Una estampa muy goyesca

Caffè degli Specchi

Piazza dell’Unità d’Italia (Trieste)

21 de abril de 2011, a las 11:55

Sancho había llegado, como de costumbre, con algunos minutos de antelación y se había sentado en una mesa frente a un gran ventanal del que se descolgaban dos grandes cortinones de un rojo corinto. Desde allí, podía contemplar la magnífica postal de aquella singular plaza abierta al mar, la más grande de Europa. En aquel lugar de dorada atmósfera costumbrista, se mezclaban los olores a café intenso, a cuero centenario y a madera de alto linaje.

El inspector ya conocía la bora, ese viento frío y seco que recorría las calles de Trieste con fuertes ráfagas de hasta ciento ochenta kilómetros por hora. Hasta ese momento, se habían registrado velocidades que rozaban las tres cifras, pero, en el telegiornale, había visto que las autoridades municipales pedían precaución a los ciudadanos ante el más que previsible empeoramiento de la situación. La peor bora de la historia no era más que una ráfaga de aire fresco comparada con el vendaval anímico que se agitó en Sancho tras recibir la llamada de Gracia Galo la tarde anterior. El inspector no tenía la certeza de que fueran a permitirle colaborar en la investigación, pero solo el hecho de recibir noticias ya era una gran noticia.

Hasta entonces, su rutina consistía, básicamente, en salir a correr a primera hora de la mañana siguiendo la carretera que discurría en paralelo al mar; dedicaba el resto del día a peinar la ciudad de forma organizada con la frágil esperanza de dar con alguna pista que le llevara a Augusto. Sabía que no podía levantar ampollas en territorio ajeno, pero, aun así, estuvo tentado de recorrer las zonas residenciales del extrarradio y de patearse el centro de Trieste mostrando el retrato robot negocio por negocio con tal de no estar de brazos cruzados. Esa misma mañana había sido algo distinta: conversó con la juez Miralles para contarle los pormenores de la situación. No alcanzaba a entender el porqué, pero aquella mujer le seguía inspirando mucha confianza. Antes de despedirse, Aurora le rogó que tuviera mucho cuidado. Sin embargo, habida cuenta de los hechos que habrían de suceder días después, podría decirse que extravió la precaución junto a su maleta en aquel taxi. También habló con Peteira para que le pusiera al corriente de la actividad en la comisaría. Por último, recibió la llamada de Áxel interesándose por su estado anímico y para anunciarle que había seguido su ejemplo: en dos semanas, se marchaba con un amigo a recorrer Tailandia por espacio de un mes.

Cuando le sirvieron el café macchiato, la vio pasar a través del ventanal con paso firme y gesto elegante. Iba acompañada por un tipo magro y con coleta, el mismo que le llevaba siguiendo los últimos días. Miró la hora: faltaba un minuto para las doce. Sonrió sin mover los labios.

Canal Grande di Trieste

Querido amigo, siento no haber venido a verte con más frecuencia. La verdad es que tenía pocas cosas que contarte, pero hoy sí hay algo que me gustaría compartir contigo. Una revelación: no puedo ni debo renunciar a mí mismo. Necesito ofrecerme al mundo, pero no seré capaz de hacerlo si no puedo partirme y negociar con mi otra mitad. Tengo que ser un todo único, no una suma, y muchas veces me veo matándome a garrotazos con Orestes; ambos, enterrados hasta las rodillas. Presiento que alguien no saldrá de esta. Tengo que poner distancia con Orestes para ser más Augusto. Al igual que tú, soy especial, diferente del resto, y no pienso desviarme ni un centímetro de la ruta que tengo que recorrer. Entregarme por completo, eso es lo que necesito. Creo en mi destino, en tomar las riendas para disfrutar de todas las etapas por las que transcurra este viaje, en ir escribiendo cada capítulo, cada verso, cada estrofa. Por cierto, ya tengo decidido el tema central de mi siguiente poema: volver a los orígenes. Explorar mis raíces. Me siento en la obligación de cuidar del ecosistema en el mundo de las letras.

