Hoy la puta se viste de rey

Bar La Portizza

Piazza della Borsa (Trieste)

6 de mayo de 2011, a las 19:25

Jodido vaivén.

Maldita inestabilidad de mi ser.

Los últimos días en Trieste en nada se estaban pareciendo a los casi seis meses de progresos en materia de autoconfianza. Mi desafortunado encuentro con Sancho había provocado una ruptura absoluta en mi interior, invadiéndome una sensación de inseguridad que no había tenido hasta entonces. Y vuelta a empezar; a mayor desequilibrio, mayor acercamiento a Orestes. Él sabía bien cómo sacar partido de aquello exprimiéndome hasta el tuétano.

Lo descubrió en pocas horas. Estaba indignado por la traición. No se lo esperaba. Acordé con el casero del piso de Via del Toro, el señor Petrosino, hacerle un ingreso por valor de tres meses de alquiler para evitar mayores problemas. Lo organizamos todo en cuatro horas y nos trasladamos de forma provisional al Hotel Le Corderie, el más digno y alejado del centro que encontramos. Tengo que reconocer que me costó dejar abandonados mis bonsáis, pero era ley de vida. Me entretendría montando y desmontando la Glock, mi último descubrimiento en materia de ocio casero. Me registré utilizando la documentación, hasta ese momento inédita, del señor Kurtz; de nombre Conrad, padre y creador del siniestro protagonista de El corazón de las tinieblas. Enterré, por tanto, a Juan Pablo Castel y me mentalicé para meterme en la piel de aquel personaje que había servido de inspiración a Coppola para crear el de Marlon Brando en Apocalypse Now.

Un acierto.

Me habría marchado de la ciudad si no hubiese sentido la obligación moral de equilibrar la balanza tras la muerte, aún sin descubrir, de Chiara. Quizá me empeñé demasiado en ocultar su cuerpo en las inmediaciones del sendero Rilke, aunque sabía que solo era cuestión de tiempo que alguien diera con el cadáver. Tenía que poner orden, confiaba en que eso me serviría para recuperar el terreno perdido en autoestima. Él lo comprendió y me soltó la correa, pero no quiso participar. Esa noche, esperaba que mis planes, debidamente estudiados y estructurados, llegaran a buen puerto. Lo necesitaba realmente. Una sesión de R. E. M. de más de dos horas antes de salir de casa me ayudó a identificar y liberar mis temores. En mis días en Nueva York solía recurrir a su música para estimular mi autoconfinamiento. El repaso empezaba por Out of Time, seguía por Automatic for the People y remataba con Monster. El timbre de voz de Michael Stipe y las letras de las canciones me sumían en una especie de vigilia aletargada francamente esclarecedora. Era como pasear dentro de uno mismo, evitando zonas de conflicto y áreas oscuras, truculentas. Funcionó como sedante neuronal hasta que sonó Drive.

Smack, crack, bushwhacked

Tie another one to the racks, baby

Hey kids, rock and roll

Nobody tells you where to go, baby

What if I ride? What if you walk?

What if you rock around the clock?

Tick-tock, tick-tock.

What if you did? What if you walk?

What if you tried to get off, baby?

Me desestabilicé de nuevo y me vi forzado a corregir la deriva a base de cocaína. Salí a la calle arrastrando un espíritu decisivamente irresoluto; arbitrariamente remozado.

Me senté en la barra del bar La Portizza, ubicado en la misma Piazza della Borsa, a pocos metros de donde mi vida y la del inspector pelirrojo se habían cruzado por última vez. Asumía un gran riesgo, pero era del todo necesario; aquel era el coto de caza del ínclito ya juzgado y condenado. A los veinte minutos, le vi entrar por la puerta con su aire exquisito y su porte distinguido. Adelpho della Valle, infausto columnista de la sección cultural de Il Piccolo, el periódico más leído en Trieste y, por tanto, potencial intoxicador del mundo del arte. Sus últimas fechorías habían consistido en quitar peso específico al movimiento expresionista alemán o sostener con rotunda ignominia que los poetas homosexuales conectaban mejor con los lectores de su misma condición alegando razones casi espirituales. Tamaña necedad tendría su adecuada respuesta. Pero, realmente, lo que me enervó sin remisión fue un artículo suyo que encontré en la hemeroteca, fechado en noviembre de 2010, en el que se atrevía a definir a Charles Bukowski como «el cartero borracho». Tuve que contenerme como el primer orgasmo de una noche de bodas.

Comenzaba la fase de observación.

No me atormenta reconocer que aquel tipo de tendencias homosexuales se había ganado cierta consideración por mi parte gracias a su refinado gusto en el vestir. Aquella tarde, resplandecía con un traje gris marengo de saco recto y corte entallado; raya diplomática y cuatro botones, todos abrochados menos el inferior; camisa blanca impoluta con gemelos de plata haciendo juego con el pañuelo que sobresalía del bolsillo superior de la chaqueta; corbata de franjas anchas y oblicuas, de color gris metálico y blanco; cinturón de cuero negro fino, delicioso; elegantes zapatos de piel, de tono negro mate, con cordones y ligeramente terminados en punta elevada. Cuando levanté la vista tras el exhaustivo análisis de su atuendo completo, colisioné frontalmente con su ojos de alimoche. No pretendo esconder que era un hombre rabiosamente atractivo y bien parecido. Delgado, con un marcado hoyuelo en la barbilla, cuidada barba de tres días y corte de pelo para desfile de pasarela. Solo le puse una pega: tenía las cejas depiladas; algo del todo innecesario, casi ruin. Parecía envuelto en un halo de misterio, rayano en lo enigmático, que invitaba a ser revelado.

