No es un paso atrás, es un paso más

Residencia de Stefania Gaspari

Piazza Goldoni (Trieste)

14 de abril de 2011, a las 18:15

El Emperador solía decir que un revés nunca es un paso equivocado, es un paso más en dirección opuesta a la que tienes que seguir. Relativizar los fracasos en cualquier ámbito de la vida hace que estos sean aún más difíciles de digerir. Yo solía hacerlo hasta hace no mucho tiempo, pero el proceso evolutivo en el que estaba inmerso me había llevado a descubrir una nueva vía para superar la decepción; esa víbora que se esconde bajo tantos y tantos disfraces —revancha, desquite, resarcimiento o represalia—. A mí siempre me ha gustado llamarla por su nombre: venganza.

Draco dormiens nunquam titillandus[60].

Al regresar a casa tras el fiasco de la operación Gaspari, me metí en la bañera para tratar de relajarme y metabolizar mi furia. Wagner me ayudó a conseguirlo, y empecé a diseccionar la situación cuando me sentí algo más sosegado. Entonces, traté de recurrir a mis cualidades empáticas, esas de las que carezco, para meterme en la piel de Komovi y tratar de entender los motivos por los que se había marchado de la casa de una forma tan precipitada. Como era lógico, no llegué a ninguna conclusión, pero de forma empírica argumenté que el asunto pudiera explicarse desde la necesidad de relatar lo ocurrido a la heredera del imperio Gaspari. El guardaespaldas no era ningún estúpido, e intuí que habría decidido que era el momento de tomar el relevo desde su posición de consorte. La ostentación de poder es el germen más vigoroso de la codicia. Para ello, tendría que dar la cara frente a Stefania y supuse que la habría citado en el nidito donde solían verse a las afueras de la ciudad. Decidí que la mejor forma de dar con la mole era mediante ella, y tenía que saber aprovechar la ventaja que suponía estar muerto.

Puede que la empatía no fuera una de mis virtudes, pero lo suplía con mi facilidad para elaborar razonamientos lógicos aunque a la postre equivocados. No habría freno que detuviera ese tren y, con las calderas repletas de negra ansiedad, un Augusto renacido de las cenizas de la determinación se pondría en marcha.

Lo siguiente era separar lo urgente de lo importante. Primero, calmar el dolor de mi dedo anular, así que busqué en Internet la forma de hacerme un vendaje inmovilizando las dos primeras falanges. Luego, bajé a la farmacia de la Piazza San Giovanni y compré Nolotil en ampollas, cuya eficacia es proporcional a su repugnante sabor. Estoy convencido de que todos los integrantes de la plantilla del laboratorio que lo fabrica son absolutamente inmunes al dolor, porque si tan solo uno de ellos lo hubiera probado alguna vez ya lo estarían comercializando hasta con sabor a sandía. Les deseé a todas aquellas ratas de laboratorio y a sus familias el peor de los finales. Más tarde llamé a Luka, mi proveedor de perico, y quedé con él en el bar Venier de la Piazza Goldoni, a cinco minutos de casa, frente al ático en el que vivía Stefania Gaspari. Me dijo que tardaría veinte minutos y aproveché para acercarme a Agraria Righi, la tienda a la que solía acudir para el mantenimiento de los cuatro bonsáis que tenía en mi apartamento de Via del Toro. Normalmente los trabajaba siguiendo el estilo Hokidachi, como me enseñó mi madre, con especies de troncos rectos y ramas que salen a la misma altura conformando una copa simétrica y redondeada. Todas las tardes les dedicaba unos minutos y lucían bastante bien, sobre todo las dos coníferas. Tras el fiasco Gaspari me tuve que hacer con otro kit de herramientas, y aunque los ciento veintiséis euros me parecieron excesivos para la calidad y la cantidad de utensilios que incluía, no me dolieron prendas y lo pagué. Luka llegó puntual y le compré cinco gramos de esa coca que, según aseguraba, era pura al noventa por ciento. Lo comprobé de inmediato en el baño y me centré en lo más importante: recuperar mis pertenencias, entre las cuales ya consideraba como mío el ejemplar de Crimen y castigo que encontré en la casa de Don Daniele, sin olvidarme de mi Glock de porcelana.

Había llegado el momento de actuar de nuevo, pero quise darme unos minutos que invertí observando con detenimiento la Piazza Goldoni. Los triestinos más académicos proferían injurias contra los que habían tratado de hermanar el neoclasicismo de las fachadas decimonónicas con otros elementos modernistas; sin embargo, a mí me parecía un espacio arquitectónico tan rocambolesco como sublime. Miré al cielo. Las nubes se movían a gran velocidad a pesar de que no notaba viento alguno en la cara. Aquella incongruencia la consideré un buen presagio. Inspiré profundamente y me dirigí hacia el portal número 1 de Via Silvio Pellico. En esa misma calle, unos pocos metros más adelante, arrancan las escaleras que suben a la zona monumental de San Giusto, entorno en el que cohabitan la insigne basílica románica, el castillo y los restos romanos. Durante la fase preparatoria de la fallida operación Gaspari, vigilé la rutina de Stefania, y muchas noches terminaba subiendo hasta allí para contemplar aquella ciudad en perfecta armonía con el mar y la montaña. No tenía anotado ningún día en el que hubiera llegado a casa antes de las 23:00 y siempre lo hacía sola.

