspondía al mes por el contrabando de tabaco, pero se empeñó en tener uno especial, un modelo que le diferenciara del resto. Terminó pagando casi dos mil dólares por aquel Magnum 44 de color titanio y culata de nogal. Para el señor Kapllani, simbolizaba su mayor cualidad, esa que le había hecho alcanzar un estatus de poder al cual ya nunca renunciaría: la determinación. No había un arma en el planeta con más valor que la suya, ni siquiera esa Glock de porcelana que había vendido a aquel colombiano recientemente y con la que sacó más de tres mil euros limpios. Su Anaconda no tenía precio. Cada vez que lo empuñaba, le recordaba cómo había llegado a ser quien era. Ese revólver y él eran uno solo.
—He de reconocer que los tiene muy bien puestos, «amigo», pero acabamos de regresar después de cerrar importantes negocios con nuestros hermanos del Báltico, que son mucho más duros que sus matadores de toros.
—Ya, pero ellos no son los vigentes campeones del mundo de fútbol —argumentó el pelirrojo.
Kapllani forzó la carcajada.
—Usted no me impresiona lo más mínimo. Ahora mismo podría abrirle un boquete en el pecho y quedarme con su dinero. Luego, Rudiger le desmembraría en la bañera y le cubriría con hielo hasta que llegara el doctor. Sacaríamos mucho más por sus órganos que por la venta de esta pistola de juguete, y le aseguro que si algún día dan con sus restos en el fondo del Rječina, no sabrán distinguirlos de los de otros tantos imbéciles que han intentado joderme.
—Mis órganos no valen una mierda. ¿Cuánto por el Anaconda? —insistió Sancho.
Kapllani inspiró lentamente y se secó el sudor de las palmas de las manos en el pantalón; primero la izquierda y luego la derecha. Sancho se fijó en que le costaba sujetar el revólver con una mano.
—Verá, «amigo», esta maravilla tiene un gran valor sentimental para mí, pero será suya por cuatro mil si insiste —valoró sin intención alguna de vendérsela, solo por saber si aquel incauto había llevado semejante cantidad—. Enséñame tus euros o probarás en tus carnes lo bien que funciona esta maravilla.
Sancho puso en marcha la coctelera. Ingrediente primero: hombrecillo estrábico del ojo derecho apuntándome a la cara con un Colt Anaconda. Distancia, unos tres metros. Ingrediente segundo: coloso desplazándose lentamente a mi espalda. No va armado, él es el arma. Distancia, unos ocho metros. Ingrediente tercero: en el sobre no hay más que quinientos euros en billetes de cincuenta. Ingrediente cuarto: no existe posibilidad de escapatoria. Conclusión primera: un solo disparo certero sería fatal a esa distancia. Conclusión segunda: si tardo en reaccionar, Rudiger puede partirme el cráneo como a una nuez. Conclusión tercera: no puedo alargar más la negociación. Conclusión cuarta: solo existe la posibilidad del enfrentamiento. Receta: cerrar el trato para ganar confianza y tiempo. Neutralizar primero al hombrecillo aprovechando su debilidad física y su estrecho campo de visión. En función del resultado, improvisar para anular al mastodonte.
—Trato hecho. Aquí tienes tu dinero —dijo Sancho con voz grave.
El inspector dio un paso y le lanzó el sobre obligando al hombrecillo a girar la cabeza hacia su derecha para poder seguir la trayectoria del dinero con su ojo sano. Instintivamente, alargó el brazo derecho para coger el sobre, teniendo que empuñar el revólver únicamente con una mano. En esa décima de segundo, Sancho salió de la línea de fuego y aprovechó para abalanzarse sobre él. El objetivo era tratar de arrebatarle el arma. El movimiento provocó la inmediata reacción de Kapllani, que apuntó de nuevo al inspector con su mano izquierda.
Un trueno.
Questura di Trieste
La inspectora jefe Galo volvía a su despacho con un pseudocapuchino de máquina cuando sonó el teléfono.
—Pronto.
