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Y en mitad del relámpago llegó el mal de altura
Hotel Moskva (Belgrado)
9 de mayo de 2011, a las 10:12
En la vetusta y casi desértica recepción del céntrico hotel belgradense, un recepcionista entrado en canas sujetaba el teléfono por encima de su cabeza y, tapando el auricular con la palma de la mano, llamó la atención de Marija Grbić.
—Marija, un energúmeno insiste en hablar contigo, dice que es cuestión de vida o muerte.
—¿Cómo dices?
—Un tal Goran Jerčić, primero me ha pedido que le pasara con la habitación del señor Wurlf y, al no encontrarlo, me ha dicho que es amigo tuyo y que necesita hablar contigo. Se le nota muy exaltado.
Marija le hizo un gesto de hastío y agarró el teléfono.
—Dime, maldito loco. ¿Qué sucede?
—Marija, no tengo forma de dar con Armando, con Armando. Ha sucedido algo y tiene que dejar el hotel, ha sucedido algo. Tengo que localizarle, pero no me coge el móvil, no me coge. ¿Tienes forma de localizarle?
—Tengo su móvil, como tú. Pero ¿qué ha pasado?
—Llevo toda la noche llamándole, pero no me lo coge.
Marija sabía el motivo.
—¿Y a Erika? ¿Tienes el teléfono de Erika? —insistió Goran.
—Se han marchado esta mañana temprano. ¿No habían quedado contigo en Novi Sad?
—¡Mierda, sí, pero para comer! Estando a menos de una hora, tenía la esperanza de que todavía no hubieran salido, tenía la esperanza, la esperanza.
—Armando quería enseñarle la ciudad a Erika, por eso se han marchado a primera hora. ¿Qué sucede? Te noto alterado.
—No voy a ir. No puedo ir, no puedo. Tienes que decírselo tú. Debes localizarle como sea, como sea. Después de esta llamada, tiraré el teléfono para que no pueda dar conmigo.
—Goran, me estás poniendo muy nerviosa. ¿Me puedes decir qué demonios te pasa? —dijo levantando la voz y llamando la atención del hombre de gafas de pasta negra que esperaba impaciente en el tresillo rojo de la recepción.
—¡Mierda! Ahora no puedo explicártelo, no puedo. Trata de localizar a Armando como sea y dile que nos ha encontrado, que ayer estuvo en mi casa. ¡En mi casa! —repitió alterado—. Dile que me marcho con mi familia, que lo siento mucho. Tengo que protegerles, protegerles. No pude llamarle ayer por la tarde, estábamos todos en comisaría, todos en comisaría. ¡¿Comprendes?! Le llamé varias veces cuando salí, pero tenía el teléfono apagado, apagado. Dile que no puedo seguir adelante, no puedo seguir, no puedo.
—Trata de calmarte, Goran, apenas puedo seguirte. ¿Quién es él?
—Eso no importa ahora. Tú no lo entiendes, no lo entiendes. Solo dile que él sabe que están alojados en el hotel. Tienen que coger sus cosas y desaparecer cuanto antes. ¡¡No!! ¡Que no pasen por allí, que no pasen! Marija, tienes que localizarle, ¿me lo prometes?
—Voy a tratar de hacerlo ahora mismo, en cuanto cuelgue.
—Habla con Armando y avísale. Es muy importante, avísale. Tengo que marcharme ya, trataré de contactarle más adelante. Dile que lo siento mucho, lo siento mucho. Adiós.
Colgó.
Marija sostuvo el teléfono en la mano y vació la mirada en el vacío de la recepción. Inmediatamente, buscó en su móvil el teléfono de Carapocha. Seguía apagado. Maldijo entre dientes, como si escupiera pétalos de rosas negras, y se mordió con inquietud el labio superior.