Empujé la puerta, que permanecía abierta hasta las 19:00 para facilitar el acceso a las muchas oficinas y despachos que albergaba aquel edificio. Su formidable fachada de color amarillo pálido lo hacía un tanto especial. Utilicé las escaleras para llegar hasta arriba sin cruzarme con nadie y analicé la situación al llegar al rellano del ático. Al ver las dos puertas supuse con acierto que se trataría de dos apartamentos independientes reformados para sumar metros en una única vivienda. Sin embargo, solo la situada frente al ascensor tenía cerradura; de lector biométrico, por cierto. Simplifiqué para dar con el camino correcto. Me las arreglé para anular el plafón que proporcionaba la luz en aquella planta y me senté a esperar tranquilamente en las escaleras. No podía escuchar música, tenía que estar muy atento al sonido del ascensor, así que recurrí a mi otro vicio: la lectura. Hacía pocos días que había comprado Hambre, del noruego Knut Hamsun, en la Libreria Antiquaria por 14,50 euros. Pude haberla comprado en inglés, pero decidí hacerlo en italiano siguiendo mi procedimiento habitual de perfeccionamiento de un idioma. Sus páginas me ayudarían a relajarme durante la espera. El eco de los nudillos en el rellano precedió a la apertura del libro. Recuerdo que iba por la página 202 en el momento en que oí que el ascensor se ponía en marcha de nuevo. No se había registrado movimiento alguno desde que cerraron las oficinas, y aquello alimentó mi estado de alerta: guantes, herramienta, pasamontañas y mochila a la espalda. Se paró en el tercero. Pude escuchar los tacones de una mujer, el sonido de unas llaves introduciéndose en una cerradura y el ruido de la puerta al cerrarse. Me volví a sentar y exhalé el aire que había retenido de forma inconsciente en mis pulmones. Seguía convencido de que, antes o después, Stefania tendría que aparecer. Tenía fe ciega en mis convicciones.

No había terminado el capítulo cuando volví a escuchar el ruido del motor del ascensor. Mi Hublot marcaba las 23:20. Tardaba unos tres segundos por piso desde la planta baja, pero llevaba trece y no se había parado. Tenía que ser ella. Me pegué a la pared y me sequé la mano derecha del sudor de modo que pudiera asir con seguridad el rastrillo kumade para liberar raíces de bonsáis. Aquella herramienta purificadora era, sin lugar a dudas, la adecuada: tenía un mango de madera y una triple prolongación metálica en forma de gancho rematada en punta que, aplicada sobre el cuello, causaría el efecto que buscaba. Cuando paró en el ático, me cubrí con el pasamontañas y esperé a que Stefania saliera del ascensor. Tal y como había visualizado, la hija de Don Daniele ni siquiera se percató de mi presencia en la penumbra. En el preciso momento en que puso el dedo sobre el lector biométrico y la luz cambió a verde, me abalancé sobre ella por la espalda. Le tapé la boca con la mano izquierda y le presioné el cuello con el kumade. Seguidamente, la empujé al interior de la vivienda y cerré la puerta con el pie.

—Si emites un solo sonido, te desgarraré la yugular como a un cerdo —amenacé en italiano con voz suave pero firme.

Se puso rígida y volví a saborear esa delicatessen de nombre poder.

Medía aproximadamente un metro sesenta y no me resultó complicado llevarla casi en volandas hasta el primer cuarto de baño que encontré. Noté cómo temblaba y aquello reforzó mi estado de ánimo. Una vez dentro, empujé la puerta, la senté en el retrete y, sin darle la espalda, eché el pestillo. Calculé unos doce metros cuadrados en planta rectangular: cuatro de largo por tres de ancho. Desde la puerta, me quité el pasamontañas y pude ver que el miedo se reflejaba en sus retinas. Sabía que aquello surtiría efecto. El hecho de que un delincuente actúe a cara descubierta provoca que la víctima especule con la razón por la que al asaltante no le importa ser reconocido. Y no es bueno conjeturar si la integridad de uno mismo está en entredicho; en absoluto. Sin dejar de mirarla, le ordené llenar la bañera de agua. Por suerte —para ella—, no tuve que repetírselo. Desconcertada, tardó unos segundos en moverse mientras le recordaba que mantuviera la boca cerrada si quería salir indemne de aquella. Con un visible temblor de piernas, abrió el agua, puso el tapón y se volvió a sentar.

—Ahora, desnúdate.

Residencia de Ramiro Sancho

Barrio de Parquesol (Valladolid)

Había llovido durante toda la tarde y la noche era limpia y fresca, de esas en las que a uno le apetece verse envuelto por su oscuro manto en compañía de alguien. No era el caso del inspector Sancho, cuyo único acompañamiento en los últimos meses seguía siendo la frustración, a la que había tratado sin éxito de dejar atrás durante los cuarenta y cinco minutos de carrera. Sudando, desencantado, entró en casa justo cuando empezó a sonar el móvil; el reloj del teléfono decía que eran las 23:30. Se preguntó quién llamaría a esas horas, y al ver en la pantalla que se trataba de un número extraño, rechazó la llamada. Fue a la cocina para beber agua. Lo hizo directamente de la botella, ventajas de no compartir la vida con nadie. El móvil volvió a sonar y se fijó en el número; empezaba por +381 y, esta vez, se impuso la curiosidad.

—Sancho —contestó con voz grave.

—Ramiro, buenas noches, siento molestarte tan tarde.

El inspector se quedó paralizado, como si el mundo hubiera pisado el freno hasta el fondo. En su cabeza pudo ver el rostro de Steve Buscemi.

—Ramiro, ¿sigues ahí?

—Aquí sigo, Armando, aquí sigo…, descompuesto y sin novia.

—Me alegra oír que sigues con eso que solo tú confundes con el humor.

—¡Hay que joderse! —jadeó—. Supongo que no me llamas después de tanto tiempo para contarme uno de tus chistes, ¿no?

—¡Vaya! Te pillo en mal momento. Quiero decir, ¡en un gran momento!

—Pues no, venía de hacer algo de deporte a ver si consigo quitarme algo de esta mala hostia que me dejaste, jodido bolchevique. A mi edad, cada vez cuesta más recuperar el aliento. Y ahora, dime, ¿me vas a contar qué se te ofrece o se trata de una llamada de cortesía? Que palabras de cortesía suenan bien y a nada obligan.

—Echaba de menos tu refranero.

—Te invito a casa para escuchar una sesión en vivo y en directo. Dime de una vez qué coño quieres.

—Está bien. —Hizo una pausa—. Se trata de Orestes.

Sancho contuvo el aliento y buscó donde sentarse. El retrete le pareció un buen sitio.

—Augusto, querrás decir.

—Para mí siempre ha sido, es y será Orestes.

—Te escucho —expresó en tono adusto, a la expectativa.

—Sigue vivo.

