
La frontera entre siempre o jamás
Estación de tren de Santa Lucia (Venecia)
16 de abril de 2011, a las 16:15
Sancho acababa de bajarse del taxi que había tomado en el aeropuerto Marco Polo para llegar sin contratiempos a la estación de ferrocarril de Santa Lucia. Tenía tiempo suficiente como para estar tranquilo, su tren a Trieste no partiría hasta las 17:00, pero aun así, se notaba algo nervioso. Quizá fuera por los motivos que le habían arrastrado hasta allí o por la pesadilla de aguantar con fingido gesto de interés la conversación en italiano con el taxista. El inspector no podía imaginar que se pudieran fabricar tantas palabras en los apenas veinticinco minutos que tardaron en recorrer los ocho kilómetros que les separaban del aeropuerto. No mantenía buenas relaciones con el gremio desde que, con catorce años, un taxi, que iba demasiado rápido y muy poco atento, le atropellara en el paseo de Zorrilla fracturándole la tibia. Como consecuencia de ello, no pudo jugar la final de rugby cadete del Campeonato de España en el que su equipo quedó campeón y tal afrenta fue definitiva para tachar definitivamente a los taxistas. Desde entonces, las veces que se había visto forzado a montarse en uno se contaban con los dedos de una mano; para su desgracia, aquel no sería el último. Sancho no hablaba italiano, se defendía bastante bien en inglés y los idiomas en general no se le daban mal, pero pensaba que, siendo español, entendería mucho mejor el idioma de Dante y Petrarca. El contexto del monólogo que mantuvo con el conductor fue futbolístico, de eso no cabía la menor duda, pero más allá de esa certeza, no sabría decir si al taxista le gustaba o no lo que unas veces denominaba «calcho» y otras «catso». Le pagó los treinta euros y, con un castellanizado «Chao, majete», cerró la puerta del vehículo con algo más de contundencia de lo que pretendía.
Unas cuantas horas antes, le había resultado mucho más sencillo de lo que inicialmente esperaba dejar resueltos los trámites administrativos para solicitar la excedencia voluntaria. En cuanto se lo expuso al comisario provincial Travieso, este lo recibió con un momentáneo gesto de sorpresa que se diluyó de inmediato en un prolongado suspiro de alivio. No puso ninguna objeción en aprobar los diez días de vacaciones con efecto inmediato, que era el plazo en el que calculaba que tendría la resolución desde Madrid a su solicitud. Si no, ya se encargaría él de resolverlo con sus contactos en la central. Para cuando se hubieran agotado esos dos años, a Francisco Travieso le quedaría el tramo final de su particular sprint hacia la jubilación, y aquella noticia significaba que haría parte del recorrido cuesta abajo. No se lo pensó y, deseándole mucha suerte, le despidió prolongando sus labios con una enorme y sincera sonrisa. Sancho se imaginó que el comisario provincial estaría pensando aquello de «Tanta gloria lleves como paz dejas», a lo que él supo corresponder elegantemente con un mudo «A mamarla, hijo de puta». Después, había aprovechado el resto de la jornada para despedirse del Grupo de Homicidios. Matesanz asumió el control con carácter provisional y, aunque a todos les pilló por sorpresa la noticia, Botello y Peteira parecían los más afectados; tanto que insistieron en llevarle a Barajas al día siguiente. Con el pretexto de recorrer Europa para tratar de digerir lo acontecido en los meses pasados y tras unos abrazos, Sancho se perdió entre el tumulto de la zona de embarque, arrastrando cariacontecido una pequeña maleta azul, pero con paso firme.
La estación de Santa Lucia era un hormiguero multirracial de turistas transitando de un sitio a otro sin presencia de comunicación verbal entre congéneres. Todavía restaba más de media hora para que saliera su tren con destino a Trieste. Pasó junto a un puesto de periódicos y revistas, y pensó que no estaría mal hacerse con algo de lectura para el viaje. Buscó entre las portadas de las revistas y localizó una de rugby: All Rugby. Él estaba suscrito a la revista Veintidós desde que salió en España y notó que tenía mono de información sobre el deporte del oval. Mientras esperaba la cola para pagar, se fijó en el titular de un periódico, Il Gazzettino: «Triplice omicidio a Trieste». Se abalanzó a por el ejemplar y siguió leyendo. Una donna e due uomini trovati morti ieri pomeriggio: una delle vittime è il famoso industriale Danilo Gaspari, ucciso a colpi di pistola nella sua casa a Barcola, mentre la figlia e la sua guardia del corpo sono stati uccisi nella centrale Piazza Goldoni. La polizia sta seguendo la pista del triplice omicidio a fini di furto oppure della rapina finita male con spargimento di sangue.