Supongo que te habrás enterado de los últimos acontecimientos que han marcado la historia de esta ciudad en la que, hasta nuestra llegada, el tiempo pasaba sin pasar nada. Como ves, ahora pasa. Pero no creas que no lo sé, soy muy consciente de ello. Te aseguro que no pretendo que los hombres comprendan la magnitud de mis actos, por eso acudo a ti; tú estás por encima de lo humano y sabrás ver la belleza que hay en la muerte y el coraje que implica mirarla directamente a los ojos. Es mi aliada. Soy su cómplice. Nos retroalimentamos.

Estoy escribiendo uno de los más importantes legados que el ser humano haya podido dejar a su especie, y esta ciudad que compartimos será recordada por siempre. Tengo que terminar de pintar este cuadro, y nadie va a impedírmelo.

Ofrecerse.

Ahora, tengo que irme. Cuídate mucho. Dicen que estos días soplará la bora, pero supongo que estás más que acostumbrado. ¿Verdad, amigo?

Hasta pronto.

Caffè degli Specchi

El sabor del café estaba a la altura del lugar. La inspectora jefe pidió su segundo capo in bi[68] cuando le estaba terminando de contar a Sancho cómo había conseguido superar las reticencias iniciales del questore Padulano. Su acompañante, el sovrintendente Marco Fucich, con su tercer nero[69] en la mano, estaba al tanto de toda la información que Sancho le había facilitado a la inspectora jefe. Entendía el español, pero se limitó a escuchar mientras daba buena cuenta de una botella de agua mineral con gas. Las ojeras ennegrecidas y el enrojecimiento de la esclerótica eran señales evidentes de que estaba inmerso en una lucha contra la resaca. De inmediato le recordó a su fiel compañero durante la etapa de formación patrullando en el distrito madrileño de Entrevías, Paco el Rata. Tenía tantas anécdotas de aquel tipo que podría llenar varias enciclopedias; sin embargo, al inspector no le gustaba demasiado mentarle tras su fallecimiento. Sancho conectó inmediatamente con Fucich.

—Le agradezco mucho que haya peleado tanto para conseguir el beneplácito de su superior.

—Inspector, le pido que no se sienta obligado a utilizar un tratamiento tan formal con nosotros. Somos triestinos; no renegamos de la buena pasta, pero preferimos ćevapčići[70] o un buen gulash[71].

Ed andar per frasche[72] —completó Marco Fucich en triestino.

—Aquí somos más austroeslavos que latinos, así que preferimos prescindir de las exquisiteces mediterráneas si no te molesta. Dado que somos colegas, podemos tutearnos.

—Cojonudo —exprimió el pelirrojo en español ordinario.

—Cojonudo —repitió Gracia haciendo de la jota una hache aspirada—. Padulano me ha autorizado a compartir información, pero no puedo dejarte ningún informe ni documento. Ahora bien, voy a tener serios problemas si llega a enterarse de que estamos colaborando con un inspector español que actualmente está fuera de servicio. Y no quiero ni pensar qué sucedería si averigua que el caso está oficialmente cerrado.

—Ya veo que has hecho averiguaciones sobre mí.

—Por supuesto, ¿qué esperabas? —dijo endureciendo el tono sin esperar una respuesta.

Sancho se pasó la mano por el mentón.

—Precisamente, solicité la excedencia para poder seguir el caso por mi cuenta cuando supe que Augusto seguía vivo. Aunque quisiera, no podría desentenderme del caso. Es mi obligación.

—No voy a entrar en razones ajenas, pero sí debo pedirte que no nos ocultes nada.

Sancho aceptó con la cabeza.

—Si vamos a colaborar, creo que sería bueno que me retirarais la vigilancia —propuso el español mirando a Marco Fucich.

Sta bene. Allora. Como sabes, tenemos tres víctimas; todas asesinadas con la misma arma. Por cierto, balística no es capaz de catalogar el tipo de proyectil; dice que puede tratarse de alguno especial hecho a medida por los casquillos que han encontrado.

—¿Qué tipo de casquillo?

—De ojiva cerámica, fabricado para pistolas indetectables.

—He oído que eso no es más que una leyenda urbana.

—Pues parece que no es así, porque este tipo tiene una.

—¡Su puta madre! —farfulló con inquina.