El pelirrojo se levantó y tensó con fuerza los músculos de la mandíbula. Notó que el corazón galopaba en su pecho y la sangre se le acumulaba en las sienes.

—¡¡¡Hijo de la gran puta!!! —vociferó—. ¡Lo sabía! ¡Sabía que le habías dejado marchar!

—Tuve que hacerlo, no tenía otra opción, pero, como te dije en su día, te daré la oportunidad de decidir lo que has de hacer conmigo.

—¡¡Sabía que le habías dejado marchar!! —repitió.

—Ramiro, te ruego que me permitas hablar. Soy consciente de que estoy cometiendo una gran imprudencia al contarte todo esto por teléfono, pero es muy importante que hagas el esfuerzo de escucharme. El asunto se me fue totalmente de las manos, lo sé, pero no podía permitir que me inculparan como instigador y arrastrar conmigo a mi hija si quería tener la oportunidad de enmendar mis errores. En aquel instante, lo decidí así porque sabía que, tarde o temprano, daría con él. Sin embargo, no te llamo para exponerte mis razones.

—¡Me importan una puta mierda tus razones! ¿Lo entiendes? No quiero saber por qué le permitiste escapar, nunca seré capaz de entenderlo. ¡Qué hijo de puta! ¡¡Qué hijo de la gran puta!! Y… ¿se puede saber por qué cojones me cuentas esto ahora?

Carapocha invirtió unos segundos en contestar.

—Porque le hemos localizado.

Sancho volvió a sentarse; esta vez, en el sofá del salón, hasta el que se había trasladado sin saber muy bien cómo. Estaba tratando de sosegarse cuando se dio cuenta de que algo en su interior acababa de volatilizarse. Era esa garra que le llevaba presionando el estómago desde hacía ya más tiempo del que era capaz de recordar. Ya no la sentía.

—¿Estás más calmado?

—Lo estoy intentando, maldita sea, lo intento. ¿Le habéis localizado? ¿Dónde?

—Así es, le hemos localizado —reiteró—. Tengo a más gente colaborando conmigo. Sabemos dónde está. Estamos seguros.

—¿Cómo de seguros?

—Seguros al cien por cien a día 13 de abril.

—¿Por qué debería fiarme de ti?

—Ya te demostré que no puedes, pero te aseguro que conocemos incluso en qué distrito tiene su domicilio o, para ser más exactos, desde qué lugar aproximado se conecta habitualmente a Internet.

—¿Cómo de aproximado?

—El nodo abarca unas dos mil viviendas.

—¿En qué ciudad?

—¿Seguro que quieres saberlo? ¿Qué vas a hacer, Ramiro?

—Voy a pedirte que no me toques los cojones. No tienes derecho a hacerlo. Dime en qué puto rincón del planeta se esconde ese malnacido.

—Tienes razón, te pido disculpas. Te lo pregunto directamente: si te digo su paradero, ¿irás a por él?

—Ese es el motivo, ¿verdad? Me lo cuentas para que te haga el trabajo sucio, cabrón.

—Puede ser, pero no puedo tomar la decisión sin saber qué ves cuando cierras los ojos.

—Armando, deja de tocarme los cojones.

—Está bien, amigo, siento haberte molestado. Ahora, tengo que colgar…

—¡¡¡Veo sus caras!!! —gritó—, y la tuya, y la de Martina y las de todas las víctimas. Y también me veo a mí con cara de idiota, esa que tengo desde aquel día. Apenas malduermo unas horas y no descanso ninguna. Y tú, querido amigo, ¿qué ves?

—Yo no tengo conciencia ni necesito dormir.

—Eso que ganas, cabrón.

Un silencio atronador se adueñó de la conversación. Sancho se pasó la mano por el mentón y notó que los dedos se hundían demasiado en su pelirroja barba.

—Alguien dijo una vez que tienen más importancia los silencios de los amigos que las palabras de los enemigos —comentó el psicólogo.

—¿Y en qué grupo me incluye su eminencia? —preguntó el inspector notablemente malhumorado.

—No quieras saberlo —agregó—. Augusto está en Trieste.

—¿En Italia? ¡¿Y qué coño hace en Italia?!

—Eso se lo tendrás que preguntar a él.

—¿Está en activo?

—Parece que no. Por lo menos, no se ha registrado ninguna muerte violenta en los periódicos locales desde noviembre de 2010. No obstante, estoy seguro de que volverá a matar. Lo hará antes o después.

—Pues ese futuro cadáver tendrá mucho que agradecerte a ti —dijo con saña—. Es mi turno de preguntar: ¿por qué me lo cuentas precisamente ahora?

—Como te digo, lo descubrimos el 13 de abril; es decir, ayer.

—Y tú ¿qué vas a hacer?

—Yo estoy metido en un lío del que tengo que salir antes de pensar en meterme en este otro de lleno; no obstante, te ayudaré en todo lo que esté en mi mano.

—Por supuesto, que el imbécil del policía pelirrojo te libre de este marrón. ¿Crees que no me doy cuenta de que estás tratando de utilizarme?

—Uno no utiliza a otro si el otro no se deja utilizar. La decisión es solo tuya.

—Por supuesto que lo es. ¿Qué esperas, que me quede en Valladolid de brazos cruzados? Sabías perfectamente cuál sería mi reacción y por eso me quieres involucrar de nuevo.

—Cierto, y porque te lo debo.

Sancho le regaló una carcajada nerviosa que rebotó a través del teléfono de su interlocutor por todo el bulevar Despota Stefana.

—Que una vez me manejases como a un pelele no significa que lo sea. Tú no mueves ni un solo dedo por algo que no sea en tu propio interés.

—Te equivocas, Ramiro, pero no voy a tratar de convencerte de lo contrario. Pensé que tenía que decírtelo y lo he hecho. Te brindo la oportunidad de poner las cosas en su sitio con Orestes si es que lo consideras necesario, pero, si decides no intervenir, yo mismo le daré caza más tarde o más temprano. Te digo más: cuando lo haga, me comprometo a avisarte para que puedas descansar tranquilo.