¡Vaya si lo haría!

Me había vestido con mis mejores galas, pero mi atuendo resultaba casi chabacano en comparación con el suyo; como comparar a Paquirrín con Cayetano. Aun así, levanté mi cerveza perforándole con la mirada durante unos segundos. Creo que se ruborizó. No tardó en levantarse y ocupar el taburete contiguo al mío.

—Adelpho della Valle, piacere —se presentó en tono sugestivo y ampuloso.

—Conrad Kurtz —respondí apretando la mano con sólida sutileza.

—¿Puedo acompañarte?

—Por favor —insistí dejando asomar una fingida mueca de satisfacción.

—Es la primera vez que te veo por aquí.

—No hace mucho que he llegado a la ciudad y me han aconsejado este sitio —mentí intercambiando el papel con Marifer, mi primer gran estreno. Volver a los orígenes, donde me encontraba cómodo, seguro.

—Es el rincón con más clase de Trieste. Fíate de mí.

—Me fío.

—¿Puedo preguntarte qué te ha traído hasta aquí?

—Negocios. Soy marchante de arte y espero cerrar una operación para nuestra galería de Johannesburgo.

—¡Qué interesante! —exclamó con sinceridad—. ¿Y se puede saber de qué pieza se trata?

—Si te lo contara, tendría que matarte.

Aquello le gustó. Incluso diría que le puso cachondo, lo cual me hizo adoptar una postura dominante durante aquella primera confrontación verbal. Funcionó y, antes de las diez de la noche, ya le tenía comiendo de mi mano. Fue tan sencillo como tonificante. A pesar de ello, no quise parecer precipitado y forcé la situación para obligarle a dar el paso definitivo.

—Creo que he llegado a mi límite de cerveza —expuse llevándome la mano al vientre—. Tengo que ir a cambiar el agua al canario.

—No vayas a huir ahora como la Cenerentola —me advirtió con un gesto casi obsceno.

Supuse que se trataba de la Cenicienta y me quité un zapato antes de levantarme.

—Ahí te dejo mi zapatito de cristal para que puedas encontrarme.

Me dirigí muy despacio hasta el baño. Lo estaba bordando. Me divertía. Cuando regresé, ya me había enchufado un par de rayas y él había tomado la decisión.

—No me gustaría darte la impresión de ser demasiado atrevido, pero nunca dejo pasar trenes si creo que pueden llevarme a la estación que quiero.

No abrí la boca a sabiendas del modo en que iba a continuar su estudiada intervención. Le animé con un gesto.

—Quizá te apetezca continuar esta conversación con una copa bien fría de Moët & Chandon. Me han regalado una botella que tengo muerta de aburrimiento en mi nevera —arguyó—. Vivo a solo unos minutos de aquí.

—Creía que nunca ibas a pedírmelo —dije agarrando mi maletín de trabajo, que contenía las herramientas que había seleccionado para la ocasión.

Saqué mi cartera para pagar, pero ya lo había hecho él durante mi escapada al baño. Aquello no me gustó, aunque no quise exteriorizarlo e, incluso, le di las gracias por la invitación. Según salimos, saqué mi caja de Moods.

—¿Fumas? —ofrecí.

—No, mis labios están hechos para boquillas más gruesas —soltó acercándose deliberadamente. Percibí matices acres en su aliento.

No dije lo que pensaba.

Bene curris, sed extra vium[77].

Noté cierta erección.

Me sorprendí.

Molo Audace (Trieste)

Sancho advirtió que tenía las piernas cansadas cuando se sentó en la rosa dei venti, que brotaba como un champiñón solitario sobre el asfalto del Molo Audace. Conmemoraba el lugar donde había atracado el primer barco, el Audace, de la flota que liberaría a Trieste del yugo austrohúngaro, un 3 de noviembre de 1918. Todavía hay triestinos que maldicen aquel aciago día.

Llevaba toda la tarde caminando, peinando la zona de San Giacomo, que era la que registraba el mayor número de inmigrantes de toda la ciudad. Sin ninguna esperanza de volver a encontrarse con Augusto, se dedicó a tratar de encajar mentalmente unas piezas que ni siquiera tenía. Pensó en contactar con Carapocha y ponerle al corriente de todo, pero no encontró la motivación suficiente como para tomar la iniciativa. Ya tenía decidido recortarse la barba, o afeitársela por completo en cuanto volviera al hotel, pero el sol estaba cayendo y quiso presenciar el ocaso desde aquella inmejorable tribuna en la que estaba sentado. La paleta del rojo nacía desde la línea del horizonte que marcaba el Adriático, y las tonalidades más oscuras iban aclarándose a medida que la vista se elevaba desde el mar hasta el cielo, pasando del violeta al más pálido de los amarillos. El cielo parecía haberse convertido en un gran óleo firmado por Emil Nolde. Ni siquiera el incesante graznido de las muchas gaviotas que se habían hecho dueñas de los cielos de Trieste desde hacía varios años podía restar belleza a aquel instante. Se dejó llevar.