Exteriores del Hotel Moskva (Belgrado)
El edificio era como un recorte de una fotografía pegado en el lugar equivocado, o quizá era el entorno lo postizo, como la peluca negra, las gafas de pasta y las lentillas verdes que lucía Orestes. Con paso decidido y mochila a la espalda, se dirigió a la recepción. Trató de controlar sus pulsaciones antes de empujar la puerta, pero no resultó, así que optó por fingir estar haciendo una llamada de teléfono y se sentó en un sillón de arcaico diseño tapizado de rojo prelado. Rebobinó hasta la escena en la que se había sentido tan estúpido, parado en mitad de una calle de Liubliana con la pistola en la mano.
El simple hecho de salir corriendo de forma impulsiva a la caza de aquel imberbe novio a la fuga y de no haberse dado cuenta de lo estéril y extremadamente arriesgado de su decisión le dejó muy tocado. Trató de encontrar consuelo sobrepasando su umbral del dolor, pero fue inútil y no le quedó otra alternativa que buscar refugio en la habitación del Hotel Grand Union. Dos puritos más tarde, se percató de lo comprometido que resultaba permanecer allí y se apresuró a hacer el pertinente check out para conducir de forma errática por las calles de la ciudad. Perdió la noción del tiempo sumido en aquel estado de turbación antes de centrar su interés en el dedo índice de la mano izquierda; todavía tenía los dientes marcados y la articulación estaba comenzando a hincharse; le dolía. Se paró en un semáforo y no pudo dejar de preguntarse cómo había sido tan necio. Un comportamiento indigno de su intelecto. Había sido incapaz de resolver con éxito un imprevisto. Quería demostrarse a sí mismo que estaba capacitado para zanjar el asunto con aquel traidor, pero un simple contratiempo había echado por tierra todo el plan. Pensar que la policía estaría buscándole en ese preciso momento le resecó el paladar. Orestes no conseguía entender el motivo por el que no había resuelto aquella situación de la forma adecuada. Solo tenía que haberles disparado a todos empezando por el disminuido de Skuld, los ojos y oídos de Pílades durante tanto tiempo. Tan sencillo como matarlos a todos, pero decidió salir detrás de la liebre como el más torpe de los podencos. Se repitió tantas veces lo cretino que era que casi llegó a creérselo.
Casi.
Luego, dio con la clave: no era un estúpido. Había actuado como tal, pero no lo era. Claro que no. Un majadero nunca lograría llegar al punto de desarrollo intelectual que él había alcanzado; un inepto no conseguiría burlarse de sus enemigos; un insensato no se percataría de que había actuado como tal. Orestes tenía talento, aunque la ejecución de los planes no era precisamente su mayor habilidad. Era una certeza y tenía que extraer las consecuencias positivas de aquello. Prueba y ensayo. Los genios alcanzan el éxito siguiendo el abrupto sendero del fracaso, se repitió. Tenía que aprender, no pensaba darse por vencido tan fácilmente.
Tras el análisis, consiguió serenarse y retomar el control de sí mismo. Le dolía el dedo, pero se alegró por ello; le serviría para recordar sus errores y aprender la lección. Algo más tarde, encontró un sitio para aparcar en una calle del que, supuso, sería uno de los barrios de la periferia. Los formidables edificios señoriales del centro de la ciudad se habían transformado, sin apenas darse cuenta, en una suerte interminable de bloques de hormigón. Era como si alguien hubiera bajado un telón invisible y, al subirlo, el escenario se hubiera transformado por completo. Aquella era otra ciudad bien distinta. Se mordió las uñas e hiperventiló. Ya se había enfrentado anteriormente a situaciones de ese tipo. Se tragó la ira y la dejó escapar lentamente por la boca. Solo tenía que estudiar bien la realidad de la situación, localizar correctamente los puntos conflictivos, aislarlos y encontrar las soluciones. Su talento le capacitaba para hacerlo e, incluso, le licitaba para equivocarse de vez en cuando. Lo prioritario en aquel momento era su propia seguridad, por lo que diseccionó con calma los hechos sin salir del coche. Había seguido escrupulosamente su autoimpuesto protocolo de protección personal: país nuevo, identidad nueva. Se había registrado en el Grand Union como Widel-Jarlsberg, ciudadano noruego cuyo nombre hacía honor al del misterioso personaje de la fabulosa novela de Knut Hamsun, Hambre, que tanto le gustaba a Augusto. Estaba seguro de que el novio, viendo el percal, no habría parado de correr hasta la comisaría más cercana, y la policía eslovena habría acudido de inmediato a la casa. Ahora bien, no tenía tan claro que Skuld hubiese sido capaz de explicarlo todo con pelos y detalles; eso implicaba revelar sus oscuras actividades en la red y su relación con Pílades. Pensó en la posibilidad de que lo hubiera camuflado todo en un intento de robo; o al menos, eso era lo que deseaba. Después, se percató de que los del hotel no tardarían en informar de la identidad con la que se había registrado y, por supuesto, de la matrícula del Audi A6 con el que había llegado. Aquello solo les llevaría a seguir un camino equivocado. No obstante, llegó a la conclusión de que debía abandonarlo de inmediato y hacerse con otro vehículo para dejar el país. Lo limpió a conciencia, tiró la llave a un contenedor de obra y cargó con su mochila. Abrió la aplicación AroundMe y tecleó en el buscador «rent a car». El alquiler de coches más cercano al lugar en el que se encontraba estaba en el 140 de Dunajska Cesta, a menos de tres kilómetros. A continuación, buscó una tienda de ropa en el itinerario y se dirigió hacia allí caminando a buen ritmo. El cuerpo le pedía correr, pero no quería llamar la atención. Ya había cometido todos los errores permisibles en un día, con lo que se propuso no cometer ni uno solo más.
Se esforzó por pensar en positivo y focalizar sus próximos objetivos: salir cuanto antes de la ciudad y dirigirse a Belgrado. Así lo habían planificado. El hecho de no haber podido concluir con éxito la parte de Skuld no modificaba en absoluto lo establecido. Ya se lo contaría todo en cuanto encontrara el momento propicio. Repasó mentalmente las identidades completas con pasaporte, tarjeta de crédito y licencia de conducir que aún tenía sin utilizar. Solo le quedaban dos y se prometió a sí mismo que, en el preciso instante en que terminara de romper con el pasado, se daría un tiempo para reconstruir nuevamente el perímetro de seguridad. Pílades y Erika encabezaban el listado de objetivos, seguidos por el inspector Sancho, y no se olvidaba de ese sucio conspirador de Skuld, ese maldito disminuido tarado.
La tienda de ropa resultó ser solo de prendas deportivas, así que se disfrazó de seguidor del equipo de balonmano local —el RK Celje—, cuyos jugadores lucían sin mucho acierto una fusión entre el amarillo limón y el verde lima que, lejos de atraer miradas, provocaba el efecto contrario. Una gorra con un macho cabrío bordado en ella y una cazadora parca deficientemente confeccionada le otorgaron cierta seguridad para llegar hasta el negocio de alquiler de vehículos. Se llevó una desagradable sorpresa cuando le comunicaron que no disponían de coches de gama alta, pero se tragó el orgullo y eligió un Mercedes Clase B de color gris metalizado. Para él, era como una Scenic con extras, pero ya era algo el hecho de ir luciendo la estrella de la marca alemana. Introdujo Belgrado en el navegador: autopista E70 y 530 kilómetros por delante sin paradas. Aquello no le preocupó en absoluto; Orestes sabía que, a veces, la distancia no se mide en kilómetros. Salió de Liubliana a las 17:16 y llegó a Belgrado a las 22:07 sin percance alguno para salir de Eslovenia, cruzar toda Croacia y entrar en Serbia. La ciudad le recibió con una lluvia fina pero firme e intensa, y buscó un hotel cualquiera donde pasar la noche. Se alojó en el Zira, que no era el mejor de la ciudad ni mucho menos, pero sí suficiente para descansar y relajarse: limpio, moderno y funcional. Luchó contra el apetito a base de tabaco y dando vueltas a la jornada que le esperaba el día siguiente. Eran más de las dos de la madrugada cuando se dejó arrastrar por el sueño. A la mañana siguiente, se despertó temprano, con energías renovadas. Lo primero que hizo fue planificar el asalto al Moskva. Un taxi le dejó en la puerta.