—¿Ahora el psicólogo se dedica a aplicar tratamientos a medida? —preguntó con intención.

Carapocha se pensó la respuesta.

—Echa un vistazo a la edición de hoy del Sankt Peterburgskie Vedomosti o a la del Delovoy Peterburg.

—¿San Petersburgo? Así que has vuelto a la madre patria… ¿Me llamas desde allí?

—No, ahora estamos en Belgrado. Lo comprobarás por el prefijo del número desde el que te estoy llamando. No me importa que lo sepas, estás en tu derecho si quieres venir a por mí.

—Trieste o Belgrado…

—Belgrado o Trieste, elige. Yo tengo que dejarte, pero puedes llamar a este número de teléfono, +381 112 686 255, si me necesitas. Es del Hotel Moskva; aquí, en Belgrado. Pregunta por Marija, ella te dirá cómo contactar conmigo. Buenas noches, Ramiro.

Sancho no contestó. No porque no quisiera, sino porque no supo qué decir. Se sentó en el suelo con la atención puesta en algún objeto del salón y la mente puesta en un aeropuerto, pero sin un destino decidido: Trieste o Belgrado.

Luego se duchó, se vistió y salió de casa. Inconscientemente lúcido, sus pasos le llevaron hasta la avenida de Salamanca y siguió caminando con rumbo errático pero firme. Dejó a su derecha las obras de la plaza del Milenio y al cruzar el Pisuerga por el puente del Cubo notó que la temperatura descendía algunos grados. Encerrado en sus divagaciones aceleró el paso, como si quisiera huir del frío o escapar de la celda de sus pensamientos. Al pasar cerca del edificio Riosol no pudo evitar fijarse en la terraza del comisario Mejía; sin embargo, aquella no era su meta y reemprendió la marcha. Minutos después se plantó frente a la fachada de la iglesia conventual de San Agustín, con la mirada perdida en la calle Santo Domingo de Guzmán, justo en el lugar donde aquel día se cruzó con Augusto Ledesma. La zona estaba bien iluminada por dos puntos de luz situados a muy poca distancia en la pared contraria; sin embargo, Sancho no veía más que tinieblas y no reunió el coraje necesario para cruzarla.

Permaneció allí parado por tiempo indefinido, inmóvil, viajando con la mente en vuelo directo hacia una ciudad del Adriático.

Residencia de Stefania Gaspari

Piazza Goldoni (Trieste)

Stefania no se movió, juraría que ni pestañeó. Di dos pasos y le mostré el rastrillo, que, para ella, no era más que un triple gancho terminado en punta extremadamente peligroso.

—No me malinterpretes, no pienso tocarte, si es lo que estás pensando. Solo quiero que te quites la ropa y te metas en la bañera.

Tenía un cuerpo bonito y bien cuidado; saltaba a la vista que había pasado por cirugía en varias ocasiones: aumento de pecho, colágeno en los labios, dientes blanqueados, manicura y pedicura recientes, posiblemente operada de la nariz y más pinchazos de bótox que un toxicómano en el antebrazo. Por asociación de ideas, me vino a la mente la imagen de ese desgraciado al que tuve que desfigurar y de cuyo nombre no conseguía acordarme en aquel momento. No le di mayor importancia. Noté una ligera erección y reconocí que la chica estaba muy follable, pero la violación me parecía un acto cargado de cobardía e inmundicia, muy alejado de mis intenciones y principios. De hecho, reconozco que más de una vez me había entretenido pensando en las atrocidades que le causaría a un violador.

—Muy bien, Stefania. Como te he dicho antes, no voy a hacerte daño si sigues al pie de la letra todo lo que te ordene. Métete en la bañera. Despacio.

Hizo lo que le mandé como un autómata y, en cuanto se sentó, esposé su mano izquierda a la llave del agua caliente. No opuso resistencia, y entonces me di cuenta de que no había escuchado su voz. El terror devora la locuacidad, eso lo sabía por experiencia.

—¿Está bien la temperatura? Me ocuparé de echar más agua caliente cuando se vaya enfriando, no quiero que te resfríes. ¿Te importa que fume? Llevo sin fumar unas cuantas horas esperando a que llegaras.

Ella asintió con un casi imperceptible movimiento de cabeza.

—Mil gracias. Ahora que ya estamos más relajados, voy a contarte por qué estoy aquí y qué quiero que hagas.

Le di una calada al Moods antes de continuar hablando, retuve el humo unos segundos saboreando la nicotina y me presenté:

—Soy el hombre que ha disparado a tu padre.

De repente, el semblante contraído pero terso de Stefania se metamorfoseó en un paisaje repleto de acantilados y cráteres. Comprendí al momento que Komovi no la había informado de nada y creo que me arrepentí de habérselo dicho, aunque supe disimularlo.

—¿Cómo has dicho? —Acertó a balbucear.

Pensé bien lo siguiente que iba a decir.

—Ya veo que tu novio no ha tenido cojones para contarte todo lo que pasó anoche.

—¡¿Has matado a mi padre?! —exigió saber elevando la voz en un tono que no me gustó en absoluto.

—Sí. Tuve que hacerlo y te reunirás con él antes de lo que crees si vuelves a levantar la voz —le aseguré.

Stefania se cubrió la cara con las manos ahogando algo parecido a un llanto. Dejé pasar unos minutos, en los que elaboré mi nueva estrategia y seguí hablando en cuanto noté que se calmaba.

—Tu padre me contrató para matar a Drago. Se había enterado de lo vuestro y no pensaba consentir que un simple mercenario se hiciera con el trono del imperio Gaspari. Mis órdenes eran entrar en la casa, dejarle inconsciente e inmovilizarle para que, una vez despierto, él mismo pudiera ajustarle las cuentas. Luego, fingiríamos un robo con resultado fatal para su fiel guardaespaldas, pero salió mal y tuve que improvisar. Disparé a tu padre antes de que Drago me neutralizara y tratara de matarme con una inyección letal que, como ya habrás supuesto, no tuvo el resultado que tu amante esperaba. —Sonreí—. Él se ha llevado algunas de mis pertenencias y las quiero recuperar. ¿Me sigues?