La realidad y el deseo revoloteaban en la cabeza del policía como pájaros enjaulados. La realidad piaba siempre la misma tonadilla, esa que tanto odiaba y cuyo estribillo se repetía una y otra vez: «Llagas viejas tarde sanan». Era una certeza, no conseguía anticiparse al siguiente movimiento de Augusto, y se había limitado a recoger los cadáveres que había dejado hasta ese momento. Esa realidad le seguía abofeteando por las noches con recuerdos de los que no podía escapar y con preguntas a las que no era capaz de responder. Y el deseo no era mucho mejor; no. Todo consistía en poner punto final a una macabra historia que había comenzado hacía ya demasiado tiempo y, para ello, necesitaba dar primero con Augusto y, luego, con Carapocha. En realidad, el orden no le importaba si uno le llevaba al otro. La diferencia era que el tiempo que tardara en atrapar al asesino se traduciría irremediablemente en más víctimas.

La luz disminuía y las tonalidades más vivas iban cediendo paso a los lilas, cobaltos, violetas, magentas y ocres.

Al inspector le asaltó la imagen de Gracia Galo. En los últimos días, se habían visto varias veces de forma extraoficial y tenía la certidumbre de que todos los componentes que forman una buena investigadora estaban presentes en aquella tifosa con inclinaciones comunistas. Era inteligente y perspicaz, decidida, casi obstinada, tenía experiencia y contaba con un método de trabajo que consistía en saltarse todo lo que se interpusiera entre ella y su meta. En Italia, la burocracia para asuntos cotidianos era mucho mayor de la que él había tenido que tragar en España, pero esa mujer sabía muy bien cómo lidiar con todo aquello y se movía con soltura entre los alambres de espino. Además, su teoría sobre el enemigo común le había calado profundamente. Podía escuchar a la inspectora jefe sosteniendo que «hoy en día, las relaciones sociales se estrechan mucho más en torno a un enemigo común que por cualquier otro vínculo afectivo. Ya en el patio del colegio, necesitamos señalar con el dedo a aquel que va a ser el epicentro de los crueles ataques de los demás. La teoría es aplicable a cualquier entorno, desde el familiar hasta la política internacional». Y, finalmente, añadió: «Ahora, tú y yo estamos unidos por un enemigo común». Sin lugar a dudas, era una buena aliada para lograr sus propósitos, e intuía que ya se había ganado su confianza. Sancho inhaló profundamente y el aire con sabor a salitre le trajo recuerdos de su etapa en el País Vasco; demasiado borrosos, casi ajenos. Su cerebro le llevó a buscar algo a lo que agarrarse: encontró la cuerda deshilachada de su familia, con su padre recién enterrado y su madre desconectada. No había hablado con su hermana Elvira desde el funeral y, antes de aquello, no recordaba cuándo habían mantenido una conversación de más de diez minutos. Se preguntó cómo estarían sus sobrinas y calculó que las mellizas Luisa y Lidia ya tendrían diez u once años; quizá trece. El inspector pensó que sería bueno escuchar sus voces y decidió buscar el momento para llamar a su hermana por teléfono.

Un día de estos.

Regresó al presente. Tenía que alquilar el coche con el que haría el viaje a Rijeka, en Croacia, al día siguiente. Peteira le había organizado un encuentro con unos tipos que iban a venderle un revólver. Desarmado, su placa no era más que un trozo de latón fuera de las fronteras españolas, y no estaba dispuesto a volver a enfrentarse a pelo con Augusto. Apenas estaba a una hora en coche, así que confiaba en dejar todo resuelto en media jornada.

Cuando, por fin, se incorporó para marcharse, sonó el móvil. Era Gracia Galo.

—Sancho.

—Gracia Galo, buenas tardes. ¿Estás ocupado?

—No, llegando al hotel. ¿Qué sucede? —Quiso saber notando el tono alterado de la inspectora jefe.

—Hemos encontrado a la muchacha desaparecida. Muerta.

—Hay que joderse —farfulló.

—Eso digo yo. Estoy en el coche de camino hacia allá, me gustaría que nos acompañaras.

—Por supuesto.

—En la puerta de tu hotel en cinco minutos.

Residencia de Adelpho della Valle

Via Giuseppe Mazzini, 18 (Trieste)

Todo marchaba según lo previsto, aunque había tenido un contratiempo que estuvo a punto de estropearlo todo. Gatos. Una familia de sucios y engordados gatos callejeros habitaban en un patio interior. Al subir por las escaleras nos cruzamos con uno y mi instinto me pidió…, no, me rogó que pisara una y mil veces a aquel inmundo y hediondo animal salido de las cloacas del infierno. Amarré con fuerza las bridas para contener aquel corcel desbocado. Estábamos inmersos en la parte crítica y no debía permitirme ningún fallo. Yo era un profesional.

Como no podía ser de otra manera, su casa estaba en concordancia con su estilo de vestir: realmente sublime. Hice de tripas corazón para conseguir tragarme dos copas de champán; posiblemente, la bebida que más detesto después de los zumos tropicales.

Tenía que cambiar de estrategia.

—¿Tienes algo de música? —pregunté.

—Por supuesto. Yo soy música en estado puro, lo que pasa es que aún no te has dado cuenta —aseguró exhibiendo los primeros efectos del alcohol.

Aquel comentario alimentó mis ganas de causarle el mayor de los sufrimientos físicos. Supe entonces cómo iba a extinguir su existencia. Cogió un mando a distancia y accionó un botón. Sin que supiera muy bien de dónde procedía, empezó a sonar More than This, de Bryan Ferry.

Me quedé estupefacto.