—Danilo Gaspari fue el primero en caer —continuó la inspectora jefe—; cinco impactos. Una bala le atravesó la mano izquierda y se alojó en el cuello, tres más en la cara y otra en la frente. Todos disparos mortales. La segunda víctima fue su guardaespaldas, un mercenario montenegrino llamado Drago Obućina; seis balas en el pecho, dos de las cuales le atravesaron el corazón. La última en morir fue Stefania Gaspari, muerta de un único disparo en la cabeza realizado a muy poca distancia. Sabemos esto por las quemaduras en la frente y los restos de pólvora que encontramos. Según parece, se trata de un tirador experto.

—Como te comenté en tu despacho, Augusto no actuaba de esa forma, sino que solía asfixiar a sus víctimas. Así lo hizo con las tres primeras, mató a la cuarta a martillazos para hacernos creer que había sido obra de otra persona, y a la última la obligó de alguna forma a volarse la tapa de los sesos.

Sancho dejó la mirada perdida unos segundos y concluyó:

—Algo debió de salirle mal y buscó otra alternativa.

Ellos se miraron.

Pol esser[73] —dijo Fucich en triestino.

—Pensamos que pudo suceder de la siguiente forma: en la madrugada del 14 de abril, el sujeto neutralizó la alarma con un inhibidor de frecuencia; aunque no lo hemos encontrado, por los informes de la compañía de seguridad, donde no se registran anomalías en el servicio, intuimos que pudo hacerlo así. Además, no es algo relevante. Sabemos que entró por una ventana que daba acceso a la bodega porque hemos encontrado una fibra de tejido y la ventana estaba perfectamente cerrada. En ese momento, creemos que Ovućina estaba en el interior de la vivienda, pero o el asaltante no lo sabía, o puede que fuera directamente a por su objetivo en la planta superior. No podemos saber qué sucedió exactamente, pero suponemos que entró y disparó sin dar tiempo a Don Daniele a protegerse más que con sus propias manos. Al oír los disparos, el guardaespaldas debió de emprender la huida, porque no hemos encontrado ningún signo de lucha en la casa.

—Mercenarios —apuntó equivocadamente Fucich.

—Ese mismo día, sobre las ocho de la tarde, el asesino acudió al piso que la hija de Gaspari tenía en el centro de la ciudad. Hemos revisado las filmaciones de las cámaras de vigilancia de la plaza, pero ese portal hace esquina y no lo recoge ninguna.

—Sí, he podido visitar la zona, pero no he conseguido entrar —interrumpió Sancho con su voz grave.

—Lógicamente. Raramente sucede algo excepcional en esta ciudad aparte de los días de bora, por lo que todo el mundo se revoluciona cuando sucede algo violento. Por ello, tenemos que asegurarnos de que ningún curioso altere la escena del crimen. La hipótesis que barajamos es que, de alguna forma, consiguió que ella le abriera la puerta, porque la cerradura no está forzada, son de esas modernas con lector… ¿cómo se dice? —se preguntó levantando el índice.

—Biométrico, lector biométrico —apuntó Sancho.

Ecco. Luego, la obligó a meterse en la bañera y la maniató.

—En la bañera —repitió el inspector tirándose de los pelos del bigote.

—Así es. Por el registro de llamadas del móvil de Stefania, sabemos que llamó a Ovućina y que, además, le envió varios SMS. No encontramos el móvil de él.

—Extraño. ¿Se llevó el de él pero no el de ella?

—Tiene su explicación, que luego te mostraré.

Marco Fucich se frotó los párpados muy despacio y pidió otra botella de acqua frizzante. Sancho aprovechó para pedir otro café.

Ancora… ecco. Pensamos que retuvo a la chica para hacer que Ovućina acudiera a la vivienda. Le disparó en el recibidor y, unos minutos más tarde, terminó con ella disparándola en la bañera.

Sancho miró a través de la ventana. Los transeúntes caminaban con dificultad tratando de luchar contra las intensas ráfagas de viento. Frunció el ceño antes de responder.

—No entiendo por qué el guardaespaldas huyó primero de la casa del padre y, luego, regresó para salvar a la chica. No me cuadra.

—Puede explicarse por la relación sentimental que, según parece, mantenía con Stefania.

È così l’amore… —aportó Fucich.