Stefania asintió.

—Estupendo. Lo estás haciendo francamente bien. Lo siguiente que quiero que hagas es que llames a Komovi. Por cierto, ¿sabías que le llaman así?

—Sí.

—¿Y tú cómo le llamas? —pregunté, solo para tratar de que se relajara.

—Drago.

En ese preciso instante me di cuenta de que el temor había dado paso al odio. Lo asimilé como una respuesta natural y no se lo tuve en cuenta.

—Le vas a decir a Drago que el tipo que ha disparado a tu padre está contigo en casa y que va a matarte —le guiñé el ojo— si no me trae la mochila que me robó con todo su contenido en menos de una hora. ¿Tiene él llaves de esta casa?

—Sí.

—Lo suponía. Tienes que dejarle muy claro que te llame al móvil cuando esté en la puerta y yo le iré dando instrucciones. Si haces algo distinto a lo que te he dicho, mueres. Si él no llega a tiempo, mueres. Si no me trae mi mochila, mueres. Si no sigue mis órdenes al pie de la letra o intenta algo, mueres. ¿Hablo italiano lo suficientemente bien como para que me hayas entendido?

—Lo hablas suficientemente bien, maldito bastardo —escupió.

Aproveché ese momento para recordarle quién estaba al mando de la situación y, sin mediar palabra, sujeté el purito en la comisura de la boca para liberar mi mano derecha. No vio llegar el puñetazo, no se lo esperaba y los músculos del cuello no ofrecieron oposición alguna. El impacto hizo que la cabeza experimentara un retroceso que terminó violentamente contra los azulejos de ese baño de alta alcurnia. El chillido se solapó con el sonido hueco de la pared. Rompió a sangrar de inmediato y no sabía si echarse las manos a la cara o a la nuca. No abrí la boca, le transmití con la mirada todo lo que tenía que decirle. Aquello fue un gran acierto. No volvió a faltarme al respeto, cosa que solo sucede si alguien pierde credibilidad. Necesitaba que ella tuviera muy presente en todo momento que su vida estaba en mis manos, y, aunque pueda sonar cobarde, hizo que me sintiera bien.

—Dime dónde está el cuadro eléctrico.

—En el recibidor —respondí.

—No me obligues a golpearte de nuevo.

Efectivamente, allí estaba. Quité la tapa y desatornillé el cajetín del diferencial dejando visibles algunos cables. No necesitaba más, pero me quedé allí unos minutos haciendo tiempo y algo de ruido para que Stefania lo escuchara.

El arte del engaño consiste en hacer creer, no en engañar.

Cuando volví al cuarto de baño, me fijé en que tenía el labio superior visiblemente hinchado y que parte de la mejilla derecha, donde había recibido el impacto, estaba empezando a amoratarse. Hice como si me interesara por su estado auscultando visualmente la zona. Después, descolgué el espejo y lo coloqué en el pasillo de tal forma que pudiera ver la entrada principal desde mi posición.

—He puenteado el interruptor del diferencial de potencia —anuncié—. Ya no saltará en el caso de que se produzca un pico de corriente. ¿Sabes cuándo sucede eso?

No contestó, pero supe que me había entendido perfectamente.

—Dime, ¿dónde tienes el secador? No lo veo por aquí. ¿En el baño de tu habitación, quizá?

Acerté. Recorrí la casa disfrutando lo bien decorada que la tenía y no aprecié ningún olor que me llamara la atención. No me importa admitir que me provocó cierta envidia. Muebles modernos de corte rectilíneo ocupando los espacios de forma sensata y coherente. Cada objeto en su lugar y un lugar para cada objeto. Sin concesiones a la arbitrariedad, creando armonía en cada microambiente mediante el uso juicioso de gamas de colores: tostados y dorados en las zonas de tránsito, blancos y plateados en el salón rompiendo la horizontalidad predominante, alternando elementos dispuestos intencionadamente en vertical con columnas pintadas de negro. Su habitación era cálida y, a la vez, sintética, con la zona del vestidor diferenciada del resto empleando una acertadísima disposición de la iluminación. Pasé por la cocina para armarme con el cuchillo más intimidatorio que encontré. Por desgracia, no lucía el tamaño del que utilicé con la pareja de dóberman, pero ya me había deshecho de él junto con el humidificador y el inhibidor. Si todo salía como esperaba, no tendría que utilizarlo. También cogí un bonito pero práctico salero y volví al baño pensando que Stefania era una mujer de gusto selecto; casi me daba reparo tener que matarla.

—Aquí estoy de nuevo. Te felicito por tu casa, yo sé apreciar todo el trabajo que le has dedicado. Sobresaliente —califiqué al tiempo que enchufaba el secador y comprobaba su correcto funcionamiento.

Cuando lo encendí, Stefania encogió las piernas y trató de liberarse de las esposas haciéndose daño en la muñeca.

—Tres mil vatios… ¡¡Me encanta!! —exclamé forzando el tono—, aun sabiendo que la potencia poco interviene en la electrocución.

Completé la pantomima vertiendo por completo el bote de sal para cocinar y removí el agua con el empeño y cariño que pone una abuela en su guiso especial. Noté que ya se había templado y abrí el grifo con el punto rojo. Hice una pausa dramática mientras agitaba el agua antes de seguir hablando.

—La sal común es para conseguir que las moléculas de agua se dividan en iones y mejore sustancialmente la conductividad. Cuanta más temperatura, mejor, bueno…, peor para el que está a remojo. Espero no tener que utilizar el secador porque el problema de las electrocuciones en la bañera es que la corriente no tiene un punto de entrada y otro de salida; la electricidad circularía por tu cuerpo como la bola de un pinball antes de desaparecer a través de tu muñeca izquierda, que es la que está en contacto con la grifería. La muerte sobreviene por parada cardiorrespiratoria en pocos segundos; prácticamente, no sufrirás, pero tu bonita y cuidada piel… —dije chasqueando la lengua justo antes de acariciar su trémulo hombro con dos dedos— se te va a chamuscar por completo. Los músculos se contraen haciendo que el cuerpo adopte una postura casi inverosímil, aunque lo peor no es eso, lo realmente desagradable es el olor —me esforcé por poner el más asqueroso y repelente de los gestos—: tejido quemado, pelo achicharrado, órganos internos cocidos…, repugnante. No es un método que suela utilizar con mucha frecuencia, pero funciona si quieres hacer daño a la familia de la víctima. Es el súmmum de la deshumanización. El cadáver podría parecer el de un ser humano o el de un animal, créeme.