Sancho leyó todo el artículo y, a pesar de que había muchas palabras que no entendía, el contexto de la noticia era claro: triple asesinato en Trieste de un hombre de negocios relacionado con asuntos turbios, de su hija y de su guardaespaldas. Todos muertos a tiros aparentemente en un robo. Aquello no encajaba en el modus operandi de Augusto, pero anotó el nombre de la persona encargada del caso: l’ispettora capo della Squadra Mobile della Questura di Trieste, Gracia Galo. Con el ejemplar en la mano, se encaminó a las pantallas de treni in partenza, pero el suyo no aparecía por mucho que lo comprobara una y otra vez. Inquieto, miró de nuevo el billete que le había proporcionado la agencia de viajes y leyó: Treno 1332 destinazione Trieste Centrale. Andata, sa 16.04.11, 17:00. Partenza da Venezia-Mestre.
—«Escusi, siñorina» —improvisó abordando billete en mano a una señora de unos sesenta años, que comprobó el billete tras asimilar el sobresalto.
No, no, questo è Santa Lucia, Mestre è un’altra stazione.
Sancho repitió mentalmente la última frase de la señora sin dejar de mirar el reloj de la estación hasta que finalmente pronunció alto y claro:
—¡Hay que joderse!
Las 16:38. Salió como alma que lleva el diablo en busca de otro taxi y, antes de sentarse y cerrar la puerta, le gritó al taxista en «itañol»:
—¡A la estacione di Mestre! ¡Rápido, per favore!
Cuando este se dio la vuelta, asustado, reconoció su cara. Era el mismo tipo que le había llevado.
—«¡Ma daaai! Prendil treno dacua fino Mestre. Chi sono apena diechi minuti» —le sonó la frase a Sancho.
—No sé qué cojones me estás diciendo, pero arranca de una puta vez, que voy a perder ese tren.
El taxista se encogió de hombros y arrancó. El pelirrojo maldijo su suerte y resopló por la nariz.
—¿Arrivamos a las chincue? —preguntó de nuevo en itañol.
—Non lo so ancora. Vediamo il ponte della Libertà —respondió el conductor.
Sancho miró el reloj de nuevo, las 16:46 y no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaría el trayecto. Por suerte, ambas estaciones estaban relativamente cercanas y, a las 16:55, se tiró del taxi con un «Gracie mile». No pudo escuchar el «Spañoli del catso» con el que el taxista recogió los veinte euros que habían aterrizado en el asiento del copiloto. Conquistó a la carrera el recibidor de la estación buscando directamente los andenes. Un hombre con gorra le indicó con el brazo la dirección a tomar y, en cuanto llegó, se detuvo para leer los carteles azules con letras blancas. El reloj de la estación le decía que faltaban dos minutos para las cinco. Al trote, recorrió los andenes leyendo en voz alta.
—Udine, no; Budapest, no; Roma, no; Liubliana, no…
Por fin, pudo leer Trieste y esprintó para subirse al primer vagón. Todavía con la respiración entrecortada, recorrió el tren para encontrar su asiento, que, como dictamina Murphy, estaba en el último vagón. Cuando finalmente pudo sentarse, cayó en la cuenta. Soltó una gran carcajada que llamó la atención del resto de pasajeros al imaginarse al taxista en la grada de cualquier estadio de fútbol ataviado con la ropa que había olvidado en el maletero. Meneando la cabeza, murmuró:
—Hay que rejoderse…
Barrio de Stari Grad (Belgrado)
Caminar por el empedrado de la calle Skadarlija era como haberse remontado en el tiempo a aquellos años en que las ciudades tenían su propio aroma; su propia identidad. Olía a carne especiada, a café recién molido y la humedad del ambiente no hacía sino amplificar aquellos aromas. Los acordes de música tradicional eslava huían de cada rincón como queriendo inundar el resto de la ciudad con reminiscencias del pasado. Lo único postizo allí eran los transeúntes foráneos que deambulaban sin rumbo fijo buscando un lugar en el que reponer fuerzas. La cita era en el Tri Sešira, uno de los restaurantes típicos de Belgrado en el que podría pasar desapercibido dado que siempre estaba repleto de turistas.
Con las manos en los bolsillos y muchos recuerdos en la cabeza, Carapocha decidió romper el silencio que les había acompañado durante los últimos metros.
—Tu madre y yo solíamos venir a pasear por aquí en esta misma época del año, justo cuando anochecía y empezaba a refrescar. A ella le encantaba esa terraza —señaló—, donde mantenía conversaciones banales con un camarero que ya había sobrepasado los ochenta hace diez años. No recuerdo su nombre.
—No tiene que ser fácil para ti —supuso Erika.
—No, pero caminar por estas calles me ayuda a mantener vivo su recuerdo. Me alegro de haber venido a Belgrado y, sobre todo, de poder compartir mis miserias contigo.
—Si llego a saber que veníamos a hacer turismo, me hubiera traído zapatos más cómodos; tengo los pies recocidos en estas botas.
Erika se agarró al brazo de su padre y le dedicó un gesto amable.
—Ese tal Milos… ¿es de fiar?
—Goran cree que sí —conjeturó Carapocha—. Trabaja en Inteligencia de la BIA y, según dice, es de esos serbios que culpan a los suyos de arrastrar al país hacia el odio y la destrucción. Cree que si las autoridades serbias entregan a Mladić a Europa para que sea juzgado por crímenes de guerra, no pagará ni dos gotas de toda la sangre que derramó en esta tierra.