—Es lo último que Bose ha sacado al mercado. Diez altavoces y caja de graves conectados a un único dispositivo controlado por radiofrecuencia —expuso mientras se movía al ritmo de la cadenciosa balada—. Reproduce audio y vídeo en todos los formatos existentes y los que vengan en el futuro. Se ecualiza solito en función de la disposición del mobiliario y la localización de los altavoces por la vivienda. Se escucha perfectamente hasta en el baño. Es algo primoroso, y se maneja todo con este diminuto tesorito.

Subió el volumen. Creo que fue la primera vez que probé su sabor, la terrible y malsana amargura de la envidia. Traté de que no se notara mucho, pero me descubrí reflejado en un espejo; acalorado, escocido.

—Tengo que ir al baño —me excusé.

Comprobar que eran ciertas sus afirmaciones sobre la calidad del audio no me ayudó; en absoluto. Era la excelencia máxima en materia acústica que jamás había disfrutado. Y el cuarto de baño era un alarde de diseño y suntuosidad; blanco y blanco roto; acero; muebles ultramodernos de corte clásico; espejos, muchos espejos en los que se reflejaba la pulcritud de aquel espacio; toallas perfectamente colocadas, esponjosas, cruelmente suaves, y la bañera…, hay familias que viven con menos espacio. Olía a pulcritud absoluta, demoledora, pero sin rastro de desinfectantes ni lejías. Puse de nuevo los pies en la tierra para centrar mi atención en la grifería. Nunca había visto cosa igual, pero valdría para mis propósitos. La tubería terminaba en una especie de plato de cristal ovalado por el que el agua se deslizaba suntuosamente hasta caer a la bañera. Sobre este, un monomando para seleccionar la temperatura del agua.

Sublime.

Todo encajaba.

Me saqué los nudillos con tanto ímpetu que casi me disloco el índice de la mano derecha. Volví al salón renovado.

—Realmente espléndido todo, Adelpho. Me gusta esa canción.

—Me encanta Bryan Ferry —apuntó él.

—Bueno, pero esta no la compuso él. ¿Lo sabías?

—¿No? ¿Phil Manzaneda?

Negué muy despacio con la cabeza.

—¿Entonces?

—Eso no puedo desvelártelo. Es un secreto. Quizá, algún día, si te portas bien… Ahora, permíteme mostrarte algo. ¿Puedo conectar mi iPhone a tu equipo?

—Claro, por bluetooth.

Lo hice.

—Esta canción también se llama More than This, pero es de Solar Fake, un grupo alemán de música electrónica. A ver si te gusta.

Era mi baza para encontrar de nuevo el sosiego. Me arranqué a cantar el comienzo de la canción manteniendo un tono distinguido pero discreto.

The bonds are worn away,

the anger sleeps, the world is grey.

Can I sense what I never felt,

or did I become too callous instead.

Adelpho no me quitaba el ojo de encima. Estaba paladeando los preámbulos del sexo, lo noté en su pantalón. Él supo que me había percatado de su excitación, pero le hice sufrir más.

Seguí cantando.

Me absorbió la música electrónica y me dejé arrastrar por el ritmo.

Estallé a bailar de pura euforia.

Solo.

I doubt the more I ask,

these stains and marks will always last.

And I welcome my desire,

to drop the things I once admired.

And when I turned my back on you,

I thought I’m wrong, but that’s not true.

I’ll deal with the disease to remember everything.

Me giré para buscarle con la mirada y, sin dejar de moverme, le dediqué la última parte de la canción.

Le atrapé como a un insecto.

The truth is plain when thoughts are in vein,

I hate to compromise, well, I want more than this.

The fury has vented, another end in sight,

but I want more than this.

And if I fall the world’s too small,

but really, I want more than this.

Your purity, a velvet sea,

your eyes are blinding me.

Adeplho estaba a mi merced antes de que terminara.

—Me gusta la manera en que te mueves —acertó a decir.

Sostuve el envite ganando tiempo para recuperar el aliento. Supuse que estaba esperando que fuera yo quien tomara la iniciativa, pero yo nunca había tenido una experiencia sexual con un hombre. No sabía muy bien cómo actuar. No quería que notara mi bisoñez. Había dispuesto varias posibilidades para neutralizarle. Incluso, tenía Flunitrazepam para dejarle inconsciente si fuera necesario, pero decidí ir por el camino más abrupto aunque más gratificante. A la altura de mi intelecto: convencerle.

—¿Sabes? Creo que eres un tipo especial y me gustaría probar algo contigo.

El columnista abrió los ojos con extrema avidez. Parecía una araña deseando inyectar veneno en su presa antes de succionarle los fluidos. Me resistí. Di unos pasos hacia atrás y empecé a quitarme la ropa mientras él me penetraba con la mirada. Chaqueta, corbata y zapatos. Luego, los pantalones y los calcetines. Mis calzoncillos negros ajustados atrajeron toda su atención.

Se incorporó y me siguió.

Me sentí como el flautista de Hamelin.

Sonaba Lullaby de The Cure. Ninguna canción podría haber encajado mejor en aquel preciso instante.

On candystripe legs the spiderman comes,

softly through the shadow of the evening sun,

stealing past the windows of the blissfully dead,

looking for the victim shivering in bed.

Caminó hacia mí, y yo, como una leona en celo, iba dando pasos hacia atrás con mi maletín en la mano en dirección a su habitación. Adelpho comprendió el envite y aceptó la partida. El tablero no podía ser otro que el baño.

En cuanto hizo ademán de hablar, puse mi dedo índice sobre sus labios y le empujé sutilmente. Saqué las esposas del maletín.