Apagué el secador y lo dejé apoyado en el lavabo, a escasos dos metros de la bañera. Metí de nuevo la mano en esta y cerré el grifo cuando entendí que estaba suficientemente caliente. El vaho se había adueñado de la atmósfera sin yo percatarme.

—¿Estás más tranquila? ¿Crees que puedes llamar a Drago y convencerle de que haga lo que te he dicho?

Asintió y extendió la mano para coger el teléfono.

—Si se te cae el teléfono accidentalmente al agua, a mí se me caerá el secador. Puedes estar segura… —le advertí guiñándole el ojo de nuevo, luciendo hoyuelos.

Ella empezó a hablar sin dejarme terminar la frase. Afiné el oído y me cercioré de que, efectivamente, la profunda voz del montenegrino estaba al otro lado. A Stefania le temblaba la suya, pero supo explicarse como si le fuera la vida en ello. Tras unos segundos, con un a presto, se despidió y me devolvió el teléfono. Miré la hora; las 23:49.

—Lo has hecho muy bien. ¿Te ha dicho cuánto tardará?

Negó con la cabeza.

—Estaba conduciendo, pero no me ha puesto pegas cuando le he contado que tenía como máximo una hora. Vendrá.

—Sí, yo también lo creo.

Abrí el libro por la página 214 y encendí otro Moods. De nuevo, encontré la relajación que necesitaba en la lectura. La prosa de Hamsun era realmente prodigiosa.

A las 00:18, sonó el teléfono y me sobresalté. Era Komovi. Miré a Stefania y sonreí antes de taparle la boca con cinta adhesiva. La adrenalina se me disparó. Rechacé la llamada y escribí un mensaje en italiano.

Bienvenido a la fiesta, amigo. Te faltó cloruro de potasio o bromuro de pancuronio para acabar conmigo. Quiero que te quites toda la ropa y esperes mis instrucciones. Si entras con algo más que mi mochila y el móvil, Stefania muere.

Me puse el dedo índice sobre los labios y me giré hacia Stefania. Encendí la luz del recibidor y pude escuchar ruido tras la puerta. Me coloqué en la zona desde la que podía ver la entrada a través del reflejo del espejo antes de apagar la luz del baño.

Entra con tu llave, quédate en la puerta y tira mi mochila y tus armas desde ahí.

Oí el sonido de la llave y pude distinguir la silueta montañosa de Komovi recortada bajo el quicio de la puerta. Aquel hombre tenía un físico imponente. Me intimidó, lo reconozco. Arrojó mi mochila a escasos centímetros de la puerta del baño y, algo más lejos, lo que intuí que debía de ser su arma por el sonido que hizo al golpear el parqué.

Vuelve a salir y espera instrucciones.

Pude ver que leía el mensaje y miraba en derredor tratando de analizar la situación. No le di tiempo y volví a escribir:

Sal ya o Stefania muere.

Se giró lentamente y salió. Yo me moví de inmediato para agarrar mi mochila y su arma. Era un revólver talla XL que me metí por dentro del pantalón. Comprobé que estaba todo, incluido mi ejemplar de Crimen y castigo. Mi flamante tesoro. Encajé el silenciador en mi Glock artesanal y me aseguré de que estuviera cargada. Hollywood ha conseguido que la gente crea que un disparo con silenciador suena como un leve silbido; no es así. Es cierto que un buen supresor como el mío amortiguaría bastante el ruido, pero no deja de ser un fuerte chasquido de unos ciento veinte decibelios. Similar al que producen mis nudillos, pero mucho más amplificado. Por suerte, solo había cuatro viviendas ocupadas en aquel bloque; una en el primero, dos en el segundo y otra en el tercero. Tenía que arriesgarme. Me situé a unos tres metros de la puerta de la calle y escribí:

Entra despacio, que nadie oiga tus pasos.

Abrió de nuevo la puerta y, apuntándole con el arma, le invité a entrar y cerrarla tras de sí.

El Emperador me enseñó a disparar con bala cuando le demostré que era capaz de matar a un ser vivo con cartucho. Siempre insistía en que relajara los brazos y las piernas; que el arma era una prolongación de mi mano; que apuntara a un sitio único en el que quisiera que impactara el proyectil; que acariciara el gatillo antes de apretarlo. Años después, viendo la película El patriota, me conmoví al escuchar los consejos que Mel Gibson trasladaba a sus hijos pequeños: «Blanco pequeño, error pequeño».

En cuanto Komovi estuvo frente a mí, me buscó con la mirada. Pude darme cuenta de que sabía muy bien lo que iba a pasar.

—Ein kleiner Mensch stirbt, nur zum Schein…

La onomatopeya del chasquido sonó seis veces interrumpiendo mis versos.

Komovi se llevó las manos al pecho con rabia, como si quisiera arrancarse la piel. Cayó de rodillas, apretando los dientes. Antes de desplomarse hacia delante como un árbol centenario tras ser talado, noté que el móvil vibraba en mi mano.

Deja que ella viva, te lo ruego.

Residencia de Ramiro Sancho

Barrio de Parquesol (Valladolid)

Apuró el segundo Jameson en menos tiempo incluso que el primero. Se notaba aparentemente sosegado, alternando el apasionado masajeo del mentón con intermitentes pero cautelosos tirones de los pelos de la barba. El debate interno en el que se encontraba inmerso estaba siendo tan intenso como mortecino el balance de los últimos meses.