Arrellanado en aquel extravagante sofá, invirtió algunos minutos más en relajarse examinando el entorno. Se fijó en un hombre de unos cincuenta años que permanecía inmóvil viendo la vida pasar tras el mostrador. Otra mujer de parecida edad, entrada en carnes y de pronunciadas facciones, pululaba de un sitio a otro recorriendo toda la recepción. El suelo era de mármol y en él se dibujaban unas sobrias formas cuadradas en blanco y gris; en el techo técnico de pladur, se incrustaban plafones de iluminación extensiva tipo pescadería. El mostrador estaba revestido en su parte superior por un acolchado del mismo color que el sofá en el que estaba sentado.
Por fin, se vio con arrestos suficientes para interpretar su papel y se incorporó, pero entró una llamada justo en el momento en el que iba a dirigirse al recepcionista. Algo le hizo observar la escena con atención y no le hicieron falta subtítulos para descifrar lo que estaba pasando, a pesar de no entender serbio. Reconocer el nombre que figuraba en la placa identificativa de la mujer a la que pasó el teléfono le ayudó bastante.
La voz del recepcionista, un tipo canoso, le hizo perderse el final del otro diálogo.
—Señor, ¿en qué puedo ayudarle? —preguntó en inglés.
—Sí, disculpe. Tengo una habitación reservada a nombre de Pernath, Etham.
El hombre tardó cinco segundos en comprobarlo.
—Efectivamente, aquí está —confirmó.
En el ascensor, camino de la habitación 319, ya había modificado los planes.
«Por fin, un golpe de suerte. La fortuna es para quien la busca», pensó.
Tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener la euforia.
Dunavska Ulica (Novi Sad)
—Es una pena que el tiempo no acompañe. Cuando sale un rayo de sol, los serbios se tiran a las terrazas como si no hubiera un mañana —comentó Carapocha con el paraguas en la mano.
—¿Quién sabe?
—Siempre hay un mañana, pero eso no implica que uno lo vaya a ver. Eso es cierto.
—Tan cierto como que cada día te cuesta más andar. Te lo noto.
—Son estas calles empedradas, que no están hechas para el tránsito del ser humano. Estoy igual de mal que ayer y estaré igual de mal mañana. No te preocupes por eso.
Un hombre con gorra azul oscura, gafas de sol y manos enormes caminaba guardando las distancias con el móvil pegado en la oreja sin mantener conversación alguna. Carapocha se fijó en la hora que marcaba un reloj de agujas que sobresalía de la fachada de una joyería; las dos menos diez.
—Es raro que todavía no me haya llamado Goran. El jodido chiflado siempre llega con media hora de antelación a todos los sitios y suele llamar para preguntar dónde está el otro.
—Un tipo curioso ese Goran, como tu forma de cambiar de tema. Muy sutil.
—No sé si «curioso» es el adjetivo que mejor le define, pero sí, es un ser humano excepcional; a la altura de mi sutileza. Ya que insistes, voy a llamarle —dijo con ironía, exhibiendo su colmillo—. ¡Joder, si lo tengo apagado… desde anoche!
—¿No disturbar? —comentó Erika con intención.
El móvil empezó a pitar nada más lo hubo encendido y el semblante del psicólogo se tornó sombrío.
—Algo no va bien. Tengo ocho llamadas de Goran, tres desde el hotel y una más desde el móvil personal de Marija.
Carapocha se detuvo en medio de la calle peatonal y devolvió la llamada al cracker ante la atenta mirada de Erika.
—No lo coge. Esto no me gusta.
Probó con el número de Marija. Al segundo tono, contestó exaltada:
—¡Santo Dios, Armando, ¿dónde demonios estabas?!
—Dios y el demonio en una misma frase no puede indicar nada bueno. Dime qué está pasando —solicitó con forzada moderación.