—Los siervos no hablan. Solo habla el amo —advertí—. Llena la bañera y desnúdate.

No sé qué me causó más estupor, si la velocidad con la que se despojó de toda su ropa, el hecho de que tratara tales prendas como si fueran trapos de cocina usados o el calibre que gastaba el columnista. Se metió en la bañera con evidentes señales de excitación sexual, lo cual me provocó cierto respeto. Evité hacer comentario alguno sobre la envergadura de su verga dura.

—Pásalas por la grifería y ciérralas, esclavo —exigí con sórdida pero dulce entonación, casi imitando la voz de Robert Smith que aún sonaba de fondo.

Le tiré las esposas y se las puso sin rechistar. Resultaba evidente que yo no era el primer amante que le pedía aquello. Empecé a relajarme cuando sonó el cierre de las esposas. Por fin, había llegado mi momento.

Me puse en cuclillas y le susurré:

—Heinrich Karl.

La viva imagen de la fogosidad y la impaciencia se tornó en la alegoría de la interrogación.

—¿Cómo dices?

—Ese era su nombre de pila, pero supongo que ni siquiera sabes que nació en Alemania —le ilustré al tiempo que me ajustaba el guante de la mano izquierda.

—¿De quién estás hablando? ¡Me estás poniendo nervioso! —gritó alterado.

El bofetón fue sonoramente terrible; su alarido, también.

Mi mano derecha, aún desnuda, palpitaba.

—No levantes la voz, querido. Estoy hablando de Charles Bukowski, ese al que definiste como «el cartero borracho» y que, según tus palabras, no era más que un hombre enajenado cuya obra calificaste… A ver si recuerdo bien… Sí, vómito pseudointelectual.

—¡¿Quién eres?! ¡¡¿Qué quieres de mí?!! ¡¡¡Suéltame inmediatamente!!! —vociferó.

—Solo te lo diré una vez más: si vuelves a levantar la voz, te romperé tu preciosa cara.

—¡¡¡Suéltame!!! —insistió alargando la última vocal de forma indefinida.

No me dejó otra opción. Le agarré de los pelos con la mano izquierda inclinando su cabeza hacia atrás y dejando su rostro totalmente expuesto. Sujeté con fuerza el mango de la ducha manual, que era de aluminio cromado, tipo tubo. El primer impacto fue directo a la boca, y distribuí el resto como buenamente pude mientras repetía: «¡¡Heinrich Karl!!».

Perdí la cuenta de los golpes; Adelpho, el conocimiento.

Me hubiera gustado pegarle con el puño, pero no quería que se resintiera de nuevo mi dedo anular, en pleno proceso de soldadura. He de admitir que el frenesí con el que le golpeé me generó placer; mucho placer.

Necesitaba taparle la boca, así que utilicé sus calzoncillos. Eran de la marca Calvin Klein, como los míos.

Castello di Duino

Duino-Aurisina

La inspectora jefe Galo condujo a mayor velocidad de la que marcaban las señales de tráfico y mucho más rápidamente de lo que aconsejaba el sentido común. Durante el trayecto, compartieron semblante adusto y muy pocas palabras. Lo único que se sabía es que había sido encontrada por un turista despistado de su grupo durante una visita programada al castillo y que el cadáver estaba en bastante mal estado.

Noche cerrada. La luna no era más que una estrecha rasgadura blanca sobre una tela negra de mortecino augurio.

La inspectora tuvo que sacar la linterna del coche para iluminar el sendero que nacía antes de llegar a las murallas de Duino; se abría paso serpenteando entre la espesa vegetación del lugar en su difuminado discurrir. Apenas podían distinguirse los troncos de los árboles que, como incontables columnas de un templo, parecían sostener un pesado e inexistente techo. Soplaba un aire turbador. No era frío, ni siquiera fuerte, pero a Sancho le resultaba altamente molesto. A unos ciento cincuenta metros en dirección a la espesura, vieron un baile de luces de linternas que, como luciérnagas asustadas, revoloteaban alrededor de los focos de posición.

—Allí es —señaló Gracia Galo.

La zona ya estaba acordonada. Sancho distinguió el atuendo de los de la Científica, que ya estaban trabajando sobre el terreno. El sovrintendente Marco Fucich les salió al encuentro con aspecto de cama deshecha.

—Mierda de noche —saludó—. Se me han jodido los planes de subir a Samatorza con la goliardia dei gufi. Buenas noches, inspector —pronunció en español.

—¿No eres un poco mayorcito para andar disfrazado de juglar tocando la pandereta?

—Me posee el espíritu de Romano Prodi, nunca encuentro el momento para dejarlo.

—¿Qué tenemos? —solicitó ella cortante.

—Hemos encontrado su documentación. Se trata de Chiara Trebbi, no hay ninguna duda. Su descripción física coincide, así como la de la ropa que llevaba la última vez que fue vista.

—Recuérdame sus datos personales, por favor —solicitó la inspectora jefe.

—Chiara Trebbi, de veintisiete años, estudiante con buenas calificaciones. Natural de Bolzano, aunque, como ya sabemos, llevaba viviendo en Trieste desde el 2004. Sin antecedentes registrados de ningún tipo. El cadáver se encuentra en avanzado estado de descomposición, por lo que creemos que lleva muerta al menos dos semanas.

—¿Tenemos localizada la causa de la muerte? —preguntó ella.