—¿Y por qué no terminan ellos con él?
—Supongo que temen las represalias de los fanáticos que todavía les siguen hacia sus familias. Aquí, la sangre se paga con sangre. Por eso, tenemos que intervenir lo antes posible, pero con muchísima precaución. Ratko Mladić tiene que morir para que ellos desclasifiquen toda esa información que demuestre a la historia que es uno de los mayores asesinos de este siglo. La única condición que nos pone es que tiene que parecer un accidente o muerte por causas naturales.
—Naturalmente —añadió Erika aprovechando el juego de palabras.
—Naturalmente —repitió él—. De todos modos, eso es lo que dice Goran. Yo me fío muy poco de esta gente, y menos de un tipo del servicio secreto. Supongo que no querrá vender gratis el paradero de Ratko Mladić solo por hacer justicia.
—¿Por qué no consultas a Robbie?
—No puedo involucrarle en este asunto. Hay demasiados ojos puestos en Mladić. Ahora que le mencionas, me viene a la cabeza una frase que un día me dijo el bueno de Robbie Michelson en el Moskva, entre copa y copa.
—No sabía que hubieras estado con él en los Balcanes —certificó ella.
Su padre sonrió.
—Le conocí en 1989 en Lyon, durante los actos de inauguración de su nueva Secretaría General. Algunos años más tarde, me invitaron a participar como ponente en un congreso sobre el funcionamiento de la mente criminal en Glasgow y, tras unos cuantos gin-tonics, él me integró dentro de su red y yo a él dentro de la mía. Podría decirse que es el responsable de que yo haya participado en tantos casos de asesinos en serie a partir de ese año. Robbie confiaba absolutamente en mí y no tenía más que levantar el teléfono para que yo acudiera. El caso es que, en 1993, antes de que se convirtiera en jefe de la Oficina Central Nacional de Londres, tras pasar una mala racha que le hizo replantearse su vida, pidió un año de excedencia en la Interpol para trabajar en una ONG encargada de distribuir ayuda humanitaria por las zonas más calientes del planeta. Le gustaba vivir el conflicto en primera persona. Siempre he pensado que Robbie quería demostrar a su padre, que combatió durante la Segunda Guerra Mundial en uno de los comandos que Churchill envió tras las líneas enemigas, que él no era un simple hombre de despacho. Aquel año, los Balcanes estaban ardiendo y hasta aquí llegó «sir» Robert J. Michelson con sus modales exquisitos, su sonrisa perpetua y su don para atraer al peligro. A pesar de mis advertencias, viajó a Mostar justo el día en el que los serbios se empeñaron en destruir el famoso puente, símbolo de la unión de culturas y religiones. Durante el intenso e interminable bombardeo de mortero al que sometieron a la población, cayó un proyectil de ochenta y ocho milímetros a escasos centímetros de sus pies. Fallaba uno de cada cien, pero ese no estalló. Cuando volvió a Belgrado y me lo estaba relatando, me soltó su famosa frase: «¿Sabe algo, señor? Hay una enorme diferencia entre una gran cagada y romperse el culo».
—Gran verdad —sentenció Erika—. Pero ¿qué coño significa eso?
—Nunca lo he sabido, es como tratar de encontrar explicación al hecho de que los malos siempre encerraran a MacGyver en un cuartucho repleto de herramientas. Son de esas cosas que nadie entiende pero tienen sentido.
Erika se dejó llevar por la risa.
—¿Cuándo empezó Michelson a… ya sabes?
—En el preciso instante en el que se lo pedí. Él cuenta con información a diario a la que yo no podría acceder jamás. Te puedo asegurar que es una de las personas que más contactos maneja en todos los estratos, estamentos, administraciones y gobiernos. Su tela de araña es tan profunda y extensa que, en estos momentos, solo se dedica a mantenerla tensa y esperar a que caigan las moscas. Me gustaría que le conocieras en persona algún día; me fío de él, aunque tengo que reconocer que es un hombre muy peculiar.
—Debe de serlo para considerarse tu amigo —avaló—. ¿A qué hora hemos quedado?
—Con Goran, ahora, a las 20:00, y con el agente de la BIA, a las 20:30. Ahí lo tienes, el Tri Sešira.
—Bonito lugar, pero esos tres sombreros… ¿qué pintan colgados en la fachada?
—Pues no sé, quizá todo se pueda explicar con el dicho de Robbie. Ahí está Goran, puntual. En asuntos del buen yantar, siempre le aflora la sangre británica, que será la única que no corra por sus venas.
Tras los abrazos, se sentaron en una mesa de cuatro dejando una silla vacía frente a Carapocha. El lugar podría confundirse con cualquier restaurante tradicional del este de Europa o del mundo, nada especial. Lo realmente extraordinario era lo que se servía en los platos, la esencia de la cocina tradicional serbia: carne a la brasa y verduras. Tres cervezas para la espera, Goran fue el primero en hablar tras hacer su introductorio movimiento brusco de cabeza.