El inspector había centrado sus esfuerzos en que no se diera el caso por cerrado, pero colisionó frontalmente con el muro levantado por Travieso y las alambradas de espino de Pemán. Ni siquiera pudo conseguir que aprobaran un análisis comparativo del ADN de los cadáveres de Mercedes Mateo y su supuesto hijo desfigurado a martillazos. Aquello hubiera desmontado toda la trama y reabierto el caso, pero como ya predijo Carapocha, lo único que lleva a la verdad es la necesidad de saber y, precisamente de todo aquello, ya nadie quería saber nada. Como aderezo, a raíz de la muerte de Bragado, los medios de comunicación destaparon varios turbios asuntos en los que aparecía su nombre, lo cual hizo que si alguien hubiese dudado de su culpabilidad, terminara de convencerse por completo. Solo consiguió ser escuchado por la juez Miralles, pero Aurora había extinguido su crédito apoyando las erráticas teorías del inspector Ramiro Sancho. Únicamente Álvaro Peteira y Áxel Botello le otorgaron cierta credibilidad. Sin embargo, ambos le habían aconsejado aquella noche en que salieron de borrachera tras el entierro de Mejía que se olvidara de todo, que tratara de seguir con su vida. Life goes on, le dijo Botello al dejarle en casa. Y algo de caso sí que les hizo, pero confundió los términos y se olvidó de vivir. Las semanas fueron pasando y, para el mes de marzo, la primavera árabe y el terrible tsunami ocurrido en Japón se habían llevado los ya casi inexistentes comentarios sobre los asesinatos que todavía revoloteaban por las calles de Valladolid. Trabajaba todas las horas que podía para no encontrarse consigo mismo, como un autómata, sin implicarse ni un ápice más de lo que le exigía el cargo. Nada personal. Por las noches, raramente conseguía dormirse antes de las dos de la mañana y, cuando por fin lo lograba, transitaba errático por las capas más altas, donde los sueños no son más que inconexos y borrosos recuerdos. Había pasado de los tranquilizantes a los remedios caseros; probó con varios que le había visto preparar a su madre: leche hervida con tres dientes de ajo partidos o infusiones de hojas de lechuga fresca. Un día, llegó a mezclar ambos y no vomitó la cena porque ya no solía cenar. Luego, recurrió a los ansiolíticos, pero nada surtía efecto. Solo el Jameson conseguía parar la intrusión de aquellas imágenes cautivas en su retina. Algunas veces, también le invadían las de la casa de Carapocha, visionando una y otra vez las últimas escenas sin poder discernir si Augusto estaba realmente muerto. Otras, eran los fotogramas de las víctimas: los ojos sin párpados de María Fernanda, el olor de la casa de Mercedes, el amasijo de tejidos por la cara de aquel drogadicto o la pared de la bodega de Bragado convertida en improvisado lienzo surrealista. Pero, sobre todo, se repetía la inerte serenidad del semblante de Martina dando paso a los días que pasaron juntos para después repetirse de nuevo en un bucle infinito con las palabras de Mejía «Ese hombre se alimenta de carroña, créeme» como banda sonora. En apenas tres meses, Sancho se había transformado en un remedo de sí mismo y su resistencia estaba llegando al límite, pero todo aquello carecía de importancia en aquel momento.

Removiendo los hielos con el índice, pensaba en cómo seguir el rastro de Augusto y de Carapocha, Carapocha y Augusto; maestro y discípulo, instigador y ejecutor. Tras regresar de su paseo nocturno, buscó información en Internet sobre la ciudad más oriental de Italia y la Wikipedia le desveló la clave: allí había vivido James Joyce, autor de Ulises y creador de los personajes Leopold Bloom y Stephen Dedalus. Todo encajaba. La información tenía que ser cierta y, antes del siguiente trago, ya no existía otra opción que viajar a Trieste vía Venecia en el vuelo que salía el sábado a las 14:15 desde Barajas. Cuando terminó esa copa, ya tenía decidida la fórmula a seguir para arreglar su situación profesional: excedencia voluntaria por razones personales; motivos de salud, dos años. Comprobó que tenía ahorros para aguantar ese período sin cobrar y puso el cronómetro en marcha, desgranando los primeros segundos de los más de sesenta y tres millones que se acababa de regalar para dar caza a Augusto y ajustar cuentas con Carapocha.

Metido en aquella melé de pueriles reflexiones, el espíritu irlandés volvió a ser su mejor aliado. Empezó a notar cómo su primera línea, formada por el entusiasmo, el deber y la cólera, empezaban a empujar a la de su rival, compuesta por el deterioro, la desidia y el abandono. Otro trago más y les pasaría por encima. No tardó en conseguir el ensayo de castigo, justo antes de que la somnolencia pitara el final del partido.

Residencia de Stefania Gaspari

Piazza Goldoni (Trieste)

No sabría decir si estuve dos décimas o dos minutos sin poder despegar la mirada de la pantalla de aquel móvil, leyendo una y otra vez el mensaje pre mortem de Komovi. Aquella montaña con apariencia humana acababa de hacer saltar mis planes por los aires.

—¿Y ahora, qué? —le pregunté con insistencia a Drago, que yacía inmóvil.

Una viscosa mancha de color burdeos ganaba terreno lentamente sobre el parqué del recibidor como el avance de la lava de un volcán que acaba de entrar en erupción. Maldije a aquel mercenario enamoradizo que había quedado tendido boca abajo con el móvil agarrado en la mano. Por muchas vueltas que le diera, nada cambiaba el hecho de que aquel hombre había dado su vida por la de otra persona; no me lo esperaba, y eso me descompuso por completo. Rompió todos mis esquemas y, paradójicamente, no supe qué hacer. Me enfadé tanto que le apunté a la cabeza.

No disparé.

Cogí aire y entré en el baño. Stefania no había presenciado la escena, pero supo lo que había sucedido al verme aparecer. Respiraba de forma entrecortada y me imploró piedad con cada músculo de su cara. Yo aún llevaba el arma en la mano y la dejé caer antes de sentarme en el suelo.

Necesitaba recolocar las piezas.

El plan no incluía dejar testigos vivos. Única norma: planificación, procedimiento y perseverancia. Ahora bien, la cuestión era dilucidar qué pasaría si, finalmente, decidía respetar la última petición de Komovi. ¿Existía alguna forma de que no me delatara? Matándola, me contesté. Tiene que haber otra forma, deseé.