—¿Y qué hay de las mutilaciones?

—A ambos les extirpó la primera falange del dedo anular de la mano izquierda.

—¿Post mórtem?

Gracia asintió.

—Por cierto, ispettore, no me contaste lo que les hizo a sus víctimas en Valladolid.

—A la primera, los párpados; a la segunda, que era su propia madre, la nariz.

Sua madre?? Santa Madonna!! —interrumpió Marco Fucich juntando las palmas con los dedos extendidos y haciendo el típico gesto italiano.

Gracia elevó las cejas y se mordió el carrillo por dentro antes de preguntar.

—¿Y a las demás?

—No mutiló a la tercera víctima por respeto, esto me lo contó el propio Augusto en nuestro único encuentro.

Scusa… ¿Mantuviste un encuentro con el asesino?

—Es una forma de decirlo. Me pilló desprevenido y me dejó sin sentido. Me maniató y en aquel momento me desveló algunas cosas pensando en que no iba a poder contárselas a nadie. Salvé el pellejo de milagro.

—Insisto, tienes muchas cosas que contarnos todavía, ispettore.

—Lo haré, pero ahora sigo con el resto de víctimas. La cuarta y quinta eran parte de un montaje para cargar los muertos a otro tipo, esto sí te lo he contado ya.

—Sí.

—Bien, por eso no las mató siguiendo su ritual ni tampoco las mutiló, quería que parecieran obra de otro.

—Entiendo.

—Por eso, creo que en los asesinatos de los Gaspari, el hecho de amputarles esa falange debe de tener algún significado para él. ¿Se sabe con qué lo hizo?

—Con una especie de tenaza de pequeño tamaño.

—De jardinería, para el cuidado de bonsáis concretamente —completó Sancho—. Son sus herramientas.

Marco y Gracia volvieron a cruzar gestos de complicidad.

—Eso dicen los de la Científica —confirmó Gracia.

—Dejó un poema, ¿verdad?

La inspectora Galo asintió mientras abría la cremallera de su portafolios negro.

Eccolo qua. Lo dejó escrito en el teléfono de Stefania. Y no —se anticipó—, no hay huellas en el teclado.

—¡¿En el móvil?! ¡La puta madre que me parió!

Sancho agarró el móvil y leyó en voz alta. Despacio.

Aun cuando no quisiera ser aquel hombre de relleno.

Aun cuando rebosara en mis cuencas vacías el color

metálico, y saboreo en mis papilas el plasma mecánico

que se precisa en extraño rubor y falso entraño dolor.

Y querrás palpar mi anzuelo: sereno.

Aun así, fui leal, soy firme y seré tenaz en mi anhelo.

Aun así, serás tú quien persiga el olor de mi sombra,

mirando año tras año al inerte sol del dulce engaño

que se refleja en este bermellón baño de daño y paño.

Y querrás ver mi señuelo: obsceno.

Así, sin más, te darás cuenta de lo que nunca sabrás.

Así, sin más, abrirás los ojos y estarás tan ciego

como el borrego que mira a la soga con sosiego,

sintiendo cómo su balanceo es el ritmo del apego.

Y querrás tener mi consuelo: veneno.

Y seré tus lágrimas.

Y serás mi pañuelo.

—Hay que joderse —farfulló Sancho.

—Lo hemos traducido al italiano y nuestros expertos lo están analizando junto a los que me dejaste. Yo soy incapaz de interpretarlo, y a Marco le quema en las manos cualquier publicación que no sea de motos.

Va in mona

—Suena distinto que los anteriores. Más simbólico, menos… tangible —calificó recordando el término que utilizara Martina en su día—, pero estoy convencido de que se trata de Augusto. Como apuntabas antes, hay algunas cosas que aún no os he podido contar…

Sancho desvió de nuevo la mirada hacia el ventanal que daba a la plaza.

Se petrificó. Estaba totalmente agarrotado. Inmóvil.

—¿Qué sucede, ispettore? —preguntó Gracia elevando la voz.

Sancho se impulsó violentamente hacia atrás tirando la silla al suelo y, de dos zancadas, llegó hasta la puerta del local por la que, en ese instante, entraba un grupo de jubilados que taponaban el acceso. Se abrió paso a empujones como si se tratara de un ruck[74].