—¿Te has enterado de lo que ha sucedido en Trieste…, lo que ha sucedido en Trieste?
La mueca de Carapocha fue una negativa.
—Tres asesinatos, un traficante de armas bastante conocido por aquí, Danilo Gaspari, su guardaespaldas y su hija…, bastante conocido, conocido.
—¿Cuándo ha sido? Dime todo lo que sepas.
—La noche del jueves al viernes —remató—. Parece que el móvil ha sido el robo o un ajuste de cuentas. ¿Quién sabe? El arma utilizada fue una pistola…, el arma, el arma. Primero, acabó con Gaspari en su mansión y, unas horas después, fue a por la hija a su casa en el centro de Trieste…, fue a por la hija, la hija. Allí apareció el guardaespaldas personal de Gaspari, un exmercenario de los Tigres de Arkan, y también le mató a balazos. No hay mucha más información en Internet sobre el caso…, no hay mucha más.
Carapocha tenía el gesto serio y casi se podían ver sus neuronas trabajando a través de la fina y blanca piel de la frente.
—No encaja en la forma de actuar de Augusto —apuntó el psicólogo—, pero sí la víctima, una buena presa para él. Lo que no entiendo es por qué la hija y el guardaespaldas…, no sé. Necesitamos averiguar si está en activo de nuevo. ¿Tienes alguna forma de meterte en su equipo?
Goran ejercitó el cuello antes de resoplar como un caballo.
—Podría. Abrió una puerta en el momento en que instaló el programa. Así fue como descubrí que se conectaba a un nodo de Trieste, pero otra cosa bien distinta es que me ponga a cacharrear dentro de su disco duro, a cacharrear dentro. Desconozco qué sistemas de seguridad tiene, pero estoy seguro de que los tendrá y estaré poniendo en peligro a mi familia si me detecta…, a mi familia, mi familia. Lo que me pides es muy arriesgado.
—Me vais a disculpar, pero tengo la sensación de no manejar la información que necesito para entender de qué demonios estáis hablando —requirió Erika.
Carapocha se pasó la mano por la cara antes de contestar.
—Claro, perdona. ¿Por dónde empezamos?
—Principios de los noventa —apuntó Goran de cabeza.
—Bueno, quizá antes, pero fue en 1995 cuando ocurrió lo de tu madre y yo me encerré en Plentzia. Quería escapar de todo y me obsesioné por descifrar el funcionamiento de la mente criminal. Podría decirse que solo tenía contacto exterior con Goran y mantuvimos interminables charlas por Internet sobre mis avances en la monomateria: asesinos en serie.
—Prácticamente era de lo único que se podía hablar contigo…, prácticamente, prácticamente —interrumpió el cracker.
—Cierto…, cierto, cierto —repitió intencionadamente exhibiendo su colmillo—. Un día, le hablé a Robbie sobre las habilidades de Goran y este contactó con él para que formara parte de su grupo de especialistas informáticos que operaban al margen de cualquier gobierno. Le ofreció a aquí nuestro amigo un dulce imposible de rechazar, ¿verdad?
—Yo estaba tratando de rehacer mi vida de nuevo…, de rehacer mi vida, mi vida. Lo que me ofreció no era otra cosa que seguir haciendo lo que mejor sabía desde el otro lado…, lado, lado.
—No tienes que justificarte. El tren pasó por delante de tus narices y no dudaste en subirte. Te pasaste de los malos a los buenos por un buen puñado de dólares haciendo buena tu famosa frase lapidaria: normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es —pronunció el psicólogo teatralmente.
—Efectivamente —confirmó de un gran remate de cabeza—, aunque esa frase no es mía, precisamente se la escuché a Michelson la primera vez…, la primera.
Carapocha no escondió la muestra de asombro.
—Lo mismo da. Bueno, concretando: años después Goran me contó que un tipo al que seguían, que se hacía llamar Orestes, le había preguntado acerca del nivel de dificultad que supondría acceder a los informes clasificados del FBI sobre serial killers y esto fue lo que me puso en la pista de Augusto, que por aquel entonces estudiaba en Nueva York. Creo que era el año 1997 o 1998. Goran me dijo cómo conseguir que fuera él quien llegara hasta mí, yo era un experto en la materia y no me costó llamar su atención. Así, empezamos nuestra relación virtual. Resultó ser el tipo que yo estaba buscando para mis estudios: un sociópata en ebullición. Me convertí en su confidente y viajé a Estados Unidos en septiembre de 1999 para conocerle personalmente con la excusa de fortalecer nuestros lazos de amistad. Así empezó todo.
—Por lo tanto, ¿has estado involucrado en todo esto desde el principio? —preguntó Erika a Goran mientras dejaba escapar el humo del cigarro.
—Se lo debía a tu padre…, se lo debía.
—¿Y por qué no me contaste todo esto en su día? ¿No confiabas en mí? —volvió a preguntar dirigiéndose al psicólogo.
—No tiene nada que ver con eso. Te lo estoy contando porque es el momento, al igual que Goran no sabía que tú también estabas interviniendo directamente. Las células de actuación no deben conocerse entre sí, es un principio básico de seguridad. En eso, no hay discusión.