—¿Tienes algo de valor en la casa?

—¿Está muerto?

—Lo está —dije con voz neutra—, pero ahora no deberías preocuparte por él, estoy tratando de salvar tu vida como me ha rogado —la informé enseñándole el mensaje—. Contéstame, ¿tienes algo de valor en la casa?

Stefania afirmó con la cabeza dejando que sus ojos se anegaran de lágrimas.

—La caja fuerte está detrás del cabecero de mi cama. Hay joyas y algún dinero en efectivo.

—¿Cuánto?

—No lo sé —repitió varias veces—. Unos cinco o seis mil euros, pero hay mucho más en joyas. Llévatelo todo, la combinación es dos giros completos a izquierda, ocho, tres a la derecha, ochenta y uno, cuatro a la izquierda, dieciocho —desveló titubeante.

—Ten muy presente que no necesito tu dinero ni tus joyas. Tengo mucho más del que puedo gastar, pero tendré que llevármelo todo si queremos aparentar un asalto con robo. Ahora bien, ¿cómo puedo confiar en que no darás mi descripción a la policía o que no lanzarás a los sicarios de tu padre en mi búsqueda?

—Yo solo quiero vivir —sollozó.

—Eso no es suficiente. Necesito una garantía.

—Me marcharé muy lejos, empezaré una nueva vida y se me olvidará tu cara.

Negué con la cabeza y emití un chasquido con la lengua. Me saqué los nudillos y llegué a la conclusión de que, necesariamente, tendría que abandonar Trieste si decidía dejarla con vida. Me sentía francamente cómodo en esa ciudad, las dos únicas arrugas de imperfección que le pude encontrar tenían que ver con la fauna que recorría sus calles y surcaba los cielos: gatos y gaviotas. Los primeros, de un tamaño formidable, tenían su centro de operaciones en la zona portuaria y desde allí hacían sus incursiones por la ciudad con total y absoluta impunidad. Las perniciosas aves, hienas con alas, eran una auténtica plaga acústica y sanitaria, bombardeando los insignes edificios y a sus habitantes con infames excrementos. Tampoco me gustaba nada la presencia de las goliardias, equivalente a los infames tunos españoles, aunque rara vez me había cruzado con ellos. Siempre he deseado astillar una de sus malditas guitarras contra el suelo solo por disfrutar de la cara de impotencia e incredulidad de alguno de esos pseudoestudiantes disfrazados de bufones.

En líneas generales, podría afirmar que me encontraba bien en Trieste, pero quizá las Moiras estuvieran tejiendo mi destino en otra parte. Me pregunté si habría llegado el momento antes de regresar al presente.

—Stefania, tengo que marcharme.

Ella se acurrucó esperando el final.

—No puedo soltarte, pero me aseguraré de que te encuentren mañana. Dale las gracias a tu novio. Mantén viva su imagen, porque era mucho más noble que la mayor parte de las personas que habitan este maldito mundo. Haz honor a su recuerdo, yo me llevaré parte de él —le anuncié—. Estoy seguro de que él lo habría entendido.

Stefania no podía articular palabra. Le temblaba todo el cuerpo y no era precisamente por el enfriamiento del agua.

—Adiós —me despedí desde la puerta.

La lava casi llegaba a la puerta y tuve mucha precaución de no pisarla. Vacié la caja fuerte y metí todo en mi mochila; en efecto, allí había mucho dinero en billetes de quinientos euros y en joyas. A continuación, volví al recibidor, rodeé el volcán y me agaché para mirarle a los ojos. Los tenía abiertos pero sin brillo, como si los acabaran de barnizar. No sentí pena ni nada que se le pareciera, pero me hubiera gustado que las cosas no hubieran terminado así para aquel hombre. Con las tenazas de poda gruesa, le amputé la primera falange del dedo anular de la mano izquierda y lo guardé en el plástico de un paquete de tabaco que encontré en el mueble del recibidor.

Ningún artista deja su obra sin firmar.

Me coloqué la ropa y comprobé mi reloj: las 00:31, hora de bajar el telón. Cuando estaba dispuesto a salir, escuché un susurro en mi cabeza que pronunciaba a gritos el nombre de aquel desgraciado, Mario. Los gusanos plantearon el sortilegio al tiempo que me revelaban la clave.

Me detuve en seco frente a la puerta principal.

Ablata causa, tollitur effectus[61] —dije con la entonación de quien acaba de descubrir el sentido de la vida.

Solo yo decidiría el camino.

Cerré la puerta desde el interior de la vivienda.

Lo que sucedió después solo podría explicarse siguiendo el argumentario completo de la voracidad racional.

En mi cabeza resonaba de nuevo Dies irae, pero esta vez del Réquiem de Verdi. Me puse los cascos, lo busqué y subí a tope el volumen antes de iniciar una coreografía de acciones involuntarias y orquestadas por la filarmónica de Berlín.

Los primeros movimientos, de extremo vigor, consiguieron estremecerme por completo.

Dies irae, dies illa.

Y de nuevo el viento, la cuerda, y la percusión en perfecta armonía.

Dies irae, dies illa.

Solvet saeclum in favilla

teste David cum Sybilla.

Las privilegiadas voces masculinas y femeninas del coro dirigían una inagotable concatenación de actos reflejos, pero meticulosamente controlados y precisos, sincronizados con el ritmo que marcaban los timbales.

Dies irae, dies illa.

Solvet saeclum in favilla

teste David cum Sybilla.

Algunos podrían pensar que aquello solo fue un acto macabro y cobarde, pero yo ya estaba bajo el influjo del arte, manipulado absolutamente por aquella sobredosis instrumental. Conservo el recuerdo muy fresco, aunque como si fuera la vaga evocación de un sueño vivido en primera persona.

Me fui serenando en la misma medida en la que se fueron aplacando las voces del coro, como hacía sor Crescencia en aquel orfanato. Me pregunté si todavía viviría aquella extraordinaria mujer.

Quantus tremor est futurus,

quando judex est venturus

cuncta stricte discussurus.

Así fue como rematé mi primer dies irae.

No sería el último.