Salió a la plaza como un Miura tras un monosabio.

Piazza dell’Unità d’Italia (Trieste)

Caminaba ufano, como todos los días, hasta la Piazza dell’Unità d’Italia y nada hacía presagiar aquel infortunio. Me sentía con fuerzas renovadas tras la conversación con Joyce, y el hecho de tener tan claro el siguiente paso me ayudó a reestructurar mi mente. Los últimos artículos firmados por Adelpho della Valle, aquellas calumnias, injurias por doquier, me hicieron tomar la decisión definitiva. No podía pasarlo por alto bajo ningún concepto. Tocaba desmenuzar por completo los detalles de la operación, volver a los orígenes: planificación, procedimiento y perseverancia. La mejor forma de hacerlo era esperarle en su casa, pero eso conllevaba la dificultad de acertar con el momento. El tipo vivía solo, una gran ventaja que se veía contrarrestada por su promiscuidad, un riesgo a la hora de predecir sus movimientos. Anticiparme iba a resultar harto complicado.

Pero no sería quien soy si no supiera convertir las amenazas en oportunidades.

Di con la solución justo cuando ponía los pies en la plaza en dirección al Palazzo Stratti, un edificio irreplicable que da cobijo a uno de los cafés con más encanto de la ciudad, rivalizando incluso con el Caffè San Marco. Como era de esperar, no habían montado la terraza por miedo a que sillas y mesas acabaran volando por los aires en torno a la Fontana dei Quattro Continenti. Aquella circunstancia me obligaba a entrar dentro para disfrutar del café y tener que salir fuera a fumar, de pie, mi primer Moods del día. Otro día aquello me hubiera generado un gran malestar, pero aquel era distinto.

Demasiado.

Un pálpito hizo que me fijara en un grupo de personas a través de los ventanales del Caffè degli Specchi.

Le reconocí. Era él. No había ninguna duda.

Quizá me detuve unas milésimas de segundo antes de lanzarme a la carrera, ese fue el tiempo que invertí en dar crédito a mis ojos. En cuanto salí de la plaza, torcí a la izquierda y, luego, a la derecha por Via Malcanton con la esperanza de que no me hubiera reconocido bajo mi gorro negro de lana.

Ya había vivido aquello anteriormente.

La estrechez de las aceras me obligó a correr por la calzada hasta que me crucé con la Via del Teatro Romano. Por aquella vía de mayor anchura, las ráfagas de viento soplaban con mucha más fuerza, así que me vi en la necesidad de esprintar con todas mis fuerzas para poner distancia de por medio. No me atrevía a mirar atrás, me faltaba coraje y me sobraba recelo. Todavía tenía fresca la imagen del inspector Ramiro Sancho a punto de darme alcance en la Bajada de la Libertad, en Valladolid. El recuerdo de aquella expresión cargada de angustia e inquina impulsaba los músculos de mis piernas. En Corso Italia, aproveché para adaptar el ritmo de la zancada espoleado por mi instinto de supervivencia. No pensaba parar, pero tenía que saber si me perseguía y, de ser así, a cuántos metros estaba. Necesariamente, tendría que girarme.

Lo hice.

Nadie.

Seguí corriendo en dirección a Carducci para cruzarla salvando los coches y, después, recorrer los escasos metros de Via della Ginnastica en sentido opuesto al del tráfico. Cuando por fin llegué al cruce con Via del Toro, me volví de nuevo para asegurarme.

Nadie.

Doblé a la izquierda caminando rápidamente mientras sacaba las llaves del portal. Subí los peldaños de las escaleras de tres en tres y no me sentí seguro hasta que no cerré la puerta. Me senté en el suelo; no por cansancio físico, sino por la sensación de pánico que había experimentado. Empecé a darle vueltas a la cabeza. ¿Cómo era posible que hubiera dado conmigo en Trieste? Tenía que averiguarlo de inmediato. Algo no iba bien, se nos estaba escapando algún detalle importante.