—En resumen, que aquí, el amigo Goran, tiene acceso al equipo de Augusto y tú le estás pidiendo que se meta dentro a ver si podemos averiguar algo que le relacione con esos asesinatos cometidos en Trieste.
—Exacto —confirmó su padre.
—Es altamente arriesgado, altamente arriesgado. Tengo que valorarlo concienzudamente…, valorarlo, valorarlo.
—Gracias, amigo. Dejo la decisión en tus manos.
—Ahí está nuestro hombre, nuestro hombre —remató Goran.
A Carapocha le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. No era la primera vez que veía a ese individuo de mandíbula cuadrada y pronunciados rasgos eslavos, pero no conseguía determinar el cuándo ni el dónde. Estaba claro que le conocía, y su instinto había hecho saltar todas las alarmas. Con el gesto más cordial que pudo fingir, le tendió la mano y esta desapareció engullida por la de aquel hombre de farragosa mirada.
Residencia de Augusto Ledesma (Trieste)
Sábado noche. Hacía tanto tiempo que no salía de fiesta que prácticamente había olvidado lo que disfrutaba durante la fase de preparativos. Aquel día, tenía motivos más que suficientes para celebrar el desenlace en el asunto Gaspari, que había supuesto el renacimiento de mi nuevo yo inspirándome de forma colosal y estentórea. Solo el hecho de pensar que podría desarrollarme sin depender de Orestes, pero sin darle la espalda, hacía que me sintiera absolutamente radiante.
No fue hasta el viernes, a primera hora de la mañana, cuando por fin descubrieron el cadáver de Danilo. No tardaron en dar con los de Drago y Stefania. Era curioso, pero me había dado cuenta de que me gustaba referirme por su nombre de pila a las personas que iban formando parte de mi obra, y ya sumaban ocho: Marifer, Mercedes, Martina, Mario, Jesús, Danilo, Drago y Stefania. No sabría decir el motivo; quizá porque, de esta forma, conseguía dar mayor valor a mis acciones o puede que fuera por dignificar el recuerdo de aquellos que alimentaron el fuego de mi inspiración y que, a la postre, eran parte de mí mismo. Seguramente, todo pudiera explicarse por los efectos del alcohol y la cocaína, que ya empezaban a manifestarse. El hecho era que la evocación de sus nombres me hacía sentirme mucho más cercano a ellos. Indisolublemente unido.
Me tomé otro gin-tonic de Heindrick’s, este un poquito más cargado, y me preparé con esmero y prosopopeya un par de generosos tiros antes de poner los pies en la calle para acercarme a la sala Mandracchio, uno de los pocos garitos a los que se podía ir en Trieste, situado casualmente en los bajos del mismo edificio señorial en el que se ubicaba el Caffè degli Specchi. A pesar de que en los últimos años habían proliferado los bares y las terrazas por todo el centro de la ciudad, la escasez de oferta nocturna seguía siendo el talón de Aquiles de la urbe. Los únicos que salían a divertirse eran putos niñatos: estudiantes Erasmus que montaban fiestas en sus pisos alquilados a base de cerveza eslovena y toda suerte de licores de supermercado. Luego, los que tenían algo más de capacidad adquisitiva se dejaban caer por allí haciendo de aquel garito un territorio de caza en el que, normalmente, las únicas piezas que se cobraban eran otros estudiantes borrachos. Echaba tanto de menos el Zero Café que no descartaba hacer un viaje relámpago solo por pasar algunas horas en mi guarida, charlar de trivialidades con Luis y deglutir toda la música que escupiera Paco; sin embargo, esa era una idea que Orestes se ocupaba de borrar de mi cabeza con argumentos de demasiado peso.
Me puse una camisa lisa de color naranja por fuera de los vaqueros y zapatillas cómodas. Me había dejado crecer el pelo lo suficiente como para poder despeinármelo meticulosamente.
Aquella noche, no hacía mala temperatura y decidí ir a pie desde casa. Busqué en mi iPhone, Spotify, listas, «juerga». Elegí el modo aleatorio para ver qué me deparaba la fortuna. Al primer segundo de canción, reconocí la versión más popular de Ça plane pour moi; la de Plastic Bertrand, de 1977. Un título muy propio para el momento que podría traducirse con nuestro «Todo va sobre ruedas para mí». Un tema muy ácido de punk-rock con toques al más puro estilo The Beach Boys. Un triple centro en la diana para arrancar la noche a pesar de que no entendía lo que cantaba más allá del estribillo.
Wham! Bam!
Mon chat splash.
Gît sur mon lit
a bouffé sa langue
en buvant tronc mon whisky
quant à moi,
peu dormi, vidé, brimé,
j’ai dû dormir dans la gouttière,
où j’ai eu un flash.
Hou! hou! hou! hou!
En quatre couleurs.
Allez hop!
Un matin,
une louloute est venue chez-moi
poupée de cellophane
cheveux chinois,
un sparadrap
une gueule de bois.