—Sobre las diez, Goran ha llamado alteradísimo para decirte que no iba a acudir a la comida, que tenía que marcharse. Quería advertirte que no vinieras al hotel, que él estuvo en su casa ayer por la tarde y que sabe que estáis alojados aquí.
Carapocha rumió las palabras aliñadas en agitación antes de regurgitar la respuesta.
—Entendido.
—¿Entendido? ¿Me vas a explicar qué está pasando? ¿Quién es él? ¡Goran parecía realmente aterrado!
Carapocha no respondió. Erika supo leer en sus abultados ojos grises lo que estaba sucediendo y su cerebro reaccionó buscando el paquete de Amsterdamer en su mochila.
—¿Estás ahí?
—Estoy. Trata de mantener la calma, te lo ruego.
—Has dicho «aquí». ¿Estás todavía en el hotel? —Quiso saber Carapocha.
—Aquí sigo. Hasta las tres.
—Muy bien. Desde Liubliana, hay cinco horas y media por carretera. Si Goran dice que estuvo ayer en su casa, debió de llegar ayer por la noche u hoy por la mañana. Comprueba en el libro de registro los clientes que hayan llegado al hotel ayer, después de las 18:00 —precisó el psicólogo.
—Pero ¿vas a decirme quién es él?
—Eso no es importante ahora. Por favor, céntrate en lo que te pido.
—¡La madre que parió a todos los malditos rusos! Espera un segundo.
En realidad fueron cuarenta y seis.
—Total, sesenta y tres entradas.
—Bien. Sencillo. Elimina a las mujeres y a los niños.
—Quedan cuarenta y uno.
—¿Ha entrado algún grupo?
—Espera.
Erika encendió el cigarro y le solicitó información con ese conciso gesto que consiste en levantar las cejas. Su padre asintió por respuesta.
—Dos —confirmó Marija.
—Bórralos a todos de la lista.
—Quedan veintiuno.
—De acuerdo. Vamos a hacer lo siguiente, imprime ese listado y pon alguna excusa para marcharte de inmediato en cuanto termines. Vete a algún sitio público. No vayas a casa ni te quedes en el hotel. Esta noche, nos veremos en Kafana Dačo. ¿Me has escuchado?
—Sí, sí…, te he escuchado —confirmó arisca—. Cuando te vea, vas a tener que explicarme todo esto muy clarito para que yo lo pueda entender. ¿Me has entendido tú a mí?
—Es una historia muy larga, cariño.
—¡Como el tiempo que me queda por vivir! Y no me vengas ahora con tonterías, que se me van a saltar las varices.
—Está bien, te lo explicaré todo esta noche. Nos vemos a las nueve en punto.
—A las nueve en punto —repitió de mala gana.
—Marija…
El silencio se adueñó de la conversación.
—Siento mucho todo esto.
—Está bien.
—Haz lo que te he dicho, por favor.
—Lo haré.
—Gracias.
Tras colgar, un volcán de cólera contenida erupcionó de forma krakatoana y se produjo un estallido gutural irreconocible antes de que se liberaran ríos de lava en forma de viscosos e irreconocibles improperios en ruso. Aquello no era propio de la idiosincrasia de su país natal, pero él lo había heredado de su padre, y este del suyo. Reminiscencias de la sangre española que circulaba por las venas del psicólogo criminalista. Erika dio una intensa calada al cigarro para terminar con la existencia del mismo segundos más tarde contra el suelo. Luego, lo recogió y lo tiró a una papelera cercana. Detestaba ver colillas tiradas; de hecho, esa mañana ya había contado ciento setenta y cuatro.
—¿Ya? —preguntó ella.
—No. Necesito un lugar para pensar con calma. ¿Eso es un bar? —indagó señalando una calle que salía a su derecha.
—Parece.
—Pues vamos.
El hombre de las manos enormes observaba la escena a través del reflejo del cristal de un escaparate.
