Baldosas amarillas: el terreno

Tiergarten (Berlín)

8 de febrero de 2001, a las 12:35

Me alegro mucho de volver a verte, pero pasear a la intemperie con temperaturas bajo cero es tan temerario como poco inteligente.

—Sobre todo, para personas de edad avanzada y movilidad reducida —añadió Orestes mientras se frotaba las manos frenéticamente.

—Mi mente está acostumbrada a combatir el frío y la estupidez humana, chavalín.

—Hoy no vas a conseguir irritarme con eso.

—Lo lamento, tendré que ser más sutil en mis contraataques. Vamos a movernos, que mi cuerpo se está aburguesando y mis articulaciones empiezan a protestar. Te noto francamente bien. ¿Qué tienes para contarme? ¿Sigues evolucionando?

Orestes meditó la respuesta.

—Sí, así es. Pero anticipándome a tu siguiente pregunta, no sabría decirte con precisión por qué. Intervienen muchos factores. Precisamente, he salido a correr esta mañana y he pensado en ello.

—¿Esta mañana? ¿Con el frío que hacía? Desde que el ser humano descubriera las prácticas onanistas, ya no hay excusa ni justificación para abandonar la cama y sufrir por decisión propia.

—Sí, ha caído una buena nevada.

—No me gusta la nieve, me trae malos recuerdos.

—¿De tu mujer?

Carapocha asintió pesaroso.

—A ella le encantaba.

—¿Cómo conseguiste superar su muerte?

—Nos estamos desviando de la conversación, pero no quiero eludir tu pregunta, así que te contestaré: nunca se supera, solo se aprende a convivir con el dolor. No obstante, tengo que reconocer que mi vieja amiga Marija me ayudó a aceptarlo durante los primeros días. Me sacó a rastras de mi encierro en la habitación del Hotel Moskva, en el que ella trabajaba, pero no estamos aquí para hablar precisamente de mí. Ahora, dime —insistió Carapocha cambiando intencionadamente de tercio—, ¿en qué parte has notado ese proceso evolutivo?

—Tienes razón, disculpa. Estoy empezando a aceptarme tal y como soy.

—¿Y cómo eres?

—Distinto.

—Ya te dije en cierta ocasión que eso es una soplapollez. Todos tenemos algo que nos distingue de los demás. Sé más preciso.

—Puede que estés en lo cierto, pero los componentes son idénticos, la proporción es lo único que hace que se distingan unos de otros. Los hay ignorantes y muy ignorantes.

—Te sigo —dijo notando algo distinto en la actitud de su paciente—. En tal caso, voy a formular la pregunta correctamente: ¿cuáles son esos componentes que te hacen distinto de los demás?

—Tú los conoces.

—Nómbrame alguno.

—La necesidad de confrontación.

—La necesidad de confrontación —repitió el psicólogo—. ¿Entendida como lucha?

—Eso es —aseveró Orestes.

—Curioso… La confrontación. ¿Tú crees en las casualidades?

—No —contestó fríamente.

—Yo tampoco, pero eso no quiere decir que no existan. Déjame que te cuente algo. He aprovechado los contactos que aún me quedan en esta ciudad para conseguir una entrada de la ceremonia de inauguración de la Berlinale. En realidad, es algo que me he autoimpuesto en el tratamiento que sigo para superar la muerte de Erika. El cine era una de sus aficiones, y más me valía reservar esa semana al completo para asistir al Festival con ella. Al grano. Ayer se estrenó Enemigo a las puertas, una película bélica que narra las hazañas de nuestro héroe patrio, el francotirador Vassili Záitsev, durante el sitio de Stalingrado. ¿Has oído hablar de él?

—Pues no —reconoció.

—Me he acordado de su nombre cuando has hablado de la necesidad de confrontación. Se trataba de un buen tirador de precisión que mandó a muchos oficiales alemanes a casa en bolsas de plástico. No tantos como los que le atribuyó el camarada Jruschov, pero los suficientes como para que le convirtieran en un instrumento de la propaganda soviética con el que animar a la resistencia del pueblo contra el invasor nazi.

—¿Y bien? —atajó impaciente Orestes.

—Si me preguntas por la película, te diré que me gustó en líneas generales. Los escenarios están bien recreados y las escenas bélicas son excelentes, aunque, como buen producto de la factoría americana, decrece hasta languidecer en un enfrentamiento entre dos hombres, tipo Duelo al sol, pasando por alto los más de dos millones de muertos del lado soviético; la mitad de ellos, civiles.