A bu ma bière
dans un grand verre
en caoutchouc.
Hou! hou! hou! hou!
Comme un indien dans son igloo.
Ça plane pour moi.
Ça plane pour moi.
Ça plane pour moi moi moi moi moi.
Ça plane pour moi.
Hou! hou! hou! hou!
Ça plane pour moi.
Allez hop! La nana
quel panard!
Quelle vibration!
De s’envoyer
sur le paillasson,
limée, ruinée, vidée, comblée.
«You are the king of the divan!»
(Qu’elle me dit en passant).
Hou! hou! hou! hou!
I am the king of the divan.
Ça plane pour moi.
Ça plane pour moi.
Ça plane pour moi moi moi moi moi.
Ça plane pour moi.
Hou! hou! hou! hou!
Ça plane pour moi.
El tema sonaba por tercera vez cuando llegué a la puerta del local señalizado con un pequeño letrero de letras corpóreas en ostentoso color oro. Había una pequeña cola para entrar y decidí no quitarme los auriculares mientras esperaba mi turno. Entré. Se podía percibir el olor de las hormonas abriéndose paso en una mezcolanza ambiental de infinitos perfumes afrutados. Pedí una copa y me dediqué a observar y… a escuchar, irremediablemente.
Tormento musical. Puta basura.
Siempre me he preguntado qué fuerza invisible es la que empuja a las personas a mover las cabezas al unísono siguiendo el porfiado ritmo de la música o lo que sea eso que se escucha en las discotecas.
La decoración del lugar era la estándar de cualquier mierda de disco pub del mundo: fría y metálica, con luces de colores que revoloteaban como insectos asustados. Probé la copa y dudé entre la conveniencia de quitar la vida a la camarera que esperaba con estúpida sonrisa a que le pagara los quince euros por aquel brebaje, o al obesazo inquilino de la cabina que estaba intoxicando mi cerebro con su ominoso repertorio.
Seres insignificantes: indignos de mi currículum.
Me bebí la copa de tres tragos. No había mal ambiente y, a pesar de que la atmósfera no era la más propicia, me notaba con ganas de sexo. Me fijé en un grupo de cuatro veinteañeras parapetadas tras una columna forrada de espejos; todas cortadas por el mismo patrón: vestidos cortos y negros por defecto, maquillaje por exceso. Una vez concluido el obligado check list descendente —cara, tetas, culo, piernas—, clavé la mirada en la que más puntuación obtuvo esperando a cruzarme con la suya. Ver a la criatura ingerir con pajita lo que fuera de color azulado que tuviera en la copa me hizo desechar de inmediato el objetivo. La morena del pelo largo tenía un bonito trasero, pero masticaba chicle con tal avidez que hasta creí escuchar el deplorable sonido de sus premolares, molares, encías y demás piezas bucales trabajando a pleno rendimiento. Imaginé, incluso, que tendría ese sabor a sandía que tanto odio y me generó tal repugnancia que tuve que contener la basca de mi estómago para no vomitar encima de la barra. Le deseé la peor de las piorreas y pedí otra copa. Retomé el análisis de aquel oprobioso grupo de féminas, o lo que fuere aquello. Descubrí a la del pelo mal cortado con mechas en las raíces mirándose en el espejo tantas veces y con tal desazón que pensé que no encontraba su reflejo y acababa de descubrir su condición vampírica. Pero no, en cuanto se giró, entendí que la explicación radicaba en aquel grano que le sobresalía de la barbilla. Era digno de tamaña atención, pues parecía dispuesto a explosionar en cualquier momento. Le solucionaría el problema si tuviera a mano mi tenaza cóncava fina, pero no era el caso; lamentablemente. A la cuarta no había por dónde cogerla, alta y delgada como una garza; fea como su madre, pero decorosa, de esas que no lo esconden porque quieren hacer creer a sus víctimas que su verdadera belleza está en el interior. Imposible de cubrir. Se giró quedando de perfil —quise pensar que era el malo—, mostrando una prominente nariz que le haría las funciones de pico con total seguridad. Me la imaginé pescando peces muertos en una charca pestilente y me entraron ganas de patearle la cabeza. Ahogué mis fervientes deseos en el gin-tonic, que no era sino agua carbonatada con alcohol de quemar aromatizado y gotas de limón exprimido. Busqué a la camarera para hacerle partícipe de mi repulsa, pero me encontré con la misma sonrisa tapizada de estúpida candidez y no pude hacer otra cosa que abonar la inconsumible consumición. Fue entonces cuando decidí salir a fumar fuera huyendo de la intensa necesidad de arrebatar la vida al prójimo que se estaba apoderando de mí.
Encontré un lugar apartado de los grupos que compartían insípidas anécdotas de su insulsa vida estudiantil y me apoyé en la pared sin más pretensión que la de disfrutar del tabaco. Encendí un Moods y le di una intensa calada que mis pulmones agradecieron pagándome con monedas de sosiego. Alcé la mirada y descubrí una luna tan llena como solitaria; destacaba sin pretenderlo del resto de estrellas que se dispersaban, insignificantes, en la oscuridad del firmamento. Me identifiqué con ella; irremediablemente.