—En la primera inspección ocular, il dottore Turone piensa que ha podido ser por asfixia.

Sancho y Gracia intercambiaron gestos parecidos antes de examinar visualmente el cuerpo. Se encontraba tendido boca arriba, visiblemente desfigurado por la hinchazón que provocan los gases post mórtem. Sus extremidades inferiores estaban totalmente rígidas, y tenía los brazos en cruz.

—No obstante —siguió explicando Fucich—, Turone dice que tenemos que esperar a la autopsia para estar seguros.

Il dottore no se arriesgaría a emitir un juicio antes de abrir el cadáver aunque hubiera sido testigo ocular de la muerte —sentenció la inspectora jefe.

—No tiene la culpa de apellidarse así[78].

—¿Quién sabe?

—¿Podemos hablar con él? —solicitó Sancho.

Gracia asintió.

Dottore, le presento a Ramiro Sancho, un colaborador externo de la investigación. Le gustaría hacerle algunas preguntas. Es español. Si no entiende algo, yo le traduzco.

Avanti —respondió algo sorprendido ajustándose las patillas de las gafas.

Grazie. ¿Asfixiada?

—Creo que sí, aunque es difícil concretarlo dado que el cadáver se encuentra en la fase enfisematosa, en un avanzado estado de putrefacción. No se aprecian otras heridas externas severas, pero, como digo, prefiero ser prudente.

—¿Has entendido? —Quiso saber la inspectora Galo.

—Sí, más o menos. ¿Se aprecian marcas físicas en el cuello de algún objeto con el que pudiera haber realizado la estrangulación? ¿Pulgares? —concretó Sancho.

—No, ninguna —respondió tajantemente.

—¿Podría tratarse, por tanto, de una estrangulación antebraquial?

—Es probable, sí.

—¿Se aprecia alguna mutilación?

—No a simple vista, pero tendremos que esperar a examinar el cuerpo y la escena a la luz del día; con luz artificial, lo que parece suele terminar no siéndolo.

Sancho frunció el ceño y se le revolvió el estómago cuando Gracia le tradujo la última frase.

Grazie. Solo una cuestión más: no han movido el cuerpo, ¿verdad?

—Por supuesto —respondió algo ofendido—. Nadie lo ha tocado. Se encontraba en esta misma posición: decúbito dorsal.

—Perfecto, solo quería asegurarme. Muchas gracias, dottore.

Turone elevó las cejas a modo de despedida y se ajustó las gafas arrugando la nariz.

—¿Cómo lo has sabido?

—Augusto mató así a su primera víctima, otra chica de parecida fisonomía. No tengo ninguna duda, se trata de él.

Porca puttana —pronunció entre dientes Gracia Galo con la mirada perdida.

Sancho se rascó la barba y torció el gesto.

—Y la posición del cuerpo…

Certo. Yo también me he dado cuenta. Lo colocó así por algún motivo, o puede que no la asesinara aquí y la trasladó tirando del cuerpo por las axilas —aseguró.

—Eso es fácil de comprobar —dijo Fucich ajustándose unos guantes.

Se agachó y levantó una pierna para mirar el talón de las botas altas que vestía la víctima.

—Efectivamente. Se aprecian rozaduras en la parte posterior. La arrastró hasta aquí. La chica debía de pesar cincuenta kilos, no creo que le supusiera mayor esfuerzo.

—Veremos si podemos seguir el rastro de esas huellas por la mañana —señaló Gracia—. Hay que acordonar toda la zona. Mañana no hay visitas al castillo de Duino, que los turistas hagan un picnic en Miramare.

—Su móvil. ¿Lo habéis encontrado? —preguntó el pelirrojo.

—Sí. Estaba sin batería. Lo ha cogido la gente de Turone. Según parece, lo tenía en la mano —contestó el sovrintendente Fucich.

—¿En la mano?

—Como diría un… antiguo colega —calificó Sancho a bote pronto—: me juego tus riñones en salmuera a que ahí encontramos la poesía —le apostó a Fucich.

¿Che cazzo è «riñones»?

—Esas dos bolsitas que tienes hechas mierda en la espalda —dijo ella en triestino llevándose las manos a los costados—. Aquí tenemos poco que hacer ya. Espero que tengan un sustituto con tu arte y destreza —comentó emprendiendo la marcha—, porque me parece que vas a tocar muy poco la pandereta esta noche.

Residencia de Adelpho della Valle

Via Giuseppe Mazzini, 18 (Trieste)

El secador estaba en uno de los cajones del impoluto mueble blanco de madera del baño. Comprobé que funcionaba. Finalmente, decidí no recurrir a la electrocución con Stefania; seguramente, ni siquiera mereció morir y mucho menos que ultrajara su cuerpo. Sin embargo, el columnista «calumnista» con autoproclamada patente de corso se lo había ganado a pulso.

Estaba llamado a satisfacer mi curiosidad.

Tenía que favorecer las circunstancias propicias para obtener el resultado que estaba buscando: la carbonización total. Solo tenía que seguir tres sencillos pasos.

Uno, disminuir la resistencia del agua con sal común y una temperatura elevada. Fácil, gracias al monomando. La superficie de exposición era más que suficiente con el nivel del agua llegando hasta prácticamente el esternón.

Dos, garantizar un tiempo suficiente de exposición a la corriente o, lo que es lo mismo, puentear el diferencial. El cuadro eléctrico se encontraba en el recibidor. Quité la tapa y dejé al descubierto los cables. Circuito estándar. Abajo tensión.