Carapocha y Erika reanudaron su camino sin mediar palabra. El gesto de preocupación del psicólogo contrastaba con el inexpresivo semblante de su hija. «Ciento setenta y siete», pensó. El Gerila Bar apenas tenía tres clientes tomando pintas de cerveza. El local estaba decorado todo él de camuflaje con una red por techo repleta de hojas selváticas, predominando los colores verde floresta y marrón espesura. Cuando Carapocha vio las siluetas del Che Guevara, Fidel Castro y otros irreconocibles guerrilleros revolucionarios, no pudo evitar una exagerada mueca de desprecio.
—Ernesto Guevara se revuelve en su tumba cada vez que colocan su imagen al lado de la de Fidel Castro. Un héroe audaz y un vil villano. La revolución del individuo no tiene nada que ver con que un individuo arrastre a todo un pueblo a la revolución. El día en que se mueran estas momias del pasado, peregrinaré para orinar en las flores que, a buen seguro, adornarán sus mausoleos. En cierta ocasión, Robbie me dijo que no es lo mismo orinarse en las manos a que te salpiquen los pies de pis —lucubró sin venir a cuento—. Algún día, entenderé el significado de aquellas palabras.
—Papá…, ¿te parece que retengamos ahora nuestros orines y nos centremos en quitarnos la mierda que acaba de caernos encima?
Carapocha asintió.
—La situación es la siguiente: sin el informe de Goran, no sabemos la rutina de Mladić y, por tanto, tendremos que buscar un plan alternativo que hará todo más arriesgado; de eso, no hay duda. Esto nos va a retrasar. ¡Maldita sea, tenemos que quitarnos de encima a Orestes!
—¿Cambio de planes? —preguntó mostrando signos de inquietud.
—No queda otra.
—¿Por qué estás tan seguro de que se encuentra en Belgrado?
—Le conozco bien. Tiene la necesidad primaria de saldar cuentas conmigo… y contigo. Matarnos le provocaría un placer al que no puede dar la espalda, y si no lo ha hecho antes es porque no podía saber dónde estábamos. Ahora que lo sabe, sus impulsos le habrán llevado hasta Belgrado con total seguridad; si estoy en lo cierto, hasta el Moskva. Tenemos que anticiparnos.
—Anticiparnos —repitió ella—. ¿Pensar como él?
—Exacto.
—Si lo que quiere es salpicarnos de pis, debe tenernos delante. No aparecerá en nuestra habitación para meternos un tiro en la cabeza. Necesitará tomarse su tiempo para disfrutar del momento, esa es su debilidad.
—Molodets, Erika[86]!
—Déjame seguir. Soy Augusto y tengo ganas de mear —dijo dando rienda suelta al estado eufórico propio de su bipolaridad—. Me he registrado en el hotel para estar cerca de mis objetivos, aunque es más que probable que estén alerta. He dejado con vida a Goran, y seguro que este ya les ha puesto sobre aviso. Tú me conoces y sabes que iré a por ti y a por tu hijita. Este es el punto que más me excita: intuyes que voy a por ti, pero no me importa. Ellos pensarán que mi plan consistirá en utilizar un cebo para atraer al padre, pero yo también te conozco y sé que tratarás de anticiparte a mis movimientos. Antes o después, averiguaréis en qué habitación estoy e iréis a por mí, y allí os estaré esperando.
Erika tuvo que detenerse para coger aire. Carapocha aprovechó la pausa para intervenir.
—Es una posibilidad, pero no pienso jugarme esta partida a una sola carta. Hay que introducir variables que él desconozca.
—¿Qué variables?
—Otro jugador.
Castello di Miramare (Trieste)
No era la primera vez que Sancho visitaba el castillo de Miramare, una de las joyas más preciadas de aquella extravagante ciudad atrapada entre el Carso y el Adriático. El complejo arquitectónico había sido mandado levantar a pie de acantilado por Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria y posterior emperador de México, como prueba de amor hacia su mujer, Carlota de Bélgica. Desde el mirador de los cañones, la blanca silueta almenada y mayestática de la construcción se recortaba nítidamente sobre el azul cian de un cielo totalmente despejado. La claridad del día le forzaba a entornar los ojos a pesar de llevar puestas las gafas de sol.