—Pronto. Soy Paolo Abruzzo, del CED[83]. Me han dado su nombre. Soy el encargado de cruzar la base de datos proporcionada por ustedes con el catálogo de autores obtenido de la Biblioteca Nazionale Centrale. Hay una coincidencia.
—Le escucho.
—Se trata de Juan Pablo Castel, personaje protagonista de la novela El túnel, de Ernesto Sábato. Pues bien, tenemos un pasajero colombiano con ese nombre que llegó a Venecia el día 9 de enero de 2011 en el vuelo Lufthansa 1445 procedente de Múnich.
—¡Excelente! Realmente excelente —repitió mientras anotaba el nombre—. Muchas gracias, Paolo, muchísimas gracias.
Gracia Galo colgó el teléfono y buscó su móvil para llamar a Fucich.
—Pronto.
—Marco, ¿has terminado ya de comer?
—Justo me estaba sacando el palillo de la boca.
—Estupendo. Necesito que te acerques de inmediato al ayuntamiento y consigas el registro de alquileres y venta de pisos en el municipio de Trieste desde el 9 de enero de este año hasta hoy.
—¿Ha llegado ya la autorización del ministerio?
—No, pero no podemos esperar. Tengo un nombre, anota: Juan Pablo Castel. Pasaporte colombiano. Yo me ocuparé de cruzarlo con los de los alojados en hoteles y pensiones, que nos llegaron el martes.
—Anotado. Voy a tener que pegarme con el funcionario de turno para conseguirlo, ya sabes cómo son.
—Te autorizo a abrir fuego si es necesario, pero tráeme ese maldito registro antes de que vuelva a sentarme en mi silla. Yo hablaré con Padulano.
—Muy bien, inspectora jefe, voy quitando el seguro de la pistola.
—Marco, llámame en cuanto lo tengas en tu mano.
—Cuenta con ello.
Gracia cerró los ojos y empezó a tamborilear con los dedos en la mesa. Agarró de nuevo el móvil y marcó el número de Ramiro Sancho. Le había llamado por la mañana para comunicarle que habían desbloqueado el teléfono de Chiara Trebbi, y que allí estaba el poema, tal y como esperaban. Que el informe de la autopsia confirmaba sus sospechas sobre el mecanismo de la muerte: asfixia antebraquial. Pero saltó el contestador y le dejó el mensaje. Al cuarto tono, dijo entre dientes:
—Vamos, vamos, vamos, inspector…, coge el teléfono.
Este es el servicio contestador de Ramiro Sancho. Deje su mensaje después de oír la señal. Piii.
—Inspector, soy Gracia Galo. Necesito que trates de localizarme lo antes posible. Tu idea ha dado resultado, tenemos una coincidencia. Vamos, inspector, ¡es lo que estábamos esperando! Espero que escuches este mensaje. Llámame.
Colgó.
—Porca puttana Eva!!
Hotel Continental
Rijeka (Croacia)
El retroceso del Anaconda hizo que se golpeara con violencia en el pómulo dejando al hombrecillo seriamente aturdido. Para Sancho, fue como quitarle un caramelo a un niño. Golpearle con la culata de madera de nogal en la sien fue un acto reflejo; al menos, el primer golpe, el resto fue puro vicio. Cuando se acordó de Rudiger, ya era demasiado tarde, pero se giró igualmente para encañonarle. Lo comprendió al instante: el disparo efectuado por el estrábico le había alcanzado en el hombro y allí estaba el gigantesco humanoide tirado en el suelo, retorciéndose de dolor sin emitir sonido alguno. Sancho se acercó a él lentamente y le apuntó a la cara.