Hastiado, regresé al mundo terrenal y fue entonces cuando la distinguí, a escasos metros de donde yo estaba, mimetizada con un coche rojo del mismo color que su vestido. Fumaba con desgana evidenciando cierto malestar; al menos, así lo interpreté en aquel momento. Me miró y debió de ver su estado de ánimo reflejado en mi expresión antes de preguntarme en un italiano cándido y sensual:
—¿Es por la mierda de música o por la mierda de alcohol?
—Por ambas, aunque me decanto por la mierda de música, que me está taladrando el encéfalo.
Sonrió haciendo gala de unas blancas y sanas piezas dentales.
—¿Preferirías unas sevillanas?
—¡Vaya, no sabía que se me notara tanto el acento español! Contestando a tu pregunta, te diría que preferiría apagar mi cigarro y el tuyo en mis oídos antes de tener que escuchar una sevillana.
Ella mantuvo una expresión delicada y sugerente, como declinando intencionadamente su turno de réplica. Le seguí el juego.
—He cometido el error de venir escuchando buena música y el contraste, aderezado con ese pseudo gin-tonic para enjuague, me ha empujado hasta aquí. ¿No hay otra alternativa lúdica en esta ciudad?
—Las hay, pero no son mucho mejores. Si has venido a Trieste en busca de emociones nocturnas, te has confundido de ciudad; es más, creo que te has confundido de país.
Di una calada al purito y me acerqué con paso firme.
—Soy Juan Pablo —dije ofreciendo mi mano.
—Como el difunto pontífice —contestó con intención estrechando mi mano con sorpresiva firmeza—. Yo soy Chiara.
—Como la amiguita de Heidi —respondí con un gesto de complicidad sacando todo el partido a mis hoyuelos.
—Exacto, pero sin silla de ruedas y rubia de bote.
—Si salgo de fiesta me quito el solideo, pero estos cabrones de la puerta no me dejan entrar con las sandalias del pescador.
—Y supongo que ese dedo te lo has pillado con la puerta del papamóvil, ¿no?
—No, ha sido al metérselo al portero en el ojo…
Me percaté de la fuerza que transmitían sus pronunciadas facciones cuando soltó una controlada carcajada. Grandes ojos claros, nariz recta y ancha, cejas arqueadas y boca de labios carnosos bien dibujados. Dientes alineados, manos cuidadas. No pude evitar que me asaltara la imagen de Annie Lennox.
—¿Y qué hace su santidad sin su séquito de cardenales y obispos? —Quiso saber ella.
—He venido a comprobar en solitario cómo se corrompe nuestra juventud ante los lascivos placeres de la carne. ¿Pedro, Heidi y el abuelo?
Siempre me pregunté si el entrañable y casposo personaje de la serie animada tenía nombre o respondía solo por su condición familiar. Un enigma.
—La cena del departamento ha sido difícil de soportar con el monólogo magistral del excelentísimo catedrático —subrayó con marcada repulsa—, el señor Venza, sobre la influencia del neoplatonismo en el marinismo italiano. Solo se ha callado para engullir todo lo que le quedaba al alcance del tenedor. He tenido que reprimir las ganas de clavarle la pala del pescado en la garganta mientras sus discípulos asentían ensimismados como marionetas. Lo peor es que su eminencia ha seguido regalándonos teorías de su propia cosecha en el taxi. Tenía que coger un poco de aire antes de tomarme una cerveza de cortesía y salir corriendo a mi casa.
Algunas palabras se escapaban a mi avanzada comprensión del italiano, pero me esforcé por no exteriorizarlo. Me embelesó como a un gato hambriento que escucha el repertorio de un canario antes de meter la zarpa en la jaula. Me aseguré de no estar babeando y le interrogué prácticamente sin dejar que terminara su explicación.
—¿Y qué estudias, si me permites preguntártelo?
—Vine a Trieste desde Bolzano con el único objeto de independizarme y me matriculé en Lingue, letterature e spettacolo nelle culture moderne —pronunció con su italiano meloso edulcorando mi excitación—, supongo que porque me sonaba bien el nombre, pero, sobre todo, porque me dijeron que era relativamente sencillo aprobar. Sorprendentemente, la literatura me fue enganchando y me especialicé en lengua y literatura extranjera para poder doctorarme después en literatura comparada. Pero mira, en solo un año de doctorado, este tipo está haciendo que odie cualquier cosa que se parezca a un libro.
—Si eso es cierto, merece la peor de las muertes —expuse con demasiada sinceridad—, y estaría encantado de hacerlo con mis propias manos.
Ella rio con cierta desconfianza.
—Es curioso —retomé de inmediato la conversación cambiando de tema—. Junto a la música, la literatura es una de mis grandes obsesiones. De hecho, tengo que confesarte que estoy en Trieste por James Joyce.
Chiara elevó sus afiladas cejas sin que apenas se marcaran arrugas en su pálida tez sin maquillar. Soltó el humo por un lateral de la boca y repitió:
—¿Joyce? Un tipo con demasiadas manías.