«Otra vez en vía muerta sin saber por dónde seguir. ¡Hay que joderse, el puto día de la marmota! Siempre dos pasos por detrás, siguiendo la estela de cadáveres que va dejando ese malnacido… Si ha abandonado la ciudad, no tendré forma de seguirle. Tengo que decidir qué hago ahora, puedo seguir colaborando en esta investigación por si somos capaces de descubrir algo o ir a Belgrado y encontrarme con Armando. Jodido Carapocha, no sé cómo voy a reaccionar cuando le tenga delante. Debería meterle un tiro en la cabeza con el Magnum 44, eso es lo que debería hacer si tuviera un par de cojones. Y luego, ¿qué? Puta mierda. ¿Seguirá en Belgrado? Podría llamarle y tratar de verle. Tengo que enfrentarme a eso. Aunque también me puedo volver a mi puta casa y dedicarme a la vida contemplativa o irme a Tailandia con Áxel, follar todo lo que pueda y olvidarme de todo, rehacer mi maldita existencia… ¡Ojalá pudiera! Necesito dormir. Tengo que descansar y hablar con Gracia, quizá ella pueda ayudarme a tomar una decisión. Sí. Me gusta esa mujer, pero no pienso cruzar la frontera. No pienso cagarla de nuevo, pero algo me dice que se siente atraída por mí, o quizá es que le doy lástima. Tengo que afeitarme de una puta vez, ni eso consigo. Esta tarde, lo haré sin falta y, luego, iré a ver a Gracia. Quizá quiera cenar conmigo. ¿Qué día es hoy? Lunes de mierda. Tendrá que cuidar de Alessandro. Quizá un café. Eso es, llamo a Gracia de camino al hotel, me arreglo esta barba de mendigo y hablo con ella».
Se concentró tratando de identificar los sonidos. En la distancia, el inconfundible batir de las olas contra las rocas, el persistente bullicio de cientos de pájaros alborotados y el constante rumor de las hojas al ser acariciadas por las ráfagas de aire que soplaba entre las ramas.
—Scusi, ci può fare una fotografia? —le preguntó una voz femenina.
—Prego —accedió como un autómata.
Cuando Sancho miró a través de la pantalla para encuadrar la instantánea, no pudo evitar centrar su atención en ella. Morena, de pelo largo y brillante; el flequillo rectilíneo llegaba hasta la montura de las gafas de sol con las que cubría sus ojos; en su rostro ovalado y anguloso, unos labios rojos y finos dibujaban una sonrisa distinguida; lucía un vestido negro con lunares blancos que resaltaba las curvas de su delgada y esbelta figura. En cierto modo, le recordó a Gracia. Por fin, pulsó en el icono de la cámara y quiso hacer otra en vertical. Se fijo en él, un tipo rapado al cero con un jersey liso de color naranja. No tardó en identificarle.
—Perdona. Tú eres el representante de jugadores de rugby, ¿no? ¡Joder, el amigo de Dani Navarro! ¿Verdad?
El tipo rapado se sorprendió.
—¡Coño, no te había reconocido! ¡Menuda coincidencia! ¿Qué haces por aquí? —preguntó el representante.
—Es difícil de explicar, ¿y vosotros?
—Pues tampoco es sencillo. Verás, mi chica y yo nos conocimos aquí hace quince años. Ella es Olga.
—Encantado.
La onomatopeya del beso sonó por duplicado.
—Es el inspector Ramiro Sancho, compañero de Dani Navarro.
Ella le regaló un gesto afectuoso sin apenas mover un músculo de la cara.
—¿Así que os conocisteis en Trieste?
—Así es, de Erasmus. Ella estudiaba Económicas y yo, Historia. Ambos somos de Valladolid, pero no nos habíamos visto nunca hasta llegar aquí. Llevábamos un tiempo pensando en volver a esta ciudad, pero al final vas dejando pasar los años… Ya llevamos diez casados, casi nada.