Rudi conocía muy bien la expresión de un hombre que ya ha tomado una decisión y al que nada ni nadie impediría apretar el gatillo. Ni siquiera intentó protegerse, y se entregó a su destino. Él sabía que, tarde o temprano, de una forma u otra llegaría su final, pero nunca imaginó que aquel español pelirrojo fuera el tipo que acabara con él. El coloso apretó los dientes y se concentró en el rostro de su madre primero y en el de la madre Teresa de Calcuta después. Pero el inspector bajó el arma y caminó de espaldas hasta la mesa. Agarró el maletín con la Zastava de nueve milímetros y recogió su sobre con el dinero sin perder de vista a Rudiger, que se había apoyado contra una pared presionándose la herida con algo que sujetaba con la mano derecha. Sancho analizó la situación y supo que no iba a moverse. Registró a Kapllani en busca de su cartera, que localizó en el bolsillo interior de su chaqueta; demasiado grande y abultada para un hombre tan diminuto. Solo cogió el dinero —un buen fajo— y la arrojó a los pies del todavía inconsciente hombrecillo. Finalmente, fue al baño, agarró una toalla y se la lanzó al herido. Luego, le guiñó un ojo, se guardó el revólver en la parte trasera del pantalón y desapareció.
Rudi Gervigan había oído hablar de ello antes de que perdiera su propio nombre y le conocieran como el Ogro, pero nunca había tenido la oportunidad de presenciar un acto que fuera digno de ser calificado como tal: compasión.
Para él, había sido una palabra vacía hasta aquel día.
Dos horas más tarde, Sancho subió a su habitación empapado en una sensación tan extraña que parecía extraída de otro e inyectada por vena en su carácter. Le recordó a un Sancho más joven, incauto, resuelto y dispuesto a todo. Se buscó en el espejo y se encontró con aquella expresión renovada. Se gustó. No obstante, había algo que no encajaba y no conseguía saber de qué se trataba. Justo en el preciso instante en el que iba a darse cuenta de que era la barba de ayatolá lo que no le cuadraba, un bulto en el bolsillo trasero de su pantalón reclamó su atención: el dinero de Kapllani; en total, mil seiscientos cuarenta euros que le iban a venir estupendamente para sufragar su nivel de gastos. Lo consideró incautado, porque Ramiro Sancho no había robado en su vida. Esa cantidad, más lo que se había ahorrado en la nueve milímetros y el Anaconda, hizo que su eufórico estado de ánimo se consolidara. Entonces, se acordó del móvil. Allí seguía, reposando encima de la mesilla y enchufado al cable del cargador. Siete llamadas perdidas, casi las mismas que todas las que había recibido desde que aterrizó en Trieste. «Murphy cabrón», pensó. Cuatro eran de Álvaro Peteira, dos de Gracia Galo y una de Áxel Botello. Escuchó los mensajes en el contestador. En los tres que le había dejado el subinspector, le informaba de que acababa de recibir una llamada de su contacto advirtiéndole que la gente con la que iba a hacer el negocio no era de fiar. Que tuviera mucho cuidado. Cada mensaje, más dramático que el anterior. Sancho esbozó una mueca cargada de afectuosa malicia. Áxel no dejó ningún mensaje, y los de la inspectora eran excelentes noticias. Cuando escuchó el segundo, se le aceleró el corazón.
Tenía la idea de dormir un par de horas, el cuerpo se lo exigía. Miró la hora del móvil, las 16:12, y se dijo a sí mismo:
—Tiempo dormido, tiempo jodido.
Bajó a recepción para pedir espuma de afeitar mientras devolvía las llamadas; primero, a Gracia Galo, luego, a Peteira.
—Inspector Sancho, por fin das señales de vida —contestó con cierta acidez.
—Lo siento, tuve que salir esta mañana temprano del hotel y me dejé el móvil cargando como un imbécil. He oído tus mensajes. ¿Dónde nos vemos?
—Tengo novedades, pero las cosas están empezando a ponerse realmente feas por aquí. Acaban de avisarnos: han encontrado otro cadáver. Un tipo en su domicilio, en su bañera.
—¿Otro? ¡Hay que joderse! ¡Puta madre que me parió!
—Toma nota de la dirección, yo voy directamente para allá.
Sancho se pasó la mano por la barba.
—Quizá otro día —pensó en alto saliendo ya por la puerta del hotel.