Cable marrón que entra en la parte superior del diferencial con cable marrón de la parte inferior. Misma operación con el cable azul. Arriba tensión.

Tres, arrojar al agua el secador de 1800 vatios encendido.

En esas condiciones, tendría que alcanzar casi un amperio circulando en modo «barra libre» por todo su cuerpo. Así de simple. Reconozco que tenía mucha curiosidad por presenciar en directo los efectos de la tetanización[79]. La muerte le sobrevendría a los pocos segundos por parada cardiorrespiratoria, lo cual está por debajo del umbral del dolor que debería hacerle pasar a Adelpho. Pero claro, él no sabría valorar esto debidamente.

No habrían pasado ni cinco minutos desde que le di el primer golpe y su cara ya se había transformado en un mapa en relieve, con su parte izquierda prácticamente irreconocible. Tenía el párpado de ese lado visiblemente hinchado a pesar de que brotaba abundante sangre de la ceja. La nariz estaba partida y revirada hacia la derecha, como un mástil que hubiera cedido ante una tormenta, pero la boca fue la zona peor parada; un cataclismo. Distinguí dos piezas dentales en el fondo de la bañera, aunque, seguramente, algunas más reposaban acomodadas en el calzoncillo dentro de la boca. El volumen de los labios había aumentado un treinta o cuarenta por ciento.

Con todo dispuesto, había llegado el momento de despertar al exbello durmiente. Abrí la ducha y, con agua fría, le apunté a la cara. No calculé bien la presión, por lo que la sangre que se había acumulado salpicó los blancos azulejos de la pared.

—Bonito cuadro —aprecié.

Causó un efecto inmediato. Recobró el sentido. Agitó la cabeza y miró en derredor horrorizado por las salpicaduras. A pesar de la hinchazón de los párpados, abrió tanto los ojos que pensé que iban a terminar flotando en el agua. Introduje la mano.

Más agua caliente.

Acerqué una banqueta a la bañera y me senté.

—Adelpho, ¿puedes oírme? —le pregunté en voz baja y calmada.

El «calumnista» emitió un sonido que me recordó a los de mi difunta madre bajo la bolsa de plástico. No me preocupé por ello.

—Lamento haber tenido que golpearte, pero te lo advertí. No quiero tener que hacerlo otra vez, tienes que creerme. Si consigues relajarte un poco, te quitaré el calzoncillo de la boca para que contestes a algunas preguntas que quiero hacerte. Luego, me marcharé y no volverás a verme.

Tuve que mentirle. Una persona que tiene la certeza de que va a morir actúa de forma muy imprevisible. Necesitaba acaparar toda su atención.

—¿Estás preparado? Bien, vamos allá. Recuerda: si gritas, te destrozaré esa carita por completo.

Pude leer en su rostro que me había creído. Cuando tiré del calzoncillo, otros dos dientes se sumergieron en el agua como dos minúsculos terrones de azúcar. Sollozó.

—No te preocupes por eso, te los arreglarán, es solo cuestión de dinero. Y a ti no te falta, ¿eh? Si lo ves muy mal, puedes vender tu maravilloso equipo de sonido…

Adelpho empezó a gimotear.

—No, no, no… Ahora no es momento de lamentaciones. Ya tendrás tiempo de lloriquear cuando me haya marchado.

—¿Quién eres? —pronunció con dificultad.

—Eso no importa. Digamos que soy un defensor de la cultura en general y de la literatura en particular, y tú, con tus artículos cargados de veneno, te has convertido en mi archienemigo.

—Es mi trabajo.

—¿Es tu trabajo calumniar a los genios que se han ganado la inmortalidad? —pregunté sin esperar respuesta alguna—. ¡¡No!! ¿Quién eres tú para permitirte el lujo de criticar su obra? Nadie. No eres nadie, y te lo voy a demostrar. Empecemos por Bukowski. Dime, ¿podrías citar tres obras suyas? Me da igual que sean novelas, ensayos o poesías.

Adelpho ni siquiera hizo el esfuerzo por recordar.

—Lo imaginaba. No has leído nada de Bukowski, pero tienes los santos cojones de insultarle, y tampoco le conociste en vida para poder emitir tal juicio. ¿Verdad, querido?

—Simplemente di mi opinión sobre lo que he leído de él.

—Lo que he leído de él… —repetí imitando su deficiente pronunciación por el mal estado de su boca—. ¿Piensas que es criterio suficiente para manchar su nombre?

—Me pagan por generar polémica.

—Eso es. Ejerces la prostitución, pero no poniendo tu culo, sino aprovechándote del de los demás. Debería arrancarte tu impúdica lengua y hacértela tragar. Eres una especie de proxeneta de la cultura. ¡¡Alcahuete de la literatura!! —exclamé en español.

Adelpho hizo una mueca de extrañeza que, enseguida, se tornó en otra de dolor. Agachó la cabeza. El grifo de agua caliente seguía abierto y la temperatura ya debía de estar por encima de los cuarenta grados.

—Seguimos. ¿Puedes enumerarme algunos autores del expresionismo alemán? Me vale cualquier campo de las artes: arquitectura, pintura, escultura, novela, poesía, música, cine, teatro…, cualquiera —concluí recuperando el aliento—. Tres me valen. ¡¡Tres!!

—Lo único que yo pretendía era desmitificar el expresionismo como corriente que influenciara, como dicen otros, a tantos y tantos artistas de principios del siglo XX —reconoció.