Recuperé el aliento y me bebí casi un litro de agua. Algo más tarde, preparé un café y, mucho más calmado, encendí un Moods. No dejaba de repetirme que algo no iba bien cuando un fuerte ruido me alteró de nuevo. Mi corazón se disparó y me quedé inmóvil por unos instantes en el sofá. Blasfemé mucho, no recuerdo qué. El sonido había sido ocasionado por el golpe de una de las contraventanas de madera de mi habitación movida por el aire. Me levanté para cerrar la ventana y, entonces, lo vi claro.

Una ventana abierta. No había otra posibilidad.

Tenía que despertarle.

Caffè degli Specchi

Al sovrintendente Fucich apenas le había dado tiempo a salir del local en el momento en el que Sancho entraba de nuevo con gesto atribulado y visiblemente enfurecido. Tenía los músculos contraídos y la mandíbula tensa. El grupo de jubilados le dedicó algunas miradas cargadas de repulsa, pero, temiendo por la integridad de sus dentaduras postizas, nadie se atrevió a abrir la boca. Antes de tomar asiento, aseguró:

—Era él. ¡¡Le he visto!! Estoy totalmente seguro.

—¿Él? ¿Augusto? —cuestionó la inspectora jefe.

—Estoy seguro —insistió el pelirrojo—. Era él. Nunca podría olvidarme de esos ojos. Iba con un gorro negro, pero le he reconocido y él a mí. Cuando he salido, ya se había esfumado por completo. He intentado perseguirle por una calle, pero ya no estaba. Era él.

Sancho se tiró con avidez de los pelos de la barba mientras era escrutado por sus colegas italianos justo en el momento en el que sonaron los primeros compases del himno de la Juventus, Juve, storia di un grande amore, en el móvil de la inspectora jefe. En menos de un minuto, ya había colgado.

Cazzo!! Más mierda —completó—. El martes denunciaron la desaparición de una estudiante. Fue vista por última vez durante la noche del sábado. Sigue sin aparecer y la familia llega a la ciudad esta tarde. Tengo una reunión con ellos y no tengo nada que contarles. Cazzo, cazzo!! He revisado los archivos —retomó la inspectora jefe—, y hace casi cuatro años que no tenemos un desaparecido de más de cuarenta y ocho horas. No creo en las coincidencias.

Neanch’io —coincidió Fucich.

—Vamos a hacer lo siguiente: cuéntanos absolutamente todo lo que no nos has dicho de ese tipo y yo me encargaré de montar un dispositivo en veinticuatro horas. Si está en Trieste, levantaré hasta los cimientos de San Giusto para encontrarle. Hay que meter agentes de paisano en los locales nocturnos selectos, mujeres —precisó—. Quiero que activen todas las cámaras y que todos los porteros tengan memorizada su cara. Cazzo! Soy capaz de organizar la feria del bonsái para atraerle como una mosca a un panal de miel.

El español se pasó la mano por el mentón antes de lanzar una pregunta al aire.

—¿Habría alguna forma de comprobar los nombres de los registrados en hoteles y pensiones?

—Solo tengo que solicitarlo, pero ¿qué nombre buscamos?

—Todavía no lo sé, aunque antes has dicho que contabais con expertos.

—Así es, en Roma —precisó.

—Augusto utiliza seudónimos de personajes de grandes obras literarias: Gregorio Samsa de La metamorfosis, de Kafka, y Leopoldo Blume, castellanización del protagonista de Ulises, de James Joyce, Leopold Bloom. Los asesinos en serie organizados se ciñen a un procedimiento, estoy seguro de que Augusto se esconde en Trieste bajo uno de estos nombres.

Gracia Galo miró a Fucich.

—Me encargo —dijo el sovrintendente—. ¿Desde qué fecha?

—Ocho de enero de este año.

—Entendido.

—Solicita también el registro de entradas en los aeropuertos de Trieste y de Venecia —le requirió su jefa.

Fucich asintió.

—¿Y los alquileres y compras de viviendas?

—Eso ya es más complicado. Tiene que autorizarnos el Ministero delle Infrastrutture e dei Trasporti. Tardaremos más, pero lo tendremos. Ispettore —la expresión de su homóloga transalpina se ensombreció de forma repentina—, creo que ha llegado el momento de que nos cuentes absolutamente todo lo que aún no sabemos.

Sancho se presionó los lacrimales y levantó tres dedos.

—Tre birre?