—Sin duda. Hay que aprovechar los momentos —sentenció Sancho con voz grave—. ¿Y cómo va el negocio de los jugadores?
—Negocio, negocio… no es. Es más bien un tormento. Los clubes no tienen dinero, pero quieren a All Blacks por mil euros al mes y compartiendo piso. Los jugadores se creen All Blacks y aspiran a retirarse a los treinta en las Seychelles, y nosotros, los representantes, que somos los que más sabemos de este deporte, nos matamos por hacer alguna operación a cualquier precio, aunque solo sea por quitársela a otro agente.
—Bonito panorama.
—Muy halagüeño, sí.
—¿Sigues fumando Moods?
—¡Coño, qué memoria gastas! No, me pasé al tabaco de liar, que es bastante más barato. Ahora que lo mencionas, me está apeteciendo fumarme un par de cigarrillos con una cerveza fría. Hay una terraza aquí mismo. ¿Te apuntas?
—No puedo. En realidad, ya me marchaba. Estaba alargando el momento, pero llego tarde a una cita.
—Una pena. Escucha, anota mi teléfono. Nosotros estaremos aquí un par de días más por si te apetece salir a tomar algo.
—Perfecto —expresó registrando el número—. Me vas a perdonar, pero no recuerdo tu nombre.
—César.
—Eso es. Anotado. Me alegro de verte y encantado —le dijo a ella.
—Igualmente —respondió.
Sancho se rascó la barba mientras veía alejarse a la pareja y pensó que lo mismo se afeitaría la cabeza, como el representante. Se espoleó para dirigirse a la salida y coger el coche triturando lo extraño de aquella coincidencia. Él no creía en el azar ni en los golpes de suerte. Todo seguía el curso de lo establecido. A veces más rápido, a veces más despacio, pero casi siempre todo puede explicarse por la teoría de la causa y el efecto. Completamente seguro de tal certeza, sonó su móvil. Al reconocer el prefijo, se desplomaron los cimientos de aquella convicción.
—¡Armando! Precisamente estaba…, menuda casualidad.
—¿Acordándote de mis muertos? —completó.
—No. Más bien de ti, aunque aprovecho ahora que lo mencionas.
—¿De mí? Está empezando a apretarme el pantalón, Ramiro, no sabes lo feliz que me hace escuchar esas palabras de tu boca.
—Lo sé.
—¿Sigues en Trieste?
—Aquí sigo, recogiendo cadáveres, y no me preguntes si hay avances en la investigación porque no los hay.
—Estoy al corriente. Por tal motivo, quería plantearte algo al respecto. —Carapocha endureció el tono y Sancho lo percibió.
—¿Me siento o me ajusto el pañal?
Tras una breve pausa el ruso retomó la palabra.
—Te propongo que juntemos nuestras fuerzas para terminar con Orestes.
El sistema nervioso del inspector reaccionó como si hubiera metabolizado un gramo de efedrina. Se detuvo y distinguió a lo lejos el jersey naranja del representante, fumando y con una jarra de cerveza en la mano.
—¿Debo interpretar ese silencio como un sí? —Conjeturó el psicólogo.
—Sí —afirmó sin pensarlo.
—¿Tienes planes para esta noche?
—¿Estás en Trieste, jodido bolchevique?
—No. Sigo en Belgrado, pero necesito verte esta noche.
—¿En Belgrado?
—A cinco horas en coche. Hace no mucho tiempo, recorriste trescientos kilómetros para pedirme explicaciones. Ahora, te pido que recorras el doble de distancia para dártelas y para saldar una cuenta.
Sancho se tomó unos segundos.
—¿Augusto está en Belgrado?
—Sí, ha venido a por nosotros.
—Lo suponía. Dime sitio y hora.
El representante besó a su mujer y jugueteó con sus cabellos entre los dedos, pero Sancho ya estaba lejos, con el ceño fruncido y el espíritu azorado. Pensando en que quizá no todo pudiera explicarse por la ley de causa efecto, y que realmente la vida no fuera más que una suma de casualidades dispuestas al azar, se montó en el taxi.