—También moriría algún alemán, ¿no?

—Alguno, sí. Se habla de doscientos cincuenta mil entre muertos, heridos y prisioneros. La desproporción es más que notable, teniendo en cuenta quiénes eran el invasor y el invadido —precisó el ruso—. En mi opinión, contar muertos es como perseguir palomas en una plaza: una soplapollez que no lleva a ningún sitio.

Orestes memorizó aquella frase.

—Por cierto, casi vomito hasta los recuerdos del bautismo que nunca tuve cuando vi que un soldado soviético se santiguaba…, cosas de Hollywood. Aquello no sucedió así, pero eso no es reprochable porque es posible que ni siquiera hoy se sepa toda la verdad.

Carapocha hizo una pausa para ajustarse la ropa de abrigo y cubrirse la boca con la bufanda.

—¿Me lo vas a contar o es secreto de Estado y, por tanto, tendrías que matarme?

—Otro día. Volvamos a la confrontación. Verás, yo nunca he entendido dónde reside el heroísmo en el arte de matar a distancia, y no hablo de la película de ayer, hablo de vivirlo en primera persona durante unas cuantas jornadas apostado junto a varios de estos «héroes» en la avenida de los francotiradores de Sarajevo. Recuerdo a uno de ellos, un tal Sasha. La casualidad reside en que, precisamente, ayer mismo viendo la película me acordé de él y su teoría de la confrontación. No tendría más de veinte años y alardeaba de las «piezas» que se había cobrado durante la jornada de tarde: dos hombres, una mujer y un niño. La estrategia era siempre la misma, tan sencilla como eficaz: primero hirió al niño y esperó pacientemente a que acudieran a socorrerle. La siguiente en caer fue la madre y, después, los dos hombres. El hijo de puta me contó con lágrimas en los ojos que había tenido que rematar al niño para evitar que siguiera sufriendo, pero en realidad lo hizo porque no soportaba sus gritos. Él lo justificaba todo por la propia naturaleza de la konfrontacija; la confrontación. «Son ellos o nosotros», repetía. Esa palabra le servía de paraguas para justificar una vida de muerte y cobardía. A los pocos días, Sasha, «el erudito», murió desmembrado al pisar una mina de fragmentación que él mismo había plantado la noche anterior. Sus compañeros se mofaron de aquello durante meses. Yo rebosaba felicidad; un asesino menos.

—No tengo ni la más remota idea de dónde quieres llegar.

—A tu naturaleza o necesidad de confrontación, ese componente que aseguras que te distingue del resto de los humanos. Como ves, otras celebridades han utilizado el mismo vaporoso argumento antes que tú. Muerte y cobardía, eso esconde la necesidad de confrontación —definió categóricamente.

Orestes calibró su respuesta.

—No soy capaz de desarrollarme en sociedad. Lo único que he hecho hasta ahora ha sido esconderme. Ahora, tengo que valorar el instante preciso de salir de la jaula y…

—Así que tú eres el león y nosotros los corderos —interrumpió el psicólogo mientras ralentizaba el paso.

—Podría ser, aunque no todos son corderos —retomó encontrándose con los ojos grises de Carapocha, que no rehuyó el combate.

—¿Y quién reparte los papeles de león y de cordero?

—Cada uno a sí mismo. Por sus actos.

—¿Y el de francotirador y madre? No, chavalín, no. Uno no puede pasar de cordero a león en un chasquido; y menos un tipo como tú.

—¡No! —Se rebeló—. ¡Yo nunca he sido un cordero, he sido un león aletargado!

—Ya, y ahora es cuando vas a decirme que ha llegado el momento de demostrar cuánto eres capaz de rugir.

—No, eso ya lo he hecho. Ahora mismo mi prioridad es hacerme fuerte antes de empezar a cazar —apuntó.

—A cazar —repitió el psicólogo con hastío—. ¿Y crees que vas a conseguir saciar tu necesidad de desarrollarte de esa forma? ¿Matando corderos?

—No. En realidad, no quiero matar corderos. Quiero matar a otros leones, pero tú eres el experto en asesinos en serie, ¿no? —preguntó con intención.