—Como casi todos los genios.
—Sí, es posible, pero este irlandés renegaba de sus orígenes, de sus compatriotas y de sí mismo, al margen de ser un maniático con los números; de hecho, se empeñó en que Ulises se publicara el 2 de febrero de 1922: dos del dos del veintidós.
Escuchar aquello me dejó un tanto descolocado. No porque no lo supiera ya, sino por haber salido de una boca distinta a la mía. Era como si me estuviera arrebatando el privilegio de hablar con conocimiento profundo sobre James Joyce. Me lo tomé como una especie de reto.
—Puede ser que sufriera algún cortocircuito. Le diagnosticaron esquizofrenia a su hija Lucía, aunque él nunca lo aceptó. Es más, confiaba tanto en su clarividencia que le consultaba, aun siendo una niña, sobre importantes decisiones que debía tomar. ¿Has leído Ulises?
—Varias veces, aunque ninguna por placer. He de reconocer que Joyce fue un adelantado a su época, pero no consigo conectar con él.
Su comentario no me sentó mal, muy al contrario, volví a sentirme más cerca de Joyce y aquello me relajó.
—¿Y qué es lo último que te has leído? —Quiso saber ella.
—Estoy leyendo Hambre, de Knut Hamsun.
Pude ver cómo se iluminaba el rostro de Chiara.
—Podría estar hablando toda la noche sobre ese libro.
—¿Conoces un lugar más tranquilo? —propuse sin pensarlo.
Chiara me escrutó con cierta distancia y cautela.
—Sé de varios, pero en ninguno sirven copas. ¿Has oído hablar del Castello di Duino? —dijo por fin.
Ni siquiera contesté.
Como un ciego que sigue a su perro guía, la seguí.
Había luna llena.
Hotel Moskva (Belgrado)
Cuando le dio las buenas noches en la puerta de la habitación, Erika pudo leerlo en su cara. Detectó un comportamiento durante la cena que rozaba lo teatral y acababa de refrendarlo: su padre se mostró distante y, prácticamente, se limitó a escuchar sin hacer preguntas. Solo bebió dos cervezas, signo inequívoco de que algo no marchaba bien. Al parecer, tras dieciséis infructuosos años de búsqueda por el Tribunal de La Haya siendo uno de los mayores criminales de guerra, la BIA había conseguido localizar al general hacía algunas semanas en Lazarevo, una pequeña población cercana a la ciudad de Zrenjanin, en la provincia de Vojvodina, al norte del país. Según aseguraba el tal Milos, estaba escondido en la casa de un primo suyo, de nombre Branko, y le habían descubierto gracias a una llamada de este al móvil de otro familiar. «O bien creía que gozaba de cierta inmunidad amparado en el nada desdeñable porcentaje de la población serbia que le consideraba un héroe, o bien era más estúpido de lo que todo el mundo creía», pensó Erika mientras liaba un cigarro. El compromiso adquirido para salvaguardar al agente del servicio secreto que les había proporcionado la información, y así evitar un enfrentamiento entre partidarios y detractores del genocida, era hacerle desaparecer en un desafortunado accidente. Para ello, les había facilitado un mapa con la ubicación de la vivienda, incluidos los planos de la casa. Sabía que la operación no iba a resultar sencilla, pero no era eso lo que inquietaba a Erika; le preocupaba, precisamente, lo que no sabía.
Se encontraba algo implada y mareada, demasiada carne a la brasa o excesivo tiempo analizando la situación a golpe de licor de cerezas. Retuvo el humo en los pulmones antes de soltarlo lentamente y se entretuvo mirando cómo se extinguía fusionándose poco a poco en la microatmósfera de su habitación. Luego, buscó el frasco de sales de litio y puso dos píldoras en la palma de su mano. Eran su salvoconducto a la cordura, sus amarras al puerto de lo real. Recordó entonces la escena de Matrix en la que Laurence Fishburne le ofrece a un imberbe Keanu Reeves la posibilidad de elegir entre dos caminos. Cerró los ojos para escuchar la voz de Morfeo: «Si tomas la pastilla azul, fin de la historia, despertarás en tu cama y creerás lo que quieras creerte. Si tomas la roja, te quedarás en el país de las maravillas y yo te enseñaré hasta dónde llega la madriguera de conejos». Nadie le había ofrecido alternativas a ella, solo la forma de combatir su enfermedad para aparentar ser una persona normal y sobrevivir en la cotidianidad. Se sentía como una marioneta cuyos hilos habían sido manejados primero por su abuelo y, luego, por su padre.
Miró las píldoras.
Le costaba recordar cómo era ella antes de seguir el tratamiento, pero las impresiones que guardaba no eran del todo malas.
—Ya es hora de descubrir hasta dónde llega esa maldita madriguera —se alentó.
Cuando tiró las píldoras al retrete, sintió alivio, y se vio cruzando la frontera en el momento de tirar de la cadena. Después, la embargó una extraña sensación parecida al desamparo, como si hubiese sido expulsada al país de las maravillas.