—George Grosz, Otto Müller, Erich Heckel, George Büchner o Frank Wedekind y otros cientos de grandes artistas de todo el mundo son desmitificados de golpe y plumazo por un ignorante periodista proxeneta cuyo criterio es superior al de los grandes eruditos que han estudiado a fondo el expresionismo. Me hubiera bastado que citaras a Kandinski, Kokoschka, Otto Dix, Rilke, Kafka o, incluso, a tu compatriota Modigliani. No vales una puta mierda. ¡Una puta mierda! —repetí liberando todo mi desprecio entre dientes.

Fottiti, stronzo!! —gritó.

—No —le dije con calma moviendo el dedo—; ars longa, vita brevis[80]. Te jodes tú. ¡Que empiece el viaje ya!

Alargué el brazo para alcanzar el secador y, entonces, ocurrió lo inesperado.

Algo totalmente extraordinario.

Analizando aquello a posteriori, detecté que había cometido dos errores importantes: uno, subestimé la fuerza de un hombre acorralado, y dos, no calibré la ínfima resistencia de la grifería de diseño.

De dos fuertes tirones con sus brazos, consiguió desencajar el plato ovalado, con monomando incluido, liberando así las manos.

Reaccioné con inmediatez.

Expeditivo.

Me abalancé sobre él agarrándole la cabeza con ambas manos y, empleando toda mi energía, pude sumergírsela en el agua. Oponía mucha resistencia. Tanta que me vi metido en la bañera buscando una posición más óptima.

El agua estaba muy caliente, y se desbordó. Un esfuerzo más, me exigí.

Pataleaba y trataba de girar sobre sí mismo, pero el peso de mi cuerpo y la fuerza que ejercía con todo mi tren superior se lo impedían.

Ein kleiner Mensch stirbt, nur zum Schein.

Wollte ganz alleine sein.

Rammstein me inyectó adrenalina. Seguía moviéndose, pero sabía que los pulmones del «calumnista» Adelpho estaban empezando a llenarse de agua caliente con sal en aquel momento.

Das kleine Herz, stand still für Stunden.

Sus movimientos eran cada vez menos bruscos, pero seguía luchando por su vida.

So hat man es für tot befunden.

De repente, cesaron de emerger burbujas a la superficie y dejó de moverse; terminé los dos últimos versos elevando el tono.

Es wird verscharrt in nassem Sand.

Mit einer Spieluhr in der Hand.

Salí de la bañera como pude, arrastrando una sensación extraña a medio camino entre el éxito y la frustración. Miré el reloj del baño: faltaba un minuto para las doce de la noche. No quise secarme con ninguna toalla para evitar dejar restos de mi ADN en la casa. Volví a sentarme en la banqueta para poder pensar con más frialdad. Mirando el cadáver de Adelpho, concluí que estaba ante la misma esencia de la belleza; me embargó un torrente brutal de control y poder que me empujó a arrebatarle su instrumento para la calumnia; apenas sangró. Luego hice pequeños trozos con la tijera de poda gruesa. No quería que los gatos se atragantaran con el bocado, por muy repugnantes que me parecieran. Reconstruí todo lo que había hecho desde que entré en la casa, y lo limpié todo a conciencia. La tarea me llevó más tiempo del que hubiera deseado, pero así lo dictaba el manual. Experimenté algo tan gratificante que dejé que circulara por todo mi cuerpo. Podía sentir cómo aquello corría por mis venas y me quedé un buen rato inmóvil, disfrutando de mi obra. Era imprescindible que pusiera en negro sobre blanco lo que estaba sintiendo. En Trieste, había comprobado que el néctar de mi poesía era mucho más dulce, fluido y veraz cuando exprimía la fruta fresca. Solo necesitaba un poco de ambiente. Justo entonces, me asaltó una de las canciones de Depeche Mode que había escuchado aquella tarde antes de salir de caza. Black Celebration.

Cerré los ojos.

Era perfecta. No pude evitar tararearla y encender un purito para zambullirme en su letra.

To celebrate the fact

that we’ve seen the back

of another black day.

I look to you

and your strong belief,

me, I want relief.

Tonight.

Consolation

I want so much

want to feel your touch.

Tonight.

Take me in your arms,

forgetting all you couldn’t do today.

Black Celebration

I’ll drink to that.

Black Celebration

Tonight.

Cogí su móvil y empecé a teclear. Absorto en la música y todavía sin vestir, desnudé mi mente de todo ruido. Antes de las tres de la mañana ya había rematado la última estrofa. Me regalé los oídos.

Minotauro

Abrazando conciencias,

queriendo llegar a entender la diferencia.

Cuando nunca está ni estuvo; cuando ni la habrá ni la hubo.

Y de repente surge un nuevo yo; irreconocible,

pisando aquellas flores, centenares, miles.

Regando rastrojos, segando jardines,

haciendo mías sus causas más viles.

Arropando violencia,

buscando el candor de aquella inocencia.

Cuando siempre quiso; cuando guisó el guiso.

Y vuelta a empezar, mirándome al espejo,

reconstruyendo lo nuestro, ya neutro, en punto muerto.

Plantando columnas, cimentando cielos,

haciendo suyas mis causas, mis miedos.

Arrastrando existencias,

como anhelando salir del laberinto de las consecuencias.

Cuando, a veces, soy Dédalo y, a veces, Teseo.

Me sentí tan pletórico y ufano que tuve que masturbarme con extrema pulcritud antes de dejar aquel piso.