Baldosas amarillas: el segador

Restaurante Milagros

Carretera de Barrika a Sopelana (Vizcaya)

15 de mayo de 2010, a las 13:25

Prácticamente no quedaba vestigio alguno de la lluvia caída la noche anterior. El sol había ido evaporando lentamente toda el agua que el manto verde no necesitó tragar, que la roca no pudo filtrar y que la arena no supo absorber.

La silueta de un hombre de mediana edad apenas se perfilaba sobre el cemento del mirador de la costa de Uribe. A pesar de la protección de las gafas oscuras, la luz superaba con creces la tolerancia de sus iris. Con la mirada huidiza y el gesto apagado, podía sentir cómo un mal presagio le rebotaba en las paredes del estómago. Una ráfaga le regaló la esencia del vigor cantábrico y decidió que había llegado el momento. El lugar no podía ser otro que el restaurante Milagros.

Las sesiones con Orestes en Berlín habían sido muy fructíferas. Consiguió entrar en su cabeza y detectar las zonas en las que no podía permitir que la parte siniestra asumiera el mando. Luchando contra sus miedos, lograron cortar el riego de aquella zona oscura y, aun sin tener la absoluta certeza, el psicólogo creyó que su influencia sobre la personalidad de Augusto Ledesma se había reducido. Después, los encuentros se hicieron cada vez más esporádicos. Sin embargo, tras el fracaso en la relación con aquella chica, Paloma, notó cierto distanciamiento por su parte que no tardó en desembocar nuevamente en el mar del aislamiento. Por otro lado, el prestigio internacional de Carapocha había ido creciendo y, consecuentemente, tuvo que intervenir en otras investigaciones en las que los fracasos se impusieron a los éxitos, horadando notablemente la capacidad del psicólogo. En los dos últimos años, su prioridad había consistido en recuperar la relación con Erika, y el contacto con su paciente se limitó a breves llamadas o al intercambio de correos electrónicos para permanecer al corriente de su evolución. Pero hacía unos meses que Orestes había vuelto a dar señales de vida, más vivo que nunca a pesar de la reciente muerte de sus padres en un accidente de tráfico. Carapocha trató de retrasar al máximo el encuentro, pero Orestes nunca se dio por vencido y llegó un día en que no supo inventar nuevas excusas. Esperaba estar equivocado, pero el psicólogo sospechaba que no le quedaría más remedio que acudir a la figura del segador.

Con tal convencimiento, entró en el restaurante Milagros. Y, tras intercambiar algunas palabras con Txus —el gerente del negocio—, se encaminó hacia su mesa. Cuando Orestes le vio, se levantó efusivamente y se dirigió raudo hacia él con los brazos abiertos y la sonrisa desbocada.

—¡Amigo Pílades!

—Orestes —respondió Carapocha con menos efusividad.

—Me alegra muchísimo verte de nuevo. Gracias por acudir a mi llamada. Tengo tantas cosas que contarte… Demasiadas, ya verás. Vamos a sentarnos. ¿Qué quieres tomar?

A Carapocha no le hizo falta mirarle las pupilas para saber que Orestes estaba muy puesto de cocaína o de anfetaminas, o de ambas cosas.

—Una cerveza bien fría.

—¡Que sean dos! —gritó a la camarera.

—Siento mucho tu pérdida. ¿Cómo te sientes?

Orestes tardó en reaccionar.

—Lo afronto con entereza, ya nada puedo hacer por ellos —contestó con una frialdad pasmosa.

—Me alegro de que hayas superado el duelo tan rápidamente, pensé que la desaparición de tu padre te iba a afectar más.

—Mi padre adoptivo —corrigió—, y sí, me afectó; durante un tiempo. Pero ahora mismo no me gustaría centrar la conversación en un tema tan escabroso.

Carapocha arrugó la cara, pero accedió. Transitaron por otros asuntos intrascendentes como lo hacen dos amigos que se juntan con frecuencia y no dan tiempo a que la vida les conceda novedades dignas de ser relatadas. Justo cuando les servían el pez espada y el atún rojo, Orestes decidió dar un giro de ciento ochenta grados al diálogo.

—He decidido empezar, lo tengo todo planificado y muy claro el camino.

El ruso dejó muy lentamente los cubiertos sobre el plato y le miró fijamente a los ojos cediéndole la palabra.

—Voy a empezar mi obra, y mi fuente de inspiración será lo que tanto te obsesiona —anunció sin levantar la mirada del pez espada.

—Me parece una gran idea —comentó mecánicamente.

—¿Sí?

—Por supuesto. Si crees que ha llegado tu momento realmente, no hay razón para posponerlo. Ahora dime, ¿me has llamado para que te acompañe en el camino?

—Solo si tú quieres.

—Gracias. Para tomar la decisión, solo necesito saber qué parte de ti ha tomado la decisión.

—No te entiendo.

—Sí, me entiendes, pero seré más claro. Si el Augusto sensible y creativo es quien ha tomado la iniciativa, podré ser tu copiloto. Si la ha tomado el Augusto siniestro, cuyo único afán es el de autoalimentar su ego, no tendré sitio en el coche.

—Yo soy Orestes, pero ni siquiera me llamo así.

—Por supuesto. Tu nombre es Augusto Ledesma, nacido un 22 de marzo de 1978. Niño primero maltratado y, después, adoptado. Con graves carencias afectivas y claras tendencias sociopáticas. La forma en la que tú decidas llamarte, chavalín, es del todo intrascendente.

Orestes esbozó una sonrisa que no entraba en el abanico de posibles reacciones que esperaba el psicólogo.

—Entonces, ¿no me acompañarás en este viaje?

—No habrá tal viaje.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque el conductor que has elegido no conoce la ruta, solo el destino. Te saldrás en la primera curva y pondrás fin a una obra que nunca existió. Tú eres el acelerador y el freno, ambos imprescindibles para conducir, pero no tienes ni idea del pedal que tienes que pisar en cada momento. Te estrellarás. Esta será mi última lección, y la factura de esta magnífica comida, tu último pago.

—No hay problema. Te demostraré lo equivocado que estás. Tengo el depósito lleno, el navegador listo y pienso arrancar antes de lo que piensas.

Carapocha cogió los cubiertos, cortó un trozo de atún rojo y lo mojó en la salsa de jalapeños. Antes de metérselo en la boca, le preguntó:

—¿Me avisarás cuando hayas metido el equipaje en el maletero?

—Por supuesto. Es el periplo que has deseado hacer toda tu vida y creo sinceramente que te has ganado el derecho de acompañarme.

—¿Quieres probar esta delicia? —preguntó ofreciéndole el trozo que tenía pinchado en su tenedor.

—No, gracias, me gustan los platos más cocinados.

—Como quieras.

El sabor picante de la salsa enmascaró por completo la exquisitez del atún. Carapocha maldijo por dentro mientras masticaba el bocado exhibiendo una enorme y forzada sonrisa.