Carapocha fingió haber recibido un golpe que llevaba tiempo esperando. Lo encajó tratando de no exteriorizar su satisfacción. Se metió las manos en los bolsillos y retomó el paso. Orestes no se movió. El psicólogo se giró y le invitó a acompañarle con un sutil movimiento de su cabeza. El vaho se difuminaba a pocos centímetros sobre las cabezas de aquella pareja. Caminaron algunos metros sin intercambiar palabras.

—Así que has hecho tus propias averiguaciones.

—Bueno, he de reconocer que no lo hubiera logrado sin la ayuda de Skuld, nuestro cracker más cualificado en DZU. Hemos podido acceder a un antiguo expediente de la BIA fechado en 1999 en el que se refieren al doctor Lopategui como a uno de los mayores expertos en el estudio de la mente criminal en general y en la creación de perfiles de asesinos en serie en particular. Menciona todos los casos en los que las autoridades de varios países han solicitado tu intervención. No eres solo un estudioso en la materia, eres una auténtica eminencia. Te pido que seas sincero conmigo. ¿Qué quieres de mí?

—Esa no es la cuestión. Fuiste tú quien contactó conmigo, ¿recuerdas?

—Cierto, un Orestes en busca de su Pílades. Muy sencillo de atrapar, ¿no?

—¿Eso crees?

—¡No lo sé! —exclamó exaltado—. ¡Por eso te lo estoy preguntando!

—Está bien, no nos alteremos. Yo también he hecho mis averiguaciones, Augusto —remarcó—. La realidad es que tú viniste a mí, pero es igual de cierto que enseguida me llamó mucho la atención lo que pude atisbar en la complejidad de tu laberinto mental.

—Explícate, por favor —añadió modulando el tono de voz.

—Digamos que conduces un coche de rallies y que yo soy un experto copiloto que conoce el circuito mejor que tú. Te ofrezco mis servicios a cambio de que me dejes acompañarte en la carrera. Te cantaré las curvas con la suficiente antelación como para que no te salgas del circuito y te enseñaré dónde está el freno para que puedas pisarlo cuando lo necesites.

Orestes rumió la propuesta.

—Los nazis —retomó Carapocha— enviaron a un instructor de francotiradores para formar a un equipo que hiciese frente al cada vez más numeroso grupo de Záitsev, que era el verdadero peligro para la Wehrmacht. Este tipo desconocido tardó unos pocos días en caer abatido, lo cual aprovecharon los soviéticos para inventarse la historia de la llegada del más capacitado de los francotiradores alemanes y así alimentar la leyenda del pastor llegado desde los Urales con su viejo fusil Mosin-Nagant para matar nazis. Todo era un montaje, pero el mensaje fue claro y contundente: cualquiera podía llegar a convertirse en un héroe de la patria, un inmortal; tan solo había que exterminar a muchos enemigos. Mientras todo esto ocurría, Von Paulus estaba mucho más preocupado por firmar la rendición que por desmentir el montaje.

Orestes barruntó adónde quería llegar el psicólogo y quiso anticiparse.

—Ya… Entonces, ¿sostienes que cualquiera puede convertirse en un inmortal?

—Esa, precisamente, es la moraleja del cuento. En el ser humano no reside la necesidad de confrontación como tal; sin embargo, sí existe el deseo de perpetuarse, y no solo como especie. La única forma de alcanzar la inmortalidad es a través del recuerdo. ¿Me sigues?

—Te sigo —confirmó Orestes mordisqueándose las uñas.

—Pues volvamos al punto del procedimiento.

—Varios caminos, ¿no es así?

—Exacto, es el punto clave. Creo que puedo ayudarte a decidir el camino que tienes que seguir para ser inmortal.

—¿Como en el caso de Chikatilo? ¿Cómo sé que no me harás lo mismo que a él?

—No puedes saberlo, es una cuestión de confianza.

Orestes calibró sus palabras.

—¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar, Pílades?

—Hasta que se te acabe la gasolina. Siempre se termina.

—Puedo repostar.

—No hay estaciones de servicio en esta carrera.

Orestes dio unos cuantos pasos e inspiró profundamente sintiendo el ardor que le provocó el aire gélido en sus fosas nasales.

—¿Cuándo empezamos los entrenamientos? —Quiso saber Orestes.

—Cuando te saques el carné de piloto. Ahora, vayamos a algún sitio caliente para preparar el teórico. La primera lección es gratis; anota: el alumno siempre paga.